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Se encontraban a sus espaldas.
Painter veía el leve resplandor de las luces de sus perseguidores en medio de la tempestad de arena. Se inclinó hacia delante, esforzándose por ganar toda la velocidad posible, que era de unos cincuenta kilómetros por hora. Y en la vorágine de la tempestad, aquello se convertía en una persecución a velocidad vertiginosa.
Comprobó los retrovisores laterales y vio que un camión le seguía por cada lado. Logró divisar el contorno de sus cazadores: dos camiones de plataforma, cargados. A pesar de sus cargas, avanzaban más rápido que él, pero también tenían que lidiar con la geografía del terreno. Él, por su parte, dirigía el tractor de veinte toneladas en dirección recta, abalanzándose sobre todo lo que encontraba a su paso, una duna tras otra.
La arena desdibujaba la visión. Si aquello fura una ventisca de nieve, la describiría como la más tenaz de las tormentas blancas.
Painter había accionado el modo de crucero, y comprobaba a la vez el resto de dispositivos. Había una antena parabólica, pero no sabía cómo utilizarla. Lo que sí que encontró fue la radio. Su plan inicial había sido el de aproximarse a la base aérea de Thumrait hasta poder contactar con las Fuerzas Aéreas Reales de Omán. Esperaba que alguien le escuchara Si había alguna posibilidad de rescatar a los demás, tenía que revelar su tapadera y alertar al gobierno local.
Pero los camiones le habían obligado a dirigirse en dirección opuesta a la base, hacia las profundidades de la tempestad. No tenía posibilidad de dar la vuelta porque los otros vehículos eran demasiado rápidos.
Mientras coronaba una duna monstruosa, una explosión tronó a su izquierda. La metralla y la ola de arena golpearon ese lado de su vehículo como una bofetada del mismísimo Dios.
Una granada propulsada.
Por un momento, escuchó un atronador sonido chirriante bajo la oruga del tractor. Painter se estremeció, pero el vehículo siguió adelante, aplastando aquello que intentaba obstruir su marcha. Continuó subiendo la larga cuesta de la duna.
Otra explosión, esa vez directamente detrás de él. El ruido resultaba ensordecedor, pero la coraza armada del tractor demostró lo que valía… o en ese caso, su acero de policarbonato y fibras de Kevlar. Muy bien, que dispararan lo que quisieran. El viento y la tempestad terminaría por desviar su objetivo, y la coraza del tractor haría el resto.
En ese instante sintió un bandazo escalofriante.
La rueda de oruga del tractor continuaba girando, pero la velocidad disminuía. El M4 empezó a resbalar. De repente se dio cuenta del objetivo de las bombas: sus perseguidores no intentaban cargarse el vehículo, sino hacer que perdiera pie.
Estaban bombardeando la cuesta de la duna para provocar una avalancha. La totalidad de la cuesta se deslizaba hacia abajo, arrastrando con ella el tractor. Desactivó el modo de crucero, apretó el embrague y cambió a una marcha menor. A continuación, pisó a fondo el acelerador para intentar ganar tracción en la cuesta.
No hubo suerte, simplemente se hundió en la arena suelta.
Painter frenó, hizo colear el extremo trasero del vehículo y metió marcha atrás. Retrocedió a toda velocidad, nadando sobre las olas arenosas de la avalancha. Giró el tractor hasta ponerlo en posición paralela a la cuesta, en peligrosa inclinación. Tenía que esforzarse por mantener el tractor en su sitio para que no se desplomara.
Dejó la marcha en punto muerto, frenó y volvió a meter primera. El tractor avanzó de nuevo hacia delante, haciendo surf cuesta abajo, a lo largo del flanco de la duna. Así encontró tracción y velocidad. Se apresuró hasta la parte inferior. Los camiones intentaban darle caza, pero llegaron a la arena suelta y tuvieron que disminuir la velocidad.
Painter llegó al final de la duna y la bordeó.
Había conseguido escapar a la estratagema de aquellos perros.
Colocó de nuevo el tractor en dirección recta y cambió otra vez a modo de crucero.
Soltó el volante y comprobó que siguiera su curso. A continuación, pasó a la parte trasera del vehículo para buscar un lanzagranadas. Lo cargó, colocó el largo cañón sobre su hombro y se aproximó a la escotilla trasera.
Abrió la portezuela de un golpe. La arena se internó en el vehículo, pero no con demasiada ferocidad, dado que avanzaba en la misma dirección que el viento. Se volvió hacia atrás y fijó la mirilla, a la espera de divisar alguno de los vehículos o sus luces, que bordeaban la última duna en dirección a él.
—Venga, venid con papá… —murmuró mientras apuntaba.
Centró la mirilla y accionó el gatillo. El lanzador explotó con gran estruendo, y Painter sintió la estela de aire caliente de la granada propulsada.
Observó su cola de fuego, como una estrella fugaz.
Los perseguidores también la vieron y viraron su trayectoria. Pero era demasiado tarde, al menos para uno de ellos. La granada explotó, y Painter se alegró de ver la llamarada iluminar el aire y estallar en una bola inmensa y brillante, que terminó por desaparecer en la arena.
El otro vehículo se había desvanecido. Con suerte, en su apuro por evitar el proyectil, tal vez hubiera volcado entre las dunas. Pero Painter se mantendría alerta.
Regresó a su asiento y comprobó los dos retrovisores laterales. Todo oscuro.
Se permitió un momento para respirar y abrió el ordenador portátil robado. Los píxeles se cargaron lentamente e iluminaron la pantalla poco a poco. Rezó por que la batería durara lo suficiente. Cuando apareció un nuevo esquema de la zona, Painter clavó la mirada en la pantalla.
Dios mío, el punto azul había desaparecido.
El pánico se apoderó de él, pero justo entonces, el pequeño anillo azulado reapareció. A la alimentación del dispositivo le había costado un minuto más localizarlo y mostrarlo en pantalla. Safia seguía transmitiendo. Comprobó sus coordenadas, todavía cambiantes. Estaba en movimiento. Viva. Esperaba que los demás hubiesen corrido la misma suerte.
Tenía que llegar hasta ella… hasta todos ellos. Aunque no podía extraerle el transmisor implantado, ya que contaba con un dispositivo de autodestrucción en caso de ser extirpado, a no ser que se desactivara previamente, al menos podría sacar a Safia del alcance de Cassandra y buscar más tarde un equipo quirúrgico y de demolición.
Mientras observaba la pantalla, se dio cuenta de que sólo cambiaban las coordenadas del eje Z, el que medía la elevación o la profundidad. El número negativo iba en disminución, se aproximaba a cero.
Safia estaba subiendo. Las coordenadas del eje Z alcanzaron el cero y pasaron a los números positivos. No sólo había alcanzado la superficie, sino que Safia estaba subiendo más arriba.
¿Qué diablos ocurría?
Comprobó la posición de la conservadora. Se encontraba a 8,3 kilómetros de él. Dado que ya se encaminaba en su dirección, sólo tenía que ajustar ligeramente su curso para llegar hasta ella.
Incrementó la velocidad otros cinco kilómetros más por hora, un ritmo suicida en tales condiciones.
Si Safia había encontrado una puerta trasera, Cassandra no tardaría en dar con ella también. Tenía que llegar hasta Safia y los demás lo antes posible. Volvió la mirada hacia la luz azul en la pantalla. Sabía que, posiblemente, habría otra persona controlando la misma transmisión.
Cassandra. Y todavía tenía el detonador portátil.
Safia ascendía por la interminable escalinata oscura, seguida por los demás, que subían de dos en dos, con niñas, ancianas y mujeres heridas. Kara llevaba su propia linterna, con la que iluminaba la gruta, proyectando la sombra de Safia por delante de ésta. Trataban de poner tanta distancia como pudieran entre ellas y la guerra desatada abajo. Todavía les llegaban los ecos de la lucha, un tiroteo constante.
Safia se esforzaba por no escucharlo. Subía los escalones siguiendo la pared con una mano. Arenisca. Los escalones se veían desgastados por las innumerables sandalias y pies descalzos que los habrían recorrido. ¿Cuántas personas habrían pasado por esa gruta? imaginó a la propia Reina de Saba recorriendo la escalinata en la piedra.
Mientras subía, sintió que el tiempo se estrechaba, que el pasado y el presente se fundían en uno. Más que en ningún otro lugar, el pasado y el presente se desdibujaban en Arabia. La historia no se hallaba muerta ni enterrada bajo los rascacielos y el asfalto, ni siquiera atrapada entre las paredes de un museo. Allí la historia permanecía viva, estrechamente vinculada con la tierra, entremezclada con sus piedras.
Bajó la mano.
Lu’lu se unió a ella.
—Te oí conversar con tu amado.
Safia no quería hablar del tema.
—No es mi… eso fue antes de que…
—Los dos adoráis esta tierra —continuó la hodja, ignorando su intento de protesta—. Habéis dejado que se interpusiera demasiada arena entre vosotros. Pero no es más que polvo, y puede barrerse a un lado.
—No es tan fácil.
Safia bajó la mirada al dedo en que un día luciera su anillo de compromiso. Desapareció, como todas sus promesas. ¿Cómo iba a confiar en que estaría a su lado cuando le necesitara? El que te abandonó era un chico. Y ahora es un hombre el que se arrodilla ante ti. ¿Podía creer en sus palabras? Por otro lado, recordaba el rostro de Painter. La forma de agarrar su mano, su respeto mudo, su manera de confortarla, incluso la agonía de su mirada cuando la asustó con la daga.
Lu’lu habló de nuevo, como si le hubiese leído la mente.
—Hay muchos hombres de corazón noble. Algunos tardan un poco más en dejarlo ver.
Safia sintió que le afloraban las lágrimas.
—Necesito más tiempo… para pensar en todo.
—Has tenido tiempo suficiente. Al igual que todas nosotras, has pasado demasiado tiempo a solas. Hay que tomar las decisiones… antes de que no nos quede ninguna.
Como prueba, a poca distancia de ellas, las ráfagas de la tempestad rugieron sobre la apertura de la parte superior.
Safia sintió un soplo de aire en la mejilla, y se dejó llevar por aquella grata sensación. Después de tanto tiempo bajo tierra, necesitaba salir de aquella prisión de roca. Aunque fuese un momento para aclarar su mente.
—Voy a comprobar el estado de la tempestad —murmuró Safia.
—Voy contigo —dijo Kara, a un paso de ella.
—Yo también —añadió la hodja—. Quiero ver con mis propios ojos lo que la primera reina contempló. La entrada original a Ubar.
Las tres mujeres avanzaron por el último trayecto de escaleras. Los vientos se endurecieron, la arena se arremolinaba sobre sus cabezas. Se colocaron las capuchas, los pañuelos y las gafas.
Safia alcanzó la cumbre, una grieta abierta en la piedra. Kara apagó su linterna, ya que la tempestad era más brillante que el oscuro pasadizo.
La salida se encontraba a un metro de ella. Safia vio una palanca junto a la apertura, y más allá del umbral, una enorme roca lisa que bloqueaba parte del camino.
—Esa roca debía de ocultar la salida —dijo Kara.
Safia asintió. Los hombres del capitán al-Haffi debían de haber usado la palanca para desplazar la inmensa roca lo suficiente como para poder entrar al pasadizo. Tal vez, si resistieran hasta que pasara la tempestad, podrían escapar por allí y encerrar a Cassandra adentro.
El viento llenó a Safia de esperanza.
Incluso desde allí, la tempestad se veía menos negra de lo que recordaba en Shisur. Tal vez comenzara a ceder.
Safia se asomó por la grieta, pero permaneció cobijada tras la roca. La arena cubría el sol y sumía el paisaje en un crepúsculo de polvo. Percibía el resplandor del sol, como una pálida luna a través de la tormenta.
—La tempestad parece menos severa —dijo Kara, confirmando la evaluación inicial de Safia.
Lu’lu discrepaba.
—No os dejéis engañar, las arenas de Ubar son traicioneras. Esa es la verdadera razón por la que las tribus evitan esta zona, la apodan de maldita, embrujada por los demonios y los genios de las arenas.
La hodja las guió al exterior.
Safia la siguió mientras el viento trataba de arrebatarle el pañuelo y la capa. Miró a su alrededor. Se encontraban sobre un cerro, a unos diez o doce metros de altura sobre la planicie del desierto. Se trataba de una de las numerosas prominencias rocosas que se elevaban entre las dunas. Las tribus nómadas las apodaban «vigías de las arenas».
Safia avanzó varios pasos más para examinar su posición. Reconoció la forma del cerro, la misma que aparecía en la pintura de arena y cristal del palacio. Ahí se había descubierto la primera entrada a Ubar casi tres milenios antes. Miró a su alrededor. Tanto la ciudadela como el palacio de la reina mostraban motivos decorativos de aquel cerro. El más preciado de todos los vigías de las arenas.
Más allá, la tempestad llamó la atención de Safia. Las nubes arremolinadas en la zona resultaban un tanto extrañas. A menos de dos kilómetros, la tempestad se oscurecía en bandas que rodeaban la planicie.
Safia oía el rugido distante de los vientos.
—Es como si estuviésemos en el ojo del huracán —comentó Kara.
—Es Ubar —añadió la hodja—. La ciudad atrae a la tempestad.
Safia recordó que, durante un corto instante tras la apertura de las puertas con las llaves, la tempestad había parecido menos intensa.
Kara se aproximó peligrosamente al borde, lo que inquietó a Safia.
—Deberías alejarte de ahí —le avisó Safia, temerosa de que un golpe de viento la lanzara por encima de la orilla.
—Por este lado hay un camino, una especie de sendero de cabras. Tal vez pueda bajar hasta allí. Veo unos camiones a menos de cuarenta metros, deben de ser el medio de transporte de los hombres del capitán al-Haffi.
Safia se acercó a ella. No se imaginaba descendiendo por aquel camino en medio de unos vientos tan huracanados e imprevisibles.
Lu’lu estaba de acuerdo.
—Arriesgarnos por ahí supondría la muerte.
Kara miró a la hodja. Su expresión le aseguró que el descenso resultaba extremadamente peligroso, pero Kara estaba resuelta a intentarlo.
—Tu padre desatendió las advertencias de estas arenas, como tú pretendes hacer ahora, incluso después de todo lo que has visto.
Sus palabras irritaron a Kara aún más.
—¿Qué puedo temer?
Lu’lu extendió los brazos a su alrededor.
—Ésta es la tierra de los nisnases.
Safia y Kara conocían bien aquel término. Los fantasmas negros de las arenas. Los nisnases habían sido los causantes de la muerte de Reginald Kensington.
Lu’lu señaló hacia el suroeste, donde se agitaba un remolino, un tornado de arena. Resplandecía en la oscuridad, con chispas de carga estática. Brilló un instante con mayor intensidad y se desvaneció.
—He visto un demonio de arena como ése antes —dijo Kara.
Lu’lu asintió.
—Los nisnases producen una muerte ardiente.
Safia imaginó el cuerpo torturado de Reginald Kensington, insertado en el vidrio. Le recordó a los ciudadanos momificados de la caverna ¿Qué conexión tendrían?
Otro de aquellos demonios apareció por el este, y otro más por el sur. Parecían nacer en la arena y elevarse hacia las alturas. Safia había visto miles de remolinos, pero nunca tan resplandecientes de energía estática.
Kara miró el terreno que se extendía ante ella.
—Aún así, no creo que…
Justo delante de ellas se elevó un tremendo muro de arena, que surgió en el borde mismo del cerro. Las tres cayeron hacia atrás.
—¡Un nisnase! —exclamó Lu’lu.
El remolino se formó al borde del cerro, girando desenfrenado en una columna sinuosa. Kara y la hodja retrocedieron, pero Safia permaneció en pie, hipnotizada.
Inmensas oleadas de carga estática barrían la longitud del remolino, en una vorágine que se alzaba de la tierra al cielo. Se le hinchó la capa, pero no por los vientos, sino por la electricidad del aire, que chisporroteaba en su piel, en su ropa y en su pelo. Era una sensación dolorosa, pero en cierta forma, fascinante. Le dejaba el cuerpo frío y la piel caliente.
Exhaló, sin darse cuenta de que había contenido la respiración.
Dio un paso al frente, lo suficientemente cerca como para ver la anchura total del remolino serpenteante. La energía continuaba lamiendo la columna con vigor. Observó a aquel demonio de arena centrarse alrededor de uno de los tres vehículos. Desde su ubicación aventajada, Safia vio cómo la arena que rodeaba al camión adoptaba la forma del torbellino bajo la superficie del vehículo.
Se asustó al notar que algo le tocaba el brazo. Era Kara. Había reunido el suficiente valor como para acercarse a observar. Kara encontró la mano de Safia, y ésta sintió en su tacto que su hermana revivía una antigua pesadilla.
Las arenas se tornaron negras. Arena fundida, convertida en cristal.
El nisnase.
Las energías del torbellino restallaron con salvajismo e iluminaron la totalidad de la columna. Desde su posición, las dos mujeres fueron testigos de cómo el camión se hundía en un charco de vidrio líquido, lentamente, mientras los neumáticos se derretían y explotaban. Después se escuchó un estruendo monstruoso de energía estática y el demonio se desmoronó; un instante antes de que se desvaneciera, Safia contempló cómo el vidrio adoptaba un color tan negro como el del vacío total. El camión desapareció como por arte de magia. El agujero negro se internó en las profundidades derretidas de la arena, y un último soplo de viento lo cubrió de arena, desdibujando cualquier huella de lo ocurrido.
El fantasma había desaparecido.
Un instante después, escucharon una explosión amortiguada, que elevó ligeramente la arena de la zona.
—El depósito de combustible —dijo Kara.
Levantaron la mirada y observaron que muchos otros remolinos salpicaban el paisaje al azar. Habría al menos una docena.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kara.
Safia movió negativamente la cabeza. El muro de la tempestad que las rodeaba también se había oscurecido, cerrándose sobre el cerro, aproximándose por todas las direcciones.
Lu’lu miró a su alrededor con terror.
—Es el otro sistema tormentoso, procedente de la costa. Se están alimentando el uno del otro, creciendo y agravándose.
—La megatempestad —resolvió Safia—, se está formando a nuestro alrededor.
Cada vez aparecían más torbellinos danzantes sobre la arena, que resplandecían con llamaradas crecientes. Un paisaje aterrador e infernal. La tempestad incrementó en ferocidad y negrura, aullando a su alrededor.
Moverse por aquellas arenas invitaba a la muerte.
Safia escuchó un sonido en dirección a su mano, procedente de la radio.
La extrajo del bolsillo. Omaha le había pedido que dejara el canal abierto por si necesitaba contactar con ella.
Una voz susurraba entre las cargas estáticas.
—Safia… si… oyes…
Kara se acercó a ella.
—¿Quién es?
Safia se llevó la radio al oído.
—… voy… camino… Safia… oírme?
—¿Pero quién…? —preguntó Kara.
De repente, Safia abrió los ojos de par en par.
—¡Es Painter! ¡Está vivo!
Una pausa en medio de la carga estática de la tempestad permitió que su voz les llegase claramente durante un instante.
—Estoy a tres kilómetros de tu posición. ¡Resiste, voy de camino!
Las interferencias interrumpieron la comunicación.
Safia pulsó el botón de respuesta y se llevó la radio a la boca.
—Painter, si puedes oírme, no vengas. ¡Repito, no vengas! ¿Me oyes?
Soltó el botón. Interferencias. No le había oído.
Clavó la mirada en las profundidades de la tempestad, las llamas y los vientos huracanados.
Aquellas tierras amenazaban con la muerte a quien las atravesara… y Painter se encontraba de camino.
Cassandra se agachó junto a dos de sus hombres. El tiroteo retumbaba a su alrededor. Después de que la granada la pillara por sorpresa, Cassandra se había internado en la refriega, entre las ruinas de la ciudad. La lucha continuaba, aunque su equipo mantenía un progreso estable. Con la vista clavada en la mirilla de su rifle, Cassandra esperaba. Ante ella se alzaba un grupo de casas bajas, envueltas en tonos plateados y esmeralda bajo sus gafas de visión nocturna. Había activado el dispositivo de infrarrojos y observaba una masa rojiza moverse tras una pared de vidrio, cerca de una esquina. Un enemigo.
Estudió la silueta. Su objetivo cargaba con un tubo al hombro, que resplandecía como un pequeño sol ardiente. Era uno de los lanzagranadas. Había dado órdenes a sus hombres para que centraran su atención en aquellos objetivos. Tenían que reducir los dispositivos de largo alcance del enemigo.
Junto a la pared, su objetivo dio la vuelta y salió al exterior, apuntando con el lanzagranadas.
Cassandra centró la mirilla sobre la parte más incandescente del cuerpo de su enemigo, la cabeza. Apretó el gatillo una sola vez. Con eso le bastaba.
A través de los infrarrojos contempló la rociada de fuego hacia el exterior.
Un tiro limpio.
Pero un último reflejo de los dedos enemigos había disparado el lanzador.
Cassandra observó la granada explotar a lo lejos, con una luz cegadora. Se tiró de espaldas, atónita, a la vez que el proyectil volaba sobre su cabeza, apuntando a un lugar distinto de su objetivo, mientras el cuerpo del otro caía hacia atrás.
Perdió de vista la granada que se elevaba hacia el techo, al entremezclarse su luz con la de las descargas eléctricas de la parte superior. Desactivó la capa de infrarrojos y pasó al modo de visión nocturna. A través de sus lentes, el techo seguía resplandeciendo, aunque de manera más violenta, cubriendo la totalidad de la cúpula. Los pequeños arcos eléctricos la atravesaban como rayos mortíferos.
Al otro lado del lago estalló la granada. Había dado contra el muro de la pared opuesta de la ciudad. Cassandra centró la visión telescópica.
¡Mierda! No le daban ni un respiro.
La granada había explotado sobre el túnel de acceso a la caverna, y una sección del cristal de la pared se había desprendido sobre éste. Se derrumbó ante la entrada, sellando el túnel.
La salida había quedado bloqueada.
Se dio la vuelta hasta yacer sobre su estómago. El equipo de la superficie les sacaría de allí antes o después, pero la preocupación más inminente era hacerse con el control, capturar a Safia y obtener el tesoro buscado. Colocó de nuevo la lente de infrarrojos.
Hora de volver a la caza.
Sus dos hombres se habían adelantado para comprobar el cadáver del enemigo y arrebatarle el lanzagranadas. Esperaban para seguir adelante.
Cassandra se detuvo para comprobar el localizador electrónico.
Safia se encontraba a poca distancia. Los triángulos rojos de su equipo iban cerrándole el paso, rodeando el círculo azul desde todas las direcciones.
Satisfecha, Cassandra estaba a punto de volver a guardar el dispositivo cuando la lectura de la elevación del círculo llamó su atención. No tenía sentido.
Cassandra levantó la vista hacia el techo deslumbrante. Si la lectura era correcta, Safia se encontraba en la superficie. ¿Acaso había otra salida?
Activó el micrófono de su garganta y envió una alerta general por el canal abierto, para que llegara a todos sus hombres.
—¡Cercad a la presa! ¡De inmediato! ¡No dejéis a nadie con vida!
Cassandra se puso en pie y se unió a sus hombres.
—Acabemos con esto de una vez por todas.
Omaha escuchó el grito del capitán al-Haffi en árabe.
—¡Retroceded hacia las escaleras! ¡Retirada total hacia la salida!
Omaha se encontraba agachado junto a Coral, Danny y Clay. Habían tomado posiciones dentro del patio del palacio. Una granada exploto a veinte metros de ellos, y aplastaron la espalda contra la pared para protegerse.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo Clay.
—Me encantaría —aseguró Omaha—, pero díselo a los dos tipos que hay detrás de esa esquina.
Se encontraban acorralados. Minutos antes, Omaha y Clay habían llegado corriendo al patio desde una dirección, y Danny y Coral desde la otra, ambos equipos perseguidos por los comandos de Cassandra. En ese momento, los cuatro se hallaban rodeados.
Un callejón sin salida.
Solo que los soldados tenían una ventaja: sofisticados dispositivos de visión que parecían capaces de adivinar sus movimientos.
—Deberíamos retirarnos hacia el interior del palacio —dijo Coral, mientras insertaba un cargador nuevo en su pistola—. Desde allí tendremos más posibilidades de perderles.
Omaha asintió. Se apresuraron hacia la entrada del palacio.
—¿Y qué hay del capitán al-Haffi y los demás? —preguntó Clay—. Podrían irse sin nosotros.
Omaha se agachó, apoyó una rodilla en el suelo y apuntó hacia el patio. Coral cubrió su flanco, con Danny y Clay a sus espaldas.
—¿Irse adonde? —preguntó Omaha—. Prefiero arriesgar la vida aquí que en un pasadizo. Al menos aquí tenemos espacio para…
El tiro rebotó en la pared junto a su oído, y los fragmentos de cristal roto se le clavaron en ese lado de la cara.
—Maldita sea…
Otra ráfaga de balazos ametralló la pared. Omaha se tiró al suelo junto a Coral, mientras Danny y Clay se retiraban hacia la sala del fondo. La única razón por la que Omaha seguía con vida era que la estatua de hierro y vidrio con forma de mano, que sujetaba la esfera en el centro del patio, había bloqueado un tiro directo.
Al otro lado del patio aparecieron los soldados, con un lanzagranadas al hombro con el que apuntaban hacia la puerta del palacio. Seguían lloviendo las balas. El fuego de represión para los soldados de artillería, un movimiento con muchas agallas. Algo debía haber puesto sobre aviso a las tropas de Cassandra en los últimos minutos.
Coral se dio la vuelta y apuntó con la pistola al hombre que cargaba con el lanzagranadas. Pero fue demasiado lenta. A diferencia de los dioses de arriba.
Desde el techo, un latigazo de energía restalló en el suelo cerca del hombre durante unas décimas de segundo, hiriendo con su luz las retinas de todos. No se trataba de un rayo, sino de un arco de energía entre el suelo y el techo. Tampoco abrió un cráter, ni siquiera derrumbó al hombre.
Sus consecuencias fueron mucho peores.
El cristal donde el soldado apoyaba los pies se metamorfoseó, pasó de sólido a líquido, cambió de estado en un abrir y cerrar de ojos. El soldado cayó en una charca de vidrio líquido hasta el cuello. El grito desgarrado que escapó de sus pulmones fue un sonido sólo escuchado en las profundidades de los infiernos, el bramido mortal de un hombre quemado vivo.
Se cortó al instante.
La cabeza del hombre cayó hacia atrás, mientras de la boca se le escapaba una última exhalación de humo.
Muerto.
El cristal volvió a solidificarse, y el fuego de represión murió con el hombre. Sus compañeros habían presenciado el incidente.
En la distancia continuaba la lucha, cuyas explosiones resonaban en medio de la quietud de aquel grupo. Omaha levantó la mirada. El techo ardía, cubriendo la totalidad de la cúpula, mientras otros arcos de energía saltaban entre el suelo y el techo. En algún lugar de aquel camino se escuchó un grito idéntico al anterior.
—Ha vuelto a ocurrir —dijo Coral.
Omaha clavó los ojos en el hombre muerto y enterrado en el vidrio. Sabía lo que aquello significaba.
La muerte, con toda su ferocidad, había regresado a Ubar.
Painter saltó sobre su asiento cuando el tractor de veinte toneladas voló sobre una pequeña duna. En ese momento no veía nada. La anterior visibilidad de varios metros se había reducido a la punta de su nariz. Conducía a ciegas, podría dirigirse directamente hacia el borde de un precipicio sin saberlo.
Minutos antes, la tempestad había arreciado con una violencia renovada. La embestida de los vientos llegaba en forma de puños gigantescos que golpeaban sin piedad el tractor. A Painter le latía con fuerza la cabeza a causa de las sacudidas.
Aún así, avanzaba a ciegas, con la única guía del círculo azul en la pantalla.
Safia.
No tenía ni idea de si le habría escuchado por radio o no, pero Safia no se había movido desde que trató de contactar con ella. Todavía se encontraba en la superficie, de hecho a unos doce metros por encima de la superficie. Debía haber alguna colina por delante, por lo que tendría que reducir la velocidad cuando se acercara.
Por el rabillo del ojo percibió un leve reflejo en el espejo retrovisor lateral. Era el segundo vehículo de persecución, que seguía al tractor gracias a la potencia de sus faros. El cazador debía estar tan cegado como él, y supuso que se limitaba a seguir el rastro sobre la arena, dejando que fuese Painter quien tropezara con los obstáculos.
Un ciego guiando a otro.
Painter continuó adelante, sin pensar en cambiar su rumbo. Los vientos endurecieron su azote repentinamente, y el tractor osciló por un instante sobre el lateral de las ruedas de oruga, antes de volver a desplomarse sobre la arena. Por todos los santos…
Sin saber por qué, se le escapó una risotada, la diversión inconsciente del condenado. Al instante, los vientos se detuvieron, como si alguien hubiese apagado el ventilador.
El tractor rodó por arenas más tranquilas, y hasta los cielos pasaron de una luz de media noche a otra de atardecer tardío. El aire seguía cargado de arena, de hecho, los vientos no habían dejado de soplar al completo, pero su velocidad había disminuido a una décima parte de la de un momento antes.
Volvió a mirar por el espejo retrovisor. Un muro de negrura le impedía la visibilidad. Debía haber atravesado el corazón del torbellino, saliendo al otro lado de éste.
Siguió mirando, sin encontrar ni rastro de las luces anteriores, perdidas en la oscuridad total. Tal vez el brío final del vendaval se hubiera tragado a aquel bastardo.
Se centró en el camino que le quedaba por delante.
Su vista alcanzaba a ver casi cuatrocientos metros. En la distancia, divisó la silueta de las rocas, un cerro testigo. Echó un vistazo al portátil.
El resplandor azulado se encontraba justamente encima.
—Ahí estás…
Apretó el acelerador del vehículo.
Se preguntaba si Safia podría verle. Alcanzó la radio con una mano, sin quitar ojo al trayecto. Por toda la región se observaban pequeños tornados que se agitaban como serpientes, uniendo los cielos con el desierto. Resplandecían con un extraño brillo de color cobalto. El suelo crepitaba por las cargas de energía estática. La mayoría se encontraban más o menos quietos en su zona, pero otros cuantos barrían el desierto a su antojo. Su proximidad a uno de ellos le permitió ver cómo se deslizaba por la cara de una duna, aspirando la arena a su alrededor. Por donde pasaba, dejaba una estela de arena negra, un garabato sigiloso, el dibujo de una pluma manejada por los dioses de la tempestad.
Painter arrugó la frente. Jamás había visto un fenómeno así.
Pero aquello no era asunto suyo. Tenía preocupaciones más apremiantes. Se llevó la radio a la boca.
—Safia, si me oyes, dímelo. Ya deberías poder verme.
Esperó la respuesta. No sabía si Safia todavía llevaría su radio. Era la frecuencia con la que había sintonizado el transmisor del tractor.
De repente el receptor emitió un ruido.
—¡Painter! ¡Vete! ¡Aléjate!
¡Era Safia! Y parecía estar en problemas. Volvió a pulsar el botón del transmisor.
—¡No pienso irme, tengo que…
Un arco de electricidad saltó del receptor de la radio a su oído. Painter dejó escapar un grito y tiró la radio. Olía a pelo quemado.
Comenzó a sentir una ola de carga estática en el vehículo, mientras todas las superficies soltaban pequeñas descargas. Apoyó las manos en la cubierta de caucho del volante. El portátil chisporroteó antes de emitir un sonoro crujido. La pantalla se apagó.
Escuchó el sonido de una sirena, atronadora y persistente.
Pero no era una sirena… ¡Era la bocina de un camión!
Miró por el espejo retrovisor lateral y vio cómo el camión perseguidor saltaba por los aires, atravesando la negra pared de la tempestad. Los vientos finales azotaron la parte posterior del vehículo, haciendo oscilar el bastidor del vehículo, a punto de volcarlo.
Y entonces quedó libre. Cayó sobre la arena, primero sobre los neumáticos de un lado, y después sobre los cuatro. Botó, derrapó y dio un giro completo. Pero al menos había salido del núcleo de la tempestad.
Painter perjuró aquella aparición.
El conductor debía estar tan asombrado de seguir con vida como Painter de verle. El vehículo quedó al ralentí. Parecía salido del infierno: un neumático estaba pinchado, el parachoques se había doblado en forma de sonrisa de acero, la lona que protegía la carga se había desplazado a un lado y colgaba de unas cuantas cuerdas restantes.
Painter clavó el pie en el acelerador, avanzando a más velocidad y agrandando la distancia entre ambos vehículos. Recordó el bombardeo de granadas. Necesitaba un poco de espacio para respirar, ya se preocuparía después del camión, que le seguía como un perro cojo a la máxima velocidad que podía alcanzar.
Painter activó el modo de crucero y se preparó para disparar.
Ante él se extendía todo un bosque de demonios de arena que se arremolinaban peligrosamente en la penumbra de la tarde. Parecían estar en movimiento. Frunció el entrecejo al ver que avanzaban al unísono, como un ballet sobrenatural.
Y en ese momento lo sintió. Una sacudida familiar en la arena. La misma sensación que cuando se produjo la avalancha en la cara de la duna. La arena se movía debajo del vehículo.
Pero se encontraba en una superficie plana.
Los torbellinos bailaban a su alrededor, cargados de electricidad estática centelleante, y al desierto se le ocurría hundirse bajo sus pies. Contra todas las previsiones, el tractor de veinte toneladas se estaba clavando en el fango. Su velocidad disminuyó, y Painter sintió que el vehículo coleaba. El tractor dio un giro imprevisto, arrastrado por fuerzas desconocidas, para quedar después atrapado, detenido.
Su ventanilla lateral apuntaba hacia el camión perseguidor, que avanzaba hacia él sobre sus anchos y nudosos neumáticos para la arena. Hasta que ésta se convirtió en polvo bajo las ruedas… y el vehículo se hundió hasta las llantas… después hasta los ejes.
Una ciénaga.
Tanto la presa como el cazador se encontraban atrapados, como dos moscas en el ámbar.
Solo que su ámbar seguía fluyendo. Lo sintió por debajo. La arena seguía moviéndose.
Safia terminó por dejar la radio. No podía hacer otra cosa más que contemplar con horror la situación, junto a Kara y Lu’lu. El paisaje parecía extraído de una pesadilla, como un cuadro de Salvador Dalí. El mundo se derretía a sus pies.
Levantó la vista hacia los terroríficos torbellinos y sus cargas eléctricas mortales, hacia los borrones y las estelas negras que dejaban los demonios de la arena. Las nubes de polvo resplandecían a causa de la energía que seguía fluyendo en su interior, alimentada por las serpenteantes columnas de arena y carga estática.
Pero aquello no era lo peor.
Hasta adonde le alcanzaba la vista, la totalidad del suelo del desierto había comenzado a girar en un torbellino de proporciones gigantescas, que se agitaba alrededor de la burbuja enterrada de Ubar. El cerro de arenisca no era más que una roca en la corriente. Pero había otros guijarros de menor tamaño: el tractor de Painter y el otro camión, atrapados en la arena revuelta.
Los remolinos se aproximaban hacia los vehículos, entremezclando la arena con el fuego líquido.
Se escuchó un crujido a la izquierda, y un fragmento del cerro se desprendió sobre la arena, como un glaciar en medio del mar.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Kara—, esta isleta va a caerse en pedazos.
—Painter… —susurró Safia. Sus ropas despidieron chispas a causa de las descargas al acercarse al borde del cerro. Aquel hombre había acudido a rescatarla, de camino a su propia condena. Tenían que hacer algo.
—Está solo —dijo Kara—. No podemos ayudarle.
La radio volvió a sonar en su mano. Había olvidado que la llevaba.
—Safia, ¿me oyes? —Era Omaha.
Levantó el aparato.
—Sí, estoy aquí.
Su voz sonaba distante, como de otro planeta.
—Aquí abajo está pasando algo muy extraño. La electricidad estática está formando arcos por todas partes que derriten el cristal. ¡Esto es un cataclismo, no os mováis de ahí!
—¿Podéis llegar hasta aquí? ¿Hasta las escaleras?
—No. Danny, Clay, Coral y yo estamos en el palacio.
Un movimiento llamó su atención hacia la boca del túnel, por la que vio aparecer a Sharif.
Kara se aproximó hacia él.
—Nos hemos batido en retirada hacia las escaleras —dijo el árabe jadeante—. El capitán al-Haffi intenta mantener a raya al enemigo. Deberíais…
Se le cortó la voz ante la repentina visión del desierto. Abrió los ojos de par en par.
Otro ruido marcó un nuevo desprendimiento de rocas; el cerro se estaba viniendo abajo.
—Que Alá nos ayude —rezó Sharif.
Kara le hizo un gesto.
—Más le vale, porque nos estamos quedando sin lugares donde escondernos.
Cassandra conoció el verdadero terror por primera vez en mucho tiempo. La última vez que había experimentado aquella sensación fue de niña, cuando escuchaba los pasos de su padre hacia su cuarto a media noche. Aquello era igual, un pánico que congelaba su interior y le convertía la médula espinal en hielo. La respiración se volvía un talento casi olvidado.
Se guareció en una diminuta construcción de vidrio, parecida a una pequeña capilla, del tamaño adecuado para que una persona se arrodillara a rezar. Su única entrada era una puerta baja ante la que había que agachar la cabeza. No tenía ventanas. A través de la puerta veía extenderse la parte baja de la ciudad.
Cassandra observaba los continuos arcos de descargas eléctricas. Los que restallaban contra el lago ganaban en intensidad antes de ser absorbidos de nuevo hacia el techo, con un resplandor más intenso, como si la tempestad de arriba se alimentase de las aguas de abajo.
Sin embargo, cuando golpeaban el vidrio ocurría algo muy distinto.
La superficie absorbía la extraña energía, y se convertía en un charco líquido durante un breve instante, antes de volver a solidificarse.
Había visto a uno de sus hombres sucumbir bajo uno de aquellos rayos. Se había ocultado tras una pared, cuando el arco estalló contra su superficie. El hombre atravesó el muro líquido al perder el apoyo, pero éste se solidificó de nuevo, dejando medio cuerpo del hombre a cada lado del muro. La parte central de su tronco se había carbonizado hasta los huesos. Incluso sus ropas se habían prendido fuego, convirtiendo al hombre en una antorcha humana a ambos lados de la pared de vidrio.
La lucha se había detenido en toda la ciudad. Los hombres se habían apresurado en busca de cobijo.
Al ver los cuerpos momificados de sus compañeros, temían acabar igual.
La caverna se había sumido en un silencio mortífero, sólo interrumpido por tiros ocasionales cercanos al muro posterior, donde el enemigo de Cassandra se había aislado en alguna especie de pasadizo. Disparaban a todo aquel que se aproximaba a ellos.
Cassandra aferraba con la mano el dispositivo electrónico. Observó la disposición de los triángulos rojos. Sus hombres. O mejor dicho, los que quedaban. Los contó. De los cincuenta del equipo de asalto, tan sólo quedaban una docena. Vio desaparecer otro de los triángulos, a la vez que sobre la ciudad se escuchaba un grito desgarrador.
La muerte acechaba a sus hombres.
Cassandra sabía que su cobijo no era seguro, pues había visto cuerpos momificados en el interior de algunas casas.
La clave parecía ser el movimiento. Quizás la carga estática de la sala era tal que cualquier movimiento atraía a los rayos, que se lanzaban como puñales sobre su presa.
Así que Cassandra decidió quedarse muy, muy quieta. Como hiciera de niña en su cama. Entonces no le ayudó en absoluto, y dudaba que en ese momento le sirviera de mucho. Se hallaba atrapada.
Omaha se encontraba tumbado sobre el suelo de la entrada al palacio. El silencio ejercía presión sobre él. Más allá del patio, la tempestad de fuego empeoraba. Los rayos crepitaban como tenedores brillantes. La cúpula de la caverna resplandecía como la corona de un sol entre azulado y blanquecino.
Omaha observaba la imagen y pensaba en la muerte, tan próxima ya.
Al menos le había dicho a Safia que la amaba. Se iría en paz, debía contentarse con aquel pensamiento. Miró hacia el techo y rezó por que Safia se encontrara a salvo. Había radiado un corto mensaje describiendo el caos en la caverna.
La muerte acechaba tanto en la superficie como en las profundidades. Doble elección.
Coral se encontraba a su lado, estudiando la tormenta eléctrica.
—Nos encontramos dentro del transformador más inmenso del mundo.
—¿A qué te refieres?
Hablaban en susurros, como temerosos de llamar la atención del gigante adormilado.
—La caverna de cristal, con su solución de antimateria cargada de energía, está actuando como un superconductor aislado de proporciones monstruosas. Absorbe la energía como ocurrió con el camello de hierro del museo. En este caso, recoge la energía estática de la tempestad de arriba, atrayéndola bajo tierra. Pero como la energía de la cámara va creciendo y superando cierto umbral, es necesario que se deshaga del exceso de energía, como ocurre con los rayos en una tormenta. Sólo que ésta va dirigida desde la tierra hacia el cielo, disparando sus inmensas descargas hacia arriba y creando esas explosiones momentáneas de torbellinos mortales en la superficie del desierto.
—Como si drenara la batería —dijo Omaha—. ¿Pero qué está ocurriendo aquí?
—Una tormenta en una botella. La megatempestad de arriba está introduciendo demasiada energía aquí abajo, y la burbuja no puede descargarla con suficiente rapidez, por lo que una parte de esa energía es escupida de nuevo.
—Para deshacerse de ella.
—Para redistribuir su carga —corrigió Coral—. El cristal es un fantástico conductor. Lo que hace es coger el exceso de energía que no puede descargarse hacia la superficie y pasarla a la tierra de debajo. El cristal captura la energía y la dispersa. Es como un ciclo que mantiene la carga distribuida uniformemente por toda la burbuja de vidrio, y no sólo en la cúpula. Un equilibrio de energía que estabiliza el lago durante la tempestad.
—¿Y qué hay de esas charcas de cristal fundido?
—No creo que sea cristal fundido. Al menos, no exactamente.
Omaha miró en su dirección de manera inquisitiva.
—¿Qué quieres decir?
—Es cristal en estado líquido. ¿Has visto alguna vez un cristal antiguo? ¿Te has fijado en esas vetas que distorsionan ligeramente su claridad? La gravedad afecta al cristal como a un líquido, tirando de él lentamente hacia abajo.
—¿Y qué tiene eso que ver con lo que está ocurriendo aquí abajo?
—Los rayos de energía no están fundiendo el cristal. Están cambiando su estado, rompiendo instantáneamente todos los enlaces internos, licuando el cristal hasta un punto cercano a lo gaseoso. En cuanto la energía se dispersa, vuelve a solidificarse. Pero durante una décima de segundo, alcanza un estado salvaje entre líquido y gaseoso. Por eso no fluye, sino que mantiene su forma esencial.
Omaha esperaba que esa discusión llevara a alguna solución.
—¿Y hay algo que podamos hacer al respecto?
Coral negó con la cabeza.
—No, Dr. Dunn. Me temo que estamos jodidos.
La feroz explosión llamó la atención de Painter hacia el cerro. Un camión aparcado cerca de la loma de arenisca saltó por los aires, vomitando combustible en llamas. Uno de los demonios de arena pasó sobre él, dejando un reguero vaporoso de arena negra.
Cristal fundido.
Las sinuosas columnas de carga estática parecían descargar cantidades astronómicas de energía recalentada, que abrasaba el paisaje a su paso.
Painter recordó la advertencia de Safia por radio, antes de que se cortara. Había intentado avisarle, pero él no la escuchó.
Y en ese momento se encontraba atrapado en el interior del tractor, que comenzaba a girar lentamente en un inmenso remolino de arena agitada. Durante los últimos cinco minutos, lo había arrastrado en un arco amplísimo, haciendo que girase despacio sobre su sitio, como un planeta que orbitara alrededor del sol.
A su alrededor danzaba la muerte. Por cada torbellino que estallaba con una aguda descarga de energía eléctrica, otros tres se creaban en su lugar.
Era cuestión de tiempo que uno de ellos cruzara por su camino, o peor aún, se abriera debajo del vehículo. Mientras giraba, divisó el otro camión, en situación idéntica a la suya. Otro diminuto planeta, como una luna.
Painter revisó las arenas que les separaban con la mirada y encontró una sola posibilidad. Sería la carrera del diablo, pero al menos le parecía mejor idea que seguir allí sentado, esperando a la muerte. Si tenía que morir, prefería hacerlo con las botas puestas. Bajó la mirada hacia su cuerpo desnudo. Sólo llevaba unos calzoncillos. De acuerdo, tendría que olvidarse de lo de llevar las botas puestas.
Se levantó y pasó a la parte posterior del vehículo. Debería correr todo lo que pudiera.
Sólo cogió la pistola… y una navaja.
Con tal breve preparación, se acercó a la portezuela trasera. Tenía que ser rápido. Empleó unos segundos en respirar profundamente, y a continuación, abrió la puerta.
La amplitud del desierto entró en erupción repentinamente a pocos metros de distancia. Otro demonio surgió de la arena, transmitiéndole su latigazo de energía estática. Se le electrizó el cabello de la cabeza y empezó a chisporrotearle. Esperaba que no se le prendiera fuego.
Se alejó deprisa de esa puerta, se le había acabado el tiempo ahí.
Se aproximó a la portezuela lateral, la abrió y saltó.
Al caer sobre la arena, se hundió hasta las pantorrillas. La arena estaba increíblemente suelta. Miró por encima de su hombro y vio al demonio abalanzarse sobre el tractor, crepitando por la energía. Olía a ozono y despedía una ola de calor intensa.
Pies de pluma, avanzad como la espuma.
Era una rima que su padre solía susurrarle al oído cuando le pillaba entretenido con algo.
No, papá… no hay que entretenerse, hay que avanzar.
Painter sacó los pies de la arena y corrió bordeando la parte delantera del tractor. El remolino se desplazó hacia él, atraído por el movimiento.
Divisó el camión. Cincuenta metros. Medio campo de fútbol.
Corrió en su dirección.
Pies de pluma, avanzad como la espuma.
Siguió corriendo, mientras repetía la rima como un mantra en su cabeza.
Al otro lado de la arena vio abrirse la puerta del camión. Sobre el escalón de subida al vehículo apareció el soldado y le apuntó con el rifle.
Prohibido el paso.
Por suerte, Painter ya llevaba su arma preparada. Disparó una bala tras otra, no había razón alguna para ahorrar proyectiles, así que siguió apretando el gatillo. Por fin, el conductor cayó hacia atrás, con los brazos en el aire.
Una explosión a sus espaldas empujó a Painter hacia delante con una bofetada de calor abrasador. Cayó con la cara sobre la arena. Escupiéndola, se puso en pie y siguió corriendo.
Miró brevemente atrás y vio el tractor volcado sobre un lateral, en llamas; el depósito había explotado a causa del calor del demonio centrífugo, que se había aproximado demasiado al vehículo. Painter continuó su huida mientras una lluvia de combustible salpicaba la arena.
Pero siguió corriendo como empujado por el mismísimo diablo.
Al llegar al camión, saltó hacia la puerta lateral, utilizó el cuerpo del conductor como peldaño y se impulsó hacia la plataforma del camión, cayendo de espaldas. La lona todavía estaba sujeta por las cuerdas. Utilizó la navaja para cortarlas. Estaban tensas, y se partieron como las cuerdas de una guitarra. Desplazó a un lado la lona y las cuerdas, para exponer lo que había debajo.
Lo que había visto desde el tractor.
Uno de los helicópteros monoplaza, una especie de trineo volador.
Estos pies de pluma han encontrado sus alas.
Safia escuchó las explosiones entrecortadas de una pistola. Painter…
Estaba acurrucada en el interior del pasadizo de la escalera, con Kara y Lu’lu a su lado. Había estado sopesando alguna forma de escapar de aquella catástrofe. Sentía que había una respuesta no lejos de su alcance, una pista que había pasado por alto, bloqueada por el miedo. Pero el miedo era un viejo amigo. Respiró profundamente varias veces, inhalando calma y exhalando tensión.
Se detuvo a pensar en aquel misterio.
Recordó sus pensamientos de camino a la superficie. Cómo el pasado y el presente se entremezclaban de numerosas maneras. Cerró los ojos.
Casi podía sentir que la respuesta se encontraba en su interior, como una burbuja en el agua.
Luego escuchó los disparos, seguidos de una explosión. Como la que se había producido en el camión del capitán al-Haffi minutos antes.
Safia corrió al exterior, a la superficie del cerro. Una bola de fuego se hinchó en el aire y desapareció en manos del viento. El tractor yacía volcado de lado.
Dios mío… Painter…
Divisó una figura desnuda sobre el otro camión más pequeño. Kara se unió a ella.
—¡Es Crowe!
Safia se aferró a aquella esperanza.
—¿Estás segura?
—Sí, aunque necesita un buen corte de pelo.
La figura se subió a algo que había en la parte trasera del camión.
En ese instante, Safia vio cómo se extendían los rotores plegables del aparato. Escuchó un gañido distante, y los rotores comenzaron a girar.
¡Un helicóptero!
Kara suspiró.
—Desde luego, este hombre tiene recursos para todo, no lo voy a negar.
Safia observó que un pequeño remolino, uno de ésos que garabateaban sobre las dunas, giraba en amplio arco en dirección al camión.
¿Lo habría visto Painter?
Painter se encontraba tumbado sobre el trineo del monoplaza, con los mandos junto a sus brazos, uno para cada mano. Los accionó para acelerar la velocidad de los rotores. Durante su formación en las Fuerzas Especiales, había volado distintos tipos de helicópteros, pero nunca uno como aquél.
Tampoco podía ser muy diferente.
Giró al máximo al acelerador de la derecha. No ocurrió nada. Probó con el de la izquierda. Tampoco. De acuerdo, tal vez sí que eran diferentes.
Giró los dos aceleradores de los mandos a la vez y el monoplaza se elevó en el aire. Mantuvo los mandos accionados y aceleró en un arco irregular, azotado por los vientos. Las sonoras batidas de los rotores coincidían con los latidos de su corazón, rápidos y furiosos.
Mientras la nave giraba, observó un remolino próximo a sus pies. Resplandecía y escupía fuego como un demonio recién salido del infierno.
Painter accionó los mandos y se inclinó hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia el frente.
Hacia el frente funcionó.
Pero tomó velocidad hacia abajo, como si se deslizara por una pendiente nevada. Intentó elevarse de nuevo antes de clavarse en la arena, manejando los pedales de mano. Rodó hacia la izquierda, intentó enderezar la dirección y finalmente consiguió elevar el morro de la aeronave.
En ese momento observó que se dirigía directamente hacia un torbellino monstruosamente gigantesco.
Así que trató de elevarse más aún, hacia la derecha, y consiguió dar un giro sobre sí mismo, volando todavía hacia el remolino. Sintió que el estómago se le daba la vuelta. Tiró del mando izquierdo, detuvo el giro y evitó por pelos al demonio de arena.
Pero mientras se alejaba, el remolino escupió un arco de energía estática, que le alcanzó. Painter sintió su latigazo desde las uñas de los pies hasta las cejas.
Y la aeronave también lo sintió.
De repente, se cortó la alimentación. Los instrumentos giraron a su antojo, y la nave comenzó a caer en picado, mientras los rotores giraban en vano. Apagó todos los sistemas y trató de conectar de nuevo el aparato. Se escuchó un leve gañido, pero el motor se caló.
Ante sí tenía el cerro, por lo que intentó dirigir el aparato hacia allí lo mejor que pudo… hacia la escarpada ladera.
Intentó de nuevo conectar los sistemas y, esa vez, el motor se accionó, tal vez ayudado por el giro de los rotores. Accionó ambos mandos a la vez.
La aeronave se elevó, cada vez más cercana al precipicio.
—Vamos… —murmuró con los dientes apretados.
Al acercarse al cerro, divisó su cima, y trató de elevar la nave unos centímetros más. El trineo de aterrizaje de la nave rozó el borde del cerro, volcando el aparato hacia un lado, con lo que los rotores golpearon las rocas y se partieron.
El compartimento del monoplaza saltó por los aires y aterrizó boca abajo sobre la superficie. Painter se golpeó la cabeza contra el suelo, pero sobrevivió. Un golpe de suerte.
Abrió la escotilla lateral y cayó a un lado, jadeando sobre la roca y sorprendido de seguir con vida.
Safia se apresuró hacia él.
Kara la siguió, con la mirada clavada en Painter y los brazos cruzados.
—Buen intento, pero ¿has oído alguna vez la frase «de la sartén al infierno»?
Painter se sentó.
—¿Qué diablos ocurre aquí?
—Debemos llegar a un sitio seguro —dijo Safia mientras le ayudaba a ponerse en pie.
—¿Adonde? —preguntó Kara mientras ayudaba a Painter por el otro lado—. La tempestad de arena desgarra el desierto, y bajo tierra, Ubar está en llamas.
Safia se enderezó.
—Sé dónde podemos cobijarnos.