«¡Esto es oro puro!», había dicho la señora Bellini cuando, además de otros trabajos, le enseñé también, muy a pesar mío, el reportaje sobre aquellos «nacionaldemócratas». «Esto es un special —dijo atropelladamente—, aquí recortaremos poquísimo. ¡Esto será el paso siguiente para llegar a la marca Hitler! ¡Esto lo pasamos el día de Año Nuevo! O el de Reyes, justo cuando todos estén sentaditos en casa y por fin busquen algo que no sean todas las entregas de La jungla de cristal ni la centésima repetición de La guerra de las galaxias».
Esa fue la última conferencia antes del llamado descanso de Navidad. De momento ya no había nada que hacer, salvo esperar las fechas de la programación, la publicación de la entrevista y que pasaran esos días de general recogimiento.
Nunca he sido un gran partidario de la Navidad. Ya entonces, en Baviera, a muchos les resultaba difícil entenderlo. Allí esa expresión, «tiempo de paz», con la que designan el Adviento, ya anuncia el ambiente. Si por mí hubiera sido, se habría podido suprimir todo ese periodo, incluido el Adviento y San Nicolás. Tampoco soy partidario del pavo asado, ni por San Martín ni por Navidad ni por la Candelaria. En aquel entonces, durante lo que es hasta ahora mi primer gobierno, de todos modos no tenía tiempo que perder porque me preparaba para el combate final. Estuve en un tris de prescindir por completo de las Navidades, pero Goebbels siempre me disuadía y decía que había que tener en cuenta los deseos del pueblo. Al menos, de momento.
De acuerdo, Goebbels era un amante de la familia. Y también está bien que al menos uno del partido sepa leer en el alma del pueblo, no hay que ignorar tales modos de pensar. Pero visto con posterioridad ya no estoy tan seguro de que no fuese exagerada la idea de adornar el árbol de Navidad con cruces gamadas doradas. Reinterpretar y remodelar una antigua idea es una de las empresas más difíciles: si acaso, lo mejor sería oponerle algo propio completamente nuevo. Nunca lo he comprobado, pero seguramente ni el propio Goebbels hizo uso de esas bolas con las cruces gamadas, o todo lo más, de una, por decoro o por educación. Himmler puede que sí.
Los efectos de la Navidad, en cambio, siempre me han parecido dignos de estima. ¡Qué cantidad de libros devoraba en esos días! ¡Y los bocetos que dibujaba! Media Germania nació entonces. Por eso no me importó nada pasar los días en torno al fin de año más o menos solo en la habitación del hotel. La dirección del hotel me había enviado como pequeño presente una botella de vino y bombones; claro, no podían saber que no soy muy amigo del alcohol.
Lo único desagradable de esa época navideña ha sido siempre para mí que en esos días me daba cuenta de que nunca había disfrutado de una familia propia. Reorganizar un Reich, propagar por todo el pueblo el movimiento nacional, lograr el cumplimiento férreo, fanático, de la orden de resistir en el Este: todo eso no funciona si hay hijos, a veces ni siquiera con una mujer. Con Eva ya era difícil, hacía falta tener un poco en cuenta sus deseos, pero, a la postre, cuando yo estaba absorbido de un modo tan enorme, tan extremado, por el partido, la política y el Reich, no se podía excluir del todo que, en su aflicción, intentara una vez más poner fin a…
Por otra parte, admito que en esos días en los que en principio yo tenía por una vez relativamente poco que hacer, la presencia de Eva habría sido agradable. Ella irradiaba alegría. Pero en fin: el fuerte es más fuerte si está solo. Eso vale también, y sobre todo, en Navidad.
Miré la botella regalo del hotel. Un vino de uvas seleccionadas me habría gustado más.
En los últimos tiempos había tomado la costumbre de dar a veces pequeños paseos hasta el patio de recreo del parvulario; muchos días, el alboroto, la excitada gritería de los niños y niñas me alegraba y me distraía de mis pensamientos. Pero, como había comprobado pocos días atrás, el kindergarten estaba cerrado durante las Navidades. Pocas cosas tienen un aspecto más melancólico que un patio de juegos desierto.
Entonces dibujé un poco, no podía uno saber cuándo tendría ocasión de hacerlo otra vez. Esbocé una red de autopistas y un sistema de ferrocarriles, esta vez para más allá de los montes Urales, varias estaciones centrales de ferrocarril y un puente con Inglaterra. Ellos han cavado un túnel, pero yo, en definitiva, aprecio más las soluciones aéreas; tal vez haya vivido en búnkeres demasiado tiempo. No quedé contento con mi solución, así que delineé también dos nuevos teatros de ópera para Berlín, cada uno con 150 000 butacas, pero lo hice sin verdaderas ganas, más por sentimiento del deber; ¿quién va a hacer algo así si no me encargo yo mismo de ello? Al final me alegré cuando a principios de enero pude reanudar el trabajo en la productora.