No es que hubiera esperado otra cosa. En el fondo estaba casi contento porque, al fin y al cabo, esta vez habían dejado fuera a la señorita Krömeier. Pero tampoco era lo que se podía entender comúnmente por buena prensa. Por otra parte, considero el concepto de «buena prensa» una contradicción en sí misma. Sin embargo, había contado con que mi buena voluntad se hubiera visto recompensada de mejor manera que con estas líneas:
Lleva un inofensivo traje sastre, se presenta como correcto ciudadano: el “gracioso” nazi que se hace llamar “Adolf Hitler” y que silencia su verdadero nombre. Toda Alemania discute sobre el “humorista” con la máscara del monstruo. Hemos dado cita a ese calumniador de extranjeros en el prestigioso hotel Adlon, para una entrevista exclusiva con BILD
BILD: ¿Cómo se llama usted en realidad?
Adolf Hitler.
BILD. ¿Por qué oculta a los alemanes su verdadero nombre?
Me llamo así (sonríe con suficiencia).
BILD: ¿Nos enseña su pasaporte?
No.
BILD. ¿Es usted nazi?
¡Por supuesto! (Bebe con cinismo su vaso de agua. No cejamos. Y le hacemos soltar su mayor desfachatez.)
BILD. ¿Condena la actuación de los nazis?
No, ¿por qué? Yo soy el responsable.
BILD: ¿También del asesinato de seis millones de judíos?
De eso sobre todo.
BILD opina: esto ya no es sátira, esto es incitación al odio racial. ¡Arrancadle por fin la máscara a este doctrinario! ¿Cuándo intervendrá por fin el Ministerio Fiscal?
—¿Se ha vuelto loco? —Sensenbrink lanzó el periódico contra la mesa redonda—. ¡De esta manera, antes de que nos demos cuenta estamos ante la fiscalía! La señora Bellini le dijo a usted aquí, en presencia de todos nosotros, que el tema de los judíos no es divertido.
—Eso les dijo él también —intervino Sawatzki—, literalmente. Pero no lo han escrito.
—Hay que conservar la calma —dijo la señora Bellini—. He escuchado otra vez la grabación. Todo lo que dijo el señor Hitler lo dijo como Adolf Hitler.
—Como acostumbro hacer siempre —añadí con extrañeza, para subrayar lo ridículo de esas palabras. La señora Bellini me dirigió una breve mirada frunciendo el entrecejo y luego continuó:
—Sí, hummm, exacto. Legalmente nadie puede atacarnos en eso. Aunque quisiera insistir otra vez en que ha de ser usted prudente en el tema de los judíos, no veo lo equivocado en la afirmación de que Hitler es responsable de la muerte de seis millones de judíos. ¿Quién iba a serlo, si no?
—No deje que eso llegue a oídos de Himmler —dije sonriendo para mis adentros.
Casi podía verse cómo se le ponían los pelos de punta al pundonoroso Sensenbrink, aunque yo no podía comprender muy bien por qué. Por un momento pensé que al final también Himmler podía haber despertado en algún descampado y que Sensenbrink proyectaba hacer otra emisión con él. Pero eso era absurdo, claro. Himmler, en verdad, no era muy telegénico. Eso se ve en el hecho de que Himmler no recibiera ni una sola carta de admiradoras, al menos que yo sepa. Era un burócrata, cuando se le necesitaba; pero en su rostro siempre se percibía un poco la astucia de la zorra, con aquellas gafas tenía un aire traicionero que al final resultó ser auténtico. A alguien así no quiere verlo nadie en su televisor. La señora Bellini también pareció un poco enfadada por un breve momento, pero después se dulcificaron sus facciones.
—No me gusta decirlo, pero usted maneja esto con mucha habilidad —confesó—. Otros necesitan seis meses de entrenamiento con los medios.
—Sí, fantástico —despotricó Sensenbrink—. Pero no se trata sólo de si es legal o no. Si siguen disparando con todos los cañones, nos pueden hundir la cuota. ¡No pueden obrar de otra manera!
—Sí que podrían —dije—, pero no quieren.
—No —vociferó Sensenbrink—, no pueden. ¡Es la editorial de Axel Springer! ¿Ha echado una ojeada a sus principios? Punto dos: «Conseguir la reconciliación de judíos y alemanes, para eso es necesario, entre otras cosas, apoyar el derecho a la existencia del pueblo de Israel». Eso no es hablar por hablar, eso proviene aún del viejo Springer, para ellos es la Biblia, a cada redactor le entregan una cuando entra en funciones, y, si hace falta, la viuda de Springer supervisa personalmente su cumplimiento.
—¿Y eso me lo dice ahora? —pregunté en tono cortante.
—No tiene por qué ser malo que no quieran aflojar la presión —intervino Sawatzki—; en cualquier caso, siempre nos vendrá bien atraer la atención.
—De acuerdo —dijo la señora Bellini—. Pero no debe empezar a tornarse negativa. Hemos de garantizar que todos los espectadores tengan claro quién es el malo.
—¿Y quién es el malo? —gimió Sensenbrink—. ¿Himmler?
—Bild —dijeron al unísono la señora Bellini y Sawatzki, el «reservador» del hotel.
—Dejaré las cosas claras en mi próxima charla del Führer —prometí—. Va siendo hora de llamar por su nombre a los parásitos que dañan al pueblo.
—¿Hay que llamarlos forzosamente parásitos? —suspiró el escrupuloso Sensenbrink.
—También podemos atribuirles, como suplemento, cierto grado de doblez —dijo Sawatzki— cuando tengamos un poquito de dinero en el presupuesto. ¿Ha mirado ya el teléfono móvil de Hitler?
—Sí, claro, tiene grabada la conversación —dijo la señora Bellini.
—No sólo —dijo Sawatzki. Se inclinó hacia delante, me cogió el teléfono y lo limpió un poco. Luego nos puso el aparato delante de forma que viéramos bien la pantalla. En ella había una foto.
Fue la primera vez en la que no eché de menos al genial Goebbels.