Había pasado lo siguiente: mediante un dispositivo técnico alguien había grabado mi actuación en el programa de Wizgür y lo había metido en interred, en un lugar en el que todo el mundo podía presentar sus pequeñas películas. Y todo el mundo podía ver lo que quisiera, sin seguir instrucciones de la chusma periodística judía. Claro, los judíos también podían meter allí sus mamarrachadas, pero sin tutelas se veía enseguida en lo que acababa todo: el pueblo veía y veía mi actuación en el espacio de Wizgür. Eso se podía saber por un número que aparecía debajo de cada sección de película.
Yo, sin embargo, no me fío demasiado de esos números. He tenido que ver demasiado tiempo con gente de partidos y con capitostes de la industria y sé que hay por doquier carreristas y otros caracteres dudosos a los que les gusta retocar un poco cuando se trata de realzar los números como es debido. Los embellecen, o, como comparación, le presentan a uno otro número que deja en una posición estupenda el suyo propio, mientras que silencian docenas de números que serían apropiados para hacer patente una verdad bastante menos favorable. Por eso puse enseguida manos a la obra y estuve mirando otros números relativos a esas chapuzas judías. Hasta hice un esfuerzo —en estas cosas no hay que ser melindroso— y examiné por ejemplo los números de esa película de Chaplin, El gran dictador. Bueno, sí, las masas de visitantes allí eran de siete cifras, pero, claro, para hacer bien el cálculo había que comparar de un modo limpio. La deleznable película de Chaplin tenía al fin y al cabo setenta años de antigüedad, de modo que resultan quince mil visitantes por año, evidentemente una cifra considerable, pero en realidad sólo sobre el papel. Porque sin duda alguna hay que partir ahí de un interés que ha ido decreciendo poco a poco. Por naturaleza, el hombre siempre tiene bastante más curiosidad por lo que pasa hoy que por antiguallas, a lo mejor incluso en blanco y negro, como esa, cuando en la actualidad se está habituado a las películas en color. Por eso es de suponer que esa película haya tenido la mayoría de sus espectadores en interred en los años sesenta y setenta. Hoy podrían añadirse todo lo más algunos centenares al año, sin duda estudiantes de cinematografía, algunos rabinos y un «público especializado» de la misma índole. Sin embargo, yo había superado sin esfuerzo alguno esos valores numéricos, multiplicados por mil, en los últimos tres días.
Eso era para mí, sobre todo en un aspecto, de gran interés.
Hasta aquel momento, mis mejores experiencias en cuanto a instrucción del pueblo y propaganda las había tenido con métodos bastante diferentes de los actuales. Había trabajado con columnas de camisas pardas de las SA, que viajaban por la ciudad agitando banderas, de pie en las superficies de carga de los camiones, y que clavaban el puño en el rostro y la porra en la cabeza a los combatientes bolcheviques del Frente Rojo; que a veces, con plena conformidad por mi parte, también trataban de hacer entrar en razón a esos tozudos comunistas, ayudándose gustosos con las botas militares. Ahora comprobaba que, por lo visto, una idea, un discurso, con que sólo tuviera gancho, atractivo, podía inducir a cientos de miles de personas a observar y a analizar mentalmente. En el fondo eso era muy difícil de comprender. Era incluso sencillamente imposible. Tuve una ligera sospecha, casi un temor, y por eso llamé al momento a Sensenbrink. Estaba del mejor humor.
—Acaba usted de sobrepasar los setecientos mil —dijo jubiloso—. ¡Alucinante! ¿Lo ha visto?
—Sí —dije—, pero su alegría me parece muy exagerada. ¡Eso ya no puede ser rentable para ustedes!
—¿Qué? ¿Cómo? ¡Es usted una mina de oro, amigo! Esto es sólo el comienzo, créame.
—Pese a ello, usted tiene que pagarle a toda esa gente.
—¿A qué gente?
—Yo mismo fui algún tiempo jefe de propaganda. Y lo sé: para poner del lado de uno a setecientas mil personas se necesitan diez mil hombres. Si son fanáticos.
—¿Diez mil hombres? ¿Qué clase de diez mil hombres?
—Diez mil SA, teóricamente. Y esto es un cálculo prudente. Pero no tendrá usted aún SA, ¿no? Por tanto, necesitará por lo menos quince mil.
—Anda que no es usted un tío raro —gritó Sensenbrink de buenísimo humor. No estaba yo seguro de si oía al fondo un tintineo de copas—. ¡Tenga cuidado, un buen día alguien va y lo toma en serio!
Y con eso colgó.
La cosa parecía aclarada. Por lo visto, Sensenbrink no tenía realmente nada que ver con aquello. Esa adhesión parecía venir del pueblo mismo. También podía ser, naturalmente, que Sensenbrink fuera un desmedido embustero, un cuentista de primer orden; esas dudas seguían existiendo, eso es precisamente lo enojoso de la gente que no ha elegido uno mismo. Pero, en su conjunto, en esos temas me parecía veraz. Por tanto me dediqué a la producción del material suplementario que ahora necesitaba.
Como siempre que las personas no están, en lo creativo, a la altura de las circunstancias, te vienen con las propuestas más cuestionables. Proponían rodar extraños reportajes, como «El Führer visita la Caja de Ahorros» o «El Führer en la piscina». Rechacé, sin más discusiones, tales perfectas mamarrachadas. Los políticos haciendo deporte, eso es casi siempre bastante insoportable para el pueblo. Yo dejé de practicarlo inmediatamente después de la toma del poder. Un futbolista, un bailarín, esos saben hacerlo, la gente los ve cada día en su apogeo, puede ser incluso un arte extraordinario. Por ejemplo, en el atletismo, un consumado lanzamiento de jabalina es algo maravilloso. Pero imaginemos que viene uno como Göring o como esa canciller con pinta de matrona que, en cuanto al peso, son como dos gotas de agua. ¿Quién quiere ver algo así? De ahí no pueden salir imágenes positivas.
Sí, sí, entonces hay otros que dicen: ella ha de presentarse al pueblo como una persona dinámica, para eso no tiene que saltar a caballo ni hacer gimnasia rítmica, pero una cosa inocente como jugar al golf —dicen entonces en ambientes conservadores anglófilos—, algo así sería sin duda factible. Pero quien ha visto alguna vez a un buen jugador de golf seguro que no quiere ver una informe codorniz escarbando el suelo. ¿Y qué iban a decir los otros hombres de Estado? Por la mañana, ella sigue penosamente los complicados vericuetos de la política económica, por la tarde está en el campo de golf y, sin coordinación alguna, vapulea el césped. Y en traje de baño, eso es la mayor barbaridad. Ni siquiera a Mussolini pudieron quitárselo de la cabeza. En los últimos tiempos lo hace también ese importante jefe de Estado ruso, un hombre interesante, qué duda cabe, pero para mí es cosa decidida: tan pronto se quita la camisa un político ha dado al traste con su política. Con ello, no dice otra cosa que: «Miradme, queridos compatriotas, he hecho un asombroso descubrimiento: mi política es mejor sin camisa».
¿Y qué absurda declaración es esa?
He leído, por cierto, que hace poco un ministro de la Guerra alemán hasta se dejó fotografiar en una piscina con una mujer. Mientras que la tropa estaba en el frente o a punto de marchar a él. Conmigo, ese hombre no habría seguido ni un solo día en el cargo. No le habría dado margen para que presentara la dimisión: se le pone una pistola sobre la mesa del despacho, una bala en el cañón, sale uno del cuarto, y si a ese hijo de puta aún le queda un mínimo de decoro sabe lo que ha de hacer. Y, si no, uno encuentra al día siguiente la bala en su cabeza y la cabeza con la cara hacia abajo en esa misma piscina. Y entonces el resto del personal se entera de lo que ocurre cuando, en traje de baño, se traiciona a la tropa.
No, para mí, naturalmente, esos escarceos acuáticos no merecían consideración.
—Si no está de acuerdo con eso, ¿qué quiere hacer en su lugar?
Esa pregunta me la planteó un tal Ulf Bronner, un ayudante de dirección escénica, de unos treinta y tantos años, un hombre llamativamente mal vestido. No iba vestido de modo tan andrajoso como los cámaras, que —como sé desde mi reciente trabajo para la televisión y con la televisión— son los profesionales más andrajosamente vestidos del mundo, sólo superados por los fotógrafos de prensa. No sé por qué es así, pero estoy convencido de que los fotógrafos de prensa llevan puestos muchas veces los harapos que se les han caído del cuerpo poco antes a los cámaras de televisión. La razón es seguramente que creen que nadie los ve porque al fin y al cabo son ellos quienes tienen en las manos la cámara. Yo, en cambio, siempre que descubro en una revista una foto poco favorable de alguien, con el gesto torcido o algo similar, pienso: a saber qué pinta tenía el fotógrafo. El tal Bronner, que hacía de director escénico, iba mejor vestido pero no mucho mejor.
—Yo comento política de la actualidad diaria —le dije— y naturalmente cuestiones que van más lejos.
—No veo en absoluto la gracia que puede tener eso —murmuró Bronner—. La política es siempre una basura. Pero allá usted; no es mi programa.
En tantos años he aprendido que una fe fanática en la causa común no siempre es necesaria. Y en muchas cosas, incluso contraproducente. He visto a directores que, de pura voluntad artística, eran incapaces de rodar una película inteligible. Entonces, en último término, hasta prefería la indiferencia de ese Bronner, que, en cualquier caso, me daba un gran margen de libertad en mi propósito de atacar los miserables méritos de los representantes políticos elegidos democráticamente. Y como siempre hay que simplificar en lo posible las cosas, elegí enseguida el tema más a mano, en el sentido literal de la palabra. Lo primero que hice fue ponerme por la mañana delante del parvulario vecino al extraño colegio junto al que ya había pasado varias veces. Había observado en distintas ocasiones el comportamiento irresponsable de los conductores que pasaban por allí a considerable velocidad y que ponían en peligro, sin escrúpulos, la vida y la salud de nuestros hijos. En una breve charla, ataqué primero violentamente aquel modo demencial de conducir, luego hicimos varias tomas de esos descerebrados infanticidas, que después se podrían intercalar. Finalmente conversé con las numerosas madres que pasaban por allí. Las reacciones fueron sorprendentes. La mayor parte de ellas preguntaban:
—¿Es la cámara oculta?
A lo que yo respondía: «En absoluto, señora. La cámara está aquí, ¿la ve?»
Y al decirlo señalaba al aparato tomavistas y a los cameraman, y lo hacía con paciencia e indulgencia, porque las mujeres, ya se sabe, tienen sus dificultades para entender la técnica. Tan pronto quedaba eso aclarado, yo quería saber si ella solía frecuentar la zona.
—Entonces seguramente le habrán llamado la atención esos conductores.
—S… ssíí —decía arrastrando la palabra—, ¿por qué…?
—¿Estaría de acuerdo conmigo en que, dado el comportamiento de tantos conductores, hay que tener miedo por los niños que juegan aquí?
—Hummm, sí, en cierto modo, pero…, diga usted adónde quiere ir a parar.
—Hable con toda libertad de sus temores, señora compañera de raza.
—¡Un momento! ¡Yo no soy compañera de raza! Pero si me plantea la cuestión… A veces una se pone de malhumor cuando pasa por aquí con los niños…
—¿Por qué este gobierno elegido en las urnas no castiga más duramente a esos conductores desconsiderados?
—No sé…
—¡Nosotros vamos a cambiarlo! Por Alemania. ¡Usted y yo! ¿Qué castigos exigiría usted?
—¿Que qué castigos exijo yo…?
—¿Opina que las sanciones actuales no son suficientes?
—Tan enterada no estoy…
—¿O que no se las aplica con suficiente rigor?
—No, no, yo… Prefiero no seguir con esto.
—¿Cómo? ¿Y los niños?
—Esto es…, las cosas están bien así. Tal como están. ¡Yo, en general, estoy satisfecha!
Ocurría a menudo. Como en un clima de miedo, y eso en una forma de gobierno tan liberal, presuntamente. La sencilla e ingenua mujer del pueblo no osaba hablar abiertamente en mi presencia tan pronto me acercaba a ella con el simple uniforme del soldado. Estaba estremecido. Y aquello se repetía en tres cuartas partes de los casos, más o menos. La otra cuarta parte de esas personas entrevistadas decía:
—¿Es usted el nuevo encargado del orden? ¡Por fin lo dice alguien de una vez! ¡Es intolerable lo que ocurre aquí! ¡Hay que meterlos en prisión inmediatamente!
—¿Exige usted entonces reclusión mayor?
—¡Por lo menos!
—Yo partía de que ya no hay pena de muerte…
—¡Por desgracia!
Conforme a un principio parecido censuraba yo lo que observaba por mí mismo o sabía por la prensa. Comestibles en mal estado, conductores que hablaban por el teléfono móvil mientras conducían su vehículo, esa costumbre brutal de llevar el coche a velocidades demenciales, y cosas semejantes. Y lo asombroso era que la gente o exigía penas draconianas, o bien, lo que era bastante más frecuente, no se atrevía a decir lo que pensaba. En una ocasión se vio con especial claridad. Porque algunas personas ya se habían reunido en el centro de la ciudad para criticar al gobierno. Como hoy por hoy parece claro que a nadie se le ocurre la solución más sencilla, a saber: fuerzas de choque, se había instalado al menos una especie de puesto de mercado para reunir firmas que, finalmente, debían impedir el número asombrosamente elevado de cien mil abortos al año en Alemania.
Una matanza de sangre alemana de ese calibre es inaceptable también para mí, evidentemente: cualquier retrasado mental podía ver al momento que, partiendo de un cincuenta por ciento de niños varones, eso llevaría a medio plazo a la pérdida de tres divisiones. O incluso de cuatro. Delante de mí, sin embargo, de pronto ninguna de esas personas honradas y decentes quiso hacer profesión de sus convicciones y, poco después de llegar nosotros, la campaña quedó completamente interrumpida.
—¿Qué dice uno a eso? —pregunté a Bronner—. Esta pobre gente está como cambiada por otra. Esto, por lo que se refiere a la llamada libertad de opinión.
—Increíble —se asombró Bronner—, ha funcionado mejor aún que el asunto de los dueños de perros que protestaban contra la obligación de llevarlos atados de una correa.
—No —dije—, eso lo entendió usted mal. Los dueños de perros no eran personas decentes que se escabulleran. Eran judíos todos ellos. ¿No vio usted las estrellas? Ellos sabían al momento con quién estaban tratando.
—Pero ¡si no eran judíos! —objetó Bronner—, en las estrellas no ponía «Judío». Ponía «Perro».
—Eso es típico del judío —le expliqué—. El judío sólo siembra confusión. Y en las llamas del desconcierto cuece entonces su repugnante y venenosa sopa.
—Pero eso es… —resolló Bronner, y luego se echó a reír—. ¡Es usted realmente increíble!
—Lo sé —dije—. ¿Están ya listos los uniformes de sus operadores? De aquí en adelante, el movimiento ha de actuar de modo unitario.
En la productora, acogieron con gran entusiasmo el nuevo material que traíamos.
—Está claro que usted podría convertir a un cura en ateo —rio la señora Bellini al pasar revista al material.
—Eso podría uno pensar, pero ya lo he intentado a gran escala —recordé—. Con muchos de esos clerizontes uno no lo consigue ni siquiera metiéndolos en un campo de concentración.
Dos semanas después de mi estreno en aquel programa de Wizgür se intercalaron esos números, además del flameante discurso que yo pronunciaba siempre hacia el final. Y al cabo de otras cuatro semanas venía otra contribución mía. En el fondo era como al principio de los años veinte. Con la sola diferencia de que en aquel entonces yo me había adueñado de un partido.
Esta vez, de un espacio televisivo.
Por lo demás, yo tenía razón en mi opinión sobre Wizgür. La realidad es que, con cierto rencor, él iba viendo cómo yo cobraba más y más influencia en su programa, cómo se iba imponiendo el genio del Führer. Sin embargo, no se opuso a esa evolución. No se amoldaba totalmente a la situación, protestaba continuamente del modo más lamentable y no paraba de quejarse entre bastidores ante los responsables de la empresa. En su lugar yo lo habría jugado todo a una carta, desde el primer momento habría rechazado de plano todo género de intromisiones; en circunstancias comparables, yo, inmediatamente después de la primera actuación, habría reaccionado dejando de trabajar para esa cadena, ¡qué me habrían importado a mí los contratos! Pero el tal Wizgür, como era de esperar, se aferraba desesperado a sus mezquinos éxitos, a su dudosa fama, a su espacio con su horario fijo, como si eso fuera un galardón. Wizgür nunca habría encajado golpes por sus convicciones, él nunca habría aceptado ir prisionero a la fortaleza.
Por otro lado: ¿qué convicciones iba a tener? ¿Qué podía exhibir él fuera de un origen dudoso, fuera de una arrogante charlatanería desprovista de sentido? Yo lo tenía más fácil, claro, detrás de mí estaba, después de todo, el futuro de Alemania. Por no hablar de la Cruz de Hierro. O de la Medalla de Sufrimientos por la Patria que probaba que había derramado mi sangre por Alemania. En cambio, ¿qué sacrificios había hecho Wizgür?
Y evidentemente no espero de él en absoluto la Medalla de Oro de Sufrimientos por la Patria. ¿De qué iba a tenerla él, sin guerra? Y si la hubiera tenido, habría sido dudoso que siguiera siendo el hombre apropiado para esa emisión recreativa. De las personas que llevan esas condecoraciones raras, eminentes, a menudo, cuando se las observa más de cerca, no queda mucho. Eso reside en la brutal naturaleza de las cosas. Las personas heridas cinco veces o más en el frente, por bayonetas, granadas, gas, tienen ojos de cristal o brazos postizos, o la boca ha quedado torcida al cicatrizar, si es que aún existe la mandíbula inferior. Esto, hay que admitirlo, no es la madera con la que el destino nos esculpe los mejores humoristas. Y por muy comprensible que sea cierta amargura en esas personas, dada su situación, el Führer tiene que ver ahí también la otra cara: el público está del mejor humor, la gente se ha puesto de picos pardos; después de una dura jornada de trabajo en la fábrica de shrapnels o en la nave de construcción de aviones, quieren distraerse, o también tras un largo bombardeo nocturno: entiendo muy bien que el pueblo espere de un buen comediante otra cosa que dos piernas amputadas. También hay que decir ahí con toda claridad que el impacto certero de granada, con muerte inmediata, es sin duda para todos mejor solución que una Medalla de Sufrimientos por la Patria, seguida de una actividad de cómico en el frente patrio.
En general, sin embargo, se notaba enseguida que ese Wizgür no sólo no tenía una cosmovisión comparable a la del nacionalsocialismo, sino que no tenía ninguna. Y sin una cosmovisión firme, en la moderna industria recreativa no hay, por supuesto, la menor perspectiva de éxito, y tampoco, a la larga, un derecho a la existencia. El resto lo regula la historia.
O la cuota de pantalla.