Es asombroso: por primera vez desde hace tiempo, la nieve no me importa nada, aunque ha empezado a nevar muy pronto. Delante de la ventana caen y caen gruesos copos; en 1943 eso me volvió loco. Ahora que sé que todo tiene un sentido más profundo, que la providencia no espera de mí que gane una guerra mundial ya en el primero o el segundo intento, que me concede tiempo o que confía en mí. Ahora por fin, después de unos años tan agotadores, puedo disfrutar otra vez de esa suave tranquilidad prenavideña. Y disfruto de ella casi como entonces, cuando era todavía un niño y me acurrucaba con las guerras de Troya de Homero en un rincón agradable del cuarto de estar. Lo que aún molesta un poco son los dolores en la caja torácica, pero por otra parte infunde también ánimos el ir viendo como ceden poco a poco.
La editorial ha puesto a mi disposición un dictáfono. Sawatzki quería que usara para eso mi teléfono móvil, pero al fin y al cabo el dictáfono es mucho más fácil de manejar. Apretar un botón y el aparato graba, apretar un botón y deja de grabar. Y mientras eso funciona, nadie te llama por teléfono a ese mismo aparato. En general soy un gran adversario de esa incesante mezcla de tareas. En la radio también tienen que funcionar esos discos plateados, la máquina de afeitar ha de poderse usar en seco y en húmedo, el expendedor de gasolina se convierte en negociante de comestibles, el teléfono ha de ser teléfono y calendario a la vez y además una máquina de fotos y todo junto. Eso es una sandez absurda y peligrosa que sólo lleva a que, por la calle, los jóvenes miren continuamente en sus teléfonos y miles de ellos sean atropellados por los coches. Uno de mis primeros proyectos será prohibir tales teléfonos, es decir, permitírselos sólo a los elementos de raza inferior que aún existan, o quizá incluso imponérselos obligatoriamente. Y luego, por mí, que se queden días enteros, como erizos aplastados, en las principales arterias de tráfico berlinesas: así vuelve a tener su sentido práctico ese aparato. Pero en cuanto a lo demás: una estupidez. Por supuesto que sería más favorable para la Hacienda estatal que la Luftwaffe se encargara también de la recogida de basuras. Pero ¿qué clase de Luftwaffe sería entonces?
Una buena idea. Voy a dictarla enseguida en el aparato.
Fuera, en el pasillo, han instalado una opulenta decoración navideña. Estrellas, ramas de abeto y cosas así. Los domingos de Adviento hay ponche de vino, que entretanto también se prepara en una variante sin alcohol muy agradable, aunque yo dudo bastante que la tropa acabe aceptando eso alguna vez. Pero, en fin, el guripa será siempre el guripa. En su conjunto, sin embargo, no puedo afirmar que la decoración navideña sea de mejor gusto que antes. Se ha abierto paso una industrialización bastante poco satisfactoria. Para mí no se trata de que sea o no sea kitsch, puesto que el kitsch contiene siempre un resto de la sensibilidad del hombre sencillo y por ello puede llegar a convertirse en arte auténtico y verdadero. No, lo que me molesta muchísimo es que Papá Noel haya cobrado una importancia que no merece, sin duda alguna a consecuencia de la infiltración angloamericana. La bujía, en cambio, ha perdido claramente importancia.
Es posible que sólo me lo parezca porque aquí en el hospital no se permiten las velas, por peligro de incendio. Y aunque yo aprecie en mucho el trato cuidadoso de la propiedad del pueblo, no recuerdo que durante mi gobierno, pese a la abundancia de velas, hubiera sufrido daños una cantidad considerable de edificios. Pero eso lo admito: en este punto, la estadística, debido a la creciente y general escasez de edificios, a partir de 1943 tiene un valor informativo cada vez menor. Sin embargo, una Navidad así tiene un encanto particular. Libre del peso que entraña la responsabilidad del gobierno, inevitable a la larga, hay que disfrutar de ella mientras sea posible.
He de decir que el personal de la clínica se vuelca conmigo. Hablo mucho con ellos, sobre sus condiciones de trabajo, sobre la seguridad social, que —según voy comprobando más y más— se halla en tal estado que uno se extraña de que aún haya personas que se curen. A menudo vienen médicos a verme. Se han quitado antes la bata y me cuentan las últimas desfachateces del inepto ministro de Sanidad actual. Dicen que de su antecesor podrían contar las mismas calamidades y estupideces, y de su sucesor seguro que también podrán hacerlo. Me piden que aborde claramente el tema en mi programa, que algo tiene que cambiar a toda costa: ¡a toda costa! Les prometo que pronto me emplearé a fondo en ello. A veces les digo que ya sería un progreso si no trataran a tantos extranjeros en las clínicas. Entonces ellos se ríen y dicen que también se podría ver así, claro; poco después dicen «pero dejándonos de bromas» y me cuentan la siguiente monstruosidad. Esas verdaderamente no escasean, al parecer.
Hay aquí por cierto una enfermera encantadora, una mujer llena de temperamento, inteligente, alegre; la señorita Irmgard, para ser más preciso. Pero tengo que emplear mis fuerzas de modo inequívoco. Si tuviera veinte años menos, quizá…
El señor Sawatzki acaba de estar aquí con la señorita Krömeier, la antigua señorita Krömeier, naturalmente; aún no puedo habituarme del todo: la señora Sawatzki. Ya está redonda como una bola a causa del próximo y alegre acontecimiento. Ella dice que todavía no tiene dificultades pero ya no puede faltar mucho para que el vientre se convierta para ella en una carga. Ha tomado un poco de color, o lo ha perdido, me sigue resultando difícil entender ese juego. Pero tengo que decir que los dos armonizan maravillosamente, y cuando se miran sé que dentro de diecinueve o veinte años habrán salido de ahí varios marciales granaderos, impecable material genético para las Waffen-SS y más tarde para el partido. Me han preguntado dónde pasaré la Navidad y me han invitado a estar con ellos, lo que me alegra enormemente, pero no tengo intención de molestarlos. La Navidad es la fiesta de la familia.
—Pero ¡usted es prácticamente de la familia! —dijo la señorita…, la señora Sawatzki.
—Actualmente —dije, viendo entrar a la señorita Irmgard—, actualmente mi familia es la señorita Irmgard.
La señorita Irmgard se rio y dijo:
—A eso íbamos a llegar. Yo sólo intento que las cosas marchen a derechas aquí.
—La derecha aquí está estupendamente —bromeé, y ella se rio tan efusivamente que casi pensé en demorar un poco la continuación de mi carrera política.
—La señora Bellini y el señor Sensenbrink le envían sus sinceros deseos de que continúe mejorando —dijo Sawatzki—, la señora Bellini pasará por aquí mañana o pasado, con los resultados de la gestión sobre el nuevo programa, sobre el nuevo estudio…
—Usted ya lo habrá visto —conjeturé—, ¿qué impresión tiene?
—No le decepcionará. Se ha invertido ahí mucho dinero. Y yo no le he dicho nada, pero el presupuesto no está agotado aún, ni mucho menos. ¡Ni mucho menos!
—Ya basta —frenó la actual señora Sawatzki—, aún tenemos que comprar el cochecito, antes de que ya no pueda moverme.
—Bueno, vale —respondió Sawatzki—, pero, por favor, reflexione sobre mi propuesta.
Luego se marcharon los dos. Y podría jurar que oí cómo al salir le decía algo así como: «¿Le has dicho ya cómo va a llamarse el niño?» Pero también es posible que me equivoque.
Sí, su propuesta. Tiene toda la razón, el paso es absolutamente lógico. Si a uno le preguntan una serie de partidos si quiere ingresar en ellos, uno hace bien en no regalar el valor de la propia persona para otros fines que los propios. En 1919, en otro partido nadie se habría fijado en mí. En lugar de eso me hice cargo de un partido pequeñísimo e insignificante y lo modelé conforme a mis deseos, y eso fue bastante más efectivo. En el caso actual, aprovechando el impulso de la publicación de un libro y del nuevo programa televisivo que empezaría al mismo tiempo, podría poner en marcha una ofensiva propagandística y luego fundar un movimiento. Sawatzki me ha enviado ya al teléfono móvil algunos diseños de carteles. Me gustan mucho, realmente mucho.
Me presentan a mí y se inspiran ampliamente en los carteles de antaño. De ese modo llaman más la atención que con todos esos caracteres de imprenta de hoy, por muy sofisticados que sean, dice Sawatzki, y tiene razón. También ha propuesto una nueva divisa, que campea al pie de todos los carteles como elemento de unión. Evoca viejos méritos, viejas dudas, y tiene además un aire entre humorístico y conciliador con el que se puede ganar para el bando propio a los votantes de esos Piratas y de otros grupos jóvenes. El eslogan reza así:
«No todo fue malo».
Con eso se puede trabajar.