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—¡El papa ha muerto! ¡Viva el papa!

El grito resonó en el patio de San Dámaso del Vaticano, donde acababan de descubrir el cadáver del papa Julio XIV. El Santo Padre había fallecido mientras dormía en sus aposentos. La noticia se difundió rápidamente por el irregular apiñamiento de edificios que todavía llamaban Palacio Vaticano, y se propagó por el Estado Vaticano como un incendio en un entorno de oxígeno puro. Atravesó las oficinas, brincó por la atestada Puerta de Santa Ana al Palacio Apostólico y al contiguo Palacio de Gobierno, encontró oídos expectantes entre los fieles de la sacristía de la Basílica de San Pedro —al extremo de que el arzobispo que decía la misa se alarmó ante los inusitados susurros de la congregación— y salió de la Basílica con los feligreses que se mezclaron con la numerosa muchedumbre de la Plaza de San Pedro, donde cien mil turistas y funcionarios de Pax recibieron el rumor como una masa crítica de plutonio entrando en fisión.

Al salir del Arco de las Campanas, la noticia se aceleró hasta alcanzar la velocidad de los electrones, saltó a la velocidad de la luz y se lanzó desde el planeta Pacem a velocidades Hawking, miles de veces más rápido que la luz. Más cerca de los antiguos muros del Vaticano, teléfonos y comlogs tintineaban en el enorme y sudoroso Castel Sant'Angelo, donde el Santo Oficio de la Inquisición tenía sus oficinas dentro de la montaña de piedra que originalmente había sido el Mausoleo de Adriano. Toda esa mañana se oyó claqueo de rosarios y susurro de sotanas almidonadas mientras los funcionarios del Vaticano regresaban a sus oficinas para controlar sus líneas encriptadas y esperar memorándums de sus superiores. Los comunicadores personales chillaban y vibraban en los uniformes e implantaciones de miles de administradores de Pax, comandantes militares, políticos y funcionarios de Mercantilus. A los treinta minutos del descubrimiento del cuerpo inerte del papa, todas las organizaciones de noticias de Pacem estaban alerta: prepararon sus holocámaras robóticas, pusieron en línea sus satélites repetidores, enviaron sus mejores reporteros humanos a la oficina de prensa del Vaticano y esperaron. En una sociedad interestelar dominada por la Iglesia, las noticias no sólo aguardaban confirmación independiente sino autorización oficial.

Dos horas y diez minutos después del descubrimiento del cuerpo del papa Julio XIV, la Iglesia confirmó su fallecimiento a través de la oficina del secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Lourdusamy. Segundos después, el anuncio grabado se despachó a todas las radios y holovisores de Pacem. Con su población de mil quinientos millones de almas, todos cristianos renacidos que llevaban el cruciforme, la mayoría empleados por el Vaticano o la vasta burocracia civil, militar o comercial de Pax, el planeta Pacem se detuvo a escuchar con cierto interés. Aun antes del anuncio formal, una docena de las nuevas naves estelares clase arcángel había abandonado sus bases orbitales para atravesar el brazo de la galaxia ocupado por los humanos; sus impulsores cuasi-instantáneos mataron instantáneamente a su tripulación pero el mensaje de la muerte del papa iba almacenado en ordenadores y repetidores para las sesenta y pico de archidiócesis y sistemas estelares más importantes. Estas naves correo podían llevar a algunos cardenales a Pacem a tiempo para votar en la elección, pero la mayoría de los electores optaría por quedarse en su mundo natal, evitando la muerte a pesar de la promesa de resurrección, y enviando en cambio sus holohostias encriptadas e interactivas con el eligo para el siguiente Supremo Pontífice.

Otras ochenta y cinco naves de Pax clase Hawking, en general naves-antorcha de alta aceleración, se dispusieron a ascender a velocidades relativistas y a posiciones de salto, con un tiempo de viaje que se mediría en días o meses y una deuda temporal relativa de semanas o años. Estas naves aguardarían en el espacio de Pacem quince días estándar, hasta la elección del nuevo papa, y luego llevarían la noticia a los ciento treinta y pico de sistemas de Pax menos críticos, donde los arzobispos velaban por otros miles de millones de fieles. Estas archidiócesis, a la vez, comunicarían la noticia de la muerte, resurrección y reelección del papa a los sistemas menores, los mundos distantes y las mil colonias del Confín. Una última flota de más de doscientas naves mensajeras no tripuladas salió de sus hangares de la enorme base asteroidal de Pax en el sistema de Pacem; sus chips de mensajes sólo aguardaban el anuncio oficial del renacimiento y reelección del papa Julio para lanzarse al espacio Hawking y llevar la nueva a los efectivos de Pax que enfrentaban a los éxters en la esfera defensiva conocida como la Gran Muralla.

El papa Julio ya había muerto ocho veces. El pontífice tenía un corazón débil, pero no permitía que se lo reparasen por cirugía ni por nanoplastia. Alegaba que un papa debía vivir su período natural y un nuevo papa debía elegirse a su muerte. El hecho de que hubieran reelegido ocho veces al mismo papa no lo disuadía de esta opinión. Aun ahora, mientras preparaban el cuerpo del papa Julio para un velatorio oficial antes de llevarlo a la capilla de resurrección privada que había detrás de San Pedro, los cardenales y sus sustitutos hacían preparativos para la elección.

Cerraron la Capilla Sixtina al turismo y la prepararon para las votaciones que se realizarían dentro de menos de tres semanas. Trasladaron antiguos sitiales con dosel para los ochenta y tres cardenales que estarían presentes en persona y prepararon proyectores holográficos y conexiones interactivas para los cardenales que votarían a distancia. Instalaron la mesa de los escrutadores frente al altar mayor de la capilla. Colocaron tarjetas, agujas, hilo, un receptáculo, una fuente, paños de lino y otros objetos en la mesa de los escrutadores y los cubrieron con paños más grandes. Pusieron la mesa de los infirmarü y los revisores al lado del altar. Cerraron y aseguraron las puertas principales de la Capilla Sixtina. Apostaron comandos de la Guardia Suiza con armadura de combate y flamantes armas energéticas junto a las puertas de la Capilla y en los portales blindados del anexo de resurrección de San Pedro.

Siguiendo un antiguo protocolo, la elección debía realizarse en un plazo no inferior a los quince días ni superior a los veinte. Los cardenales que residían en Pacem o a tres semanas de deuda temporal cancelaron sus compromisos y se prepararon para el enclave. Todo lo demás estaba listo.

Hay hombres gordos que llevan su peso como una debilidad, un signo de autocomplacencia y pereza. Otros absorben su masa con majestuosidad un signo exterior de su poder creciente. El cardenal Simon Augustino Lourdusamy pertenecía a la segunda categoría. El enorme Lourdusamy, verdadera montaña escarlata en su ropa cardenalicia, aparentaba poco menos de sesenta años estándar, y aparentaba esa edad desde hacía más de dos siglos de vida activa y varias resurrecciones. Con su papada, su calva y su voz grave —que podía elevarse a un rugido tonante, capaz de llenar la Basílica de San Pedro sin ayuda de altavoces— Lourdusamy seguía siendo el epítome de la salud y la vitalidad en el Vaticano. Muchos miembros de la jerarquía eclesiástica atribuían a Lourdusamy —entonces un joven funcionario menor en la maquinaria diplomática del Vaticano— el mérito de haber ayudado al angustiado y dolorido ex peregrino de Hyperion, el padre Lenar Hoyt, a encontrar el secreto que convirtió el cruciforme en instrumento de resurrección. Se decía que había contribuido tanto como el papa recién fallecido a restaurar una Iglesia que entonces estaba al borde de la extinción.

Al margen de la verdad de esta leyenda, Lourdusamy estaba en óptimo estado el día que siguió a la novena muerte del Santo Padre, cinco días antes de la resurrección de Su Santidad. Como secretario de Estado, presidente del comité que supervisaba las doce Congregaciones Sagradas y prefecto de esa temida y mal comprendida repartición, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ahora oficialmente conocida una vez más, al cabo de un interregno de mil años, como Santo Oficio de la Inquisición Universal, Lourdusamy era el ser humano más poderoso de la Curia. En ese momento, mientras velaban a Su Santidad Julio XIV en la Basílica de San Pedro, esperando el anochecer para trasladarlo al nicho de resurrección, bien podía decirse que Simon Augustino Lourdusamy era el ser más poderoso de la galaxia.

Esa mañana el cardenal no olvidaba esta circunstancia.

—¿Han llegado, Lucas? —le preguntó al hombre que había sido su asistente y factótum durante más de doscientos años. Monseñor Lucas Oddi era tan esmirriado, huesudo, ajado y diligente como el cardenal Lourdusamy era enorme, carnoso, atemporal y lánguido.

Oddi, subsecretario del Estado Vaticano, era tan recatado en sus expresiones como en su apariencia. El alto y anguloso administrador benedictino había dedicado veintidós décadas de eficiente servicio a su superior, pero nadie —ni siquiera Lourdusamy— conocía sus opiniones o emociones íntimas. El padre Lucas Oddi había sido el brazo derecho de Lourdusamy por tanto tiempo que el secretario lo consideraba una extensión de su propia voluntad.

—Acaban de sentarse en la sala de espera —respondió monseñor Oddi.

El cardenal Lourdusamy asintió. Durante más de mil años —desde mucho antes de la Hégira que había impulsado a la humanidad a huir de la Tierra moribunda para colonizar las estrellas— había sido costumbre del Vaticano celebrar reuniones importantes en la sala de espera de los funcionarios importantes, y no en sus oficinas privadas. La sala de espera del cardenal Lourdusamy era una habitación de sólo cinco metros cuadrados, desnuda salvo por una mesa de mármol redonda sin unidades de comunicaciones, una sola ventana —que, de no haber estado polarizada, habría mostrado una loggia externa con maravillosos frescos— y dos pinturas de Karotan, el genio del siglo treinta; una mostraba el sufrimiento de Cristo en Getsemaní, la otra al papa Julio (en su identidad prepapal de Lenar Hoyt) recibiendo el primer cruciforme de un poderoso arcángel de aspecto andrógino mientras Satán (con forma de Alcaudón) miraba indefenso.

Las cuatro personas que aguardaban en la sala —tres hombres y una mujer— representaban al Consejo Ejecutivo de la Liga Pancapitalista de Organizaciones Católicas Independientes de Comercio Transestelar, más conocida como Pax Mercantilus. Dos de los hombres —M. Helvig Aron y M. Kennet Hay-Modhino— podrían haber sido padre e hijo, similares incluso en sus elegantes túnicas, sus costosos y conservadores cortes de pelo, sus rasgos nordeuropeos de Vieja Tierra sutilmente bioesculpidos y las aún más sutiles medallas rojas que mostraban su pertenencia a la Soberana Orden Militar del Hospital de San Juan de Jerusalén, Rodas y Malta, la antigua compañía popularmente conocida como Caballeros de Malta. El tercer hombre era de origen asiático y usaba una sencilla túnica de algodón. Se llamaba Kenzo Isozaki y ese día era el individuo más poderoso de Pax después de Simon Augustino Lourdusamy. La otra representante de Pax Mercantilus, una mujer cincuentona de expresión adusta y cabello corto, moreno y desaliñado, con un económico traje de fibroplástico, era M. Anna Pelli Cognani, heredera aparente de Isozaki y durante años presunta amante de la arzobispo de Vector Renacimiento.

Los cuatro se levantaron con una leve reverencia mientras el cardenal Lourdusamy ocupaba su lugar. Monseñor Lucas Oddi, único testigo, se apartó de la mesa, las manos huesudas entrelazadas sobre la sotana; detrás de él, los ojos torturados del Cristo de Karotan presenciaban la pequeña reunión.

Aron y Hay-Modhino se adelantaron para arrodillarse y besar el anillo de zafiro del cardenal, pero Lourdusamy desechó los protocolos antes de que Kenzo Isozaki o la mujer pudieran aproximarse. Cuando los cuatro representantes de Pax Mercantilus estuvieron nuevamente sentados, el cardenal dijo:

—Somos todos viejos amigos. Sabéis que, aunque represento a la Santa Sede en esta deliberación, durante la ausencia provisional del Santo Padre, todas las cosas que se comenten en el día de hoy quedarán entre estas paredes. —Lourdusamy sonrió—. Y estas paredes, amigos, son las más seguras de Pax.

Aron y Hay-Modhino sonrieron. M. Isozaki conservó su agradable expresión. M. Anna Pelli Cognani frunció aún más el ceño.

—Eminencia —dijo—, ¿puedo hablar con franqueza?

Lourdusamy extendió la palma rechoncha. Desconfiaba de las personas que pedían hablar con franqueza, que juraban hablar con sinceridad o usaban la expresión «sin rodeos».

—Desde luego, querida amiga —dijo—. Lamento que las apremiantes circunstancias del día nos dejen tan poco tiempo.

Anna Pelli Cognani asintió. Había comprendido la orden de ser concisa.

—Eminencia —dijo—, solicitamos esta conferencia para hablar no sólo como leales miembros de la Liga Pancapitalista de Su Santidad, sino como amigos tuyos y de la Santa Sede.

Lourdusamy asintió cordialmente, curvando los labios en una leve sonrisa.

—Desde luego.

M. Helvig Aron se aclaró la garganta.

—Eminencia, Mercantilus tiene un comprensible interés en la inminente elección papal.

El cardenal esperó.

—Nuestro propósito de hoy, eminencia —continuó M. Hay-Modhino— es confirmarle, tanto en cuanto secretario de Estado como en cuanto candidato potencial para el papado, que la Liga seguirá llevando a cabo la política del Vaticano con suma lealtad después de la elección venidera.

Lourdusamy asintió. Comprendía a la perfección. Pax Mercantilus —la red de inteligencia de Isozaki— había olido una posible insurrección en la jerarquía del Vaticano. Habían oído cuchicheos en salas seguras como ésta, y habían oído que era hora de reemplazar al papa Julio por un nuevo pontífice. Isozaki sabía que Simon Augustino Lourdusamy sería ese hombre.

—En este triste interregno —continuó M. Cognani—, consideramos nuestro deber ofrecer la garantía pública y privada de que la Liga continuará sirviendo a los intereses de la Santa Sede y la Santa Madre Iglesia, tal como lo ha hecho durante más de dos siglos estándar.

Lourdusamy asintió de nuevo y esperó, pero los cuatro representantes de Mercantilus no dijeron nada más. Se preguntó por qué Isozaki habría asistido en persona.

Para ver mi reacción en vez de confiar en los informes de sus subordinados, pensó. El viejo confía en su instinto más que en cualquier otra cosa. Lourdusamy sonrió. Buena actitud. Dejó transcurrir otro minuto de silencio antes de hablar.

—Amigos míos —dijo al fin—, no sabéis cuánto me conforta el corazón que cuatro personas tan atareadas e importantes visiten a este humilde sacerdote en nuestra hora de común pesadumbre.

Isozaki y Cognani mantuvieron su expresión imperturbable, pero el cardenal detectó un mal disimulado destello de ansiedad en los ojos de los otros dos representantes. Si Lourdusamy aceptaba el apoyo de esa gente en esas circunstancias, pondría a Mercantilus en pie de igualdad con los conspiradores del Vaticano, convertiría a Mercantilus en cómplice y socio del próximo papa.

Lourdusamy se inclinó sobre la mesa. Notó que M. Kenzo Isozaki no había pestañeado durante esa conversación.

—Amigos míos —continuó—, como buenos cristianos renacidos… —miró a Aron y Hay-Modhino—, como caballeros hospitalarios, conocéis sin duda el procedimiento para la elección de nuestro próximo papa. Pero permitidme refrescar vuestra memoria. Una vez que los cardenales y sus símiles interactivos se hayan reunido y encerrado en la Capilla Sixtina, hay tres maneras en que podemos elegir un papa: por aclamación, por delegación y por escrutinio. Por medio de la aclamación, todos los cardenales electores son movidos por el Espíritu Santo a proclamar a una persona como supremo pontífice. Todos exclamamos eligo, «yo elijo», y el nombre de la persona que elegimos por unanimidad. Por medio de la delegación, escogemos a una docena de cardenales para que hagan la elección en nombre de todos. Por medio del escrutinio, los cardenales electores votan secretamente hasta que un candidato cuenta con una mayoría de dos tercios más uno. Entonces el nuevo papa es elegido y las masas expectantes ven la fumata, las volutas de humo blanco que significan que la familia de la Iglesia ya tiene un Santo Padre.

Los cuatro representantes de Pax Mercantilus guardaban silencio. Conocían perfectamente el procedimiento de elección, no sólo los antiguos mecanismos, sino los cabildeos, presiones, concesiones, prepotencias y extorsiones que a menudo habían acompañado ese proceso durante siglos. Y comenzaban a comprender por qué el cardenal Lourdusamy enfatizaba lo obvio.

—En las últimas nueve elecciones —continuó el corpulento cardenal con voz tonante—, el papa ha sido elegido por aclamación… por intercesión directa del Espíritu Santo. —Lourdusamy hizo una larga y tensa pausa. A sus espaldas, monseñor Oddi observaba, tan inmóvil como el Cristo pintado, tan inexpresivo como Kenzo Isozaki.

—No tengo motivos para creer —continuó al fin Lourdusamy— que esta elección será diferente.

Los ejecutivos de Pax Mercantilus no se movieron. Al fin M. Isozaki inclinó la cabeza. Habían oído y comprendido el mensaje. No habría insurrección dentro de los muros del Vaticano. O, en todo caso, Lourdusamy la tenía dominada y no necesitaba el apoyo de Pax Mercantilus. Si se trataba de lo primero y la hora del cardenal Lourdusamy aún no había llegado, el papa Julio volvería a gobernar la Iglesia y Pax. El grupo de Isozaki había corrido un riesgo terrible, teniendo en cuenta las grandes recompensas y poderes que recibiría si lograba aliarse con el futuro pontífice. Ahora sólo afrontaban las consecuencias del riesgo. Un siglo antes, el papa Julio había excomulgado al predecesor de Kenzo Isozaki por un fallo menor, revocando el sacramento del cruciforme y condenando al dirigente de Mercantilus a una vida de aislamiento respecto de la comunidad católica —es decir, cada hombre, mujer y niño de Pacem y la mayoría de los mundos de Pax— seguida por la muerte verdadera.

—Ahora, lamento que mis apremiantes deberes me alejen de vuestra grata compañía —dijo el cardenal.

Antes que Lourdusamy pudiera levantarse y, a despecho del protocolo requerido para abandonar la presencia de un príncipe de la Iglesia, M. Isozaki se adelantó rápidamente, se arrodilló y besó el anillo del cardenal.

—Eminencia —murmuró el viejo multimillonario de Pax Mercantilus.

Esta vez Lourdusamy no se levantó ni se marchó hasta que cada uno de los poderosos ejecutivos se hubo aproximado para presentar sus respetos.

Una nave estelar clase arcángel se trasladó al espacio de Bosquecillo de Dios un día después de la muerte del papa Julio. Era la única arcángel no asignada al servicio postal; era más pequeña que las nuevas naves y se llamaba Rafael.

La arcángel entró en la órbita de ese mundo ceniciento y envió una nave de descenso que penetró en la atmósfera. Dos hombres y una mujer iban a bordo. Los tres parecían hermanos, similares en su silueta delgada, su tez pálida, su cabello oscuro y corto, su mirada esquiva y sus labios delgados. Usaban trajes austeros, rojos y negros, con complejos comlogs de pulsera. Su presencia en la nave de descenso era una rareza. Las naves clase arcángel mataban a los seres humanos durante su violenta traslación por el espacio Planck y los nichos de resurrección de a bordo tardaban tres días en revivirlos.

Esos tres no eran humanos.

Extendiendo alas y cobrando forma aerodinámica, la nave cruzó el terminador y penetró en la luz diurna a Mach 3. Debajo giraba el ex mundo templario de Bosquecillo de Dios, una masa de cicatrices calcinadas, campos de ceniza, lodazales, glaciares y secuoyas verdes que luchaban para reafirmarse en el paisaje torturado. Pasando a velocidad subsónica, la nave sobrevoló la angosta franja de clima templado y vegetación viable del ecuador del planeta y siguió un río hasta el tocón del ex Arbolmundo. Con ochenta y tres kilómetros de altura a pesar de su mutilación, el tocón se elevaba en el horizonte sur como una meseta negra. La nave eludió el Arbolmundo y se dirigió al oeste a lo largo del río, continuando su descenso hasta posarse en una roca cerca de una garganta angosta. Los dos hombres y la mujer bajaron por la escalera y echaron un vistazo. Era de mañana en esa parte de Bosquecillo de Dios. El río burbujeaba al entrar en los rápidos, aves y arborícolas invisibles chachareaban en la espesura. El aire olía a agujas de pino, perfumes alienígenas, suelo húmedo y ceniza. Más de dos siglos y medio atrás, este mundo había sufrido un bombardeo orbital. Los árboles templarios de doscientos metros de altura que no volaron al espacio habían ardido en un incendio que se prolongó durante un siglo, al fin extinguido por un invierno nuclear.

—Cuidado —dijo uno de los hombres mientras los tres bajaban al río—. Los monofilamentos que ella colocó aún podrían estar en su sitio.

La mujer asintió con un gesto de la cabeza y extrajo un arma láser de su pak de flujoespuma. Sintonizando el haz en dispersión máxima, barrió el río. Filamentos invisibles relucieron como una telaraña en el rocío de la mañana; cruzaban el río, rodeaban rocas, se sumergían en la blanca espuma.

—No hay ninguno donde tenemos que trabajar —dijo la mujer, apagando el láser.

Los tres cruzaron una zona baja a orillas del río y treparon una cuesta. El bombardeo de Bosquecillo de Dios había derretido el granito como lava, pero en una de las terrazas rocosas había señales de una catástrofe más reciente: un cráter circular diez metros por encima del río, con medio metro de profundidad y cinco de diámetro. En el lado sureste, donde una cascada de roca derretida había saltado hasta el río, se había formado una escalera natural de roca negra. La roca que llenaba la cavidad circular era más lisa y oscura que el resto de la piedra, como ónix pulido en un crisol de granito.

Uno de los hombres entró en la cavidad, se tendió cuan largo era en la piedra lisa y apoyó el oído en la roca. Un segundo después se levantó e hizo una seña.

—Atrás —dijo la mujer, tocando su comlog de pulsera.

Los tres habían retrocedido cinco pasos cuando el haz de energía pura ardió desde el espacio. Aves y arborícolas huyeron por la espesura. El aire se ionizó y se recalentó en segundos, lanzando una onda de choque. Ramas y hojas estallaron en llamas a cincuenta metros del punto de contacto del rayo. El cono de resplandor coincidía exactamente con el diámetro de la cavidad circular, transformando la piedra lisa en un lago de fuego líquido.

Los dos hombres y la mujer ni se inmutaron. Sus trajes resplandecieron en el intenso calor, pero la tela especial no ardió, ni su carne.

—Tiempo —dijo la mujer, en medio del rugido del haz energético y la tormenta de fuego. El haz dorado cesó. El aire caliente llenó el vacío con vientos huracanados. La cavidad era un círculo de lava burbujeante.

Uno de los hombres se arrodilló y prestó atención. Hizo una seña de advertencia y cambió de fase. Dejó de ser carne, hueso, sangre, tez y cabello para ser una escultura cromada. El cielo azul, el bosque ardiente y el lago de fuego líquido se reflejaban en su tez plateada y cambiante. Hundió un brazo en el lago ardiente, se agazapó, hundió más el brazo y retrocedió. El contorno plateado de su mano parecía haberse fundido con la superficie de otra forma humana y plateada, una mujer. El hombre de cromo sacó a la mujer de cromo del caldero de lava y la llevó a cincuenta metros, a un punto donde la hierba no ardía y la piedra fría podía sostener su peso. El otro hombre y la otra mujer los siguieron.

El hombre abandonó su forma cromada y un segundo después la mujer que él había rescatado hizo lo mismo. La mujer que salió del mercurio parecía una gemela de la mujer de pelo corto en traje espacial.

—¿Dónde está esa zorra? —preguntó la mujer rescatada, Rhadamanth Nemes.

—Se fueron —dijo el hombre que la había sacado. Él y su símil masculino podían ser hermanos o clones—. Llegaron al último teleyector.

Rhadamanth Nemes hizo una mueca. Flexionó los dedos y movió los brazos como para desentumecerlos.

—Al menos liquidé al maldito androide.

—No —dijo la otra mujer, su gemela. No tenía nombre—. Partieron en la nave de descenso del Rafael. El androide perdió un brazo, pero el autocirujano le salvó la vida.

Nemes asintió y miró la colina rocosa donde aún corría la lava. El resplandor de las llamas mostraba la telaraña reluciente del monofilamento sobre el río. Detrás de ellos el bosque ardía.

—No fue agradable estar allí. No podía moverme con toda la fuerza del rayo de la nave cayendo sobre mí, y no podía cambiar de fase con la roca que me rodeaba. Necesité una concentración inmensa para bajar la potencia y aun así mantener una interfaz activa de cambio de fase. ¿Cuánto tiempo estuve sepultada aquí?

—Cuatro años terrícolas —dijo el hombre que aún no había hablado.

Rhadamanth Nemes enarcó las cejas, más inquisitiva que sorprendida.

—Pero el Núcleo sabía dónde estaba…

—El Núcleo sabía dónde estabas —dijo la otra mujer. Su voz y sus expresiones faciales eran idénticas a las de la mujer rescatada—. Y el Núcleo sabía que habías fallado.

Nemes sonrió.

—Conque estos cuatro años fueron un castigo.

—Un recordatorio —dijo el hombre que la había sacado de la roca. Rhadamanth Nemes dio dos pasos, verificando su equilibrio.

—¿Y por qué habéis venido a buscarme ahora? —preguntó secamente.

—La niña —dijo la otra mujer—. Está por regresar. Debemos reanudar tu misión.

Nemes asintió.

El hombre que la había rescatado le apoyó la mano en el hombro.

—Ten en cuenta —le dijo— que estos cuatro años de sepultura en fuego y piedra no serán nada en comparación con lo que te espera si fracasas de nuevo.

Nemes lo miró largamente sin responder. Luego, apartándose de la lava y las llamas con un movimiento coreografiado con precisión, coincidiendo en el paso, los cuatro se dirigieron en perfecta concordancia hacia la nave.

En el mundo de Madre de Dios, en la alta meseta llamada Llano Estacado —por las estacas generadoras de atmósfera que cruzaban el desierto con intervalos de diez kilómetros—, el padre Federico de Soya se preparaba para la misa de la mañana.

La localidad de Nuevo Atlán tenía menos de trescientos habitantes, en general mineros de Pax que esperaban morir antes de regresar a casa, junto con algunos mariaístas conversos que se ganaban la vida como pastores en los tóxicos desiertos. El padre De Soya sabía exactamente cuántos asistirían a la capilla para la misa. Eran cuatro: la anciana M. Sánchez, la viuda que según los rumores había asesinado a su esposo en una tormenta de polvo sesenta y dos años antes; los mellizos Perell, que por algún motivo preferían la vieja y derruida iglesia a la inmaculada capilla de la compañía minera, provista con aire acondicionado; y el misterioso viejo de cara marcada por la radiación que se arrodillaba en el último banco y nunca tomaba la comunión.

Soplaba una tormenta de polvo —siempre soplaba una tormenta de polvo— y el padre De Soya tuvo que correr desde la casa parroquial de adobe hasta la sacristía, protegiéndose la sotana y la gorra con una capucha de fibroplástico, el breviario hundido en el bolsillo para mantenerlo limpio. De nada servía. Cada noche, cuando se quitaba la sotana o colgaba la gorra de un gancho, la arena caía en una cascada roja, como sangre seca de un reloj de arena roto. Y cada mañana, cuando abría el breviario, la arena crujía entre las páginas y le ensuciaba los dedos.

—Buenos días, padre —dijo Pablo mientras el sacerdote entraba en la sacristía y cubría el marco de la puerta con sellos cuarteados.

—Buenos días, Pablo, mi monaguillo más fiel —dijo el padre De Soya. En realidad, mi único monaguillo, se corrigió en silencio el sacerdote. Un muchacho simple, tanto en el antiguo sentido de ser mentalmente lento, como en el sentido de ser honesto, sincero, leal y afable. Pablo ayudaba a De Soya a decir la misa todos los días de semana a las seis y media de la mañana y dos veces los domingos, aunque a la primera misa dominical sólo asistían las cuatro personas de siempre y a la siguiente sólo iba un puñado de mineros.

El muchacho sonrió y la sonrisa desapareció un instante mientras se ponía la sobrepelliz limpia y almidonada sobre la túnica de monaguillo.

El padre De Soya siguió de largo, acariciándose el cabello oscuro, y abrió el alto baúl. La mañana se había puesto oscura como la noche del desierto mientras la tormenta de polvo devoraba el amanecer, y la mortecina lámpara de la sacristía era la única iluminación de esa habitación fría y desnuda. De Soya se hincó de rodillas, rezó fervientemente y se puso la ropa de su profesión.

Durante dos décadas, como padre capitán de la flota de Pax, como comandante de naves-antorcha como el Baltasar, Federico de Soya había usado uniformes donde la cruz y el cuello eran los únicos indicios del sacerdocio. Había usado armadura, trajes espaciales, implantaciones de comunicaciones tácticas, antiparras de plano de datos, guantes-de-dios, pero ninguna de esas prendas lo conmovía tanto como el sencillo atuendo de un cura de parroquia. Hacía cuatro años que lo habían privado de su rango de capitán y removido de la flota, y desde entonces había redescubierto su vocación original.

De Soya se puso el amito, que se deslizaba sobre la cabeza como una túnica y le llegaba a los tobillos. El amito de lino blanco estaba inmaculado a pesar de las tormentas de polvo, y también el alba que venía a continuación. Se ciñó el cincho, rezando una plegaria. Alzó la estola blanca, la sostuvo con reverencia en ambas manos y se la colgó del cuello, cruzando las dos franjas de seda. Detrás de él, Pablo se había quitado las botas sucias y se calzaba las zapatillas baratas de fibroplástico que su madre le había ordenado guardar allí para la misa.

El padre De Soya se puso la tunicela, la prenda externa que mostraba una cruz en T en el frente. Era blanca, con una sutil orla púrpura: esa mañana diría una misa de bendición mientras administraba en silencio el sacramento de la penitencia para la presunta viuda y asesina y para el desconocido del último banco.

Pablo se le acercó, sonriendo de puro nerviosismo. El padre De Soya le apoyó la mano en la cabeza, tratando de aplastar ese cabello rebelde al tiempo que tranquilizaba al muchacho. Alzó el cáliz, apartó la mano derecha de la cabeza del joven para cubrir la copa velada y murmuró su asentimiento. Pablo dejó de sonreír, embargado por la gravedad del momento, y lo precedió en su marcha hacia el altar.

De Soya notó de inmediato que había cinco personas en la capilla, en vez de cuatro. Los feligreses habituales estaban allí —todos se pusieron de pie y se volvieron a arrodillar en sus lugares de costumbre— pero había alguien más, una persona alta y silenciosa en las sombras más profundas, donde el pequeño atrio entraba en la nave.

Esa presencia extraña no dejó de perturbar a De Soya durante la misa, por mucho que intentaba concentrarse en el sagrado misterio del cual formaba parte.

Dominus vobiscum —dijo el padre De Soya.

Durante más de tres mil años, creía, el Señor había estado con ellos, con todos ellos.

Et cum spiritu tuo —dijo el padre De Soya, y mientras Pablo repetía las palabras, el sacerdote movió la cabeza para ver si la luz caía sobre aquella silueta alta y delgada. Aún seguía oculta en las sombras.

Durante el canon, el padre De Soya olvidó a la misteriosa figura y logró concentrar toda su atención en la hostia que elevó en sus dedos romos.

Hoc est enim corpus meum —pronunció claramente, sintiendo el poder de esas palabras y rogando por enésima vez que la sangre y misericordia del Salvador lavara los pecados de violencia que había cometido mientras era capitán de la flota.

Como de costumbre, sólo los gemelos Perell se acercaron a tomar la comunión. De Soya pronunció las palabras y les ofreció la Hostia. Resistió el impulso de mirar a la figura misteriosa.

La misa terminó casi en la oscuridad. El aullido del viento ahogó las últimas plegarias y respuestas. Esta pequeña iglesia no tenía electricidad —nunca la había tenido— y las diez velas fluctuantes de la pared no hacían mucho para disipar la penumbra. De Soya dio la bendición final y llevó el cáliz a la oscura sacristía, apoyándolo en el altar más pequeño. Pablo se apresuró a quitarse la sobrepelliz y ponerse su cazadora.

—¡Hasta mañana, padre!

—Sí, gracias, Pablo. No te olvides…

Demasiado tarde. El niño ya había salido corriendo hacia la fábrica de especias donde trabajaba con su padre y sus tíos. El polvo rijo enturbió el aire.

Normalmente el padre De Soya se habría quitado sus prendas para guardarlas en el baúl. Más tarde las habría llevado a la casa parroquial para lavarlas. Pero esta mañana se quedó en tunicela y estola, alba y cincho y amito. Intuía que las necesitaría, así como había necesitado su armadura durante las operaciones de abordaje en la campaña del Saco de Carbón.

La figura alta, aún sumida en las sombras, estaba en la puerta de la sacristía. El padre De Soya esperó, resistiendo el impulso de persignarse o de alzar una hostia como para protegerse contra vampiros o el demonio. Fuera, el aullido del viento se convirtió en alarido espectral.

La figura avanzó bajo la luz roja de la lámpara de la sacristía. De Soya reconoció a la capitana Marget Wu, asistente personal y enlace del almirante Marusyn, comandante de la flota de Pax. No, se corrigió De Soya: ahora era la almirante Marget Wu, aunque los galones del cuello apenas eran visibles en la luz roja.

—¿Padre capitán De Soya? —preguntó la almirante.

El jesuita lo negó con un lento gesto de cabeza. Eran sólo las siete y media de la mañana en ese mundo de veintitrés horas, pero ya se sentía cansado.

—Sólo padre De Soya —dijo.

—Padre capitán De Soya —repitió la almirante Wu, y esta vez el tono no era interrogativo—. Estoy aquí para convocarle al servicio activo. Tiene diez minutos para recoger sus pertenencias y acompañarme. La convocatoria es efectiva de inmediato.

Federico de Soya suspiró y cerró los ojos. Sentía ganas de gritar. Por favor, Señor, aparta de mí este cáliz. Cuando abrió los ojos, el cáliz todavía estaba en el altar y la almirante Marget Wu todavía esperaba.

—Sí —murmuró, y se quitó lentamente sus prendas consagradas.

Al tercer día de la muerte del papa Julio XIV, hubo movimiento en su nicho de resurrección. Los umbilicales y las sondas se retrajeron y replegaron. El cuerpo permaneció inmóvil, salvo por la ondulación del pecho desnudo. Luego sufrió un visible espasmo, gimió, se apoyó sobre un codo y se incorporó. La mortaja de seda y lino resbaló sobre la cintura del hombre desnudo.

El hombre se quedó sentado en el borde de la mesa de mármol, la cabeza entre las manos trémulas. Alzó los ojos cuando un panel secreto de la capilla de resurrección se abrió con un susurro. Un cardenal vestido de rojo atravesó el espacio mal iluminado con un murmullo de seda. Lo acompañaba un hombre alto y apuesto de cabello gris y ojos grises, vestido con un sencillo pero elegante traje de franela gris. A tres pasos del cardenal y del hombre de gris iban dos guardias suizos en uniforme medieval anaranjado y negro. No portaban armas.

El hombre desnudo pestañeó como si no soportara ni siquiera la mortecina luz de la penumbrosa capilla. Al fin focalizó los ojos.

—Lourdusamy —dijo el resucitado.

—Padre Duré —dijo el cardenal Lourdusamy. Llevaba un enorme cáliz de plata.

El hombre desnudo movió la lengua como si se hubiera despertado con mal gusto en la boca. Era un viejo de rostro enjuto, con ojos tristes y un cuerpo lleno de cicatrices. En su pecho relucían dos cruciformes rojos y tumescentes.

—¿Qué año es? —preguntó.

—El Año del Señor 3131 —dijo el cardenal.

El padre Paul Duré cerró los ojos.

—Cincuenta y siete años desde mi última resurrección. Doscientos setenta y nueve años desde la caída de los teleyectores. —Abrió los ojos y miró al cardenal—. Doscientos setenta años desde que me envenenaste, matando al papa Teilhard I.

El cardenal Lourdusamy lanzó una carcajada.

—Considerando que acabas de resucitar, te las apañas muy bien con la aritmética.

El padre Duré miró al alto hombre de gris.

—Albedo. ¿Vienes como testigo? ¿O para inspirar coraje a tu cobarde Judas?

El hombre alto calló. El obeso cardenal Lourdusamy apretó los finos labios.

—¿Tienes algo más que decir antes de regresar al infierno, antipapa?

—A ti no —murmuró el padre Duré, y cerró los ojos en una plegaria.

Los dos guardias suizos cogieron los delgados brazos del padre Duré. El jesuita no se resistió. Uno de los soldados le echó la cabeza hacia atrás, estirándole el cuello en un arco.

El cardenal Lourdusamy retrocedió un paso. De los pliegues de su manga de seda sacó un cuchillo con mango de cuerno. Mientras los soldados sostenían al pasivo Duré, cuya nuez de Adán parecía agrandarse, Lourdusamy movió el brazo en un fluido ademán. Brotó sangre de la carótida cortada de Duré.

Retrocediendo para no mancharse, Lourdusamy se guardó la daga en la manga, alzó el cáliz y recibió el palpitante chorro de sangre. Cuando el cáliz estuvo casi lleno y la sangre dejó de brotar, le hizo una seña al guardia suizo, quien soltó la cabeza del padre Duré.

El resucitado era nuevamente cadáver, la cabeza floja, los ojos cerrados, la boca abierta. El tajo de la garganta evocaba los labios pintarrajeados de una sonrisa siniestra. Los dos guardias suizos tendieron el cuerpo sobre la mesa y alzaron la mortaja. El hombre desnudo y muerto lucía pálido y vulnerable: la garganta cortada, el pecho cubierto de cicatrices, dedos largos y blancos, vientre pálido, genitales fláccidos, piernas raquíticas. La muerte —aun en una época de resurrección— no deja ninguna dignidad ni siquiera a quienes han vivido con mesura.

Mientras los soldados alzaban la bella mortaja, el cardenal Lourdusamy vertió la sangre del cáliz en los ojos del muerto, en su boca abierta, en la herida del puñal y en el pecho, el vientre y la entrepierna; el líquido escarlata tenía un color más intenso que la túnica del cardenal.

Sie aber seid nicht fleischlich, sondern geistlich —dijo el cardenal Lourdusamy—. No estás hecho de carne, sino de espíritu.

El hombre alto lo interrogó con la mirada.

—Bach, ¿verdad?

—Desde luego —dijo el cardenal, dejando el cáliz vacío junto al cadáver. Los guardias suizos cubrieron el cuerpo con la mortaja de dos capas. La sangre empapó de inmediato la hermosa tela—. Jesu, meine Freunde —añadió Lourdusamy.

—Eso pensé —dijo el hombre más alto, mirando inquisitivamente al cardenal.

—Sí —convino el cardenal Lourdusamy—. Ahora.

El hombre de gris dio la vuelta al catafalco y se plantó detrás de los dos soldados, que terminaban de plegar la mortaja ensangrentada. Cuando los soldados se enderezaron y se alejaron de la mesa de mármol, el hombre de gris les apoyó las manos en la nuca. Los soldados abrieron los ojos y la boca, pero no tuvieron tiempo de gritar: al cabo de un segundo sus ojos y bocas abiertas ardieron con una luz incandescente, su tez se puso traslúcida, mostrando la llama anaranjada de sus cuerpos, y desaparecieron, se volatilizaron, se dispersaron en partículas más finas que la ceniza.

El hombre de gris se frotó las manos.

—Una lástima, consejero Albedo —murmuró el cardenal Lourdusamy con su voz grave.

El hombre de gris miró el fino polvo que se posaba en la luz penumbrosa y nuevamente interrogó al cardenal con los ojos.

—Me refiero a la mortaja —gruñó Lourdusamy—. Las manchas no salen nunca. Hay que tejer una nueva después de cada resurrección. —Dio media vuelta y se dirigió al panel secreto, haciendo susurrar la túnica—. Vamos, Albedo. Necesitamos hablar y todavía debo dar una misa de acción de gracias antes del mediodía.

Cuando el panel se cerró detrás de ambos, la cámara de resurrección permaneció silenciosa y vacía, excepto por el cadáver amortajado y una levísima niebla gris, una bruma evanescente que evocaba las almas de los difuntos.