xviii

El Führer no es nadie sin su pueblo. Es decir, el Führer sí que es algo sin su pueblo, claro, pero no se ve lo que es. Eso puede comprenderlo cualquier persona en su sano juicio, porque sería como si sentaran a Mozart en una silla y no le pusieran delante un piano: así nadie nota que es un genio. Ni siquiera habría podido actuar como niño prodigio, con su hermana. Bueno, esta aún habría tenido su violín, pero si también se lo quitan, ¿qué es lo que queda? Dos niños, que todo lo más saben recitar versos en dialecto de Salzburgo o hacer otras deliciosas vulgaridades, pero eso no quiere verlo nadie, eso lo hay en todas las salas de estar por Navidad. El violín del Führer es el pueblo.

Y sus colaboradores.

Naturalmente, uno puede adivinar ya la objeción de los escépticos, que llenos de suficiencia afirman que no es posible tocar dos violines a la vez. Pero ahí se ve de nuevo cómo miran esas gentes la realidad. Para ellos no puede ser lo que no debe ser. Pero ¡sin embargo es así! Justo eso ha hecho fracasar, en definitiva, a innumerables Führer, algunos muy grandes. Tomemos a Napoleón, por ejemplo. El hombre era un genio, de eso no cabe duda. Pero sólo con el «violín» militar. Con los colaboradores, fracasó. Y esa misma cuestión se plantea con todos los genios: ¿qué colaboradores elige? Federico el Grande, por ejemplo, tenía al conde Kurt Christoph von Schwerin, un general que se dejó matar a tiros por su país, montado en el caballo y llevando aún la bandera en la mano; o a un Hans Karl von Winterfeldt. Ese hombre cayó muerto a golpes de sable en 1757: ¡aquellos sí que eran colaboradores! Pero ¿Napoleón?

Hay que decirlo: no tenía buena mano, y eso es una fórmula suave de expresarlo. Un nepotismo de la peor especie, con toda la parentela haciendo cola. Aquel imbécil de hermano, José, está en España, Bernadotte se casa con la cuñada de este, Jérôme recibe Westfalia, las hermanas quedan bien colocadas en no sé qué condados italianos: ¿y se lo agradece alguien? El peor parásito fue Luis, al que nombró rey de Holanda, y que después perfiló con todo detalle su propia carrera real como si él, personalmente, hubiera conquistado Holanda. Con tales colaboradores no se puede hacer la guerra ni gobernar el mundo. Por eso yo siempre he tenido el mayor interés en rodearme de excelentes colaboradores. Y, en la mayoría de los casos, los he encontrado.

Quiero decir: ¡sólo con pensar en el cerco de Leningrado!

Dos millones de civiles encerrados, sin posibilidad de aprovisionamiento. Hace falta desde luego cierta conciencia del deber para, además, arrojar allí cada día mil bombas, también —e incluso dirigidas expresamente a ese objetivo—, en los depósitos de comestibles. Aquellas gentes, al final, se destrozaban la cabeza mutuamente sólo para poder comerse la tierra en la que se había derretido el azúcar quemado por las bombas. Sí, claro, esos civiles no merecían subsistir, desde el punto de vista de la raza, pero el soldado de tropa habría podido pensar: ¡pobre gente, pobre gente! Sobre todo porque el soldado raso tenía en muchos casos gran amor a los animales.

Yo mismo lo he vivido en las trincheras, donde había gente que se lanzaba contra el más horrible fuego de barrera para buscar a su minino o que compartía casi fraternalmente con un perrillo que se les había pegado las raciones reservadas durante semanas. Se ve ahí de nuevo que la guerra despierta en el hombre no sólo los sentimientos más duros sino también los más tiernos y compasivos; que el combate modela al hombre en muchos aspectos convirtiéndolo en un ser mejor. El hombre entra en la batalla como un bloque sin desbastar y sale como impecable amigo de los animales con la voluntad inexorable de llevar a cabo lo necesario. Y en el hecho de que esos hombres sencillos, esas centenas de millares de soldados y amigos de los gatos, no digan entonces: «Arremetamos con un poco más de calma, en el peor de los casos los habitantes de Leningrado perecerán de inanición un poco más despacio», sino que digan en lugar de eso: «¡Adelante con esa bomba! ¡Al dar la orden, el Führer ya habrá pensado lo correcto!», justo en eso uno reconoce que ha tenido los colaboradores adecuados.

O que los tiene otra vez, pensaba yo mientras contemplaba a la señorita Krömeier cuando escribía en el ordenador el final de mi último discurso como Führer. En general estaba muy contento con el rendimiento de la señorita Krömeier. En su trabajo no había nada que censurar, su dedicación era ejemplar, últimamente incluso estaba a mi servicio el día entero. Sólo su apariencia era susceptible de mejora. No es que tuviera un aspecto descuidado, pero aquel porte, tan melancólico pese a toda su gentileza, aquella palidez que recordaba un poco la de la muerte, no casaba bien con un movimiento tan alegre y tan optimista como lo es, indiscutiblemente, el nacionalsocialismo.

Por otro lado, un Führer tiene que saber pasar por alto ese tipo de cosas. Von Ribbentrop, por ejemplo, era, por su presencia física, un Herrenmensch, un líder racial perfectamente representativo: un mentón característico, material genético de primera calidad, y sin embargo aquel hombre, en definitiva, fue un inútil toda su vida. Y eso tampoco le sirve a nadie.

—Muy bien, señorita Krömeier —dije—, creo que esto es todo, por hoy.

—Se lo imprimiré a toda prisa —dijo. Escribió algo en el ordenador. Luego sacó de su bolso un espejito, después su barra de carmín oscuro, para retocarse los labios. Me pareció una ocasión adecuada para abordar el tema.

—¿Qué dice a eso su novio?

—¿Qué novio? ¿A santo de qué? ¡Mi Führer!

La correcta utilización de «mi Führer» como tratamiento seguía siendo susceptible de mejora.

—Bueno, usted tendrá quizá, o seguro, algún joven, algún, digamos, admirador…

—Nooo —dijo la señorita Krömeier mientras se pintaba—, por ahí no hay nada…

—No quiero ser indiscreto o insistente —la tranquilicé—, pero me lo puede decir sin miedo. Aquí no estamos entre católicos. Yo no pongo pegas si dos personas jóvenes se quieren; en ese caso no hace falta pasar por la vicaría. El amor verdadero se ennoblece a sí mismo.

—Todo eso suena fetén —dijo la señorita Krömeier y, con una mirada al espejo, apretó los labios—, pero justo ahora no hay ninguno, porque le di la patada personalmente hace cuatro semanas. Y le digo una cosa: el tío era un auténtico hijo de puta.

Tuve que poner una cara un poco de sorpresa, pero la señorita Krömeier dijo enseguida:

—¡Uy! Se me ha escapado sin querer. Esto no es posible, claro, en el cuartel general del Führer. Pero lo que quiero decir, claro, es que el tío era un cabrón y un canalla, mi Führer.

No comprendí bien lo que perseguía o corregía aquel trueque de expresiones, sin embargo, todos sus gestos delataban el más sincero esfuerzo y después también cierto orgullo, al parecer por la segunda fórmula.

—En primer lugar —dije con severidad—, no estamos, propiamente, en el cuartel general del Führer, señorita Krömeier, porque no soy el general en jefe de la Wehrmacht, en cualquier caso no lo soy actualmente. Y en segundo lugar, pienso que esas palabras no deben andar en boca de una muchacha alemana. ¡Y menos aún en boca de mi secretaria!

—¡Ya, pero qué puedo hacer si era así! Tendría que haber estado usted presente, entonces también lo diría. Si yo le contara…

—Esas historias no son cosa mía. Aquí sólo se trata del buen nombre del Reich alemán, y en estas habitaciones también de la mujer alemana. Si pasa alguien por aquí quiero que tenga la impresión de que esto es un estado ordenado y no…

No pude seguir adelante porque de un ojo de la señorita Krömeier salió una lágrima y luego, del otro ojo, otra, y luego ya muchísimas lágrimas. Son precisamente los momentos que un Führer ha de evitar en la guerra, porque, si no, la compasión puede privarle de la concentración que necesita con urgencia para llevar a cabo victoriosamente batallas de cerco y bombardeos de áreas enteras. En tiempos más desfavorables, así lo he ido aprendiendo, es desde luego un poco más fácil: se da la orden de que cada metro de suelo ha de ser defendido hasta la última gota de sangre y, en el fondo, por ese día uno ha terminado de dirigir la guerra y también podría irse tranquilamente a casa. Pero pese a ello no debería malgastar su tiempo con las emociones de otras personas.

Por otra parte, no estábamos en guerra en esos momentos. Y yo apreciaba el trabajo irreprochable de la señorita Krömeier. Así que le pasé un pañuelo de celulosa, cuya producción por lo visto habría aumentado muchísimo.

—No ha habido un perjuicio grande —le dije para tranquilizarla—, sólo quería que usted, en el futuro… No dudo de sus aptitudes, incluso estoy muy contento con usted… No se tome usted este reproche tan a pecho…

—Qué va —suspiró—, si no es por usted. Es sólo que yo…, que yo quería de verdad a ese tío. Pensaba que lo nuestro iba a resultar. Que iba a resultar algo grande de verdad.

Al decir esto rebuscó en su mochila y sacó su teléfono. Tanteó un poco en él hasta que apareció una foto del canalla, y me la mostró.

—Tenía una pinta estupenda. Y era además siempre tan…, tan especial.

Contemplé la foto. El hombre tenía en efecto muy buena presencia. Era rubio, alto, aunque una docena larga de años mayor que la señorita Krömeier. La foto mostraba al hombre en la calle, con un traje elegante; sin embargo, no tenía nada de pisaverde o fanfarrón sino que daba una impresión de elegancia sólida, como si dirigiera una pequeña y robusta empresa.

—No quiero meterme mucho en sus asuntos —dije—, pero en realidad no me extraña que esas relaciones no hayan tenido un final feliz…

—¿No? —suspiró la señorita Krömeier.

—No.

—¿Y por qué?

—Mire, usted piensa, como es natural, que fue usted quien puso término a esas relaciones. Pero ¿no vio, en realidad, usted misma, que no era la compañera adecuada para ese hombre?

La señorita Krömeier suspiró y asintió.

—Pero marchaba todo tan bien entre los dos. Y luego…, nunca lo habría creído…

—Sin duda —dije—, pero eso se ve enseguida, al primer golpe de vista.

Ella se interrumpió un momento. Su mano cerrada hizo una bola con el pañuelo cuando levantó la vista hacia mí:

—¿Qué? ¿Qué se ve?

Respiré hondo. Es asombroso a qué escenarios bélicos de menor importancia le envía a uno la providencia en la lucha por el futuro del Pueblo Alemán. Sin embargo, es también sorprendente cómo muchas cosas encajan y se unen: el problema de la señorita Krömeier y de la digna representación de una política étnica.

—Mire: un hombre, y además un hombre racialmente sano como este, quiere vivir con una compañera alegre, optimista, una madre de sus hijos, una mujer que irradie el espíritu sano, el espíritu nacionalsocialista…

—¡Pues esa soy yo! Pero ¡qué se cree!

—Sí, seguro —dije—, usted lo sabe y yo lo sé. Pero ahora, fíjese: véase con los ojos de un hombre en los mejores años. Siempre esa ropa negra. Esa barra de labios oscura, ese rostro que usted maquilla, esa es mi impresión, para que esté siempre palidísimo… Yo… Pero señorita Krömeier, por favor, no empiece a llorar otra vez, pero en 1916, en el frente occidental, yo vi muertos que exhalaban más alegría que usted. Esos ojos pintados de oscuro, y teniendo el pelo negro. Usted es una joven atractiva, ¿por qué no lleva alguna vez colores más placenteros? ¿Una bonita blusa o una falda alegre? ¿O un vestido de verano de muchos colores? ¡Verá cómo los hombres vuelven la cabeza!

La señorita Krömeier me miró inmóvil. Luego se echó a reír abiertamente.

—Me he imaginado un momento —explicó—, que voy por ahí con mi vestidito, igual que Heidi en su granja de Öhi, con florecillas en el cabello y todo eso, y que me tropiezo con él en la zona peatonal, con él y con esa señorona superguay, y cómo descubro así que ese…, que ese tío mierda está casado. Tengo que decir que de verdad el papelón que yo habría hecho sería aún más grotesco de lo que ya es. Jo, esa imagen es realmente de traca. Ha sido usted muy amable al ahuyentarme así el malhumor —dijo—. Y ahora pongo punto final a la jornada de trabajo.

Se levantó, cogió su mochila y se la echó al hombro.

—Le sacaré el discurso de la impresora y se lo pondré en su casillero —dijo, con el picaporte ya en la mano—, le deseo muy buenas tardes, mi Führer. Bueno, de verdad, yo con ese vestidito…

Y diciendo eso se marchó.

Reflexioné sobre lo que quería hacer esa tarde. Quizá debería pedir en el hotel que me pusieran en marcha el nuevo aparato que me había mandado Sensenbrink. Con él se podían ver películas en el televisor, películas que ya no se guardaban en rollos sino, de manera más práctica, en pequeños discos de plástico, de los que la empresa Flashlight poseía estantes enteros. Y como siempre me ha gustado mucho el cine, tenía curiosidad por saber lo que me había perdido en los últimos años. Por otro lado, también estaba considerando diseñar el proyecto del futuro aeropuerto espacial de Berlín, pues había comprobado que durante la guerra activa no se tiene apenas tiempo para ello, por eso era natural que me dedicara ahora en mayor medida a mi antigua afición. Entonces se abrió otra vez la puerta y la señorita Krömeier me puso una carta sobre el escritorio.

—Estaba en el buzón —dijo—, no ha llegado con el correo, probablemente la ha echado alguien por su cuenta en un buzón de la empresa. Buenas tardes de nuevo, mi Führer.

La carta estaba dirigida a mí, en efecto, pero el remitente había puesto mi nombre entre comillas, como si se tratara de un programa televisivo con ese nombre. Olisqueé un poco el sobre, en el pasado no se había dado pocas veces el caso de que las mujeres me mostraran cierta admiración. La carta tenía un olor neutro. La abrí.

Recuerdo aún claramente mi entusiasmo al ver enseguida en la parte superior de la carta una impecable cruz gamada sobre campo blanco. No había contado con reacciones positivas tan pronto. Fuera de eso, de entrada nada llamaba la atención.

Desplegué la carta. Con letras torpes, gruesas y negras, ponía:

«¡Termina de una vez con esa vasura, mal dito zerdo judío!»

Hacía mucho tiempo que no me reía tanto.