—Ah, el señor Hitler —dijo el quiosquero—, pero qué bien. Casi contaba con que viniera.
—Vaya —dije riendo—, ¿y eso por qué?
—Es que le vi actuar —dijo—, y entonces pensé para mí que quizá querría leer lo que escriben sobre usted. Y que con ese motivo quizá buscaría un sitio en el que el surtido de revistas fuese un poco mayor. Pase, pase. Siéntese. ¿Quiere un café? ¿Qué pasa? ¿No se encuentra bien?
Me resultaba desagradable que pudiera ver en mí ese pequeño punto flaco, y había sido realmente una pequeña debilidad, un rebullir de cálidas sensaciones como no había sentido desde hacía largo tiempo. Me había despertado por la mañana, hacia las once y media, muy descansado, había tomado un refrigerio y después, en efecto, había decidido leer los periódicos; el quiosquero estaba en lo cierto. Dos días atrás me habían enviado los trajes, de forma que pude ponerme algo menos oficial. Era un sencillo traje oscuro, de corte clásico, y como complemento había elegido el sombrero oscuro, me había puesto en marcha y atraje las miradas mucho menos que antes. Hacía un día soleado, luminoso y diáfano, y de agradable temperatura, como era de esperar; me sentía de momento libre de obligaciones y caminaba deprisa. El ambiente era apacible, casi trivial, y, como yo prefería caminar por zonas verdes y pequeños parques, tampoco había tantas cosas que me llamaran la atención, fuera de una loca que se agachaba, visiblemente empeñada en descubrir entre la hierba demasiado alta los excrementos de un spaniel, y en recogerlos. Pensé por un momento que la causa de la locura de esas mujeres podía estar en alguna epidemia; sin embargo, aquel modo de comportarse no parecía inquietar a nadie. Al contrario, como comprobé poco después, habían colocado aquí y allá una suerte de distribuidor automático del que esas mujeres podían sacar unas bolsitas. Llegué por lo pronto a la conclusión de que se trataría de mujeres que no habían podido ver cumplido su ferviente deseo de tener hijos; y, claro, la consecuencia forzosa era una forma de histeria que consistía en una protección excesiva de toda clase de perros. Y tuve que admitir que dar bolsitas a esa pobre gente era una solución asombrosamente pragmática. A largo plazo, naturalmente, había que reintegrar a esas mujeres a sus tareas específicas, pero probablemente algún partido estaría otra vez en contra. Ya conoce uno esas cosas.
En medio de esas reflexiones poco fatigosas, había ido paseando, sumido en mis pensamientos, hasta el puesto de periódicos sin que nadie me molestara y nadie o casi nadie me reconociese; la situación me resultaba curiosamente familiar, pero fueron las palabras del quiosquero las que me revelaron el motivo. Era aquel ambiente mágico que tantas veces conociera en Múnich, en mis primeros tiempos. Después de mi excarcelación de la fortaleza, en Múnich empezaban a conocerme, era todavía un insignificante jefe de partido, un orador que penetraba en el corazón de las gentes, y era la gente modesta, modestísima, la que me mostraba conmovedoramente su afecto. Cuando pasaba por el Viktualienmarkt, las vendedoras más pobres me hacían señas de que me acercara, me daban dos huevos, medio kilo de manzanas; uno llegaba como un auténtico forrajero a casa, donde saludaba sonriente la casera, y la sincera alegría prestaba un claro resplandor a sus rostros, como le ocurría en aquel momento al vendedor de periódicos. Y antes de que yo mismo me diera cuenta, lo que sentía entonces reapareció en mí de un modo tan súbito, tan arrollador, que miré deprisa en otra dirección. Pero el quiosquero, debido a su larga experiencia en el oficio, tenía, claro, un olfato extraordinario para las personas, como sólo lo tienen también algunos taxistas.
Me puse a toser, en mi desconcierto, y dije:
—Nada de café, por favor. Una taza de té estaría bien. O un vaso de agua.
—Sí, sí, no se preocupe —dijo al tiempo que llenaba de agua una pava eléctrica parecida a la que tengo en mi hotel—. He guardado los periódicos aquí junto al sillón. No son muchos, creo que internet será mejor para eso.
—Sí, interred —dije haciendo un gesto afirmativo, y tomé asiento—. Un invento buenísimo. Tampoco creo que mi éxito dependa de la buena voluntad de los periódicos.
—No quiero aguarle la fiesta —dijo el quiosquero mientras sacaba una bolsita de té de un cajón—, pero no debe tener miedo… Los que le han visto, le aprecian.
—Yo no tengo miedo —precisé—, ¿qué cuenta la opinión de un crítico?
—Bueno, sí…
—Nada —dije—, ¡nada! No contó nada en los años treinta, no cuenta nada ahora. Esos críticos siempre se limitan a decir a la gente lo que tiene que creer. El sano sentido común les da igual. En lo hondo de su alma, el pueblo, aun sin nuestros señores críticos, sabe lo que tiene que pensar. Si el pueblo es sano, sabe muy bien lo que tiene y lo que no tiene valor. ¿Necesita el campesino que un crítico le diga para qué sirve la tierra en la que cultiva su trigo? El campesino es quien mejor lo sabe.
—Porque ve a diario su trigal —dijo el quiosquero—, pero a usted no lo ve todos los días.
—En cambio ve a diario el aparato de televisión. Ahí tiene una buena comparación. No, el alemán no necesita a nadie que le diga lo que ha de opinar, sino que se forma él sólo su propia opinión.
—Usted sabrá —dijo el quiosquero con una sonrisa satisfecha, y me pasó el azúcar—. Usted es el especialista en libertad de opiniones.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Con usted hay que tener realmente cuidado —dijo el quiosquero como si se asombrara—; uno siempre quiere ponerse a hablar con usted como si lo fuera de verdad.
Una mano golpeó fuera, sobre el pequeño mostrador. Se levantó:
—Lea lo que escriben, yo tengo clientes ahora. Además, no es mucho.
Miré la pequeña pila de periódicos que había junto a la butaca. Yo no estaba en ninguna portada, pero era de esperar. Los grandes periódicos tampoco se habían ocupado del tema. Ese formidable Bild, por ejemplo, no se hallaba entre ellos. Además el tal Wizgür llevaba ya largo tiempo en el programa, por eso un reportaje no habría sido muy interesante. Sólo eran, al fin y al cabo, diarios regionales poco importantes, uno de cuyos redactores tenía que ponerse cada día ante el televisor para llenar una pequeña columna. Así pues, tres de esos redactores habían seguido el espacio de Wizgür con la esperanza de pasar un buen rato. Todos opinaban que mi discurso había sido lo más interesante del programa. Uno decía que era extraño que precisamente uno que hacía de Hitler hubiera puesto en claro lo que ese espacio de Wizgür llevaba ofreciendo ya, en realidad, todo el tiempo: una colección de clichés sobre los extranjeros. Los otros dos decían que, con mi contribución «maravillosamente maligna», Wizgür había recuperado por fin la mordacidad que se echaba en falta en él desde hacía tanto tiempo.
—¿Qué tal? —preguntó el quiosquero—. ¿Contento?
—Ya empecé desde cero —dije, y tomé un trago de té— cuando hablé delante de veinte personas. De ellas, la tercera parte seguramente había venido por equivocación. No, no puedo quejarme. He de mirar hacia delante. ¿A usted qué le pareció?
—Bien —dijo—, fuerte pero bueno. Sólo Wizgür no me parecía muy entusiasmado.
—Sí —dije—, eso ya lo conozco de antes. Los que ya han llegado se ponen siempre a vociferar cuando hace su entrada una idea nueva, original. Entonces temen por sus prebendas.
—¿Le dejará actuar otra vez en alguna emisión?
—Hará lo que le diga la productora. Él vive del sistema, tendrá que seguir sus reglas de juego.
—Quién creería que fue sólo hace unas semanas cuando le acogí en mi quiosco —dijo el quiosquero.
—Las reglas siguen siendo las mismas de hace sesenta años —dije—, esas no cambian. Lo único es que intervienen menos judíos. Por eso le va mejor al pueblo. A propósito: todavía no le he dado debidamente las gracias. ¿Le han…?
—No se preocupe —dijo el quiosquero—, hemos llegado a un pequeño acuerdo. Estoy bien provisto.
Sonó su teléfono portátil. Acercó el aparato a la cabeza y se puso a hablar. Entretanto, eché mano de un ejemplar de ese Bild-Zeitung y lo hojeé. El periódico ofrecía una mezcla, perfectamente atractiva, de ira popular y de malevolencia. Empezaba con informes sobre torpezas políticas, se iba conformando una imagen de una canciller, con aspecto de matrona y tan anodina como también, a fin de cuentas, bonachona, que arrastraba pesadamente los pies en medio de una horda de enanos que le impedían el paso. Paralelamente, el periódico ponía en evidencia, como perfectos disparates, casi todas y cada una de las decisiones «legitimadas» democráticamente. El magnífico y difamatorio libelo rechazaba sobre todo radicalmente la idea de la Unión Europea. Pero lo que más me gustó fue la sutil manera de trabajar. Por ejemplo, en una columna burlesca, entre chistes de suegras y de maridos cornudos se intercalaba discretamente el siguiente chiste:
Un portugués, un griego y un español van a un burdel. ¿Quién paga? Alemania.
Estaba muy conseguido. Desde luego Julius Streicher, el director de Der Stürmer, habría encargado además un dibujo en el que esos tres meridionales, sudorosos y sin afeitar, estuviesen manoseando con sus dedos sucios a una jovencita inocente, mientras que el honrado obrero alemán tenía que matarse a trabajar, pero, al fin y a la postre, eso habría sido aquí más bien contraproducente, habría privado al chiste de esa discreta falta de estridencia.
Fuera de eso había, repartido por las páginas, un batiburrillo de historias de crímenes; venía luego lo que desde siempre ha sido la mejor política de apaciguamiento en los periódicos: el deporte, y luego una colección de fotos en las que personajes famosos aparecían viejos o feos, una perfecta sinfonía de envidia, bajeza e infamia. Por eso precisamente me habría gustado ver publicada en ese entorno una breve reseña de mi actuación. Pero el quiosquero había tenido toda la razón al no poner en la pila de periódicos aquella gaceta: allí no había nada. Dejé caer el periódico cuando el quiosquero depuso el teléfono.
—Era mi sobrino —dijo—. El de los zapatos que a usted no le gustan. Me ha preguntado si usted es el tipo de mi quiosco. Lo ha visto. En el móvil de un amigo. Me encarga que le diga que es usted flipante.
Miré al quiosquero sin comprender.
—Que le parece usted bueno, creo —tradujo el quiosquero—. No quiero saber en absoluto las peliculitas que tienen en sus móviles, pero en cualquier caso allí no guardan nada que no les parezca de algún modo bueno o interesante.
—Los sentimientos de los jóvenes aún no están falseados —le di la razón—. En ellos no hay bueno ni malo, ellos piensan como la naturaleza les da a entender. Si un niño ha recibido la educación adecuada no tomará decisiones equivocadas.
—¿Tiene usted hijos?
—No, lamentablemente —dije—. Es decir, en determinados círculos han divulgado de vez en cuando la noticia de que había varios bastardos, como dicen en mi tierra.
—Ajá —dijo el quiosquero encendiéndose jovialmente un cigarrillo—, se trataba de la pensión alimenticia…
—No, querían eliminarme socialmente. Una ridiculez sin par. ¿Desde cuándo es injusto o deshonroso dar la vida a un niño?
—Dígales eso a los cristianodemócratas bávaros.
—Bueno, muchas veces hay que tomar en consideración a las gentes sencillas. Uno puede venir con todos los argumentos que quiera: muchas personas no pasan por ello. Himmler lo intentó con las SS. Quería conseguir los mismos derechos para hijos legítimos e ilegítimos de miembros de las SS, pero ni siquiera eso funcionó; desgraciadamente, pobres chiquillos. A un chavalito, a una niñita, los miran de lado, se ríen de ellos, los otros niños bailan alrededor, les cantan versos ridiculizándolos. Eso tampoco es bueno para el espíritu de solidaridad colectiva. Todos somos alemanes, los legítimos y los ilegítimos. Siempre digo que un niño es un niño, eso vale en la sala de partos y en la trinchera. Claro, después hay que cuidar de él, eso está claro. Pero ¿qué clase de canalla sería el que después se quitara de en medio?
Volví a poner en su sitio el Bild-Zeitung.
—¿Y en qué quedó la cosa?
—En nada. Eran calumnias, naturalmente. Y luego ya no volvió a hablarse del asunto.
—Bueno, pues entonces… —dijo el quiosquero tomando un sorbito de té.
—Claro, que no sé si la Gestapo se ocupó en algún momento del asunto, pero eso ya no habrá sido necesario sin duda.
—Probablemente no. Usted ha nivelado la prensa… —Y al decirlo se echó a reír como si hubiera dicho un chiste.
—Exactamente —asentí. Entonces empezó a oírse la «Cabalgata de las valquirias».
Me lo había preparado la señorita Krömeier. Después de haber puesto en marcha los ordenadores cayó en la cuenta de que también le habían proporcionado uno de esos teléfonos portátiles. Ese aparato era algo increíble: con él se podía además rebuscar en interred, y hasta de un modo más fácil que con el ratón: uno lo dirigía simplemente con los dedos. Al punto sospeché que tenía en las manos un producto de la genialidad creadora aria, y como es natural, con pocas manipulaciones fue posible averiguar que esa técnica había alcanzado su madurez, apta para el mercado, en la magnífica empresa Siemens. Esos movimientos tuvo que llevarlos a cabo, sin duda, la señorita Krömeier; lo que ponía en la pantallita era indescifrable sin gafas. Después de eso quise que se encargara ella de todo el teléfono; al fin y al cabo, el Führer no puede ocuparse de tanto trasto, para eso hay, en definitiva, una secretaría. Por otro lado ella me recordó, no sin razón, que sólo podía contar con su colaboración la mitad del día. En vista de ello, también me hice reproches a mí mismo: dependía demasiado de mi aparato del partido. Estaba de nuevo en los comienzos, así que, lo quisiera o no, tenía que manejar también el aparatito.
—¿Quiere algún tono concreto? —había preguntado la señorita Krömeier.
—Yo no —había replicado sarcásticamente—. ¡Yo no trabajo en una oficina colectiva!
—Bueno, pues meto el normal.
Entonces se oyó un ruido que sonaba como si un payaso borracho tocara el xilófono. Una y otra vez.
—¿Qué es eso? —pregunté espantado.
—Eso es su teléfono —dijo la señorita Krömeier. Y añadió—: ¡Mi Führer!
—¿Y suena así?
—Sólo cuando suena.
—¡Apague eso! No quiero que la gente me tome por retrasado mental.
—Por eso le preguntaba —dijo la señorita Krömeier—. ¿Prefiere este?
Se oyó a más payasos con los más diversos instrumentos.
—Pero eso es espantoso —suspiré.
—Pero ¿no le da igual lo que la gente piense de usted?
—Mi querida señorita Krömeier —dije—, personalmente tengo al pantalón corto de cuero por el pantalón más viril del mundo. Y si un día vuelvo a ser general en jefe de la Wehrmacht, equiparé a toda una división con esos pantalones cortos. Y con calcetines de lana.
En este punto, la señorita Krömeier hizo un ruido extraño y al momento se puso a limpiarse la nariz.
—Bueno, de acuerdo —continué—, usted no es del sur de Alemania, no puede entenderlo. Pero cuando esté lista esa división, cuando pase desfilando, entonces se verá que todas esas payasadas sobre los pantalones bávaros son nulas y sin valor. Sin embargo, y aquí llegamos al punto propiamente dicho: en el camino al poder tuve que reconocer que, político y vestido con ese pantalón, ni los dirigentes de la vida económica ni los estadistas me tomaban en serio. Pocas cosas he lamentado tanto, pero tuve que renunciar a los pantalones tiroleses y lo hice porque eso ayudaba a mi causa y con ello a la causa del pueblo. Y le digo una cosa: no he renunciado a esos maravillosos pantalones para que un aparato telefónico me desbarate ese sacrificio y me haga quedar como un mamarracho. Así que, por favor, saque de una vez de ese aparato un sonido sensato.
—Pues por eso le preguntaba yo —rezongó la señorita Krömeier apartándose el pañuelo de la nariz—. Puedo hacer que suene como un teléfono normal. Pero también puedo poner cualquier otro sonido. Frases, ruidos, también música…
—¿Música también?
—Si no tengo que tocarla yo. ¡Quiero decir que en un disco sí tendría que estar!
Y fue así como me instaló la «Cabalgata de las valquirias».
—Bueno, ¿verdad? —pregunté al quiosquero, y me llevé con superioridad el aparato al oído—. Hitler al habla.
No oí nada excepto más valquirias cabalgando.
—Hitler —dije—, Hitler al habla. Y como las valquirias seguían cabalgando cambié a «¡Cuartel general del Führer!». Por si el que llamaba se había quedado sorprendido de tenerme enseguida al aparato. No sucedió nada, sólo que las valquirias eran cada vez más ruidosas. Entretanto, dolía de verdad en el oído.
—¡HITLER AL HABLA! —grité—, ¡AQUÍ EL CUARTEL GENERAL DEL FÜHRER!
Me parecía estar en el frente occidental, en 1915.
—Pulse, por favor, el botón verde —exclamó el quiosquero en tono de queja—, detesto a Wagner.
—¿Qué botón verde?
—¡Cuál va a ser, ahí, en su teléfono! —vociferó—, lo tiene que mover para la derecha.
Miré el aparato. Estaba dibujado, en efecto, un cerrojito verde. Lo corrí hacia la derecha, las valquirias enmudecieron, y grité:
—¡HITLER AL HABLA! ¡CUARTEL GENERAL DEL FÜHRER!
No ocurrió nada, excepto que el quiosquero, haciendo visajes de puro asombro, cogió mi mano, junto con el aparato y, presionando suavemente, me la llevó al oído.
—¿Señor Hitler? —oí a Sawatzki, el que reservó el hotel—, ¿me oye? ¡Señor Hitler!
—Sí, sí —dije—, ¡aquí Hitler!
—Llevo un montón de tiempo tratando de localizarlo. La señora Bellini me ha encargado que le diga que la empresa está muy satisfecha.
—Bueno, sí —dije—, eso está muy bien. Aunque yo, por mi parte, esperaba un poco más.
—¿Más? —preguntó Sawatzki irritado—. ¿Más aún?
—Querido señor Sawatzki —dije tranquilizándole—, tres artículos de periódico están muy bien, pero al fin y al cabo nosotros teníamos otros objetivos…
—¿Artículos de periódico? —aulló Sawatzki—, ¿quién habla de artículos de periódico? Ha ido usted a parar a YouTube. Y le pinchan sin pausa. —Bajó luego la voz y dijo—: Entre nosotros: inmediatamente después de la emisión hubo aquí algunas personas que querían prescindir de usted. No digo nombres. Pero ahora… ¡Mírelo usted mismo! A los jóvenes les cae usted bien.
—Los sentimientos de los jóvenes aún no están falseados —dije.
—Y por eso tenemos que producir enseguida cosas nuevas —gritó Sawatzki, excitado—. Su colaboración será más extensa. Ahora están previstos también pequeños videoclips. Tiene que venir inmediatamente al despacho. ¿Dónde está?
—En el quiosco —dije.
—Bien —dijo Sawatzki—, quédese ahí, hay un taxi en camino.
Después colgó.
—¿Qué ocurre? —preguntó el quiosquero—, ¿buenas noticias?
Le puse delante mi aparato telefónico.
—¿Llega usted con esto a una cosa llamada yutiub?