xv

Son los momentos de crisis los que sacan a la luz al verdadero Führer; en los que muestra nervios de acero, voluntad de resistencia, tenacidad absoluta, aunque el mundo se vuelva contra él. Si Alemania no me hubiera tenido a mí, nadie habría ocupado Renania en 1936. Todos estaban temblorosos, no habríamos podido hacer nada si el enemigo se hubiera lanzado al ataque; teníamos sólo cinco divisiones en condiciones de operar; los franceses, ellos solos, seis veces más. Y, sin embargo, me atreví. Nadie lo habría hecho sino yo, y en aquel tiempo observé perfectamente quién estaba de mi parte, con las piernas o con el corazón, espada en mano, marchando a mi lado.

Y es en esos momentos de crisis cuando el destino da a conocer a los verdaderos leales. Es en esos momentos de duda cuando del riesgo surge el éxito, si —pero sólo si— la fe fanática es inquebrantable; cuando se reconoce a quienes no tienen esa fe, sino que, en angustiosa espera, están al acecho para saber en qué bando han de combatir. Quien es un líder nato, un Führer, tiene que observar a esas personas. Es posible utilizarlas, no obstante no se puede hacer depender de ellas el éxito del movimiento. Sensenbrink era una de ellas.

Sensenbrink llevaba puesto lo que en estos tiempos se tiene seguramente por un traje de primerísima calidad. Trataba de parecer sereno, pero yo veía, claro, que estaba pálido, con la palidez del jugador que sabe que no soporta perder, más aún, que no puede soportar el momento en el que resulte evidente que la pérdida es irreversible. Esa clase de personas nunca tiene una clara meta a la vista, siempre elige la meta que promete éxito inmediato, sin darse cuenta de que ese éxito nunca será el suyo propio. Esas personas esperan ser hombres de éxito, pero sólo son acompañantes del éxito, y como lo adivinan, temen el momento de la derrota en el que resulta claro que el éxito no sólo no es el suyo sino que ni siquiera depende de que ellos lo acompañen. Sensenbrink tenía miedo por su reputación, no por la causa nacional. Era absolutamente seguro que Sensenbrink nunca se desangraría delante de la Logia del Mariscal, de la Feldherrenhalle, por mí y por Alemania, en medio de una lluvia de balas. Al contrario: como por casualidad, se acercó más a la señora Bellini, y quien no era ciego del todo pudo ver que, a pesar de su suficiencia y engreimiento, era él, al fin y al cabo, quien esperaba que ella le diera apoyo moral. No me extrañó.

He conocido en mi vida a cuatro mujeres extraordinarias. Mujeres que por supuesto habrían sido inimaginables como pareja. Quiero decir lo siguiente: recibo la visita de Mussolini o de Antonescu, y si entonces uno le dice a una mujer así que se vaya al cuarto de al lado y que no moleste saliendo de él sin que se lo pidan, uno ha de estar seguro de que eso se cumplirá. Eva lo hacía, en cambio a esas cuatro nunca habría podido pedírselo. La Riefenstahl, por ejemplo, era una de ellas, una mujer maravillosa, pero ante una petición de ese género me habría tirado la cámara a la cabeza. Y de esa misma índole era sin duda la señora Bellini, del calibre de aquel admirable cuarteto.

No creo que alguien más, aparte de mí, haya notado que ella también sabía la importancia de esas horas, de esos minutos, pero ¡cómo se controlaba aquella fantástica mujer! Quizá la chupada que daba a su cigarrillo era un poco más fuerte de lo habitual en ella, pero eso era todo. Su cuerpo, elástico y tenso, se mantenía erguido. Estaba siempre atenta, dispuesta a dar instrucciones útiles, a reaccionar de modo adecuado y rápido, como una loba al acecho. Y ni una cana, tal vez era incluso más joven de lo que yo calculaba, treinta y tantos largos, ¡una hembra soberbia! Se notaba también claramente que la súbita proximidad de Sensenbrink le resultaba desagradable, no porque le pareciera inoportuno, no porque despreciara su debilidad, porque notara que él no ponía su fuerza a disposición de ella sino porque, al contrario, se aferraba a su energía. Yo tenía unas ganas enormes de preguntarle cómo pasaba las tardes. De pronto pensé con cierta nostalgia en las tardes en el Obersalzberg. A menudo estábamos mucho tiempo reunidos los tres, los cuatro, los cinco; a veces yo contaba algo, a veces no, y a veces guardábamos silencio durante horas, interrumpidos de rato en rato por alguna tos, o yo acariciaba también alguna vez al perro. Aquellas veladas siempre me parecieron muy apacibles.

Y es que no siempre es fácil, el Führer es una de las pocas personas en el Estado que ha de renunciar al sencillo placer de la vida normal de familia.

Y en un hotel uno vive en una gran soledad, esa es una de las cosas que menos han cambiado en los últimos sesenta años.

Luego caí en la cuenta de que en mi situación seguramente tendría que preguntar yo mismo a la señora Bellini, y eso era a su vez de una familiaridad inadecuada, sobre todo porque hacía poco tiempo que nos conocíamos. Decidí dejar esa idea para más tarde. Por otra parte, me parecía que habría sido oportuno celebrar con cierta solemnidad mi retorno a la vida pública. Con una copa de vino espumoso o algo semejante, no para mí, por supuesto, pero siempre me gustó estar presente cuando otros levantaban la copa en un ambiente animado. Entonces mi mirada se clavó en Sawatzki, el que había reservado el hotel.

Me miraba con ojos brillantes, llenos de inconfundible admiración. Yo conocía esa mirada, que no quería interpretar mal. Sawatzki no era uno de esos hombres con camisa de SA a los que uno saca por la noche de la cama de su jefe supremo, Ernst Röhm y, lleno de asco, mete al momento en el cuerpo repugnante varias balas, la bala mortal al final. No, Sawatzki me contemplaba con una forma especial de admiración silenciosa que yo había visto al final en Núremberg, en los cientos de miles de personas a las que había infundido esperanza, que habían crecido en un mundo de humillación y de miedo ante el futuro, un mundo de contemporizantes charlatanes y de perdedores de la guerra, y que veían en mí la mano firme que los guiaría, y que con la mejor voluntad estaban dispuestos a seguirme.

—Bueno —dije acercándome a él—, ¿le ha gustado?

—Increíble —dijo Sawatzki—, impresionante. He visto al cómico Ingo Appelt, pero ese es flojo comparado con usted. Usted tiene agallas. A usted le da realmente igual lo que la gente piense de usted, ¿no es cierto?

—Al contrario —dije—, quiero decir la verdad. Y ellos han de pensar: ahí hay uno que dice la verdad.

—¿Y cree que ahora están pensando eso?

—No. Pero ya no piensan lo mismo que antes. Y eso es todo lo que hay que conseguir. Lo demás viene con la constante repetición.

—Hummm —murmuró Sawatzki—, domingo por la mañana, a las once: no sé si eso sirve de mucho.

Le miré sin entender. Sawatzki carraspeó.

—Venga usted —dijo entonces—, hemos preparado un piscolabis en el catering.

Fuimos hacia atrás, donde había varios empleados que se aburrían bastante. Un tipo de aspecto más bien descuidado se volvió hacia mí, riendo y con la boca llena, e hizo un saludo alemán aceptable mientras yo pasaba a su lado. Replegué el brazo respondiendo al saludo y me dejé guiar por Sawatzki hasta la zona del bufet en la que estaba el cava, un producto por lo demás a la altura de un gusto exigente, a juzgar por la reacción de Sawatzki, quien pidió a un ayudante del bufet que llenara dos copas y comentó al mismo tiempo que esa variedad de champán no la había todos los días.

—A Wizgür tampoco le sirven cada día uno como este —dijo el barman.

Sawatzki se echó a reír y me pasó una copa, levantó la suya y dijo: «¡Por usted!»

—¡Por Alemania! —dije yo. Luego chocamos las copas y bebimos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sawatzki preocupado—, ¿no le gusta?

—Si alguna vez tomo vino, es por lo general un vino de uvas pasas seleccionadas —expliqué—. Ya sé que hace falta ese toque áspero, sin duda, hasta pasa por ser una ventaja, pero para mí es demasiado ácido.

—Le puedo ofrecer otra cosa…

—No, no, si estoy acostumbrado.

—Pero podría tomar un Bellini.

—¿Bellini? ¿Como la señora?

—Sí, claro. Ese podría ser el adecuado para usted. Espere.

Mientras Sawatzki se marchaba a toda prisa, me quedé allí de pie, un poco indeciso; por un momento todo me recordó aquellos terribles momentos, en los años de mis primeros pasos en la política, al comienzo de la lucha, cuando no estaba aún introducido en la sociedad y muchas veces me sentía un poco perdido en ella. Pero ese recuerdo poco agradable duró realmente una fracción de segundo, porque apenas se había dado la vuelta Sawatzki cuando una joven de pelo oscuro se dirigió a mí y dijo:

—¡Ha estado superbién! ¿Cómo le viene a uno esa idea del ratón doméstico y el ratón de campo?

—Usted también sabe hacerlo —dije con optimismo—. Sólo tiene que ir con los ojos bien abiertos observando la naturaleza. Pero muchos alemanes ya no saben ver hoy las cosas sencillas. ¿Puedo preguntarle a qué se dedica…?

—Todavía estoy estudiando —dijo ella—, sinología, teatrología y…

—¡Santo cielo! —solté la risa—, ¡pare usted de contar! ¡Una chica tan guapa y semejante extravagancia puramente cerebral! Más vale que se busque un muchacho valiente y que haga algo por la conservación de la sangre alemana.

Se echó a reír de modo muy atractivo:

—Eso es Mezod Actin, ¿verdad?

—¡Ahí está! —exclamó detrás de mí la señora Bellini.

Venía con Sensenbrink y, como a remolque, con Wizgür, que sonreía trabajosamente, y se sentó con nosotros.

—¡Vamos a brindar! Aquí todos somos profesionales. Y desde el punto de vista profesional hay que admitirlo: ha sido fenomenal. Hasta ahora no ha habido nada semejante. Esto va a ser la combinación del éxito.

Sensenbrink repartió celosamente copas de champán, mientras Sawatzki, que había regresado, me ponía en la mano una copa con algo de color albaricoque.

—¿Qué es esto?

—Pruebe usted sin más —dijo alzando su copa—. Señoras y señores: ¡por el Führer!

—¡Por el Führer!

Hubo una risa general, amistosa y alegre, y yo no daba abasto declinando enhorabuenas. «¡Por favor, señores, aún tenemos mucho trabajo por delante!» Prudentemente, tomé un sorbito de aquella bebida e hice un gesto de aprobación al señor Sawatzki. Sabía muy afrutado, halagaba el paladar y no era demasiado complicado, en lo esencial se trataba, al parecer, de un sencillo puré de frutas al estilo rústico, que, probablemente, debido a una pequeña cantidad de champán, cobraba algo más de vivacidad, pero sólo en muy escasa medida, de forma que después de ingerirlo no había que temer ningún exagerado regüeldo ni otros inconvenientes semejantes. No hay que subestimar la importancia de esos detalles. En mi situación hay que andar con cuidado para tener una apariencia impecable.

Lo lamentable de esas reuniones informales, pero importantes, es que uno no puede retirarse sin más, a voluntad, mientras no se esté haciendo al mismo tiempo una guerra. Cuando se lleva a cabo en el norte de Francia el plan «golpe de hoz», cuando se está ocupando Noruega en un golpe de mano, todos entienden muy bien, claro, que después de alzar las copas uno se retire a su despacho para estudiar los modelos de submarinos necesarios para la victoria final o para colaborar en el desarrollo de los bombarderos de gran velocidad decisivos en la guerra. Pero en la paz uno está ahí de pie y pierde el tiempo bebiendo puré de frutas. El estilo ruidoso de Sensenbrink me atacaba progresivamente los nervios, y la cara de vinagre de Wizgür tampoco hacía más agradable la velada. Por eso me disculpé, al menos de modo pasajero, para buscar algo de comer en el bufet.

En recipientes cuadrados de metal, puestos al calor, habían preparado diversas salchichas y asados, así como grandes cantidades de pasta, cosas todas ellas que no me atraían especialmente. Ya iba a darme la vuelta cuando Sawatzki apareció a mi lado.

—¿Puedo ayudarle?

—No, no, todo está bien…

—¡Claro! —Sawatzki se dio una palmada en la frente—. Está buscando el puchero, ¿verdad?

—No, puedo tomar…, puedo tomar uno de esos canapés…, por supuesto.

—Pero un buen puchero le gustaría más, ¿no es cierto? El Führer prefiere la cocina sencilla.

—Eso sería, en efecto, lo que más me gustaría ahora —admití—. O cualquier cosa sin carne.

—Lo siento, ahí no hemos conectado con suficiente rapidez —dijo—, debería haber pensado en ello. Pero si espera un momento…

Sacó un teléfono portátil y tecleó algo en él.

—¿Su teléfono también sabe guisar?

—No —dijo—, pero a diez minutos de aquí hay un restaurante muy encomiado por su cocina casera y sus potajes. Si usted quiere, mando traer algo de allí.

—No se moleste. De todos modos me apetece salir a dar un paseo —dije—, puedo tomarme allí mismo el puchero.

—Si no tiene nada en contra —dijo Sawatzki—, le llevo. No está lejos.

Nos marchamos y paseamos por la ya bastante fría noche berlinesa. Era mucho más agradable que estar de pie en aquella cantina en la que toda aquella gente de la televisión no dejaba de echarse flores los unos a los otros. De vez en cuando nuestros pies removían algunas hojas secas.

—¿Puedo preguntarle una cosa? —dijo Sawatzki.

—Pregunte sin más.

—¿Es casualidad? Quiero decir, que también sea usted vegetariano.

—No, en absoluto —dije—, es cosa de sentido común. Yo lo soy desde hace tanto tiempo que sólo era cuestión de esperar a que otras personas se adhiriesen también a esa convicción. Pero los cocineros del bufet parece que todavía no se han enterado.

—No, quise decir si lo ha sido siempre. O sólo desde que es usted Hitler.

—Siempre he sido Hitler. ¿Quién habría sido, si no?

—Bueno, a lo mejor estuvo usted probando. Churchill. O Honecker.

—Himmler creía en esas patrañas esotéricas, en transmigración de las almas y en todo ese misticismo. Yo no he sido antes ese Honecker.

Sawatzki me miró.

—¿Y a usted nunca le parece que exagera un poco con su arte?

—Hay que hacerlo todo con firme y fanática determinación. De lo contrario no se llega a ninguna parte.

—Pero, para poner un ejemplo: nadie ve si usted es vegetariano o no.

—En primer lugar —dije—, es una cuestión de bienestar físico. Y en segundo lugar es, sin duda alguna, lo que la naturaleza desea. Mire, un león corre dos o tres kilómetros y luego está completamente agotado. Veinte minutos, qué va: un cuarto de hora. El camello en cambio, una semana. Eso es por la alimentación.

—Un hermoso ejemplo de lógica aparente…

Me detuve y lo miré.

—¿Qué quiere decir con eso de lógica aparente? Bueno, busquemos otro ejemplo: ¿dónde está Stalin?

—Muerto, diría yo.

—Ajá. ¿Y Roosevelt?

—También.

—¿Pétain? ¿Eisenhower? ¿Antonescu? ¿Horthy?

—Los dos primeros han muerto, y de los otros dos no he oído hablar nunca.

—Bueno, en cualquier caso, también han muerto. ¿Y yo?

—Vale, usted no.

—Ya lo ve —dije satisfecho, y reanudé el camino—. Estoy convencido de que es también porque soy vegetariano.

Sawatzki se echó a reír. Luego se dispuso a darme alcance.

—Eso es bueno. ¿Escribe esas cosas?

—¿Y por qué iba a hacerlo? Si ya lo sé.

—A mí me daría miedo olvidar cosas así —dijo, y señaló la puerta de un restaurante—. Este es el restaurante.

Entramos en el establecimiento, en el que había poca gente, y pedimos a una camarera ya mayor, que me examinó con irritación. Sawatzki hizo un movimiento de mano apaciguador, de forma que la mujer trajo sin demora las bebidas.

—Se está bien aquí —dije—, esto me recuerda la época de lucha en Múnich.

—¿Es usted de Múnich?

—No, de Linz. O, en realidad…

—… O, en realidad, de Braunau —dijo Sawatzki—; me he informado un poco.

—¿Y usted de dónde es? —pregunté a mi vez—. ¿Qué edad tiene? No tendrá ni treinta años.

—Veintisiete —dijo Sawatzki—. Soy de Bonn, he estudiado en Colonia.

—Renano —dije satisfecho—, ¡y, además, un renano con estudios!

—Germánicas e historia. En realidad querría haber sido periodista.

—Qué bien que no lo sea —afirmé—, una sarta de embusteros todos ellos.

—El ramo de la televisión tampoco es mejor —dijo—. Es increíble la basura que producimos. Y cuando tenemos algo bueno, entonces las cadenas lo prefieren con más basura. O más barato. O ambas cosas.

Y luego añadió enseguida:

—Usted es una excepción, claro. Esto es algo distinto. Tengo por primera vez la sensación de que no nos limitamos a vender cualquier majadería. El modo de plantearlo que tiene usted…, estoy entusiasmado. Lo del vegetarianismo y todo lo demás: en usted nada es imitación, en usted, de alguna manera, es parte de un proyecto completo.

—Yo prefiero el concepto de cosmovisión —dije, pero de un modo general estaba muy contento con aquel entusiasmo juvenil.

—En el fondo eso ha sido siempre lo que yo quería hacer —dijo Sawatzki—. No limitarme a dar salida a lo que sea sino vender algo bueno. ¡En Flashlight hay que vender tanta chatarra! ¿Sabe una cosa? De niño siempre quise trabajar en un refugio para animales. Ayudar a animales desamparados, algo de ese estilo. O salvar a animales. Llevar a cabo algo positivo.

La camarera nos puso delante dos cuencos llenos de potaje. Yo estaba emocionado: el potaje parecía realmente bueno. Y olía como ha de oler un potaje. Empezamos a comer. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada.

—¿Está bueno? —preguntó Sawatzki.

—Riquísimo —dije metiendo la cuchara—, como si viniera directamente de la cocina de campaña.

—Sí —asintió él—, tiene algo. Sencillo, pero bueno.

—¿Está casado?

Negó con la cabeza.

—¿Tiene novia?

—No —dijo—, más bien hay una que me interesa.

—¿Y qué pasa?

—Ella aún no lo sabe. Tampoco sé si está interesada en mí.

—Pues hay que armarse de valor y al ataque. Usted no es tímido en todo lo demás.

—Sí, sí, pero ella…

—Nada de vacilaciones. Ánimo y adelante. Los corazones de las mujeres son como las batallas. No se las gana vacilando. Hay que hacer acopio de fuerzas y emplearlas sin temor.

—¿Conoció usted así a su mujer?

—Bueno, en cualquier caso no he podido quejarme por falta de interés femenino. Aunque, por lo general, he actuado más bien al revés.

—¿Al revés?

—Sobre todo en los últimos años he ganado batallas más que mujeres.

Se echó a reír.

—Si no lo escribe usted, lo haré yo. Si esto sigue así, debería pensar en escribir un libro. Un libro de consejos a lo Hitler. Cómo se vive feliz en pareja.

—No sé si estoy llamado a eso —dije—; mi matrimonio duró más bien poco.

—Es cierto, ya lo he oído decir. Pero no importa. Es mejor, incluso: lo llamaremos Mi lucha… con mi mujer. Ya el título hará que se venda como rosquillas.

Tuve que reírme yo también. Miré pensativamente a Sawatzki, sus pelos cortos y descaradamente tiesos, su mirada despierta, su conversación animada pero no estúpida. Y en su voz reconocí que aquel hombre podría haber sido uno de los que marcharon entonces conmigo: al confinamiento en la fortaleza, a la Cancillería del Reich, al búnker del Führer.