Despertar en Alemania

Lo que más me sorprendió fue el pueblo. Yo, desde luego, hice lo humanamente posible por destruir todo lo que le permitiera seguir viviendo en este suelo profanado por el enemigo. Puentes, centrales eléctricas, carreteras, estaciones de ferrocarril: ordené destruirlo todo. Esa fue la orden que di. ¿Cuándo? En marzo, y creo que me expresé con claridad a este respecto. Había que destruir todos los servicios de abastecimiento, las empresas de distribución de agua, las instalaciones telefónicas, las granjas agrícolas, los bienes materiales uno por uno, todo, y con eso quise decir ni más ni menos que «todo». En estas cosas hay que poner mucho cuidado, tratándose de una orden como esa no puede quedar un resquicio de duda; ya se sabe que luego, llegado el momento, el soldado raso, al que, como es lógico, en su sector del frente le falta la visión, la información sobre los aspectos estratégicos y tácticos, ese soldado entonces va y dice: «Pero bueno, ¿tengo que prender fuego de verdad a este…, a este, pongamos como ejemplo, a este quiosco? ¿Es que no puede caer en manos del enemigo? ¿Es realmente una cosa tan horrible que caiga en manos del enemigo?» ¡Pues sí, es horrible! ¡El enemigo también lee los periódicos! Y trafica con ellos; se servirá del quiosco, de todo lo que encuentre, para atacarnos. Hay que destruir, repito, todos los bienes materiales, no sólo las casas, también las puertas. Y los picaportes. Y luego también los tornillos, y no sólo los grandes. Hay que desatornillar los tornillos y deformarlos sin piedad. Y la puerta hay que pulverizarla, convertirla en serrín. Y después, reducirla a cenizas. Porque de lo contrario el enemigo, inexorablemente, entrará y saldrá por esa puerta como le venga en gana. Pero con un picaporte roto, con tornillos deformados y un montón de cenizas: ¡ahí quiero ver cómo se divierte el señor Churchill! En cualquier caso, estas exigencias son la brutal consecuencia de la guerra, eso lo he tenido siempre muy claro, por tanto mi orden no podía haber sido distinta, aunque la razón de fondo de tal orden fuese diferente.

Al menos en sus orígenes.

Era ya innegable que el Pueblo Alemán, en la lucha épica con el inglés, con el bolchevismo, con el imperialismo, había resultado vencido, y por tanto, lo digo con toda claridad, había perdido el derecho a seguir existiendo, ni siquiera en el primitivo estadio de pueblo cazador y recolector. Así perdió también el derecho a poseer empresas de suministro hidráulico, puentes y caminos. Y también picaportes. Por ese motivo di esa orden, y un poco además para llevar las cosas a término, porque, como es natural, de vez en cuando me paseaba un poco por delante y por los alrededores de la Cancillería del Reich, y a uno no le queda otro remedio que aceptar las cosas como son: con sus fortines volantes, el americano y el inglés habían aligerado considerablemente, a lo largo de todo el territorio, el volumen de trabajo que implicaba mi orden. Después, evidentemente, no pude controlar con todo detalle cómo se llevó a cabo la orden. Es fácil imaginar que tenía mucho que hacer conteniendo al americano por el oeste, rechazando al ruso por el este, continuando con el desarrollo urbanístico de la capital del mundo, Germania, etcétera, pero, en mi opinión, la Wehrmacht tendría que haber acabado con el resto de los picaportes. Y entonces, propiamente, este pueblo debería haber dejado de existir.

Sin embargo, como ahora compruebo, aquí sigue.

Eso me resulta bastante incomprensible.

Por otra parte: yo también sigo aquí, y eso tampoco lo entiendo.