xxii

La prensa, si no está nivelada, exige desde luego muchísimo esfuerzo. No sólo a los políticos como yo, que han de salvar a un pueblo, no: para mí es absolutamente inconcebible que se maltrate de esa manera a los alemanes. Pongamos, por ejemplo, los informes sobre economía. Cada día dice otro «experto» lo que habría que hacer, y al día siguiente dice otro «experto» más importante aún por qué eso sería lo más equivocado de todo y que, por tanto, la solución contraria es la mejor. Eso es justamente el principio judío —aunque ahora, al parecer, funciona ya en gran parte sin judíos—, cuyo único contenido es sembrar el mayor caos posible, por lo que las personas, en su búsqueda de la verdad, han de comprar aún más periódicos y ver más programas de televisión. Eso se ve en las secciones de economía, que antes no interesaban a nadie, y que ahora todo el mundo ha de seguir de cerca, sólo para que ese terrorismo económico lo deje aún más atemorizado. Comprar acciones, vender acciones, ahora oro, después bonos de obligación, luego inmuebles. El hombre de la calle se ve empujado a una actividad profesional secundaria, la de experto en finanzas, lo que en definitiva sólo significa que le hacen jugarse a la ruleta los ahorros laboriosamente conseguidos. Absurdo: el hombre de la calle debe trabajar honradamente y pagar sus impuestos, pero después, por su parte, un Estado responsable debe hacerse cargo de sus preocupaciones económicas. Eso es lo menos que se espera también, y sobre todo, de un gobierno que, por escrúpulos ridículos (que carece de armas atómicas y otros pretextos de esa índole), se niega tenazmente a proporcionar gratuitamente a las personas tierras de labor en las llanuras rusas.

Que la política permita el actual alarmismo difundido por la prensa es, naturalmente, el colmo de la estupidez: en ese caos, la propia desorientación parece aún más necia de lo que ya es, y cuanto mayores son la preocupación y el pánico, tanto más desorientados están esos payasos de políticos. A mí me viene muy bien, por supuesto, el pueblo ve así, cada día con más claridad, el diletantismo con que trabajan esos aficionados que ocupan puestos de máxima responsabilidad. Lo que a mí realmente me asombra es que no se hayan lanzado ya hace tiempo millones de personas, con antorchas y tridentes, contra esas sedes parlamentarias cargadas de charlatanes, y gritando: «¿Qué hacéis con nuestro dinero?»

Pero no hay que darle vueltas: el alemán no es revolucionario. Hay que tener siempre presente que la revolución más llena de sentido, más justificada, de la historia de Alemania, sólo fue factible gracias a las elecciones de 1933. Una revolución conforme al reglamento, por así decirlo. En fin, puedo asegurar que esta vez también haré todo lo que esté en mi mano.

Había querido llevarme a Sawatzki al Adlon. No es que esperase una gran inspiración de su parte, pero me parecía adecuado aparecer con un escolta y, en el caso de que hubiese controversia, tener allí un testigo: un testigo, bien entendido, pero Sensenbrink tuvo que venir también, cómo no. No sé muy bien si Sensenbrink creía que podría ayudar interviniendo él, o si más bien quería controlar lo que yo iba a decir. En definitiva, Sensenbrink, ya puedo decirlo con seguridad, pertenece a ese grupo de jefes de empresa subalternos que opinan que todo funciona sólo si ellos participan de una manera u otra. Y aquí prevengo enérgicamente contra tales personas; todo lo más cada cien o doscientos años ocurre que alguien sea realmente un genio universal y que entonces, junto a algunas otras actividades, tenga también que hacerse cargo del mando supremo en el frente oriental porque, de lo contrario, todo está perdido; pero, en el caso normal, esos genios universales imprescindibles resultan ser muy prescindibles e inútiles, esto último en el caso más favorable. Con mucha frecuencia causan incluso enormes daños.

Había elegido un traje normal. No es que me avergonzase del uniforme, ni nada parecido, pero opino que —precisamente cuando se sostienen opiniones carentes de compromiso— a veces uno hace bien en ofrecer una imagen marcadamente burguesa. En 1936 organizamos la totalidad de los juegos olímpicos conforme a esa divisa, y, según he leído, en Pekín trataron hace poco de copiar aquel extraordinario éxito propagandístico con buenos e incluso muy buenos resultados.

En el hotel, adornado con galas prenavideñas, nos llevaron a la sala de conferencias que habíamos acordado. Y aunque yo había procurado llegar con un ligero retraso, fuimos los primeros en estar en la sala. Eso era un poco irritante, podía ser una medida estratégica de aquellos periodistas del tres al cuarto, pero también, claro, una casualidad. No pasó mucho tiempo hasta que se abrió de nuevo la puerta. Entró una señora rubia, con traje de chaqueta, y se acercó a mí. Junto a ella iba un corpulento fotógrafo, vestido con los andrajos característicos del oficio, y que al punto empezó a hacer fotos por su cuenta. Antes de que Sawatzki o Sensenbrink pudiesen dar en la desatinada idea de presentarnos con todas las de la ley me adelanté, me quité la gorra, me la puse bajo el brazo y con un «Buenos días» le di la mano a la señora.

—Mucho gusto —dijo ella con frialdad, pero no con desabrimiento—, soy Ute Kassler, de Bild.

—El gusto es mío —dije—, he leído mucho de usted.

—En realidad esperaba de usted el Saludo Alemán —observó.

—Entonces yo la conozco a usted mejor que usted a mí —continué la charla mientras la acompañaba a la mesa con las butacas ya preparadas—. Yo no esperaba de usted el Saludo Alemán: ¿y quién ha tenido razón?

Se sentó y colocó cuidadosamente el bolso en una silla vacía. Toda esa ceremonia de los bolsos, colocarlos bien nada más sentarse como quien toma asiento cargado con su equipaje en un compartimento del tren, tampoco habrá cambiado seguramente cuando hayan pasado otros sesenta y cinco años.

—Qué bien que por fin tenga tiempo para nosotros —dijo.

—No puede afirmar que haya dado preferencia a otros periódicos —repliqué—, y, al fin y al cabo, ustedes son los que más se han…, digamos…, empeñado en mi persona.

—Pero usted también es merecedor de información —rio ella—. ¿Quiénes son los señores que le acompañan?

—Este es el señor Sensenbrink, de Flashlight —dije—, y este —añadí señalando al señor Sawatzki— es el señor Sawatzki, también de Flashlight. ¡Un chico estupendo! De reojo pude ver cómo a Sawatzki se le iluminaba el rostro un momento, en parte debido a mi alabanza, pero en parte también a que la reportera, de agraciada presencia sin ninguna duda, parecía haber fijado su atención en él. Sensenbrink puso una expresión que podría interpretarse como de competencia o de desconcierto.

—¿Se ha traído dos guardaespaldas? —Sonrió—. ¿Tengo un aspecto tan peligroso?

—No. Pero sin los dos señores parezco como inofensivo.

Se echó a reír. Yo también. Qué grotesca extravagancia. La frase carecía toda ella de lógica. Pero admito que subestimaba un poco a aquella joven rubia y que en aquel momento contaba con poder despacharla charlando animadamente.

Sacó su teléfono del bolso, me lo enseñó y dijo:

—¿No tiene nada en contra de que grabemos la conversación?

—Tengo tan poco como usted —dije, saqué mi teléfono y se lo puse en la mano a Sawatzki. Yo no sabía bien cómo se grababan con él conversaciones enteras. Sawatzki se comportó con mucha sangre fría, como si supiera hacerlo. Decidí elogiarle otra vez a la primera ocasión. Un camarero se acercó a la mesa y preguntó qué deseábamos beber. Pedimos. El camarero se marchó.

—¿Y bien? —pregunté—. ¿Qué quiere que le diga?

—¿Qué tal si me dijera su nombre?

—Adolf Hitler —dije, y esa respuesta bastó por sí sola para que a Sensenbrink le brotaran las primeras gotas de sudor en la frente. Cualquiera habría creído que me presentaba allí por primera vez.

—He querido decir, como es natural, su verdadero nombre —dijo con aire de entendida.

—Querida señorita —dije, y me incliné, riendo, hacia delante—, como quizá haya leído usted, decidí hace bastante tiempo dedicarme a la política. ¿Cómo de tonto tendría que ser un político para darse un nombre falso ante su pueblo? ¿Cómo le votarían entonces?

En su frente aparecieron arrugas de irritación.

—Eso, justamente. ¿Por qué no revela entonces al Pueblo Alemán su verdadero nombre?

—Es lo que hago —suspiré. Aquello prometía ser muy fatigoso. Además, en el canal de noticias, el N 24, había visto la víspera, hasta muy avanzada la noche, un documental, con unos comentarios absurdos pero interesantes, sobre mis propias armas milagrosas. Una imbecilidad extraordinariamente cómica cuyo balance venía a ser que cada una de esas armas habría podido decidir la guerra a nuestro favor si no fuera porque yo, en último término, lo había estropeado todo una y otra vez. Es desde luego asombroso lo que esos historiadores fantasiosos, sin tener un asomo de idea, inventan con imperturbable tozudez. Apenas se atreve uno a pensar que los conocimientos que se tienen sobre hombres relevantes como Carlomagno, Otón I o Arminio, en rigor, fueron transmitidos a la posteridad sólo por algún historiador que se sentía llamado a ello.

—¿Nos podría entonces mostrar su pasaporte? —preguntó la joven—. ¿O su DNI?

Con el rabillo del ojo vi que Sensenbrink se disponía a decir algo. Si se miraba con realismo sólo podía ser una insensatez. Nunca se sabe cuándo y por qué empiezan a hablar esas personas, con mucha frecuencia se limitan a decir cualquier cosa porque se dan cuenta de que aún no han dicho nada o porque temen que si siguen callados los tendrán por poco importantes. Y eso hay que evitarlo por todos los medios.

—¿Pide usted a todos sus interlocutores que le presenten el pasaporte? —pregunté a mi vez.

—Sólo a quienes afirman que se llaman Adolf Hitler.

—¿Y cuántos son?

—Tranquiliza saber —dijo— que usted es el primero.

—Usted es joven y quizá esté mal informada —dije—, pero durante toda mi vida no he consentido que se me dé un trato especial. Y no tengo la intención de cambiar nada ahora. Yo como de la cocina de campaña como cualquier soldado.

Guardó un breve silencio y consideró un nuevo punto de partida.

—En la televisión aborda usted temas muy controvertidos.

—Abordo la verdad —dije—. Y digo lo que siente el hombre de la calle. Lo que él diría si estuviera en mi lugar.

—¿Es usted nazi?

Eso no fue poco irritante.

—¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Evidentemente!

Se reclinó en la butaca. Al parecer, no estaba acostumbrada a dialogar con alguien que no tenía miedo de hablar claro. Era digna de atención la tranquilidad de Sawatzki, sobre todo si se comparaba con Sensenbrink, que ahora sudaba de un modo casi penoso.

—¿Es cierto que admira a Adolf Hitler?

—Sólo por las mañanas, en el espejo —bromeé, pero ella lo pasó por alto, impaciente.

—Bueno, entonces con más precisión: ¿admira la obra de Adolf Hitler?

—¿Admira usted la obra de Ute Kassler?

—Así no avanzamos —dijo enfadada—, ¡al fin y al cabo yo no he muerto!

—Usted quizá lo lamente —dije—, pero yo tampoco.

Apretó los labios. El camarero llegó y repartió las bebidas. La señora Kassler tomó un trago de café. Luego intentó un nuevo pase.

—¿Niega lo que hicieron los nazis?

—Nada más lejano. Soy incluso el primero que no se cansa de llamar la atención sobre ello.

Revolvió los ojos:

—Pero ¿lo condena también?

—¡Pues ya sería yo tonto! No soy tan esquizofrénico como nuestros parlamentarios —sonreí—. Eso es lo bueno en el Estado del Führer, en el que rige el principio del caudillaje: se tiene un responsable no sólo antes y durante, sino también después.

—¿También después de seis millones de judíos muertos?

—¡De esos sobre todo! Aunque yo, naturalmente, no he comprobado el número.

Sus ojos brillaron de alegría por un momento, hasta que dije:

—Pero ¡eso es más que sabido! Si estoy bien enterado, ni siquiera la prensa de los vencedores me disputa el mérito de haber eliminado a esos parásitos de la faz de la Tierra.

Me miró echando chispas.

—¿Y hoy hace chistes sobre eso en la televisión? —barbotó.

—No, eso en absoluto —dije con voz grave—. El tema de los judíos no es divertido.

Respiró hondo y se reclinó en el asiento. Tomó un gran sorbo de café y lo intentó de nuevo:

—¿Qué hace cuando no está en antena? ¿Qué hace en su vida privada?

—Leo mucho —dije—, ese interred es en diversos aspectos algo muy placentero. Y me gusta dibujar.

—Déjeme adivinar —dijo—. Edificios, puentes y cosas semejantes.

—Por supuesto. Me apasiona la arquitectura…

—Ya he oído hablar de eso —suspiró—. En Núremberg aún siguen en pie algunas cosas suyas.

—¿Todavía? Pues qué bien —dije—. Yo contribuí también en parte, claro, pero en lo esencial la fama corresponde a Albert Speer, evidentemente.

—Dejémoslo aquí —dijo en tono glacial—, esto no lleva a ninguna parte. Tampoco tengo la impresión de que usted haya venido con una actitud muy cooperativa.

—Tampoco recuerdo que en nuestro convenio hubiera un protocolo secreto adicional sobre ese punto.

Llamó al camarero para pagar. Luego se volvió a su reportero gráfico.

—¿Necesitas más fotos?

Negó con la cabeza. Ella se levantó entonces y dijo:

—Sabrá de nosotros por el periódico.

Me levanté también, y Sawatzki, el «reservador» del hotel, junto con Sensenbrink me imitaron. Las buenas maneras son las buenas maneras. Aquella jovencita no tenía la culpa de haberse criado en un mundo al revés.

—Espero con ilusión el artículo —dije.

—Vale, pues alégrese bien —dijo al salir.

Sensenbrink, Sawatzki y yo volvimos a sentarnos.

—Qué breve ha sido la entrevista —dijo Sawatzki excitado, y llenó su taza—. Pero no vamos a echar a perder el café por eso. Aquí hacen un café estupendo.

—Pero no estoy seguro de si esos dos se han ido con lo que querían —se inquietó Sensenbrink.

—De todos modos escribirán lo que quieran —dije—. Por el momento, que me dejen en paz a la señorita Krömeier.

—¿Cómo está ella? —preguntó Sawatzki, preocupado.

—Como la población civil alemana. Cuanto más repulsivamente arroja sus bombas el enemigo, tanto más fanática se torna la resistencia. Una chica fantástica.

Sawatzki asintió, y por un momento me pareció que sus ojos brillaban con una claridad un poco excesiva. Pero yo también puedo equivocarme, evidentemente.