xxi

Lo primero que vi fue un gran letrero que, en letras góticas, decía «Página de la casa». Agarré al punto el teléfono y llamé a Sawatzki.

—¿Qué tal? ¿Ya lo ha visto? —preguntó. Y sin esperar respuesta dijo lleno de júbilo—: Queda bien, ¿verdad?

—¿Página de la casa? —pregunté—. ¿Y eso qué quiere decir? ¿De qué casa se trata?

Sawatzki enmudeció al otro extremo de la línea.

—Bueno, no podemos llamar a su página «Homepage»…

—¿No? —pregunté—. ¿Y por qué no?

—El Führer no puede emplear extranjerismos…

Sacudí enérgicamente la cabeza.

—Sawatzki, Sawatzki, ¿qué sabe usted del Führer? Esa germanidad forzada es lo peor que se puede hacer. No debe confundir pureza de sangre con cerrazón mental. ¡Un Home Page es un Home Page, no haga ridiculeces! Tampoco se dice en lugar de tanque «pieza móvil de artillería con cadenas» sólo porque lo inventaron los ingleses.

—Una homepage —me corrigió Sawatzki—. Bueno, sí, de acuerdo. Me ocuparé de ello. ¿Qué le parece en cuanto a lo demás?

—Aún no lo he leído —dije, y seguí moviendo con curiosidad el ratón sobre la mesa. Al otro extremo de la línea, Sawatzki tableteaba en su teclado. De pronto, en mi pantalla apareció un gran «Homepage».

—Hummm —dijo—, así no tiene ninguna lógica. ¿Por qué se va a escribir «homepage» en esa escritura antigua?

—¿Por qué lo complica usted todo tanto? —censuré—, conviértalo simplemente en «Cuartel general del Führer».

—¿No dice usted siempre que hoy por hoy ya no es el general en jefe de la Wehrmacht? —preguntó Sawatzki casi en tono de burla.

—Bien observado —encomié—. Pero esto es simbólico. Como mi dirección electrónica. Tampoco soy la Nueva Cancillería del Reich.

Colgué y me dispuse a seguir inspeccionando mi página.

Arriba había una franja transversal en la que con el ratón podían verse determinadas secciones. En la que se llamaba «Últimas noticias» pensábamos anunciar novedades de allí en adelante, y aún estaba un poco vacía. Luego venía la «Crónica de la semana», donde se exhibían para el visitante, en una ventanita, mis actuaciones en forma de película. Luego una extensa biografía mía, que daba el nombre de «El reposo de Barbarroja» al periodo entre 1945 y mi retorno. Lo había propuesto Sawatzki, yo me había reído francamente ante la idea de haber dormido, como el gran emperador, en una especie de macizo de Kyfäuser. Por otra parte, no podía aportar datos mejores ni más cercanos sobre ese periodo de tiempo, por tanto había dado mi aprobación a esa aplicación. Otra sección rezaba: «¡Pregunte al Führer!», y estaba destinada a la comunicación entre mis partidarios y yo. Miré con curiosidad si ya había llegado alguna pregunta. Un señor, en efecto, me había escrito lo siguiente:

Distinguido señor Hitler:

He leído con interés lo que explica sobre el diferente valor de las razas. Pues bien, yo crío perros desde hace bastante tiempo y ahora estoy preocupado porque tal vez esté criando una raza inferior. De ahí mi pregunta: ¿cuál es la mejor raza canina del mundo? ¿Cuál es la peor? ¿Y quién es el judío entre los perros?

HELMUT BERTZEL, Offenburg

Me gustó. Era una buena pregunta y además interesante. Sobre todo porque en los últimos tiempos me habían hecho tantas preguntas sobre asuntos militares que incluso a mí mismo me resultaba demasiado. A eso se añade que los temas militares son bien poco amenos si sólo se reciben malas noticias. En los primeros años de la guerra, teníamos interesantes conversaciones de sobremesa acerca de las más diversas materias, y al final, las echaba realmente de menos. La pregunta sobre los perros me recordó de pronto un poco aquella época que, pese a todo, a menudo fue estupenda. Saqué al momento mi teléfono maravilloso e incluso busqué a propósito la función del dictado, un poco complicada, tantas eran las ganas que tenía de responder a la pregunta.

«Querido señor Bertzel —así empecé—, en realidad, la cría de perros está, en cuanto a sus resultados, más avanzada que la propagación y reproducción de los seres humanos». Reflexioné un momento si sólo debía hacer llegar al señor Bertzel una respuesta sucinta, pero después, simplemente porque me gustaba meditar sobre ese tema, decidí elaborarla con una solidez digna del Führer y empezar un poco desde el principio, para trazar, de modo amplio y definitivo, todo el marco de ese terreno. Pero ¿por dónde había que empezar?

«Hay perros tan inteligentes que da miedo —hablé en el aparato, al principio un poco vacilante pero luego cada vez con más fluidez—. La cría de perros es un ejemplo interesante de dónde podría estar ya el ser humano. Por otra parte, vemos también adónde conduce el mestizaje inmoderado, porque precisamente el perro, sin vigilancia, se aparea totalmente al azar. Las consecuencias pueden verse a menudo, sobre todo en el sur de Europa: el perro bastardo se degrada, se asilvestra, se echa a perder. En cambio, cuando interviene una mano que pone orden, se desarrollan razas puras, dando cada una lo mejor de sí misma. Hay a escala mundial, y uno tiene que decirlo con esta claridad, más perros de élite que hombres de élite: un déficit que, con un poco más de voluntad de resistencia por parte del Pueblo Alemán a mediados de los años cuarenta del siglo pasado, hoy podría haber quedado ya eliminado».

Me detuve y consideré si con eso no ofendía los sentimientos de muchos compañeros de raza, pero, por otra parte, esa observación afectaba en realidad sobre todo a quienes ya eran de edad muy avanzada, y a esos iba dirigida, en efecto. Los más jóvenes, en cambio, tendrían que ver enseguida lo que se les pediría también a ellos llegado el momento.

«Naturalmente, la reproducción y el desarrollo del perro no están sometidos a las mismas leyes que los hombres. El perro depende del hombre, el hombre controla su alimentación y su reproducción, por tanto el perro nunca tendrá un problema con el espacio vital. Por eso, los objetivos de la cría no están siempre dirigidos al combate final por la hegemonía mundial que se librará un día. Por tanto, la cuestión de saber cuál sería la apariencia de los perros si, desde hace millones de años, hubieran tenido que luchar por la hegemonía mundial ha de ser relegada al terreno de la especulación. Indudable es que tendrían unos dientes más grandes. Y un armamento más robusto. Considero más que posible que tales perros hoy supiesen manejar ya herramientas sencillas, como mazas, hondas, quizá incluso arco y flechas».

Hice una pausa. ¿Tendrían entretanto esos perros superiores, dominadores, primitivas armas de fuego? No, eso habría que considerarlo improbable.

«No obstante, las diferencias raciales tienen semejanza con las del hombre. Por tanto, está justificada la cuestión de si el mundo canino conoce al judío, por así decirlo, al perro judío. La respuesta reza como sigue: hay, por supuesto, un perro judío».

Aquí ya pude suponer lo que imaginarían cientos de miles de lectores y por eso lo primero fue prevenir: «Pero este no es, como se supone a menudo, el zorro. Un zorro no puede ser jamás un perro, ni un perro un zorro, por eso el zorro no es jamás un perro judío. Si acaso habría que encontrar entre los zorros un zorro judío específico, que yo identifico más bien con el zorro orejudo, el cual, en su nombre alemán de “perro orejudo” niega significativamente, a la manera típicamente judía, que es un zorro».

Había dictado llevado un poco por la rabia. «Perro orejudo —murmuré furioso—, ¡qué insolencia!» Luego dije deprisa: «Señorita Krömeier, tache por favor perro judío e insolencia». Eso era lo desagradable de ese teléfono mágico, había sin duda una función de borrar, pero no había manera de saber su manejo.

«Así pues, queda claro —seguí dictando— que el perro judío hay que buscarlo entre los perros. Está claro cómo hay que seguir procediendo: hemos de buscar un perro que se arrastra, que adula, que lame, pero que siempre está al acecho para atacar como un cobarde: es, qué duda cabe, el teckel. Aquí, desde luego, ya estoy oyendo a muchos, precisamente a muchos muniqueses dueños de perros: ¿cómo es posible eso? ¿No es el teckel el más alemán de todos los perros?

»La respuesta reza: no.

»El más alemán de todos los perros es el perro pastor, luego vienen, por orden decreciente, el dogo, el dóberman, el bouvier suizo (pero sólo de la suiza alemana), el rottweiler, todos los schnauzer, los münsterländer, y, si usted quiere, también el spitz, que ya aparece en el humorista Wilhelm Busch. Perros no alemanes son, en cambio, —aparte de los perros exóticos de importación, como terrier, basset y toda esa chusma canina que son los bracos de Weimar (¡nomen est omen!)—, el vanidoso spaniel y en general todos esos degenerados perros falderos».

Luego desconecté, pero al punto conecté de nuevo: «¡Y el carlino, tan antideportivo!»

Reflexioné si había olvidado algo esencial, pero no me vino nada a las mientes. Muy bien. Tenía verdaderas ganas de la pregunta siguiente. Por desgracia, aún no había llegado ninguna. Moví el ratón a la otra sección «Obersalzberg: de visita en casa del Führer», un ámbito que debía funcionar de modo comparable al álbum de visitantes de un hotel. Allí ya habían llegado algunos mensajes. No se entendían todos.

Las notificaciones serias no presentaban problemas: «Hay que quitarse el sombrero ante la claridad de su lenguaje», se leía allí, o también: «Veo cada emisión. Por fin hay alguien que rompe las estructuras anquilosadas». Esto último parecía ser un deseo urgente del pueblo, varias veces reclamaban la ruptura de unas estructuras tan inmovilistas; uno que era probablemente aficionado a la arquitectura hablaba de «estucaturas», un experto en metales, de estructuras «hoxidadas», pero al final quedaba claro lo que querían decir. Y para un alemán hay desde luego cualidades más importantes que la ortografía, que de todos modos tiende de manera molesta a la excesiva sutileza burocrática.

Agradable asimismo fue el mensaje «Führer rulez». Se podía pensar seguramente que ya tenía partidarios en Francia, si es que no se trataba de un error tipográfico, porque también me llegó la nota «Fuehrer RULZ!»: posiblemente cierto señor Rulz trataba de adquirir algo de renombre a costa mía. Y varias veces se limitaron a escribir esta exhortación: «¡Continúe así!», y también «Führer for President». Ya quería interrumpir mi visita cuando más abajo de la lista descubrí media docena de mensajes absolutamente idénticos, enviados por alguien que usaba el nombre de «sangre & honor». Para mi sorpresa, el mensaje era más bien crítico: «¡Deja de contar mentiras, judío turco!»

Asombrado, llamé a Sawatzki pidiéndole que alguien eliminara semejante inconveniencia. ¿Qué podía ser eso, un judío turco? Prometió ocuparse de ello y me dijo que volviera a abrir la primera página. «Cuartel general del Führer», ponía allí.

Como presentación, tenía un aspecto estupendo.