ogeuf ed datsepmet
Safia permaneció con el capitán al-Haffi en la base de las escaleras. Fijó la mirada en la vorágine añil que se enroscaba sobre el inmenso habitáculo arqueado. Cegador. Las descargas de energía azulada arponeaban toda la cámara, bifurcándose por su totalidad. Lo más inquietante era su silencio absoluto. Ni un solo trueno.
—¿A qué distancia queda el palacio? —preguntó al capitán.
—A unos cuarenta metros.
Volvió a mirar a la escalinata. Las Rahim se habían reducido a catorce adultas y las siete niñas originales. La docena de hombres del capitán al-Haffi había pasado a ocho, pero ninguno de ellos parecía dispuesto a entrar de nuevo en Ubar, con aquel fuego arrasador eléctrico sobre sus cabezas.
Sin embargo, estaban decididos a seguir a Safia.
Ella miró hacia el camino que debían recorrer. El menor paso en falso significaba una muerte feroz.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer? —preguntó Kara a sus espaldas, flanqueada por Lu’lu y Painter.
—Tan segura como me es posible —respondió Safia.
Painter había tomado prestada la capa de uno de los Shahran, pero todavía estaba descalzo. Tenía los labios apretados.
A lo lejos, en el pasaje que dejaban atrás, resonaban las piedras que se iban desmoronando. La preparación había tardado más de lo que a Safia le hubiera gustado. Las secciones superiores de la escalinata ya se estaban desplomando.
—Confías demasiado en esa vieja reina —insistió Painter.
—Ella supervivió al cataclismo, al igual que la línea del rey. Durante la última hecatombe, el linaje real estuvo a salvo, y fueron los únicos que se salvaron. ¿Cómo lo lograron?
Safia se giró y vació la capa doblada que sujetaba en la mano. Vertió arena en el suelo para cubrir el cristal delante de ella.
—La arena es un magnífico aislante. El palacio real de Ubar está cubierto de pinturas realizadas con arena, en los suelos, paredes y techos. La mezcla de tanta arena con el vidrio debe hacer de toma de tierra frente a las ráfagas de energía estática, protegiendo a los que se encuentren encima —dio un par de golpecitos con el dedo en su radio—. Como ha hecho hasta el momento con Omaha, Coral, Danny y Clay.
Painter asintió. Safia leyó respeto y confianza en sus ojos, y esa sólida fe en ella le aportó la fuerza que necesitaba. Una vez más, él era una verdadera roca cuando ella necesitaba agarrarse a algo.
Safia se dio la vuelta y miró la larga fila de personas. Cada una de ellas sujetaba una carga de arena, amontonada en capas y camisas; incluso las niñas llevaban calcetines llenos de arena. El plan era derramar arena a lo largo del sendero hasta el palacio, donde se cobijarían de la tempestad.
Safia levantó la radio.
—¿Omaha?
—Dime, Safi.
—Vamos para allá.
—Tened cuidado.
Bajó la radio y pisó sobre el suelo cubierto de arena. Ella les guiaría. Avanzando hacia el frente, utilizaba una bota para extender la arena todo lo posible sin que dejara de ser un buen aislante. Una vez que llegó al final, Painter le entregó su bolsa de arena. Vació la arena nueva por otro segmento del suelo, extendiendo el sendero arenoso, y continuó adelante.
Sobre su cabeza, el techo de la caverna ardía con fuego de color cobalto.
Seguía con vida, por tanto estaba funcionando.
Safia avanzó sobre la arena. Tras ella, la cadena iba aumentando, pasándose una bolsa de arena tras otra.
—Fijaos bien en dónde pisáis —les advirtió Safia—, aseguraos de que haya arena bajo vuestros pies en todo momento. No toquéis las paredes, y tened cuidado con las niñas.
Vertió más arena. La estela se extendía desde el muro posterior, girando en las esquinas, descendiendo por las escaleras, a lo largo de las rampas.
Safia miró hacia el palacio. Se iban aproximando, pero a paso de tortuga.
Las cargas estáticas estallaban ya de forma continua sobre sus cabezas, atraídas por sus movimientos, agitando el campo magnético que estabilizaba el lugar, fuese cual fuese. Pero el vidrio de los lados alejaba las descargas, como un pararrayos. Su camino se mantenía a salvo.
Safia descargaba la arena de una capa cuando escuchó un grito tras ella.
Sharif había resbalado, varios metros atrás, en uno de los escalones cubiertos de arena y, para mantener el equilibrio, se había apoyado en un muro cercano, con la intención de empujarse para no caer.
—¡No! —gritó Safia.
Demasiado tarde.
Como la acometida de un lobo hambriento sobre un corderillo indefenso, un azote de fulgor azulado saltó hasta el muro sólido, derritiéndolo al instante. Sharif cayó de cabeza en el vidrio, que se solidificó alrededor de sus hombros. Su cuerpo sufrió varios espasmos, pero no se escuchó ningún grito, ya que tenía la cabeza atrapada en el vidrio. Falleció de inmediato. Las puntas de su capa se prendieron fuego.
Las niñas gritaron y ocultaron la cara en las capas de sus madres.
Barak se adelantó desde atrás, pasando a las mujeres, con una máscara de dolor en el rostro. Safia miró a las niñas y adultas.
—Mantened la calma —dijo Safia—. Hay que seguir avanzando.
Tomó otra bolsa de arena; le temblaban las manos. Painter se adelantó y le quitó la bolsa.
—Deja que te ayude.
Safia asintió y retrocedió un paso, hasta Kara.
—Ha sido un accidente —le dijo ésta—, no es culpa tuya.
La mente de Safia lo comprendía, pero no su corazón.
Aún así, no permitió que aquello la paralizase. Siguió a Painter, pasándole los sacos de arena y avanzando poco a poco.
Por fin rodearon la pared del patio. Ante ellos, la entrada de palacio apareció iluminada. Omaha se encontraba bajo los arcos de la entrada, linterna en mano.
—Os he dejado encendidas las luces del porche, chicos —les hizo un gesto para que avanzaran.
Safia tuvo que resistirse para no correr hacia él. Pero aún no se encontraban a salvo. Continuaron al mismo ritmo fijo, bordeando la esfera de hierro que descansaba sobre su cuna. Por fin, la estela de arena llegó a la entrada.
Painter dejó que Safia pasara primero. Dio un paso hacia la entraba y se lanzó a los brazos de Omaha. Él la levantó en brazos y la llevó a la sala principal.
Safia no objetó. Estaban a salvo.
Cassandra había observado la procesión sin moverse, apenas sin respirar. Sabía que cualquier movimiento significaría su muerte. Safia y Painter habían pasado a pocos metros de su pequeño cobijo de vidrio.
Ver a Painter había sido una sorpresa. ¿Cómo podía encontrarse allí?
Pero no reaccionó. Mantuvo su ritmo respiratorio constante, inmóvil como una estatua. Sus muchos años de entrenamiento en las Fuerzas Especiales y en las operaciones de campo le habían enseñado maneras de permanecer quieta y en silencio, y en ese momento, tuvo que hacer uso de todas ellas.
Cassandra sabía que Safia se acercaba, había seguido su progreso, moviendo únicamente los ojos hacia su localizador, y también había visto desaparecer en él el último triángulo rojo. Se había quedado sola.
Pero aún no había acabado todo.
Cassandra había observado, asombrada, cómo Safia regresaba desde la parte superior de la caverna, pasando muy cerca de ella.
Un camino de arena. Aquella mujer había logrado averiguar cuál era el único refugio seguro de la cueva: la gran torre que se encontraba a quince metros de ella. Cassandra escuchó las voces alegres de los demás al llegar a su santuario.
Permaneció absolutamente inmóvil.
El reguero de arena se encontraba a sólo dos metros de su posición. Dos grandes zancadas. Moviendo sólo los ojos, miró hacia el techo. Y esperó, con todos los músculos de su cuerpo tensos, preparándose a sí misma.
En ese momento, un rayo estalló en el suelo, a tres metros de donde se encontraba.
Lo suficientemente cerca.
Cassandra saltó, atravesando la puerta, y confiando en el viejo dicho de que «un rayo nunca cae dos veces en el mismo punto». No tenía otra máxima en la que creer.
Uno de sus pies tocó el suelo y tomó impulso para saltar; el siguiente pie ya aterrizó en la arena. Se puso en cuclillas. A salvo.
Respiró profundamente varias veces, medio sollozando de alivio, y se permitió aquel instante de debilidad. Lo necesitaría para armarse de valor a continuación. Esperó a que el corazón dejara de latirle desbocado, a que pasaran los temblores.
Por fin, su cuerpo se calmó. Estiró el cuello, como un gato al despertar.
Volvió a inspirar, muy despacio, e inspiró con el mismo ritmo. A continuación, de vuelta al trabajo.
Se levantó y sacó el detonador inalámbrico. Comprobó que no estuviese estropeado, ni que los cables hubieran sufrido daños. Todo parecía en orden. Levantó una lengüeta, pulsó el botón rojo, volvió a bajar la lengüeta y la sujetó con el dedo.
El interruptor de la muerte.
En lugar de pulsar un botón para hacer estallar el chip que Safia tenía insertado en el cuello, lo único que tenía que hacer era levantar el dedo de la lengüeta.
Una vez preparada, se guardó el arma en la pistolera.
Era hora de saludar a los vecinos.
Sentado sobre el suelo, Painter contemplaba la abarrotada sala. Coral ya le había puesto al día sobre todo lo ocurrido, sus teorías y sus preocupaciones. Y ahora descansaba sentada a su lado, comprobando su arma.
Al otro lado de la sala, Safia se encontraba con su grupo. Sonreían y soltaban alguna leve carcajada de vez en cuando. Eran una nueva familia. Safia había encontrado en Kara a una hermana, en Lu’lu, a una madre. ¿Y qué había de Omaha? Se encontraba junto a ella, sin tocarla, pero a su lado. Painter observaba cómo Safia se inclinaba ligeramente hacia el hombre, casi tocándole, pero sin hacerlo.
Coral continuó limpiando su arma.
—A veces hay que seguir adelante.
Antes de que Painter pudiera siquiera responder, una sombra apareció por su derecha, en la entrada.
De repente, Cassandra apareció en la sala, pistola en mano. Se mostraba tranquila, despreocupada, como si viniera de dar un paseo por el parque.
—Vaya, qué acogedor —dijo.
Su aparición sorprendió a todos, y sacaron las armas con rapidez.
Cassandra no reaccionó. Su pistola apuntaba al cielo, pero sujetaba en la mano un dispositivo muy familiar.
—¿Es así como saludáis a vuestra vecina?
—¡Que nadie dispare! —espetó Painter, ya en pie—. ¡Quietos!
Incluso avanzó hasta colocarse ante Cassandra, a modo de escudo.
—Veo que has reconocido el interruptor de la muerte —dijo a sus espaldas—. Si yo muero, la pobre Dra. al-Maaz perderá su hermosa cabecita.
Omaha oyó aquellas palabras. Ya se había colocado delante de Safia para protegerla.
—¿De qué habla esa zorra?
—¿Por qué no se lo explicas, Crowe? Me refiero a que el transmisor es diseño tuyo.
Se volvió hacia Cassandra.
—El transmisor sí… pero la bomba no.
—¿Qué bomba? —preguntó Omaha, entre asustado e irritado.
Painter explicó la situación.
—Cuando Cassandra tenía a Safia bajo custodia, le implantó un diminuto dispositivo de localización. Pero lo modificó con una mínima cantidad de C4. Lo que sostiene en la mano es el detonador. Si levanta el dedo del disparador, explotará.
—¿Por qué no nos lo dijiste antes? —preguntó Omaha—. Podríamos habérselo quitado.
—Si lo intentas, explotará también —respondió Cassandra—. A menos que yo lo desactive primero.
Painter pasó la mirada de Cassandra a Safia.
—Esperaba poder llevarte a un lugar seguro, donde un equipo quirúrgico y de demolición pudiera extraértelo.
Su explicación no sirvió para sofocar el horror de la mirada de la mujer. Y Painter sabía que en parte, era culpa suya. Aquél era su trabajo.
—Ahora que somos buenos amigos —continuó Cassandra—, os pido que tiréis todas las armas al patio. Todas. Ahora. Estoy seguro de que el Dr. Crowe se asegurará de que así sea. Cualquier truco y levantaré el dedo para freír a alguien. Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad, chicos?
Painter no tenía elección, así que tuvo que obedecer las órdenes de Cassandra. Rifles, pistolas, cuchillos y dos lanzagranadas, todas las armas fueron apiladas en el patio. Cuando Coral tiró su arma a medias de montar junto a las demás, se quedó junto a la entrada, con los ojos clavados en el techo de la caverna. Painter siguió su mirada.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—La tempestad. Ha empeorado mucho desde que llegamos. Demasiado —señaló hacia la parte superior—. La energía no se drena con suficiente rapidez, se está desestabilizando.
—¿Qué significa eso?
—Que la tempestad está fabricando un barril de pólvora descomunal allá arriba —se volvió hacia Painter—. Este lugar va a saltar por los aires.
Desde el balcón de la segunda planta del palacio, Safia contemplaba con los demás la vorágine. El techo de la caverna ya no se veía. Las agitadas nubes de carga estática habían comenzado a girar lentamente por la cúpula, formando un vórtice de electricidad estática. En el centro se observaba un pequeño pico, y cada vez iba descendiendo más, como el embudo de un tornado que se dirigía hacia el lago de antimateria.
—Novak tiene razón —dijo Cassandra. Estudiaba el fenómeno a través de sus gafas de visión nocturna—. La totalidad de la cúpula se está llenando de nubes eléctricas.
—Es por la megatempestad —explicó Coral—. Debe ser mucho más fuerte que la antigua tempestad que dio lugar al cataclismo hace dos mil años, y está arrollando la capacidad del interior. No puedo evitar pensar que cierta cantidad de agua del lago pueda estar desestabilizada, como el contenido del camello de hierro.
—¿Qué va a ocurrir? —preguntó Safia.
Coral procedió a explicarlo.
—¿Has visto alguna vez la explosión de un transformador sobrecargado? Es capaz de arrancar todo un poste eléctrico de cuajo. Ahora imagina un transformador del tamaño de esta caverna, uno con un núcleo de antimateria. Calculo que tiene capacidad para hacer volar por los aires la totalidad de la península Arábiga.
Aquel nefasto pensamiento les sumió en un silencio total.
Safia observaba cómo se arremolinaba el vórtice de energía. El embudo del centro continuaba descendiendo, lenta e inexorablemente. Un miedo primitivo le recorrió la columna vertebral.
—¿Y qué podemos hacer? —la pregunta procedía de una persona inesperada. Cassandra. Se levantó las gafas de visión nocturna—. Tenemos que detenerlo.
Omaha se mofó.
—Como si te importara mucho.
—No quiero morir, no soy tan descerebrada.
—Ya. Sólo diabólica —murmuró Omaha.
—Prefiero el término «oportunista» —desvió la atención hacia Coral—. ¿Y bien?
Coral sacudió negativamente la cabeza.
—Necesitamos una toma de tierra —dijo Painter—. Si esta burbuja de vidrio es el aislante de tanta energía, necesitamos encontrar la manera de hacer añicos el interior de la burbuja, conectar a tierra la tempestad eléctrica, y enviar su energía al subsuelo.
—No es una mala teoría, comandante —dijo Coral—. Sobre todo si pudiéramos romper el vidrio de debajo del lago, para que el agua cargada de antimateria se drene hasta el sistema de agua original, generado por la Tierra. No sólo se disiparía la energía, sino que disminuiría el riesgo de una reacción en cadena de antimateria. El agua enriquecida se diluiría, sin más, hasta el punto de resultar impotente.
Safia percibió un atisbo de esperanza. Pero no duró más allá de las siguientes palabras de Coral.
—El gran problema de ese plan es la aplicación práctica. No contamos con una bomba lo suficientemente grande como para volar el fondo del lago.
Durante los siguientes minutos, Safia escuchó las discusiones sobre posibles dispositivos explosivos, sabiendo que tenía uno implantado en su propio cuello, sabiendo lo que ocurrió en Tel Aviv, y en el Museo Británico. Las bombas habían marcado los giros en su vida. ¿Por qué no dejar que marcaran también su final? La idea debería haberla aterrado, pero se encontraba mucho más allá del miedo.
Cerró los ojos.
Había escuchado en parte las distintas ideas barajadas, desde el uso de los lanzagranadas hasta el fragmento de C4 en su cuello.
—No tenemos nada lo suficientemente fuerte —dijo Coral.
—Sí lo tenemos —rebatió Safia, abriendo los ojos. Recordó la explosión en el Museo Británico. Señaló hacia la parte baja del patio—. No es un camello, pero podría funcionar.
Los demás miraron hacia el punto al que señalaba.
La enorme esfera de hierro que descansaba sobre la palma de vidrio.
—Podemos hundirla en el lago —explicó Safia.
—La carga de profundidad más grande del mundo —asintió Danny.
—¿Y cómo sabes que explotará al igual que el camello? —preguntó Coral—. Tal vez se esfume, sin más. No todos estos artefactos funcionan de la misma manera.
—Te lo mostraré —dijo Safia.
Se dio la vuelta y se encaminó a la planta inferior. Una vez en la sala principal, señaló las dos paredes con las pinturas de arena.
—En el lugar opuesto a la entrada se encuentra la primera Ubar, una interpretación de su descubrimiento. Y en aquel muro se encuentra la descripción de la Ubar de arriba. Su rostro al mundo. Esta pared, por supuesto, es el verdadero corazón de Ubar, su ciudad de pilares de vidrio —tocó la pintura del palacio—. Los detalles son asombrosos, incluso los de las estatuas de arenisca que guardan la entrada. Pero en esta imagen aparecen las dos estatuas.
—Porque una se usó como recipiente para la primera llave —dijo Omaha.
Safia asintió.
—Esta imagen fue realizada antes de la destrucción, evidentemente. Pero fijaos en que falta una cosa. No aparece la esfera de hierro. Ni la palma de vidrio. En el centro del patio de esta pintura se encuentra la reina de Ubar. Un punto de prominencia e importancia. X marca el punto exacto, hablando en otros términos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Cassandra.
Safia tuvo que tragarse una respuesta desdeñosa. Su esfuerzo por salvar a sus amigos, por salvar Arabia, también salvaría a Cassandra. Safia continuó, sin cruzar la mirada con aquella mujer.
—La simetría resultaba fundamental en aquella época. El equilibrio en todas las cosas. El nuevo objeto se colocó en un punto que coincide con la posición de la reina en la interpretación de la pintura. Un punto de distinción. Por tanto, debe ser importante.
Omaha se giró, clavando la mirada en la entrada a la esfera de hierro.
—Incluso la palma está colocada en una posición muy concreta. Si enderezáramos la muñeca de la mano, sería como lanzar la bola hacia el lago.
Safia les miró de cara.
—Es la última llave de la reina. Un dispositivo de seguridad. Una bomba preparada para destruir el lago si fuese necesario.
—¿Estás segura? —preguntó Painter.
—¿Qué nos cuesta probar? —rebatió Omaha—. O funciona, o no funciona.
Coral se encontraba cerca de la entrada.
—Si vamos a probar tu idea, más vale que nos demos prisa.
Safia y los demás se apresuraron hacia la entrada.
En el centro de la caverna, una nube con forma de embudo luminoso se retorcía hacia abajo. Y en la parte inferior, el lago de antimateria había comenzado a arremolinarse, justo debajo del vórtice del techo.
—¿Qué hacemos primero? —preguntó Painter.
—Tengo que colocar las manos sobre la esfera —explicó Safia—, para activarla, como el resto de llaves.
—Pues vamos a rodar esa bola —decidió Omaha.
Omaha se encontraba de pie sobre el reguero de arena del patio. Le había costado un minuto desviar la arena para que alcanzara la esfera. Safia se hallaba ante el globo de hierro rojo de un metro de diámetro.
Los cielos rugían sobre ella.
Safia se aproximó a la esfera. Se frotó las palmas, y a continuación, las introdujo entre los dedos de vidrio de la escultura.
Omaha vio que su hombro se resistía un poco, por el dolor que le causaba la herida de la bala. Pero se mordió el labio inferior y posó ambas manos sobre la esfera.
Tan pronto como su piel tocó el metal, un destello azul crepitante se arqueó sobre la superficie de hierro. Safia salió despedida hacia atrás con un grito.
Omaha la cogió en sus brazos y le ayudó a ponerse en pie sobre la arena.
—Gracias.
—No hay problema, cielo. —Le pasó un brazo por encima de los hombros y le ayudó a volver al palacio.
Ella se apoyó en él. Se estaba bien así.
—El temporizador de la granada está establecido en dos minutos —informó Painter—. Todos a cubierto.
Había colocado la carga explosiva en la base de la escultura. El plan era hacer explotar la esfera.
La gravedad se encargaría del resto. La avenida que se extendía más allá del palacio llegaba hasta el lago. A propósito, había dicho Safia. La bola de hierro, una vez liberada, rodará por sí misma hasta el lago.
Omaha ayudó a Safia a entrar en la sala principal.
Un resplandor cegador llameó detrás de ellos, proyectando sus sombras en la pared posterior de la sala. Omaha dio un grito ahogado, temiendo que fuera la granada.
Echó a Safia hacia un lado, pero no se produjo explosión alguna.
—Ha sido sólo un rayo de electricidad estática —dijo Coral, frotándose los ojos—, ha debido estallar sobre la bola.
Safia y Omaha se dieron la vuelta. En el patio, la superficie de hierro resplandecía con energía azulada. Observaron la superficie de vidrio derretirse lentamente, ladeándose un poco. La mano dejó caer la bola sobre el suelo del patio, y ésta osciló ligeramente, antes de comenzar a rodar con lentitud hacia la entrada de arcos.
Pasó de largo y continuó rodando.
Coral suspiró.
—Hermoso.
Omaha no había percibido jamás tanto respeto en una sola palabra. Asintió.
—Esa reina habría sido muy buena jugando a los bolos.
—¡Al suelo! —Painter apartó a todos a un lado, empujando con el brazo a Omaha a la altura del cuello.
La explosión resultó ensordecedora. Los fragmentos de vidrio roto salpicaron la habitación desde el exterior del patio. La granada de Painter había estallado según lo previsto.
Tras la explosión, Omaha cruzó la mirada con Painter.
—Buen trabajo —dio unas palmaditas a Painter en el hombro—. Buen trabajo.
—¡Está rodando! —gritó Danny desde arriba.
Subieron corriendo hasta el balcón de la planta superior, donde se había reunido ya todo el mundo.
Omaha se abrió hueco con Safia.
El curso de la esfera de hierro resultaba fácil de seguir. Sus movimientos atraían los rayos de la parte superior, que estallaban una y otra vez contra el halo añil de la bola. Botó, rodó y avanzó por la avenida real.
A pesar de las descargas que recibía, continuó su descenso hacia el lago.
—Se está autoactivando —dijo Coral—. Está aportando energía propia.
—Se está convirtiendo en una carga de profundidad —añadió Danny.
—¿Y si explota antes de tocar el lago? —preguntó Clay, retrocediendo un paso y preparándose para esconderse en el palacio al menor signo de problemas.
Coral negó con la cabeza.
—Mientras se encuentre en movimiento a través del agua, lo único que hará será dejar un rastro de aniquilación. La reacción terminará tan pronto como la bola continúe moviéndose.
—Pero cuando se detenga, en el fondo del lago… —comenzó Danny.
Coral terminó la frase.
—El peso del agua sobre la esfera ejercerá presión sobre el objeto estacionario y desatará una reacción en cadena. Lo suficiente como para encender la mecha de nuestra carga de profundidad.
—Y entonces… buuum —resolvió Danny.
—Exacto, buuum —coincidió Coral.
Todos los ojos se posaron sobre la bola resplandeciente.
Todos los ojos la vieron llegar a mitad del recorrido, rodar por una rampa, golpear una pila de vidrios caídos a causa del bombardeo de Cassandra y… detenerse.
—Mierda —murmuró Danny.
—Exacto, mierda —coincidió Coral.
Safia se encontraba con los demás en el balcón, tan consternada como ellos. A su alrededor se barajaban las posibles opciones.
—¿Y si utilizamos el lanzagranadas? —preguntó Cassandra, mirando a través de sus gafas de visión nocturna.
—¿Para activar aún más la bomba de antimateria cargada de energía? —dijo Omaha—. Sí, buena idea.
—Y si por error fallas la pila de vidrios, le darás a otra columna y sus pedazos bloquearán el resto del camino hasta el lago. De momento sólo está atascada. Si pudiéramos hacerla rodar unos centímetros…
Cassandra suspiró. Safia observó que el dedo de la mujer aún continuaba apretado sobre el transmisor, protegiéndolo del alcance de los demás. Definitivamente, Cassandra era una mujer centrada en sus tareas.
Con todo lo que estaba ocurriendo, todo el peligro que les acechaba, no dejaba perder su última carta, la guardaba por si tuviera ocasión de jugarla más tarde, para usarla si las cosas salieran bien. Era una luchadora empecinada.
Pero, por otro lado, también lo era Safia.
Clay se cruzó de brazos.
—Lo que necesitamos es que alguien baje y le dé un buen empujón a la esfera.
—Inténtalo tú mismo —respondió Cassandra con cierto desdén—. Al primer movimiento que hagas, estarás nadando en vidrio derretido.
Coral se movió, inquieta, profundamente perdida en sus pensamientos.
—Claro… Lo que atrae los rayos es el movimiento, como el de la bola.
—O como los de mis hombres —añadió Cassandra.
—Los rayos deben verse atraídos por los cambios en alguna especie de campo electromagnético —Coral miró hacia abajo—. ¿Y si alguien pudiera moverse a través del campo sin ser visto?
—¿Cómo? —preguntó Painter.
Coral miró a la hodja y al resto de las Rahim.
—Ellas pueden desaparecer de la vista cuando quieren.
—Pero no es físico —contrarrestó Painter—, es sólo un efecto que producen sobre la mente del espectador, le nublan la visión.
—Sí, ¿pero cómo lo hacen?
Nadie respondió a la pregunta.
Coral miró a su alrededor, antes de enderezarse.
—Ah, olvidé comentároslo.
—¿Lo sabes? —preguntó Painter.
Coral asintió, miró a Safia un instante y a continuación apartó la mirada.
—He estudiado su sangre.
Safia recordó que Coral había estado a punto de explicarles algo al respecto, cuando las fuerzas de Cassandra comenzaron el ataque. ¿De qué se trataría?
Coral señaló hacia la caverna.
—Al igual que el lago, el agua de las células rojas de la sangre de las Rahim, o todas sus células y fluidos, imagino, está plagada de fulerenos.
—¿Tienen antimateria en su interior? —preguntó Omaha.
—No, claro que no. Aunque sus fluidos tienen la capacidad de mantener la misma configuración que el fulereno en el agua. Supongo que esa capacidad proviene de algún tipo de mutación en su ADN mitocondrial.
Safia comenzó a sentirse asustada.
—¿Qué?
Painter tocó el brazo de Coral.
—Un poco más despacio.
Coral suspiró.
—Comandante, ¿recuerdas el informe sobre la explosión de Tunguska en Rusia? Se produjeron mutaciones en la flora y fauna de toda la zona. La tribu indígena de los Evenk desarrolló anomalías genéticas en la sangre, sobre todo en los factores de su Rh —extendió el brazo hacia la tempestad rugiente—. Lo mismo que aquí. Durante quién sabe cuántas generaciones, la población residente ha estado expuesta a la radiación gamma. Luego se produjo un fenómeno completamente casual. Una mujer desarrolló una mutación, pero no en su ADN, sino en el ADN de sus mitocondrias celulares.
—¿Mitocondrias? —preguntó Safia, intentando recordar sus bases de biología.
—Son pequeños orgánulos que se encuentran en el interior de las células, flotando en el citoplasma, como pequeños motores productores de energía celular. Digamos que son las pilas de las células, usando una analogía rudimentaria. Pero tienen un ADN propio, independiente del código genético de la persona. Se cree que en algún momento, las mitocondrias fueron algún tipo de bacterias absorbidas por las células de los mamíferos durante su evolución. El pequeño fragmento de ADN es un resto de la antigua vida independiente de las mitocondrias. Y dado que éstas sólo se encuentran en el citoplasma de las células, las mitocondrias del óvulo de una madre se convierten en las mitocondrias del hijo. Por eso sólo se da en la línea de la reina.
Coral pasó la mano ante las Rahim.
—¿Y esas mitocondrias mutaron a causa de la radiación gamma? —preguntó Omaha.
—Sí. Es una mutación menor. Las mitocondrias todavía producen la energía de las células, pero también producen una pequeña chispa que mantiene activa la configuración de los fulerenos, proporcionándoles un poco de energía. Imagino que el efecto tiene algo que ver con los campos energéticos de esta cámara. Las mitocondrias están sintonizadas con ella, alinean la carga de los fulerenos para que coincida con la energía de este lugar.
—¿Y esos fulerenos cargados otorgan a estas mujeres poderes mentales? —preguntó Painter, incrédulo.
—Un noventa por ciento del cerebro es agua —explicó Coral—. Si cargas ese sistema de fulerenos, puede ocurrir cualquier cosa. Hemos comprobado la capacidad de las mujeres para afectar a los campos magnéticos. Esta transmisión de fuerza magnética, dirigida mediante la voluntad y el pensamiento humanos, parece ser capaz de afectar al agua del cerebro de criaturas menores, y de alguna forma, al nuestro. Afecta a nuestra voluntad y nuestra percepción.
Coral paseó la mirada por las Rahim.
—Y si la enfocan hacia su interior, la fuerza magnética es capaz de detener la meiosis de sus propios óvulos, produciendo un óvulo autofertilizado. Reproducción asexual.
—Partenogénesis —susurró Safia.
—De acuerdo —interrumpió Painter—. Incluso aunque aceptásemos todo eso, ¿cómo puede esta historia ayudarnos a salir de este embrollo?
—¿No has escuchado nada de lo que he dicho? —preguntó Coral, echando un vistazo por encima de su hombro hacia el vórtice de la tempestad superior, y después al lago agitado. Se les estaba acabando el tiempo, no les quedaban más que unos minutos—. Si un miembro de las Rahim se concentra, es capaz de sintonizarse con la energía, alterar la fuerza magnética para adaptarla al campo magnético detectado. Y así podría caminar sin peligro.
—¿Pero cómo?
—Mediante su voluntad de volverse invisible.
—¿Quién estaría dispuesta a probar suerte? —preguntó Omaha.
La hodja dio un paso al frente.
—Yo estoy dispuesta. Presiento la certeza de sus palabras.
Coral respiró profundamente, se relamió los labios y habló.
—Me temo que eres demasiado débil. Y no me refiero a físicamente… al menos no con exactitud.
Lu’lu frunció el entrecejo, a lo que Coral se explicó.
—Dada la cólera de la tempestad, las fuerzas de ahí afuera son intensas. La experiencia no es suficiente. Es necesario que sea una mujer extremadamente rica en fulerenos.
Coral se dio la vuelta y miró a Safia cara a cara.
—Como sabes, contrasté tu sangre con la de las Rahim, incluyendo a la hodja. Ellas sólo tienen una décima parte de los fulerenos que aparecen en tus células.
Safia arrugó la frente.
—¿Cómo puede ser? Yo sólo soy una Rahim a medias.
—Sí, pero tienes la mitad correcta. Tu madre era una verdadera Rahim. Y fueron sus mitocondrias las que pasaron a tus células. Existe una condición en la naturaleza, llamada «vigor híbrido», por el que el cruce entre líneas diferentes produce una cría más fuerte que el cruce de dos miembros de la misma línea una y otra vez.
Danny asintió desde su lugar.
—Los chuchos están más sanos que los perros de pura raza.
—Tú tienes sangre nueva —concluyó Coral—. Y a tus mitocondrias les gusta.
Omaha dio un paso hasta colocarse junto a Safia.
—¿Quieres que ella camine hasta la esfera atascada?
Coral asintió.
—Creo que es la única que podría lograrlo.
—¡Al diablo con esa idea! —espetó Omaha.
Safia le apretó el codo.
—De acuerdo, lo haré.
Omaha observaba a Safia, de pie sobre el reguero de arena. Se había negado a dejarle acompañarla. Estaba sola, con la hodja. Él la esperaba en la entrada, y Painter velaba a su lado. A él tampoco parecía agradarle la decisión de Safia. En ese punto, los dos estaban unidos.
Pero la elección se encontraba en manos de Safia.
Su argumento resultó irrefutable: O funciona, o morimos de todas formas. Así que ambos hombres esperaban en la puerta.
Safia prestaba atención.
—No es difícil —explicaba la hodja—. Volverse invisible no es un asunto de concentración de la voluntad, sino de dejar libre tu voluntad.
Safia arrugó la frente. Pero las palabras de la hodja coincidían con las de Coral. Las mitocondrias hacían que los fulerenos cargados se alinearan con el compás energético del habitáculo. Lo único que tenía que hacer era dejar que se adaptaran a su alineación natural.
La hodja levantó una mano.
—En primer lugar, tienes que quitarte la ropa.
Safia la miró con sorpresa.
—La ropa afecta a tu capacidad para volverte invisible. Si esa científica está en lo cierto, la ropa podría interferir con el campo que generan nuestros cuerpos. Más vale prevenir que curar.
Safia se soltó la capa, apartó a un lado las botas y se quitó la blusa y los pantalones. En ropa interior, se volvió hacia Lu’lu.
—Licra y seda. Esto se queda puesto.
Lu’lu se encogió de hombros.
—Ahora relájate. Encuentra un punto de paz y comodidad.
Safia respiró profundamente varias veces. Tras años y años de ataques de pánico, había aprendido muchos métodos de concentración.
Pero todo parecía mínimo, una miseria, en comparación con la presión que le rodeaba.
—Debes tener fe —continuó la hodja—. En ti. En tu sangre.
Safia inspiró profundamente. Volvió a mirar hacia el palacio, hacia Omaha y Painter. En las miradas de los dos percibió su necesidad de ayudarla. Pero ésa era su senda, la que debía recorrer a solas. Su corazón lo sabía.
Se volvió hacia el frente, asustada pero decidida. En el pasado se había derramado demasiada sangre. En Tel Aviv… en el museo… en el largo trayecto hasta llegar allí. Ella había llevado a toda aquella gente hasta ese punto. Ya no podía seguir escondiéndose. Tenía que recorrer aquella senda.
Safia cerró los ojos y dejó que las dudas se fueran disipando de su interior.
Era su senda.
Estabilizó la respiración, hasta controlarla con un ritmo natural.
—Muy bien, pequeña, ahora toma mi mano.
Safia buscó tras ella la mano de la anciana y agarró su palma, agradecida y sorprendida de su fuerza. Continuó relajándose. Los dedos de la hodja se aferraron a la mano de Safia, tranquilizándola, y ella reconoció un tacto mucho tiempo olvidado. Era la mano de su madre. De aquella conexión surgió una calidez que se apoderó de su interior.
—Da un paso al frente —le susurró la hodja—. Confía en mí.
Era la voz de su madre, calmada, firme, tranquilizadora.
Safia obedeció. Sus pies descalzos pasaron de la arena al vidrio, primero uno, después el otro. Se apartó de la senda de arena, con un brazo hacia atrás, sujetando la mano de su madre.
—Abre los ojos.
Lo hizo, respirando de manera uniforme, sintiendo la calidez del amor maternal en lo más profundo de su alma. Pero antes o después, tendría que soltarla. Soltó poco a poco su mano y dio otro paso. La calidez permanecía en su interior. Su madre se había ido, pero su amor continuaba en ella, en su sangre, en su corazón.
Continuó avanzando mientras la tempestad rugía con bramidos de fuego y vidrio.
En paz.
Omaha se encontraba de rodillas. Ni siquiera sabía cuándo había caído. Había visto a Safia alejarse, resplandeciente, aún presente pero etérea. Al pasar bajo la sombra de los arcos de la entrada, se desvaneció por completo un instante.
Contuvo la respiración.
A continuación reapareció, más allá de los campos del palacio, como una brizna, avanzando hacia abajo con ritmo constante, su figura perfilada por la luz añil de la tempestad.
Las lágrimas le empañaron la mirada.
El rostro de Safia, levemente plasmado en su silueta, desprendía una expresión de satisfacción. Si hubiera tenido la oportunidad, habría pasado el resto de su vida asegurándose de que jamás perdiera esa mirada.
Painter se retiró, retrocediendo tan mudo como una tumba.
Painter subió las escaleras hasta el segundo nivel para dejar a Omaha a solas. Cruzó hasta el lugar donde se reunía el grupo. Todos los ojos observaban el avance de Safia por la parte baja de la ciudad.
Coral le miró con expresión preocupada.
Y con razón.
El vórtice de cargas centrífugas se aproximaba a la superficie del lago. Debajo, las aguas continuaban agitadas, arremolinándose, y en el centro, iluminado por el fuego de la parte superior, un pico de agua se elevaba lentamente, como un remolino invertido. La energía de la parte superior y la de la parte inferior trataban de alcanzarse.
Si se tocaban, sería el fin de todo: de ellos mismos, de Arabia, tal vez del mundo entero.
Painter se centró en el fantasma de una mujer que avanzaba reposadamente a lo largo de callejuelas iluminadas por la tempestad, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Al atravesar las sombras, se desvanecía por completo. Él deseaba que estuviese segura, pero también que caminara más rápido. Su mirada saltaba de la tempestad a la mujer.
Omaha apareció tras ellos, desde su puesto había perdido de vista a Safia. Le brillaban los ojos de temor, de esperanza, y por mucho que Painter se negara a verlo, de amor.
Painter desvió su atención de nuevo hacia la caverna.
Safia casi había llegado a la esfera.
—Vamos… —gemía Omaha.
Una emoción compartida por todos.
Safia bajó las escaleras con cuidado. Debía fijarse en dónde ponía el pie, ya que el paso de la esfera de hierro había hecho pedazos los escalones. Los fragmentos de vidrio se amontonaban por la escalera, clavándose en sus talones y sus dedos.
Ignoró el dolor, manteniendo la calma y respirando de manera constante.
Ante ella apareció la esfera de hierro, cuya superficie resplandecía con un aura azulada. Se acercó a ella y estudió qué era lo que obstruía su descenso: una sección destruida del muro. Tenía que hacer rodar la bola medio metro hacia la izquierda, para que continuara con su descenso. Echó un vistazo al resto del trayecto, limpio hasta entrar en el lago. No había ningún objeto que pudiera obstaculizar de nuevo la ruta de la esfera. Lo único que tenía que hacer era girarla. Aunque resultaba pesada, no dejaba de ser una esfera perfecta. Un buen empujón la haría rodar.
Se preparó junto a ella, colocó bien las piernas, levantó las manos, respiró profundamente una vez más y empujó.
El shock eléctrico del hierro cargado se apoderó de ella, arqueando todo su cuerpo, hasta los talones. El impulso de su convulsión consiguió empujar la esfera hasta liberarla.
Pero cuando su cuerpo perdía el contacto con la bola, un último golpe de energía restalló contra ella como un látigo, lanzándola hacia atrás con fuerza. Su cabeza se golpeó contra el muro de detrás. El mundo se oscureció, y sintió que se sumía en la nada.
¡Safia…!
Omaha no podía respirar. Había visto el arco brillante de energía y había sido testigo de cómo éste la lanzaba a un lado como si fuera una muñeca de trapo. Aterrizó sobre una pila de fragmentos abollados, ya no etérea, sino de nuevo con su forma humana. No se movía.
¿Inconsciente, electrocutada o muerta? Dios mío…
Omaha dio la vuelta de repente, pero Painter le sujetó del brazo.
—¿Adonde diablos crees que vas?
—Tengo que llegar hasta ella.
Painter apretó la mano sobre el brazo del otro.
—La tempestad te matará antes de que avances dos pasos.
Kara se unió a ellos.
—Omaha… Painter está en lo cierto.
Cassandra continuaba junto a la baranda del balcón, observándolo todo a través de sus gafas especiales.
—Siempre que no se mueva, no atraerá a los rayos. Claro, que no estoy segura de que sea un lugar seguro cuando la esfera entre en el lago. Es un espacio totalmente abierto.
Y la bola continuaba rodando.
Los rayos eléctricos apuñalaban la esfera una y otra vez.
—¡Tengo que intentarlo! —insistió Omaha, soltándose de Painter y corriendo escaleras abajo.
Painter le seguía pegado a sus talones.
—¡Maldita sea, Omaha! ¡No tires tu vida por la borda!
—¡Es mi vida! —contrarrestó Omaha, aterrizando en la planta inferior.
Resbaló hasta la entrada y se dejó caer sobre su trasero. Se sacó las botas. Su talón izquierdo, en el que se había producido antes un esguince, se quejó por el brusco tratamiento.
Painter frunció el entrecejo.
—No se trata sólo de tu vida. ¡Safia te ama, si de veras te importa esa mujer, no lo hagas!
Omaha se sacó un calcetín.
—No voy a tirar mi vida por la borda. —Se puso de rodillas junto a la entrada y recogió con las manos puñados de arena del sendero, que volcó en el interior del calcetín.
—¿Qué haces?
—Zapatos de arena —Omaha se sentó y se coló los calcetines, moviendo la arena del interior para que cubriera la totalidad de las plantas de sus pies.
Painter miraba asombrado sus acciones.
—¿Por qué no…? Safia no habría tenido que…
—Se me acaba de ocurrir. La necesidad es la puñetera madre de todos los inventos.
—Voy contigo.
—No hay tiempo —respondió Omaha, señalando los pies descalzos de Painter—. No llevas calcetines.
Salió corriendo, resbalando y manteniendo el equilibrio sobre el sendero de arena. Llegó hasta el vidrio y siguió corriendo. No confiaba en su plan tanto como había mostrado a Painter, pero la energía eléctrica restallaba a su alrededor y el pánico alimentaba su carrera. La arena le hacía daño en los dedos de los pies. Su tobillo le ardía a cada paso.
Pero siguió corriendo.
Cassandra tenía que dar cierto crédito a aquellos tipos. La verdad es que tenían agallas. Siguió el vuelo inconsciente de Omaha a través de las callejuelas. ¿Había algún hombre que amara con tanto corazón?
Percibió el regreso de Painter, pero evitó mirar hacia él.
¿Le habría dejado yo que me amase así?
Cassandra observó los últimos botes de la esfera, que ya rodaba en dirección al lago envuelta en un manto de energía de color cobalto. Tenía un trabajo que terminar. Consideró todas sus opciones, sopesó las posibilidades en caso de que sobrevivieran al siguiente minuto. Mantuvo el dedo sobre el botón.
Vio a Painter con la mirada clavada en Safia, mientras Omaha llegaba hasta la chica.
Tanto Painter como ella habían perdido el juego.
A lo lejos, y con el impulso de un último bote, la esfera aterrizó ruidosamente sobre las aguas del lago.
Omaha llegó hasta Safia, que yacía inmóvil en el suelo. Los rayos restallaban en nubes de fuego a su alrededor, pero él sólo tenía ojos para ella.
Notó que su pecho se elevaba y descendía ligeramente. ¡Estaba viva!
Desde el lago se escuchó el estruendo de la esfera sobre las aguas del lago, como alguien que cae de plancha en una piscina.
La carga de profundidad acababa de activarse.
No había tiempo, necesitaban ponerse a cobijo.
Tomó a Safia en brazos y se dio la vuelta. Tenía que evitar que tocara ninguna superficie. Con su cuerpo boca abajo y la cabeza de Safia apoyada sobre su hombro, avanzó hacia la puerta abierta de una casa y se metió adentro. Tal vez no le protegiera de los rayos de energía estática, pero no sabía lo que podría ocurrir cuando la esfera llegara al fondo del lago, y un techo sobre sus cabezas le parecía buena idea.
El movimiento despertó a Safia, que gimió débilmente.
—Omaha…
—Estoy aquí, cielo… —Se agachó, meciéndola sobre sus rodillas y guardando el equilibrio sobre los calcetines llenos de arena—. Estoy aquí.
Al mismo tiempo que Omaha y Safia se desvanecían en el interior de una casa, Painter observó que una columna de agua se disparaba hacia el aire, después de que la esfera de hierro golpeara la superficie del lago, como si hubiera caído desde lo más alto del Empire State Building. El agua se disparó hacia el techo, en una cascada hacia el exterior, cuyas gotas de agua se inflamaban en contacto con el resplandor de la tempestad, cayendo de nuevo a tierra como fuego líquido.
La aniquilación de la antimateria.
El torbellino del lago se arremolinó con una agitación mayor. La tromba de agua comenzó a sacudirse.
Por encima, el vórtice de carga estática continuaba su descenso mortífero.
Painter se concentró en el lago.
El torbellino se calmó de nuevo, y la agitación de las aguas se fue alejando con las fuerzas de la marea.
No ocurría nada más.
El fuego del penacho tocó la superficie del lago e incendió las aguas, que al momento se apagaron, restableciendo su estado equilibrado. A la naturaleza le gusta el equilibrio.
—La esfera debe seguir en movimiento —dijo Coral—, en busca del punto más bajo del fondo del lago. Cuanto más profunda sea el agua, mejor. La enorme presión ayudará a desatar la reacción en cadena localizada y dirigirá sus fuerzas hacia abajo.
Painter se volvió hacia ella.
—¿Alguna vez dejas de hacer cálculos?
Ella se encogió de hombros.
—No, ¿por qué?
Danny se encontraba junto a Coral.
—Y si la esfera llega al punto más bajo, también será el mejor lugar para que el vidrio se rompa sobre la cisterna generada por la Tierra, así el agua del lago se drenará por el agujero abierto.
Painter sacudió negativamente la cabeza. Eran tal para cual.
Cassandra se tensó junto a Kara. Ellos cinco eran los únicos que quedaban en el balcón; Lu’lu había conducido a las Rahim hacia otras salas del fondo, en la planta inferior. El capitán al-Haffi y Barak habían guiado al puñado de Shahra que quedaban con vida.
—Algo pasa —dijo Cassandra.
En medio del lago, una especie de parche de aguas negras resplandecía con un brillo carmesí. Pero no era un reflejo. El resplandor procedía de las profundidades, de un fuego que ardía bajo el agua. En el medio segundo que tardó en mirar, el resplandor estalló en todas las direcciones, con una explosión ensordecedora.
La totalidad del lago se elevó varios palmos, antes de volver a caer sobre su lecho, formando un oleaje en el centro del agua que se extendió con velocidad hacia las orillas. La tromba de agua colapsó.
—¡Todos al suelo! —gritó Painter.
Demasiado tarde.
Una extraña fuerza, no atribuida al viento ni a la sacudida, explotó hacia afuera, aplastando las aguas del lago, barriéndolas en todas las direcciones, empujando por delante un muro de aire extremadamente abrasador.
Les golpeó.
Painter, que bordeaba una esquina en ese instante, observó que un brillo cegador se le echaba encima. Su cuerpo fue lanzado ferozmente a través de la sala, como elevado sobre alas de fuego. A otros, la fuerza les golpeó de lleno, estrellándoles de espaldas contra la pared del fondo, en una maraña humana. Painter mantuvo los ojos cerrados con fuerza. Le ardían los pulmones con cada inspiración.
Y entonces terminó.
El calor se desvaneció.
Painter se puso en pie.
—¡A cobijo! —gritó, agitando en vano un brazo.
El temblor se produjo sin avisar, a excepción de un trueno ensordecedor, como si la Tierra se hubiera partido en dos. A continuación, el palacio se elevó varios palmos del suelo, para caer de nuevo al instante, tirando a todos a tierra.
El estruendo empeoró. La torre se sacudió, inclinándose hacia un lado primero, después hacia el otro. Se escuchó un ruido de vidrios resquebrajados. Una planta superior de la torre comenzó a desmoronarse. Los pilares se rajaban, haciéndose después mil añicos que saltaban hacia la ciudad y hacia el lago.
Durante todo ese tiempo, Painter se mantuvo tumbado en el suelo.
Escuchó un crujido sordo junto a su oído, y se volvió para ver cómo se desplomaba la totalidad del balcón más allá de los arcos de la entrada. Vio un brazo caer tras él.
Cassandra. La onda no la había empujado hacia el interior, como a los demás, sino que la había aplastado contra la pared exterior del palacio.
Y había caído con el balcón. En la mano sujetaba todavía el detonador. Painter se arrastró hacia ella.
Al llegar al borde, miró hacia abajo y vio a Cassandra extendida sobre una alta pila de vidrios rotos. Su caída no había sido muy alta. Se encontraba boca arriba, aferrando el detonador contra el pecho.
—¡Aún lo tengo! —gritó con voz quebrada, pero Painter no sabía si era una amenaza o una frase tranquilizadora.
Se puso en pie.
—Espera —le dijo él—, voy a ayudarte.
—No…
Una descarga eléctrica cayó directamente sobre el punto donde se apoyaba Cassandra, abrasándole los dedos de los pies y fundiendo el vidrio de debajo. Cayó en una charca hirviendo, hasta los muslos, antes de que el vidrio se solidificara alrededor de sus piernas.
No gritó, a pesar de que su cuerpo se convulsionó de dolor. Su capa se prendió fuego. Todavía sujetaba el detonador en el puño, pegado a su cuello. Dejó escapar un suspiro final.
—¡Painter…!
Él divisó una parte del patio cubierta de arena y saltó hacia ella, aterrizando estrepitosamente con el tobillo torcido, resbalando sobre la arena. Pero no fue nada. Se puso en pie al instante y se abalanzó hacia ella por el mínimo sendero de arena.
Cayó a su lado de rodillas. Percibía el olor de su carne chamuscada.
—Cassandra… Dios mío…
Ella extendió el transmisor hacia él, con cada arruga de su rostro retorcida en agonía.
—No puedo más, cógelo…
Él agarró su puño, cubriéndolo con toda la mano.
Ella relajó los dedos y confió en que Painter mantuviese el dispositivo apretado. Se derrumbó sobre él, con los pantalones prendidos. De las partes donde la piel entraba en contacto con el vidrio manaba sangre, de un rojo demasiado intenso, arterial.
—¿Por qué? —le preguntó él.
Ella mantuvo los ojos cerrados, negando con la cabeza.
—… te debo…
—¿Cómo?
Abrió los ojos y se encontró con los de Painter. Movió los labios en un susurro.
—Ojalá hubieras podido salvarme.
Painter sabía que se refería a la época en que eran compañeros. Cerró los ojos, y su cabeza se desplomó sobre el hombro de Painter.
Él la sujetó.
Así, abrazada a Painter, Cassandra se fue.
Safia despertó en brazos de Omaha. Percibió el olor del sudor en su cuello, sintió el temblor de sus brazos, aferrado con fuerza a ella. Estaba agachado, en equilibrio sobre sus talones, acunándola en su regazo.
¿Qué hacía Omaha allí? ¿Dónde se encontraban?
De repente, recuperó la memoria.
La esfera… el lago…
Safia intentó separarse un poco, y su movimiento sobresaltó a Omaha. Éste perdió ligeramente el equilibrio, pero consiguió mantenerlo.
—Safi, no te muevas.
—¿Qué ha ocurrido?
Tenía la expresión tensa.
—No mucho. Pero veamos si has salvado Arabia. —La levantó en brazos y avanzó hacia la puerta.
Safia reconoció el lugar, el punto donde la esfera se había atascado. Miraron los dos hacia el lago, cuya superficie aún giraba en un remolino. El techo aún crepitaba con las nubes de energía estática.
A Safia se le hundió el corazón.
—No ha cambiado nada.
—Cielo, te has perdido un torbellino de fuego y un temblor monumental. Como para rematar sus palabras, una pequeña réplica de la sacudida anterior vibró a su alrededor. Omaha retrocedió un paso, pero el temblor se detuvo. Volvió la mirada hacia el lago.
—¡Mira la orilla!
Safia giró la cabeza. El nivel del agua había disminuido unos veinte metros, dejando una marca sucia alrededor del lago.
—¡Está bajando el nivel!
Omaha estrechó a Safia en sus brazos.
—¡Lo has conseguido! El lago se está drenando por una de esas cisternas subterráneas de las que hablaba Coral.
Safia levantó la mirada hacia la tempestad estática, que también disminuía de proporciones al haber conectado a masa. Echó un vistazo al resto de la ciudad, que comenzaba a sumirse en la oscuridad. Después de tanta destrucción, afloraba un rescoldo de esperanza.
—No hay rayos, creo que la tempestad eléctrica ha pasado.
—No pienso correr ningún riesgo. —La levantó un poco más en sus brazos, y comenzó a ascender la cuesta hacia el palacio.
Safia no protestó, pero notó al instante que Omaha cojeaba a cada paso.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó, abrazada a su cuello.
—Nada, sólo se me ha metido un poco de arena en los zapatos.
Painter le vio acercarse. Omaha llevaba a Safia a caballo. Painter les llamó cuando alcanzaron el patio.
—Ya puedes bajar a Safia, la descarga eléctrica ha terminado.
Omaha pasó ante él y continuó.
—Cuando atraviese el umbral de la puerta.
Pero no lo logró. Las Rahim y los Shahra se abalanzaron sobre ellos en el patio, felicitándoles y dándoles las gracias. Danny besó a su hermano. Debió decirle algo sobre Cassandra, porque Omaha miró hacia el cuerpo tendido.
Painter lo había cubierto con una capa. Además, había logrado desactivar el detonador y desconectar el transmisor. Safia estaba a salvo.
Estudió al grupo. A pesar de las contusiones, cortes y quemaduras, habían logrado sobrevivir a la tempestad de fuego.
Coral se enderezó. Cogió uno de los lanzagranadas y le acercó la hebilla de un cinturón. Se pegaron. Percibió que Painter la estaba mirando.
—Está imantado —le dijo, apartándose a un lado—. Se ha producido un extraño fenómeno de impulso magnético. Intrigante.
Antes siquiera de que Painter pudiera responder, otro temblor sacudió el palacio, con una fuerza suficiente como para hacer explotar otro pilar, debilitado por la sacudida principal. Se sintió por toda la ciudad, con un estruendo ensordecedor, que hizo a todos conscientes del peligro que todavía corrían.
Aún no estaban a salvo.
Como para enfatizar aquel pensamiento, desde debajo del vidrio se escuchó un tremendo rumor, acompañado al momento por un ruido que aumentaba de potencia, como si bajo ellos pasara un tren subterráneo.
Nadie se movió, pero todos contuvieron la respiración.
Y entonces se produjo aquel fenómeno.
Un géiser rugiente entró en erupción en el centro del lago, disparado hacia el techo, con una altura de tres plantas y el grosor de un árbol de doscientos años.
Justo antes, el lago se había vaciado hasta convertirse en una charca, de un cuarto de su tamaño original. Unas grietas monstruosas comenzaron a rajar el vidrio del fondo, como la cáscara de un huevo.
El agua volvía a manar.
El grupo contempló los acontecimientos en medio del asombro.
—Las sacudidas deben haber destrozado las fuentes subterráneas generadas por el planeta —comentó Danny—. Un acuífero global.
El lago comenzó a llenarse a una velocidad vertiginosa.
—¡Este lugar se va a inundar! —espetó Painter—. ¡Tenemos que salir de aquí!
—Del fuego al agua —gruñó Omaha—. Las cosas se ponen cada vez mejor.
Safia reunió a las niñas, y salieron apresuradas del palacio. Los jóvenes Shahra ayudaron a las ancianas Rahim.
Para cuando llegaron a la base de la escalinata oculta, el lago había vuelto a su nivel original y comenzaba a desbordarse sobre la parte baja de la ciudad. El géiser continuaba escupiendo agua.
Iluminados por los haces de unas cuantas linternas, los hombres más fuertes avanzaban hacia arriba, apartando rocas y piedras que obstruían el camino en algunos puntos, para abrir paso a los demás.
El resto del grupo esperaba y les seguía como podían, subiendo con la mayor rapidez posible, gateando por debajo de rocas bloqueadas. Los más fuertes ayudaban a los más débiles.
Por fin se escuchó un grito de alegría desde la parte superior.
¡Hurra!
Safia sintió alivio al oírlo.
¡La libertad!
El grupo se apresuró escaleras arriba. Painter esperaba en la apertura de la roca, y ayudó a Safia a salir al exterior. Señaló con el brazo en una dirección y se volvió para ayudar a salir a Kara, que venía detrás.
Safia apenas reconoció el cerro. Se había convertido en un montón de escombros caídos. Miró a su alrededor. El viento soplaba con fuerza, pero la tempestad había finalizado, la tormenta eléctrica de abajo había absorbido su energía. Sobre su cabeza brillaba la luna, bañando el mundo en plata.
El capitán al-Haffi le hizo un gesto con el haz de la linterna para que siguiera un sendero que descendía a través de las ruinas, e indicó el camino a los demás. El éxodo continuó monte abajo.
El grupo avanzó por la cuesta hasta pasar de las rocas a la arena. El remolino que había barrido el desierto había provocado un desnivel de kilómetros. Pasaron ante los chasis carbonizados de los tractores y camiones. El paisaje se dibujaba salpicado de fragmentos de arena fundida, aún humeantes en medio de la noche.
Painter corrió hacia uno de los tractores, desapareció en su interior y apareció de nuevo tras unos segundos, con un ordenador portátil bajo el brazo. Parecía roto, con la carcasa chamuscada.
Safia enarcó una ceja, preguntándole con ese gesto sobre el rescate de aquel objeto, pero él no prestó ninguna explicación.
Continuaron avanzando por el desierto. Tras ellos, el agua comenzaba a desbordarse por los restos del cerro, inundando lentamente el desnivel inferior.
Safia caminaba junto a Omaha, mientras los demás hablaban en voz baja. Observó que Painter avanzaba solo.
—Dame un segundo —dijo Safia, apretando con su mano la de Omaha antes de soltarla.
Se acercó hasta Painter y caminó a su lado. Él la miró, con ojos sorprendidos.
—Painter yo… yo quería darte las gracias.
Él sonrió levemente.
—No tienes por qué dármelas. Es mi trabajo.
Continuó a su lado, a sabiendas de que Painter alojaba en su interior un pozo de emociones. Se lo leía en la mirada, incapaz de enfrentarse a la suya.
Safia miró un instante a Omaha, después se volvió hacia Painter de nuevo.
—Yo… nosotros…
Painter suspiró.
—Safia, lo entiendo.
—Pero…
Él la miró a la cara, con los ojos azules enturbiados, pero decididos.
—Lo entiendo. De veras —señaló a Omaha con la cabeza—. Y es un buen hombre.
Safia quería decirle un millón de cosas.
—Ve con él —se susurró Painter con una dolorosa sonrisa final.
Sin palabras que pudieran confortarle de algún modo, Safia se encaminó hacia Omaha.
—¿De qué iba todo eso? —le preguntó él, intentando que su tono sonara despreocupado, y fracasando miserablemente.
Ella volvió a cogerle de la mano.
—Me estaba despidiendo.
El grupo terminó de subir la pendiente del desnivel de arena. Tras ellos se había formado un lago inmenso, que inundaba casi la totalidad del cerro.
—¿Deberíamos preocuparnos de si el agua contiene antimateria? —preguntó Danny, cuando se detuvieron en el borde superior del desnivel.
Coral hizo un gesto negativo.
—Los complejos de los fulerenos de antimateria son más pesados que el agua ordinaria. Y dado que el lago se ha drenado en este manantial inmenso, los fulerenos deben estar hundidos en lo más profundo. Con el paso del tiempo, se diluirán en el descomunal sistema acuífero subterráneo, hasta aniquilarse por completo, sin causar ningún daño.
—Así que todo ha terminado —resolvió Omaha.
—Al igual que nuestros poderes —añadió Lu’lu, de pie entre Safia y Kara.
—¿A qué te refieres? —preguntó Safia, sorprendida.
—A que los dones han desaparecido. —Su voz no detonaba lamento, sólo una sencilla aceptación.
—¿Estás segura?
Lu’lu asintió.
—Ha ocurrido en otras ocasiones, a otras mujeres. Ya te lo dije. Es un don muy frágil, que se daña con gran facilidad. Debió suceder algo durante los temblores. Lo sentí, fue como una ráfaga de viento en el interior de mi cuerpo.
Las demás Rahim asintieron.
Safia había permanecido inconsciente todo aquel tiempo.
—Es el impulso magnético —explicó Coral, que había escuchado el comentario—. Una fuerza así de intensa tiene la capacidad de desestabilizar los fulerenos, de hacer que se desmoronen.
Coral dirigió la siguiente pregunta a Lu’lu.
—Cuando una de las Rahim pierde sus dones, ¿regresan alguna vez?
Lu’lu sacudió negativamente la cabeza.
—Interesante —comentó Coral—. Para que las mitocondrias propaguen los fulerenos en las células, necesitan usar unos cuantos fulerenos como patrón, como semillas, al igual que los del óvulo original fertilizado. Pero si acabas con todos ellos, las mitocondrias no son capaces de generarlos por sí mismas…
—Así que los poderes han desaparecido por completo —repitió Safia con cierta consternación.
Se miró las palmas de las manos, recordando la calidez y la sensación de paz.
Todo había desaparecido…
La hodja tomó su mano y la apretó con la suya. Safia percibió la distancia del tiempo transcurrido, desde aquella niña asustada y perdida en el desierto, que buscaba cobijo entre las rocas, hasta las mujeres en pie tras ella.
No, tal vez aquella magia no hubiese desaparecido por completo.
La calidez y la paz experimentadas anteriormente no tenían nada que ver con los dones, sino con el contacto humano. El calor de la familia, la paz de una misma, de su certeza. Y eso constituía un don sin igual para cualquier persona.
La hodja se llevó un dedo al rubí en forma de lágrima que brillaba junto a su ojo izquierdo. Habló con voz calmada.
—Las Rahim lo llamamos el Lamento. Lo llevamos en representación de la última lágrima derramada por nuestra reina, antes de abandonar Ubar, una lágrima vertida por todos los que fallecieron, por ella misma, por todos los que vendrían después para sobrellevar su carga —Lu’lu bajó el dedo—. Esta noche, bajo la luz de la luna, le cambiamos el nombre. A partir de ahora se llamará simplemente Farah.
Safia tradujo la palabra.
—Dicha…
Un asentimiento.
—La primera lágrima vertida por la dicha de nuestra nueva vida. Por fin nos hemos deshecho de nuestra carga. Ya podemos salir de las sombras y caminar de nuevo bajo la luz del sol. Nuestro tiempo de vida en penumbra ha finalizado.
La expresión de Safia debió reflejar cierto abatimiento. La hodja le hizo darse la vuelta.
—Recuerda, pequeña, la vida no es un camino en línea recta. La vida llega en ciclos. El desierto se lleva unas cosas y devuelve otras —soltó su mano y se acercó al nuevo lago que crecía más abajo—. Ubar se ha ido, pero el Edén ha regresado.
Safia paseó la mirada por las aguas iluminadas bajo la luna.
Recordó la Arabia perdida en el pasado, la anterior a Ubar, antes de que cayera el meteorito. Una tierra cubierta por sabanas inmensas, bosques frondosos, ríos abundantes. Una tierra rebosante de vida. Observó el fluir del agua sobre las arenas de su tierra natal; el pasado se solapaba con el presente.
¿Sería cierto?
El Jardín del Edén… ¿podría renacer?
Desde atrás, Omaha pegó su cuerpo al de Safia y la abrazó.
—Bienvenida a casa —le susurró al oído.