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Painter miró hacia el otro lado de la improvisada sala médica. Los sedantes de la inyección le enturbiaban la cabeza, pero gran parte del efecto comenzaba a desaparecer, lo que le permitía pensar con mayor claridad. Aún así, se guardó ese hecho para sí mismo.
Vio a Cassandra entrar en la sala, con dificultades a causa de la fuerza de la tempestad. Un remolino de arena entró con ella, y tuvo que empujar con el hombro para cerrar la puerta.
Painter había escuchado lo suficiente como para saber que su intento de capturar a los demás había terminado en una metedura de pata. Pero no disponía de más detalles. No obstante, por la confianza de los pasos de Cassandra, y por la forma en que parecía mantener la moral alta, supo que no había sido derrotada por completo. Como siempre, aquella mujer tenía otro plan.
Ella percibió su atención adormilada, se aproximó hasta él y se dejó caer sobre un catre cercano. Su guardia personal, sentado junto a Painter, se enderezó. La jefa estaba delante. Cassandra sacó una pistola y la colocó sobre su regazo.
¿Habría llegado su final?
Por el rabillo del ojo, Painter consiguió divisar el diminuto círculo azul en la pantalla del portátil; al menos Safia continuaba con vida. Se había alejado de Shisur, en dirección norte. La pantalla de las coordenadas mostraba que continuaba bajo tierra, a unos noventa metros de profundidad.
Cassandra hizo un gesto al guardia para que se fuera.
—¿Por qué no sales a fumarte un cigarro? Yo vigilaré al prisionero.
—Sí, mi capitán, gracias. —Se dio la vuelta antes de que su superiora cambiase de idea. Painter percibió un matiz de miedo en la voz del hombre. Imaginaba cómo llevaría las cosas Cassandra, con intimidación y puño de hierro.
Cassandra estiró los brazos y las piernas.
—Bien, Crowe…
Painter apretó el puño bajo las sábanas. No le serviría de mucho, ya que tenía uno de los talones esposado a la pata del catre, y además ella se encontraba fuera de su alcance.
—¿Qué quieres ahora, Sánchez? ¿Regodearte?
—No. Sólo quería informarte de que tu captura parece haber despertado el interés de mis superiores. De hecho, es posible que gracias a ti haya conseguido ascender varios escalones en la pirámide de mando del Gremio.
Painter frunció el ceño. No había venido a regodearse, sino a alardear.
—¿El Gremio? Así que ésa es la organización que te firma las nóminas.
—¿Qué quieres que te diga? El sueldo no está nada mal —Se encogió de hombros—. Más paquetes de beneficios, un buen plan de pensiones, tu propio escuadrón de la muerte… ¿Cómo no me iba a interesar?
Painter notó la combinación de confianza y escarnio en su voz. Mala señal. Sin duda, tenía un plan en mente para obtener la victoria final.
—¿Para qué te uniste a ese Gremio? —le preguntó.
Cassandra bajó la mirada hacia él, amarrado al viejo catre. Su voz se volvió pensativa, a la vez que mucho más mezquina.
—El verdadero poder sólo se encuentra en los que están dispuestos a saltarse todas las reglas para conseguir sus objetivos. Las leyes y las normas no hacen más que cegar y entorpecer. Sé muy bien lo que significa no tener ningún poder.
Su mirada regresó al pasado. Painter percibió un pozo de dolor detrás de aquellas palabras, pero el hielo volvió a templar su voz.
—Al final conseguí la libertad cruzando límites que pocos se atreverían a cruzar. Y más allá, lo que encontré fue poder. Jamás volveré al pasado… ni siquiera por ti.
Painter reconoció la inutilidad de intentar razonar con ella.
—Intenté avisarte de que no siguieras por ese camino —continuó Cassandra—. Si incordias demasiado al Gremio, suelen devolver la coz. Y además, parece que tienen particular interés en ti.
Painter había oído hablar del Gremio. Una organización estructurada a partir de células terroristas, una asociación flexible y con una jerarquía en las sombras. Operaba a escala internacional, sin afiliación nacional específica, aunque se decía que había surgido de las cenizas de la antigua Unión Soviética, una combinación de mafiosos rusos y antiguos agentes de la KGB. Pero posteriormente, el Gremio se disolvió, más allá de las fronteras, como el arsénico en el té, y poco más se supo de ellos. Excepto que eran sangrientos y que no tenían ningún escrúpulo. Sus objetivos resultaban tan sencillos como el dinero, el poder y la influencia. Si conseguían acceso a la fuente de antimateria, su poder no encontraría límites. Serían capaces de chantajear a las naciones, de vender muestras a potencias extranjeras o terroristas… El Gremio se convertiría en una organización imparable e intocable.
Se detuvo un instante a estudiar a Cassandra. ¿Hasta dónde se habría introducido la garra del Gremio en Washington? Recordó el correo electrónico de prueba que envió. Al menos conocía a uno de los peces gordos. Se la habían jugado bien. Apretó el puño con más fuerza.
Cassandra se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.
—Cuando todo esto acabe, te voy a empaquetar, con un bonito lazo alrededor del cuello, y te voy a enviar a la dirección del Gremio. Ellos se encargarán de machacarte el cerebro como un cangrejo tritura a un pez muerto.
Painter sacudió la cabeza, sin saber siquiera lo que estaba negando.
—He visto en persona los métodos utilizados en sus interrogatorios —continuó Cassandra—, un trabajo impresionante. Se trataba de un tipo, un agente del MI5, que había intentado infiltrarse en la célula del Gremio en la India. El tipo quedó tan destrozado que lo único que pudo vocalizar fueron unos cuantos lloros lastimeros, como si fuera un cachorro magullado. Aunque la verdad es que yo no había visto nunca cómo se le arranca a un hombre la cabellera, con electrodos taladrados en el cráneo. Fascinante, de veras. ¿Pero para qué te cuento todo esto? Ya lo experimentarás por ti mismo.
Painter jamás habría imaginado la profundidad de la depravación y la malicia de aquella mujer. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta de aquel abismo de corrupción? ¿Cómo es que estuvo a punto de entregarle su corazón? Conocía la respuesta. De tal palo, tal astilla. Su padre se había casado con una mujer que terminó por apuñalarle hasta la muerte. ¿Cómo no se había dado cuenta aquel hombre del alma asesina oculta en la mujer a la que había entregado su corazón, con la que dormía noche tras noche, la madre de su propia hijo? ¿Acaso se trataba de una especie de ceguera genética transmitida de generación en generación?
Sus ojos se desviaron hacia el punto azul de la pantalla del ordenador. Safia. Sintió un manantial de cálidas sensaciones en su interior. No era amor, al menos no todavía, tras un periodo de tiempo tan corto. Pero era algo mucho más profundo que el respeto y la amistad. Barajó aquella posibilidad, aquel potencial de su interior. Existían mujeres bondadosas, con un corazón tan genuino como el suyo propio. Y él podía amarlas.
Volvió a mirar a Cassandra, y sintió lástima por ella.
Ésta debió percibir algo en su rostro; había esperado derrota, pero en su lugar, lo que encontró fue resolución y calma. La confusión asomó a los ojos de Cassandra, y Painter vio el destello de algo más profundo.
Angustia.
Aunque sólo fue un levísimo destello.
En un abrir y cerrar de ojos, la rabia se apoderó del resto de emociones. Cassandra se puso en pie de un salto, con la pistola en la mano. Él se limitó a mirarla fijamente. Que le disparase si quería. Aquello seria mejor que ser entregado a sus superiores. Cassandra emitió un sonido entre risa y desdén.
—Te guardaré para el Patriarca. Aunque puede que acuda como espectadora.
—¿El Patriarca?
—Es la última cara que verás en tu vida. —Dio media vuelta y se largó.
Painter escuchó el filo del miedo tras sus últimas palabras, tan similar a las del guardia que había salido poco antes. Miedo a su superior, alguien implacable y con puño de acero. Painter se sentó y permaneció inmóvil sobre el catre.
Los restos del efecto de los sedantes desaparecieron en una repentina llamarada. El Patriarca. Cerró los ojos ante la posibilidad. En ese mismo instante, supo con toda certeza quién dirigía el Gremio, o al menos, quién guiaba la mano de Cassandra.
Y era mucho peor de lo que había imaginado.
—Este debe ser el palacio de la reina —sugirió Omaha.
Desde el otro lado del patio de cristal negro, Safia observaba con atención la inmensa estructura, mientras Omaha barría con la luz de su linterna la superficie de la elevada estructura abovedada. La base era cuadrada, pero se encontraba coronada por una torre redonda de cuatro pisos de altura, con almenas en la parte superior. Arcos de cristal pardo decoraban la torre, dando paso a balcones que se abrían hacia la parte inferior de la ciudad. Zafiros, diamantes y rubíes decoraban las barandas y los muros. Los techos, de oro y plata, relucían con resplandores azulados que se reflejaban en el techo de la caverna.
Aún así, Safia lo observaba con ojo crítico.
—Es un duplicado de la ciudadela en ruinas de la parte superior. Fijaos en las dimensiones, en la estructura de la base, todo coincide.
—Dios mío, Safi, tienes razón. —Omaha dio un paso y se internó en el patio.
El espacio estaba amurallado a ambos lados, con una inmensa apertura arqueada en la parte delantera.
Safia miró a sus espaldas. El palacio, y no cabía duda de que se trataba del palacio de la reina, se alzaba en lo más elevado del muro de la caverna, cerca de la parte posterior de la ciudad, los restos de Ubar, que se extendían por caminos y callejuelas serpenteantes, descendiendo hasta terrazas interiores por escaleras y rampas. Los pilares se elevaban por todas partes.
—Echemos un vistazo al interior —dijo Omaha. Avanzó, seguido de Clay.
Kara ayudó a Lu’lu a caminar. La hodja ya se había recuperado de la sorpresa inicial.
Aún así, en su trayecto hasta ese lugar se habían encontrado con innumerables cuerpos momificados, enterrados en el vidrio, la mayoría de ellos sólo en parte, y algunos de ellos se veían completamente consumidos. Todo alrededor, en cada esquina, sus poses agonizantes surgían del cristal como árboles macabros y esqueléticos, miembros momificados. Sus posturas hablaban de un suplicio más allá de toda comprensión. Una mujer, congelada dentro de un muro de cristal, inmersa en él casi por completo, había tratado de proteger a su criatura, elevándola en el aire como si de una ofrenda a Dios se tratara. Mas su súplica no había sido atendida. El bebé se encontraba dentro del cristal también, por encima de la cabeza de la madre. Por todas partes observaron imágenes tan amargas como aquélla.
Ubar debió contar en su día con una población cercana al millar de habitantes. La élite de la ciudad de la superficie. Realeza, clérigos, artesanos que se habían ganado el favor de la reina. Todos muertos.
Aunque la reina había sellado el lugar, y aunque jamás volvió a hablarse de él, debió escaparse alguna palabra suelta en algún momento de la historia. Safia recordaba dos historias de Las mil y una noches: «La ciudad de Bronce» y «La ciudad petrificada». Las dos narraciones hablaban de una ciudad cuya población quedó congelada en el tiempo, convirtiéndose en latón o en piedra. La realidad era mucho peor que los cuentos.
Omaha continuó por la entrada del palacio.
—Podría llevarnos décadas estudiar todo esto, y me refiero a la maestría del trabajo en el cristal.
—Ubar reinó durante mil años. Tenía una fuente de poder a mano, diferente a todo lo visto hasta entonces… o hasta ahora. La humanidad descubriría un uso para semejante poder. No quedaría sin explotar. Toda esta ciudad es una muestra de la resolución humana —explicó Kara.
Safia tenía dificultades para igualar el entusiasmo de su amiga y hermana. Aquella ciudad era una necrópolis, una ciudad de muertos, no un legado de recursos, sino de agonía y horrores.
Durante las dos horas anteriores, el pequeño grupo había subido por la ciudad, explorándola en busca de respuestas a la tragedia. Pero llegaron a la cumbre sin encontrar ninguna pista.
Los demás permanecieron abajo. Coral seguía trabajando a la orilla del lago, realizando misteriosas mezclas químicas con la ayuda de Danny, que había descubierto una nueva pasión por la Física… o tal vez por la física rubia de un metro ochenta. Coral parecía encontrarse enfrascada en algo. Antes de que Safia y los demás se marcharan, Coral había pedido algo muy extraño: un par de gotas de sangre de ella y de varias Rahim. Safia le había preguntado la razón, pero Coral se había negado a explicar el por qué de su extraña petición, y se había enfrascado en el trabajo de inmediato.
Entretanto, Barak y el resto de las Rahim se extendieron en busca de algún medio para escapar de aquella tumba.
Omaha dirigía el grupo por el patio del palacio.
En el centro de aquel espacio abierto, una gigantesca esfera de hierro, de más de un metro de diámetro, descansaba sobre un lecho de cristal negro, esculpido con forma de mano. Safia rodeó la figura para observarla. Representaba claramente el toque de la reina sobre los artefactos de hierro, fuente de poder de aquel entorno.
Safia notó que Lu’lu también estudiaba la figura, pero no con la reverencia de antes, sino con horror.
Continuaron avanzando.
Cruzaron ante otra escultura, esta vez realizada en piedra caliza, posada sobre un pedestal de cristal para flanquear uno de los lados de la entrada arqueada del palacio. Safia levantó la mirada hacia la figura con capa, que portaba en una mano una lámpara alargada en alto. Parecía gemela de la que una vez ocultara el corazón de hierro, solo que los detalles de ésa no se veían tan desgastados. Resultaba verdaderamente impresionante, los pliegues perfectos de la ropa, la pequeña llama de arenisca en lo más elevado de la lámpara, los suaves rasgos de su rostro, el de una mujer joven. Safia sintió una punzada de renovado entusiasmo.
Miró al otro lado de la entrada. Sobre el suelo descansaba otro pedestal de cristal negro, pero sin estatua.
—La reina la tomó de aquí —dijo Safia—. Su propia estatua… para ocultar la primera llave.
Omaha asintió.
—Y la enterró en la tumba de Nabi Imran.
Kara y Lu’lu se detuvieron ante los arcos de entrada. Kara iluminó el interior con su linterna.
—Eh, vosotros dos, deberíais ver esto.
Safia y Omaha se unieron a ellas. Más allá de la entrada se abría un corto vestíbulo. Kara iluminó con el haz de luz las paredes, que le devolvieron un resplandor de ricos tonos de barro: habanos, cremas, rosados, sombras, entremezclados con salpicaduras de añil y turquesa.
—Es arena —dijo Kara—, arena mezclada con el cristal.
Safia había visto aquellas obras de arte antes, pinturas realizadas con arena de distintos colores y preservadas tras un cristal, solo que en ese caso, las obras se encontraban dentro del cristal. Cubría las paredes, el techo, el suelo, y representaba un oasis en medio del desierto. En la parte más elevada, un sol resplandecía con rayos de arena dorada, arremolinada con el azul y el blanco del cielo. A los lados aparecían dos palmeras datileras y, en la distancia, una tentadora charca de aguas de un azul cristalino. Las dunas rojizas cubrían una pared, realizadas con tal sutileza de tonos y sombras que invitaban a caminar por ellas. Bajo sus pies, arena y piedra. Arena verdadera incorporada en el interior del cristal.
El grupo no pudo evitar seguir adelante. Tras los horrores de la parte baja de la ciudad, aquel vestíbulo constituía un bálsamo para el corazón. La entrada, de unos cuantos escalones, conducía a una cámara con corredores cubiertos de arcos que se adentraban hacia lo más profundo.
Una escalinata se elevaba hacia la derecha, dando acceso a los niveles superiores.
Y a todo alrededor, la arena incrustada en el cristal moldeaba vistas panorámicas del desierto, el mar y las montañas.
—¿Sería así como estaba decorada la antigua ciudadela? —se preguntó Omaha—, ¿creéis que la reina intentaba recrear la morada de piedra, convirtiendo el cristal en arenisca?
—Tal vez se tratara de un asunto de privacidad —continuó Safia. Cualquier luz en el interior habría revelado los movimientos de la reina.
Avanzaron por aquel espacio y encontraron una sala que llamó la atención de todos ellos. Safia se detuvo a estudiar las pinturas de arena del lado opuesto a la entrada, el primer elemento decorativo que uno observaba al entrar.
Se trataba de un fragmento de desierto, una puesta de sol que alargaba las sombras bajo un cielo oscurecido y teñido de añil. Observó la silueta de una especie de torre plana en la parte superior, que le resultaba ligeramente familiar. Descubrió también otra figura envuelta en un manto, que se acercaba con una lámpara en la mano. Desde la parte superior de la estructura, una cascada de arena brillante, como rayos de luz, se derramaba hacia abajo. Los fragmentos de cuarzo y sílice mezclados con la arena relucían como diamantes.
—El descubrimiento de Ubar —explicó Lu’lu—. Es una imagen que ha pasado de generación en generación. La reina de Saba, de niña y perdida en el desierto, encuentra cobijo, y recibe las bendiciones del desierto.
Omaha se acercó a la espalda de Safia.
—Esa estructura con los rayos de luz que emanan de su interior también parece la ciudadela.
Safia comprendió entonces por qué el edificio le resultaba familiar. Se trataba de una interpretación rudimentaria, en comparación con los detalles de las otras obras. A ambos lados, las pinturas de las paredes mostraban la Ubar de arriba y la de abajo. El palacio y la ciudadela destacaban por su tamaño. Safia cruzó entre ellos.
Se detuvo ante la representación de una Ubar subterránea, toda ella realizada con arenas negras y añiles, una estampa asombrosa por la viveza de sus detalles. Incluso podía observar las dos estatuas que flanqueaban la entrada. El único detalle del patio era la figura de la niña envuelta en el manto. La reina de Ubar. Tocó la figura con los dedos, intentando comprender a su ancestro.
Existían demasiados misterios, y muchos de ellos jamás llegarían a descubrirse.
—Deberíamos regresar a la base —decidió Kara.
Safia asintió y, a regañadientes, iniciaron el camino de vuelta, en dirección a la parte baja. Una serpenteante vía pública conducía desde el lago hasta el palacio. Safia caminaba junto a la hodja, a quien Kara ayudaba a bajar las escaleras. Omaha iluminaba con la linterna el recorrido. Ninguno se atrevía a iluminar directamente los horrores que les rodeaban.
Mientras caminaban, el silencio de la ciudad caía sobre sus hombros con toda la presión de la eternidad, una sensación generalmente reservada para las iglesias, mausoleos y profundidades cavernosas. El aire olía a humedad, con cierto hedor eléctrico. Safia había pasado una vez junto a un accidente de tráfico acordonado, en el que una línea eléctrica había caído al suelo en medio de la lluvia. Uno de los cables se había cortado y chisporroteaba bajo la llovizna. El olor del aire le recordó aquel episodio e hizo que se sintiera incómoda, recordando las sirenas, la sangre y la tragedia repentina.
¿Qué les ocurriría a ellos?
Omaha observaba a Safia avanzar junto a la hodja por una curva de aquel camino de vidrio. Parecía una sombra de sí misma. Él deseaba acercarse a ella, confortarla, pero temía que sus atenciones no fuesen bienvenidas. Había visto aquella mirada en sus ojos. La de después de Tel Aviv. El deseo de hacerse un ovillo y aislarse del mundo. Aquella vez no fue capaz de consolarla, y en ese momento tampoco.
Kara se acercó a Omaha. La totalidad de su cuerpo mostraba un agotamiento extremo. Sacudió la cabeza con gesto negativo y le habló en voz baja.
—Todavía te quiere.
Omaha dio un pequeño traspiés, logró controlarse y volvió a iluminar el camino con la linterna. Kara continuó hablándole.
—Lo único que tienes que hacer es pedirle perdón.
Omaha abrió la boca para decir algo, aunque cambió de idea y la cerró.
—La vida es dura, pero el amor no tiene por qué serlo —pasó de largo junto a él e impostó ligeramente la voz—. Sé un hombre por una maldita vez en tu vida, Indiana.
Omaha se detuvo y bajó la linterna a un lado, demasiado aturdido como para moverse. Tuvo que obligar a sus piernas entumecidas a avanzar. El resto del camino de vuelta a la parte baja de la ciudad se mantuvo en silencio.
Por fin divisaron el lago, al final de una larga bajada. Omaha agradeció la compañía. Barak no había regresado aún de su búsqueda, pero la mayoría de las Rahim sí. Pocas habían sido capaces de soportar la visión de la necrópolis durante mucho tiempo. Sus expresiones se habían ensombrecido ante la estampa de su antiguo hogar.
Danny divisó a Omaha y corrió hacia él.
—La doctora Novak ha realizado unos descubrimientos muy intrigantes, venid a verlo.
El grupo de Omaha le siguió hasta el embarcadero. Coral había construido una especie de laboratorio temporal. Levantó el rostro demacrado hacia ellos.
Una de las piezas de su equipo se había convertido en una masa fundida, que todavía humeaba y olía a goma quemada.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Safia.
Coral sacudió la cabeza.
—Un accidente.
—¿Qué has descubierto? —le preguntó Omaha.
Coral giró una pantalla de cristal líquido hacia ellos. La ventana principal, abierta en la pantalla, mostraba varios esquemas. Sus primeras palabras llamaron la atención de todo el grupo.
—La prueba de que la existencia de Dios puede encontrarse en el agua.
Omaha enarcó una ceja.
—¿Te importaría elaborar un poco más esa respuesta? ¿O es la única conclusión a la que has llegado? Como las frases filosóficas de las galletas de la suerte.
—No se trata de filosofía, sino de hechos. Empecemos por el principio.
—Hágase la luz.
—No hay que ir tan lejos, Dr. Dunn. Química básica. El agua está compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno.
—H20 —dijo Kara.
Un gesto de asentimiento.
—Lo curioso del agua es que se trata de una molécula curvada. Coral señaló el primero de sus esquemas en la pantalla.
—Esta curva es la que otorga al agua su ligera polaridad. Una carga negativa en el átomo de oxígeno. Una carga positiva en los lados del hidrógeno. La curva también permite que el agua adopte formas inusuales. Como el hielo.
—¿Qué tiene de extraño el hielo? —preguntó Omaha.
—Si dejaras de interrumpir… —Coral le dedicó un gesto de enfado.
—Indiana, déjala terminar.
Coral dio las gracias a Kara con un asentimiento.
—Cuando la materia se condensa de gas a líquido y a sólido, se vuelve cada vez más compacta, ocupando menos espacio, haciéndose más densa. Pero el agua no. El agua alcanza su máxima densidad a cuatro grados centígrados. Antes de congelarse. Cuando el agua se congela, esa peculiar molécula curvada adopta una inusual forma cristalina, con numerosos espacios vacíos en su interior.
—Hielo —murmuró Safia.
—El hielo es menos denso que el agua, mucho menos denso. Por eso flota en la superficie del agua. De no ser así, no existiría la vida en la Tierra. El hielo que se forma en la superficie de los lagos y océanos se hundiría constantemente, aplastando toda la vida que hubiera debajo, y por tanto destruyendo la posibilidad de que cualquier forma de vida inicial prosperase. El hielo flotante también aísla a los cuerpos acuáticos, protegiendo la vida en lugar de destruirla.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con la antimateria? —insistió Omaha.
—Ahora lo explico. Tengo que destacar primero las curiosas propiedades de la molécula del agua y su propensión a formar extrañas configuraciones. Porque hay otra manera de hacer que el agua se alinee consigo misma. Ocurre constantemente en el agua normal, pero dura nanosegundos. Es demasiado inestable en la Tierra. Sin embargo, en el espacio el agua forma y mantiene esa forma inusual.
Coral señaló el siguiente esquema.
—Ésta es una representación bidimensional de veinte moléculas de agua, que conforman una configuración compleja. Un dodecaedro pentagonal.
—Pero es mejor visualizarlo en tres dimensiones. —Coral señaló el tercer esquema.
—Parece una enorme esfera hueca —dijo Omaha.
Coral asintió.
—Exacto. Esta formación se conoce como fulereno, nombre que procede de su inventor, Buckminster Fuller.
—Estos fulerenos se encuentran en el espacio —dijo Safia—. Pero duran muy poco en la Tierra.
—Se trata de un problema de estabilidad.
—¿Y por qué nos cuentas todo esto? —preguntó Kara.
Danny realizó un cómico baile hacia adelante y hacia atrás sobre sus talones, detrás de todos ellos, y señaló al lago.
—El agua está repleta de esos fulerenos, estables e inalterables.
—Buena parte del agua —coincidió Coral.
—¿Cómo es posible? —preguntó Safia—. ¿Qué hace que se mantengan estables?
—Lo que hemos venido a buscar —continuó Coral, fijando la mirada en el agua—, la antimateria.
Omaha se acercó a la pantalla. Coral pulsó varias teclas más.
—La materia y la antimateria, al ser elementos opuestos, se atraen entre sí, razón por la que no encontramos antimateria en la Tierra. La materia lo es todo, y la antimateria se aniquila de inmediato. En los laboratorios del CERN, en Suiza, los científicos han logrado producir partículas de antimateria, suspendidas en cámaras magnéticas de vacío durante cierto tiempo. Los fulerenos actúan de la misma forma.
—¿Cómo puede ser? —Omaha se inclinó sobre el hombro de Coral, que ampliaba el siguiente esquema.
—Porque los fulerenos tienen la capacidad de actuar como cámaras magnéticas microscópicas. En el centro de estas esferas hay un espacio totalmente hueco, al vacío. Y ahí es donde sobrevive la antimateria —señaló la a del interior de la figura del diagrama—. La antimateria, a cambio, se beneficia del fulereno. Dado que atrae las moléculas de agua, hace que la esfera se comprima lo suficiente como para estabilizar el fulereno. Y al estar totalmente rodeado de moléculas de agua, el átomo de antimateria se mantiene en suspensión en el centro, incapaz de tocar la materia.
Coral miró al grupo.
—Antimateria estabilizada —indicó Omaha.
Coral suspiró.
—Estable hasta que recibe una buena sacudida eléctrica, o entra en contacto con un imán poderoso, o con la radiación. Cualquiera de estas opciones desestabilizaría la balanza. El fulereno se desmorona, la antimateria entra en contacto con la molécula de agua y se auto aniquila, liberando una carga exponencial de energía. —Echó un vistazo a las ruinas humeantes de una de sus máquinas.
—La respuesta a una fuente de energía ilimitada.
—¿Cómo llegó hasta aquí esta antimateria? —preguntó Kara.
Danny asintió.
—Estábamos hablando de eso antes de que llegarais, y se nos había ocurrido una posibilidad. ¿Recuerdas, Omaha, que en la caravana hablamos de que el tambaleo de la Tierra hizo que esta región pasara de ser una frondosa sabana a un desierto?
—Hace veinte mil años —puntualizó su hermano.
—La Dra. Novak piensa que tal vez un meteorito de antimateria, lo suficientemente grande como para sobrevivir al atravesar la atmósfera, cayó en la península Arábiga, explotó y quedó enterrado en un lecho de piedra caliza porosa, que creó esta burbuja cristalina bajo tierra.
Coral intervino, mientras los demás observaban boquiabiertos la caverna.
—La explosión debió romper un sistema de agua generada por la Tierra, haciendo que su efecto se derramara por los canales de las profundidades. Literalmente, sacudiendo el mundo, lo suficiente como para afectar a la polaridad de la Tierra, o tal vez para variar el giro de su núcleo magnético. Ocurriese como ocurriese, cambió el clima local, y convirtió el Edén en un desierto.
—Y mientras se producía todo ese cataclismo, se formó la burbuja de cristal —Danny continuó con la explicación—. La explosión y el calor del impacto desataron una generación violenta de neblina, junto con la expulsión de átomos y subpartículas de antimateria. Cuando este espacio se enfrió, sellado e independiente de todo lo demás, el agua se condensó alrededor de los átomos de antimateria y formó los fulerenos estabilizados y protegidos. Y este lugar permaneció imperturbable durante miles y miles de años.
—Hasta que alguien encontró el puñetero sitio —añadió Omaha.
Imaginó a una tribu de nómadas, que tal vez dieran con aquel descubrimiento en busca de agua. Seguramente no tardaron en enterarse de las extrañas propiedades del agua, una fuente de energía en aquella época lejana. Así que debieron protegerla, ocultarla, y tal como Kara había mencionado antes, la ingenuidad humana halló una forma de aprovecharla. Omaha recordó los cuentos de Arabia: alfombras voladoras, magos y hechiceros con poderes increíbles, objetos encantados de todas las formas y tamaños, genios que concedían deseos milagrosos. ¿Acaso todos ellos llegaron a saber de aquel misterio?
—¿Y qué hay de las llaves y los otros objetos? —pregunto—. Mencionaste algo sobre el magnetismo.
Coral asintió.
—No puedo ni imaginar el nivel de tecnología que poseía aquella gente. Tenían acceso a una fuente de poder que hoy en día tardaría décadas en ser comprendida por completo. Pero ellos la conocían lo suficiente como para crear estas obras de cristal y arenisca, esas reacciones magnéticas tan complejas.
Kara observó la ciudad con atención.
—Tuvieron mil años para perfeccionar su arte.
Coral se encogió de hombros.
—Apuesto a que el líquido del interior de las llaves procede de este lago. Los fulerenos contienen una pequeña carga. Si la carga de todos ellos pudiera dirigirse en una dirección, el objeto de hierro se imantaría. Y dado que los fulerenos del interior están alineados con el campo magnético del hierro, permanecerían estables y no se aniquilarían en ese campo.
—¿Qué nos dices del camello de hierro del museo? —preguntó Safia—. El que explotó.
—Una reacción en cadena de energía pura —respondió Danny— El rayo globular debió ser atraído por el hierro y por la extraña polaridad de su núcleo acuoso. Tal vez incluso fuera arrastrado al interior. Fijaos en el techo de esta caverna, intercepta la electricidad estática de la tempestad.
Omaha miró hacia arriba y observó las chispas eléctricas, que brillaban con un resplandor más intenso del habitual.
Danny terminó la explicación.
—Así que la tormenta de Londres pasó su electricidad al hierro, le transfirió su energía de un solo golpe. Demasiado fuerte. El efecto, dramático y descontrolado, dio lugar a la explosión.
Coral se removió en su asiento, inquieta.
—Apuesto a que la explosión ocurrió únicamente porque la solución de antimateria se había desestabilizado ligeramente a causa de los átomos de uranio del hierro. La radiación los excitó y aumentó la fragilidad de la configuración de los fulerenos.
—¿Y qué hay de este lago? —murmuró Omaha, echando un vistazo al agua.
Coral frunció el entrecejo.
—Mis instrumentos son demasiado rudimentarios para un análisis en profundidad. No he detectado radiación, pero eso no significa que no la haya. Tal vez en algún punto del lago. Tendremos que bajar más equipos, llegado el momento.
Clay habló por vez primera, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Entonces qué ocurrió en el año 300 después de Cristo? ¿Por qué todos esos cuerpos están enterrados en el cristal? ¿Por una explosión?
Coral sacudió la cabeza negativamente.
—No lo sé, pero no hay rastros de ninguna explosión. Tal vez se tratara de un accidente, de un experimento que salió mal. En este embalse yace un poder desconocido —Coral echó un rápido vistazo a la ciudad, antes de volverse hacia Safia—. Dra. al-Maaz, hay algo más que deberías saber.
Safia desvió su atención hacia la física.
—Se trata de tu sangre —continuó Coral.
Antes de que pudiera ofrecer más datos, un ruido hizo que todos los ojos miraran hacia el lago. Escucharon un débil silbido, un silbido que les dejó congelados al aumentar de potencia con rapidez y brusquedad.
Motos acuáticas.
Al otro lado del lago, un resplandor voló por las alturas, iluminando las aguas carmesí y reflejándose en las paredes y el techo. Un segundo resplandor saltó hacia arriba.
Pero no, no era un resplandor. Era algo que caía hacia la ciudad hacia ellos.
—¡Un cohete! —gritó Omaha—. ¡Todos a cubierto!
Painter esperaba su oportunidad.
La sala de adobe temblaba con el castigo de la tempestad contra las puertas, las ventanas obstruidas con tablones y los tapajuntas del techo. El ruido parecía el de un animal hambriento tratando de devorar la construcción, intentando colarse dentro, implacable, decidido y enloquecido por la sed de sangre. Aullaba con frustración y bramaba con todas sus fuerzas.
En el interior, alguien había conectado la radio. Sonaban las Dixie Chicks. Pero la música resultaba casi imperceptible ante la arremetida de la tempestad.
Y se estaba colando en su refugio.
Por debajo de la puerta se filtraba la arena en delgados chorros ensortijados, como si fueran serpientes. A través de las hendiduras de las ventanas, la tempestad jadeaba y escupía ráfagas de polvo, ya casi continuas.
El aire del cuarto se había enranciado, y apestaba a sangre y yodo.
Los únicos que quedaban allí eran los heridos, un médico y dos guardias. Media hora antes, Cassandra se había marchado con todos los demás para realizar el asalto subterráneo.
Painter miró la pantalla del portátil. El pequeño círculo azulado continuaba girando, y ubicando a Safia a diez kilómetros al norte de allí, bajo la arena.
Esperaba que el resplandor significara que continuaba con vida. Pero sabía que el transmisor no moriría con Safia, sino que continuaría transmitiendo, con lo cual no podía estar seguro de nada. Aún así, por las coordenadas cambiantes que aparecían en la pantalla, Safia se encontraba en movimiento. Debía confiar en que continuara con vida.
¿Pero por cuánto tiempo?
El tiempo se le echaba encima con un peso físico. Había oído la llegada de varios tractores oruga M4 desde la base aérea de Thumrait, cargados de suministros y armamento, justo cuando estallaba lo peor de la tempestad. Aún así, el grupo había logrado superar a la esperada megatempestad.
Además de los nuevos suministros, otra treintena de hombres se había sumado a las fuerzas de Cassandra. Hombres de mirada dura, descansados y completamente equipados. Habían irrumpido en la sala como si fueran los dueños del lugar. Más miembros de élite del Gremio. Sin pensarlo un segundo, se habían quitado la ropa llena de arena para embutirse en unos trajes de neopreno negros.
Painter lo había observado todo desde su camastro.
Algunos le dedicaron varias miradas amenazantes. Al parecer, se habían enterado de la muerte de John Kane, y parecían dispuestos a arrancarle la piel a tiras. Pero no tardaron en marcharse, desapareciendo en la tempestad. A través de la puerta abierta, Painter divisó una moto acuática transportada hacia el agujero.
Trajes de neopreno y motos acuáticas. ¿Qué habría encontrado allí Cassandra?
Continuó trabajando bajo las sábanas. Le habían desnudado hasta dejarle en calzoncillos, con un tobillo esposado a la pata del armazón de la cama. Sólo tenía un arma: la aguja indicadora de un condensador, de tres centímetros de longitud, que había logrado robar de una pila de material médico desechado, cuando minutos antes, los dos guardias se distrajeron al abrir el viento la puerta.
La había ocultado con rapidez.
Se incorporó ligeramente para alcanzar su pie.
El guardia, que holgazaneaba en el catre de al lado, levantó la pistola que descansaba sobre la parte interior de su codo.
—Vuelve a tumbarte.
Painter obedeció.
—Me pica la pierna.
—No es mi problema.
Painter suspiró. Esperó a que el guardia desviara la atención y no le mirara. Pasó el pie libre sobre el esposado. Había conseguido sujetar la aguja entre el dedo gordo del pie y el siguiente, y trataba de introducir la aguja en el pequeño cerrojo, algo extremadamente complicado de realizar con los dedos de los pies y sin ver nada.
Pero el que la sigue, la consigue.
Cerró los ojos y continuó moviendo la aguja disimuladamente bajo las sábanas.
Por fin sintió una satisfactoria disminución de la presión en el tobillo atrapado. Libre. Se quedó quieto y miró hacia el guardia. ¿Y ahora qué?
Cassandra se hallaba en cuclillas en la proa de la Zodiac. El motor al ralentí ronroneaba detrás de ella. Enfocaba con los prismáticos de las gafas de visión nocturna la orilla lejana del lago. Tres resplandores pendían sobre la ciudad de cristal, iluminándola en todo su alcance. A pesar de la situación, Cassandra no podía por menos que sentirse asombrada.
Al otro lado del lago se escuchaba un estallido constante de cristales.
Un lanzagranadas escupió otro proyectil, que se elevó en arco sobre las seis motos acuáticas. Explotó en las profundidades de la ciudad, con un resplandor que la cegó a través de las lentes de los prismáticos. Los bajó. Las bengalas bañaban la ciudad en tonos carmesí y anaranjados. El humo se elevaba en el aire en calma, mientras que en la parte superior de la cueva, la energía crepitaba y se arremolinaba en una vorágine añil.
La destrucción de aquel lugar irradiaba una hermosura sublime.
Otras cuantas granadas propulsadas formaron varios arcos sobre la superficie del agua, derrumbándose sobre la ciudad y destrozando pilares de vidrio que caían como secuoyas taladas.
Verdaderamente magnífico.
Cassandra extrajo el localizador portátil de un bolsillo de su chaqueta de combate y miró la pequeña pantalla de cristal líquido. El circulo azulado brillaba, alejándose de su posición en busca de tierras mas elevadas.
La descarga de artillería pretendía tan sólo ablandarlos.
Corre mientras puedas. La diversión no ha hecho más que comenzar.
Safia subía con los demás por una estrecha escalinata serpenteante. Las explosiones resonaban a todo alrededor, amplificadas por la burbuja de vidrio. El humo volvía el aire irrespirable. Corrían a través de la oscuridad, con las linternas apagadas.
Omaha se mantenía a su lado y ayudaba a Lu’lu. Safia llevaba de la mano a una niña, aunque no servía de gran consuelo para la pequeña. A cada explosión, Safia se encogía, temiendo que hubiera llegado el final, esperando que la burbuja de cristal se viniera abajo. Los deditos de la niña se aferraban a los suyos.
Los demás avanzaban por delante y por detrás de ellas. Kara ayudaba a otra de las ancianas, mientras que Danny, Clay y Coral les seguían, al cuidado de más niñas. Varias Rahim habían desaparecido en las callejuelas y terrazas, y se encontraban tumbadas sobre el suelo en posición de francotirador. Otras simplemente se habían desvanecido para proteger la retaguardia.
Safia observó cómo una mujer daba varios pasos hasta internarse en un callejón en sombras y desaparecía ante sus ojos. Tal vez fuese un efecto óptico del vidrio y las sombras… o tal vez una demostración de aquel don del que Lu’lu le había hablado. El don de nublar la percepción y desaparecer.
El grupo llegó a la parte superior de la escalinata. Safia miró a sus espaldas y observó una visión panorámica de la ciudad y de la costa. Las bengalas iluminaban la cueva, cubriéndola de tonos carmesí.
Junto al lago, el barco real había quedado reducido a un esqueleto de madera humeante. El muelle de piedra se hallaba destrozado, y el vidrio de la orilla, salpicado de agujeros.
—El bombardeo se ha detenido —dijo Omaha.
Safia se dio cuenta de que estaba en lo cierto, a pesar de que ella todavía oía las explosiones en su cabeza.
En el lago, las fuerzas de Cassandra se adentraban entre la ciudad. Las motos de agua y las lanchas se aproximaban en ángulo a la orilla, al unísono, como un equipo aéreo. Y más cerca, a lo largo de la propia orilla, otra tira de vehículos acuáticos se encontraba próxima a tocar tierra, avanzando en forma de V.
Safia miró con más atención y observó varios hombres con trajes de neopreno sobre tablas motorizadas. Llegaron a la orilla, se adentraron en tierra firme con el impulso de las tablas sobre el agua y tomaron posiciones en cuclillas, con los rifles en la mano. Otros ya habían desaparecido por los callejones.
En la parte inferior estalló un tiroteo, como una batalla de luciérnagas ruidosas, un intercambio de artillería entre las fuerzas de Cassandra y las Rahim. Fue breve, poco más que un ladrido de perros enfadados. Otra granada salió disparada de una de las motos de agua y explotó en el punto de donde había surgido el tiroteo. Los vidrios saltaron en mil pedazos resplandecientes.
Safia rezó por que las Rahim ya hubieran huido. Disparar y echar a correr, ésa era su única posibilidad. Cassandra les superaba con creces, tanto en número como en armamento. ¿Pero adonde podían dirigirse? Se encontraban atrapados en la burbuja cristalina. Hasta el dhow estaba destrozado.
Observó las motos de agua y las barcas llegar a la orilla y descargar más hombres, que se abrirían paso por la ciudad destrozando todo lo que encontraran.
Sobre sus cabezas, las bengalas comenzaban a debilitarse, hundiéndose en la ciudad hecha añicos. Y su pérdida de intensidad oscureció Ubar, iluminada ya únicamente por las nubes de fuego azulado del techo, que sumían la ciudad en sombras de color índigo.
Safia miró hacia arriba. El crepitar de la energía y las espirales de las nubes gaseosas habían aumentado con ferocidad, como encolerizadas por la destrucción.
Estalló otro tiroteo en algún punto de la ciudad.
—Tenemos que continuar avanzando —dijo Omaha, instándola a continuar.
—¿Adonde? —preguntó Safia volviéndose hacia él.
Sus miradas se encontraron. Omaha no sabía qué responder.
La tempestad continuaba aporreando el edificio de adobe, haciendo que todo el mundo tuviese los nervios a flor de piel. La arena y el polvo lo cubrían todo, se colaban por todas las grietas y huecos. Los vientos bramaban en el exterior.
Los informes de campo que se escuchaban por la radio y que describían la batalla librada bajo tierra no ayudaban mucho a Painter. Parecía una derrota clara. La superioridad de las fuerzas de Cassandra barría el terreno, encontraba poca resistencia y disfrutaba de aquel caos.
Y a los chicos que había allí no se les permitía jugar.
—¡Apaga esa maldita música de las Dixie Chicks! —gritó el guardia.
—¡Que te jodan, Pearson! —replicó el médico mientras colocaba un vendaje absorbente.
Pearson se volvió hacia él.
—Escúchame, maldito perro…
El segundo guardia había regresado e intentaba llenar un vaso de papel con agua del barril, que volcaba hacia un lado para llenarlo.
Painter sabía que no se le presentaría una oportunidad mejor.
Rodó del catre casi sin hacer ruido, se apoderó del arma del guardia, retorciéndole la muñeca salvajemente, y le metió dos balazos en el pecho.
El impacto lanzó al hombre hacia el colchón de detrás.
Painter adoptó una posición de disparo, con una rodilla en el suelo, y apretó el gatillo tres veces, todas en dirección de la cabeza del otro guardia; dos de las balas dieron en el blanco. El hombre cayó al suelo, manchando de sangre y sesos la pared a sus espaldas.
Con un salto, Painter se incorporó. Esperaba que el rugido de la tempestad hubiese acallado los disparos. Recorrió la habitación apuntando con el arma. La ropa y las armas de los heridos se encontraban apiladas fuera del alcance inmediato de los demás. Tan sólo quedaba el médico.
Painter clavó los ojos en el hombre, mientras comprobaba por el rabillo del ojo el resto de la sala. Sobre el colchón, Pearson balbucía, medio desangrado.
Painter se dirigió al médico.
—Si intentas hacerte con un arma, eres hombre muerto. Pero a este hombre aún puedes salvarle la vida. Tú eliges. —Retrocedió hasta el portátil, lo buscó a tientas con la mano, lo cerró y se lo metió bajo el brazo.
El médico mantenía las manos en el aire, con las palmas hacia él.
Painter no bajó la guardia ni un instante. Se aproximó de espaldas a la puerta, alcanzó la manivela y la abrió de par en par. Los fuertes vientos por poco le envían de vuelta al fondo del cuarto, pero contuvo su acometida y empujó en su contra hasta lograr salir al exterior. No se molestó en cerrar la puerta. Una vez afuera, giró sobre sus talones y echó a correr en dirección a los tractores detenidos.
Se abría paso entre la arena y el viento, descalzo y vestido únicamente con unos calzoncillos boxers. La arena le arañaba como si fuera fibra metálica. Mantuvo los ojos cerrados, ya que era imposible ver nada. La arena le impedía respirar y le atoraba la garganta cada vez que intentaba inspirar.
Avanzaba con la pistola por delante, y su otra mano se aferraba al portátil. Éste contenía los datos que necesitaba: información sobre el Gremio y sobre Safia.
El arma chocó contra una superficie metálica.
El primero de los tractores. Por mucho que le hubiese gustado subirse a él, continuó adelante. Aquel vehículo monstruoso estaba inmovilizado por los que tenía detrás. Oyó el motor del vehículo al ralentí, seguramente lo habrían dejado en marcha para cargar la batería, y rezó por que hubieran hecho lo mismo con los demás.
Continuó a lo largo de la fila de vehículos, con tanta rapidez como le era posible.
Escuchó vagamente unas palabras tras él. Alguien había dado la voz de su huida.
Painter trataba de avanzar contra los vientos de la tempestad apoyando el hombro sobre el dibujo de la rueda de oruga de los tractores.
Por fin alcanzó el último de aquella fila, cuyo motor ronroneaba como un gatito feliz, un gatito de veinte toneladas.
Se deslizó hacia un lado y encontró la puerta, difícil de abrir con el viento en contra. No era un trabajo a realizar con una sola mano, así que introdujo la pistola bajo la goma de sus boxers, que se dejaron caer por el peso del arma, y colocó el portátil en el dibujo de la rueda. Así logro por fin abrir la portezuela lo justo como para deslizarse al interior, no sin antes agarrar el ordenador.
Una vez adentro, cerró la puerta de golpe y bajó el pestillo. Apoyó la espalda contra el cristal de ésta y escupió la arena que tenía acumulada en la boca. Se frotó los ojos y se sacudió el polvo de las cejas y pestañas.
De repente, una ráfaga de balas acribilló el vehículo, y Painter sintió las vibraciones de los proyectiles en la espalda. Se tiró hacia un lado. Aquí nunca parece terminar la diversión.
Se deslizó hasta sentarse en el asiento del conductor y tiró el portátil al otro asiento. La tempestad se arremolinaba más allá del parabrisas, sumiendo la tarde en una noche permanente. Encendió los faros, y su visibilidad aumentó a un par de metros más. No estaba mal.
Metió la marcha atrás y aceleró.
Se batió en retirada en esa dirección, confiando en que, si había algo ahí afuera, la mole del tractor oruga pasaría por encima.
Le llegaron más ráfagas de balas, como si un puñado de niños le estuviera apedreando.
Aceleró cuando notó que salía de las ruinas chamuscadas de Shisur. Escapó hacia el desierto marcha atrás. Más adelante ya pensaría en otras marchas, por el momento, aquélla le iba bien.
Al mirar un instante hacia el parabrisas, percibió el resplandor de dos brillos gemelos en la oscuridad, en dirección a la ciudad.
La persecución daba comienzo.
Mientras los otros descansaban brevemente, Omaha contemplaba el palacio de la reina. La colosal estructura había logrado escapar al bombardeo inicial. Tal vez pudieran tratar de ocultarse en su torre. Sacudió la cabeza negativamente al momento.
Una idea atractiva, pero poco práctica. Su única posibilidad era continuar en movimiento. Pero se les estaba acabando la ciudad, no quedaban más que unos cuantos callejones y construcciones bajas detrás del palacio.
Echó un vistazo a la parte inferior de la ciudad. Las luces intermitentes indicaban que continuaba el fuego esporádico, cada vez menos frecuente y más cercano. La defensa de las Rahim se había debilitado y no resistiría mucho tiempo más.
Omaha sabía que estaban condenados. Nunca se había considerado a sí mismo pesimista, sino pragmático. Miró a Safia. Aun con su última bocanada de fuerza, la mantendría a salvo.
Kara se acercó a su lado.
—Omaha…
Él la miró. Nunca le llamaba por su nombre. Su rostro denotaba un agotamiento extremo, tenía los ojos hundidos y las arrugas marcadas por el miedo. Al igual que él, presentía que se aproximaba el final.
Kara señaló hacia Safia con la cabeza, y le habló en un suspiro.
—¿A qué diablos estás esperando? Por todos los santos… —Se hizo a un lado y se dejó caer junto a la pared del patio.
Omaha recordó las palabras anteriores de Kara. Todavía te ama.
A pocos pasos de él se encontraba Safia. La vio arrodillada junto a la niña, sujetando las manitas de la pequeña entre las suyas propias. Su rostro resplandecía con el brillo del techo, como una Madonna con el Niño.
Se acercó un poco a ella… y un poco más. Las palabras de Kara se repetían en su cabeza. La vida es dura, pero el amor no tiene por qué serlo.
Safia no levantó la mirada, pero se dirigió a él.
—Éstas son las manos de mi madre —pronunció con una tranquilidad que desafiaba a su situación. Miró a la niña a los ojos—. En todas estas mujeres aún vive mi madre. Toda una vida, desde bebé hasta anciana, de principio a fin.
Omaha apoyó una rodilla en el suelo, delante de ella. La miró a la cara, mientras ella estudiaba a la pequeña. Aquella mujer le cortaba la respiración, literalmente.
—Safia —comenzó en voz baja.
Ella le miró, con los ojos brillantes.
—Cásate conmigo.
Safia parpadeó varias veces.
—¿Qué…?
—Te quiero. Siempre te he querido.
Ella volvió la cara hacia otro lado.
—Omaha, las cosas no son tan sencillas…
Él le tocó la barbilla suavemente con un dedo, e hizo que la girase de nuevo hacia él.
—Sí lo son, claro que sí.
Safia intentó volverse de nuevo, pero él no la dejó escapar. Se acercó más a ella.
—Lo siento.
Los ojos de la mujer aumentaron de brillo, pero no de alegría, sino por la proximidad de las lágrimas.
—Me abandonaste…
—Lo sé. No sabía qué hacer. Pero el que te abandonó era un niñato —bajó la mano y tomó la suya—. Y ahora es un hombre el que se arrodilla ante ti.
Safia le miró a los ojos, indecisa.
Un movimiento por detrás de Safia llamó la atención de Omaha. De repente, varias figuras salieron de las sombras, bordeando la esquina del palacio. Hombres. Una docena.
Omaha se puso en pie de un salto y se colocó delante de Safia.
Una figura avanzó hacia él de entre la penumbra.
—¡Barak! —Omaha no lograba comprender la situación. Aquel gigantesco árabe llevaba desaparecido desde antes del ataque.
Un puñado de hombres siguió a Barak, todos ataviados con ropa del desierto, y conducidos por una figura que se apoyaba en una muleta. El capitán al-Haffi.
El jefe de los Fantasmas del Desierto hizo una señal a sus hombres para que avanzaran. Entre ellos se encontraba Sharif, tan sano como cuando Omaha le viera por última vez en la tumba de Job. Había sobrevivido al tiroteo sin un solo rasguño. Sharif y los demás hombres se dispersaron calle abajo, armados con rifles, lanzagranadas y pistolas.
Omaha se quedó mirando sus movimientos.
No sabía lo que estaba ocurriendo, pero a Cassandra le esperaba una buena sorpresa.
Lo único que quedaba era limpiar la zona.
Cassandra tenía un pie sobre el pontón de su lancha. Escuchaba por el canal abierto cómo varios equipos barrían la ciudad por cuadrantes, acabando con los restos de la resistencia. Clavó los dedos en el localizador electrónico. Sabía con exactitud en qué punto de la ciudad se encontraba Safia.
Cassandra pensaba dejar que la conservadora del museo correteara como un ratoncillo mientras sus hombres acababan con la limpieza, con su resistencia. Quería a esa zorra con vida. Sobre todo tras saber que Painter había escapado.
Tuvo que contener un grito de frustración.
Les cortaría los testículos a todos sus hombres como no capturaran a Painter.
Respiró profundamente varias veces. No había mucho más que hacer allí. Se aseguraría de tener el control de aquel lugar, le arrancaría sus secretos, y para ello necesitaba a Safia con vida. Una vez que la tuviera en sus manos, podría jugar su carta contra Painter. Un pequeño as en la manga.
De repente, una explosión desvió su atención de vuelta a la ciudad. Le sorprendió que sus hombres tuvieran que hacer uso de otra granada. Observó cómo el proyectil atravesaba el aire.
Parpadeó al comprobar su trayectoria.
¡Mierda!
Saltó desde su posición y corrió hacia la orilla. Las suelas de goma de sus zapatillas se adherían al tosco vidrio del suelo. Se lanzó tras una pila de escombros en el momento en que la granada explotaba en el lugar exacto donde se encontrara antes sobre la lancha.
La explosión la ensordeció, produciéndole dolor en los oídos y picor en los ojos. El agua, cargada de fragmentos de cristal, se elevó por los aires con el estallido. Cassandra se lanzó al suelo y rodó sobre el vidrio, mientras una lluvia de cristales rotos se abalanzaba sobe ella.
Se cubrió la cabeza con los brazos. Los fragmentos rebotaban contra el vidrio, le rasgaban la ropa y la piel, escocían como una llovizna de fuego.
Una vez que terminó la lluvia mortífera, se puso en pie y contempló la ciudad. ¿Acaso alguien había arrebatado a sus tropas un lanzagranadas?
Otros dos proyectiles dibujaron sus arcos en el aire, y nuevas ráfagas de fuego automático se escucharon desde una docena de puntos distintos.
¿Qué diablos estaba ocurriendo?
Mientras las explosiones y las balas retumbaban al fondo, Safia miraba al capitán al-Haffi apoyado en la muleta. La sorpresa de su aparición había dejado a todos sin habla.
El capitán clavó la mirada en Lu’lu. Tiró a un lado la muleta y apoyó una rodilla en el suelo. Comenzó a hablar en árabe, pero en un dialecto que pocos habían oído pronunciar. Safia tuvo que esforzarse por reconocer aquel sonsonete.
—Alteza, perdonad a vuestro siervo por llegar tan tarde.
Hizo una reverencia con la cabeza.
La hodja se encontraba tan aturdida como los demás, tanto por su llegada como por aquella pose.
Omaha se colocó junto a Safia.
—Están hablando en Shahran.
La mente de Safia comenzó a centrifugar. Los Shahra eran el clan de la montaña cuyo linaje descendía del Rey Shaddad, el primer gobernante de Ubar… o mejor dicho, el consorte de su primera reina.
Barak habló al oír a Omaha.
—Somos el clan de los Shahra.
El capitán al-Haffi se puso en pie, y otro hombre le ofreció la muleta. Safia comprendió en ese momento lo que acababa de presenciar: el reconocimiento formal del linaje del rey ante su reina.
El capitán al-Haffi les hizo un gesto para que le siguieran, y continuó en el idioma de todos.
—Mi intención era sacaros de aquí, pero lo único que puedo ofreceros es cobijo. Espero que mis hombres y vuestras mujeres logren detener a esos malhechores. Venid.
Les guió alrededor del palacio hasta la parte trasera. Todos le siguieron.
Omaha caminaba junto a Barak.
—Así que eres un Shahra.
El hombre asintió.
—Por eso conocías esa puerta trasera de las montañas, a través del cementerio. Dijiste que sólo los Shahra conocían esa ruta.
—El Valle del Recuerdo —entonó Barak con formalidad—. Las tumbas de nuestros ancestros, los que tuvieron que abandonar Ubar.
El capitán al-Haffi cojeaba junto a Lu’lu. Kara ayudaba a la anciana por el otro lado, mientras continuaba la conversación.
—¿Y por eso os ofrecisteis voluntarios en esta misión? ¿Por vuestros vínculos con Ubar?
El capitán realizó otra pequeña reverencia.
—Disculpad la artimaña, Lady Kensington. Pero los Shahra no revelamos nuestros secretos a los de fuera. No es nuestra forma de actuar. Somos guardianes de este lugar, tanto como las Rahim. Es la carga que nos encomendó la última reina de Ubar, junto antes de que los dos linajes iniciaran caminos distintos. Al igual que dividió las llaves, también dividió las dos líneas reales, y cada una mantuvo sus propios secretos.
Safia paseaba la mirada entre las dos casas de Ubar, unidas de nuevo después de tantos siglos.
—¿Y qué secreto guardasteis vosotros? —inquirió Omaha.
—La antigua ruta de Ubar. La que recorrió la primera reina. Se nos prohibió que la abriésemos hasta que alguien volviera a caminar por la ciudad.
—Una puerta trasera —resumió Omaha.
Safia debería haberlo imaginado. La reina que selló Ubar tras la terrible tragedia era demasiado meticulosa. Contaba con un plan de contingencia sobre otro, y los utilizó para los dos linajes.
—Entonces, ¿existe una forma de salir de aquí? —preguntó Omaha de nuevo.
—Sí, a la superficie. Pero no hay escapatoria. La furia de la tempestad de arriba hace que cruzar la bóveda de Ubar resulte extremadamente peligroso. Por eso nos ha costado tanto llegar hasta aquí, una vez que Barak nos informó de que las puertas habían sido abiertas.
—Bueno, más vale tarde que nunca —sentenció Danny a sus espaldas.
—Sí, pero ahora azota la zona una nueva tempestad, que se eleva desde el sur. Salir a esas arenas constituiría la muerte de cualquiera.
—Así que estamos atrapados —espetó Omaha.
—Hasta que la tempestad amaine. No nos queda otro remedio que resistir hasta entonces.
Con aquel pensamiento aleccionador, cruzaron las últimas callejuelas hasta llegar a la pared del fondo de la caverna. Parecía sólida, pero el capitán al-Haffi continuó adelante. En ese momento, Safia lo vio. Una fractura recta en la pared de vidrio, angulada hacia el interior, por lo que resultaba difícil de percibir. El capitán al-Haffi les guió hacia la entrada.
—Hasta la superficie hay que subir ciento cincuenta escalones. El pasaje servirá de cobijo para las niñas y las mujeres.
—Y de trampa si no logramos mantener a raya a Cassandra. Todavía nos supera en número y armas.
El capitán al-Haffi pasó la mirada por el grupo.
—A mis hombres no les vendría mal un poco de ayuda, de cualquiera que sepa manejar un arma.
Safia vio a Danny y Coral aceptar varias armas que se encontraban ocultas en un hueco de la grieta. Incluso Clay dio un paso al frente y extendió la mano.
Se dio cuenta de que Safia le miraba con sorpresa.
—Es que necesito un sobresaliente —fue todo lo que dijo antes de hacerse a un lado. Le centelleaban los ojos de miedo, pero no se echó atrás.
Omaha fue el último.
—Yo tengo una pistola, pero podría utilizar otra más.
El capitán al-Haffi le entregó un M-I6.
—Bueno, esto servirá.
Safia avanzó un paso hacia él antes de que se alejara.
—Omaha… —No había respondido a su pregunta de antes. ¿Acaso aquellas palabras no habían sido más que una confesión en el lecho de muerte, a sabiendas de que estaban condenados a perecer allí?
Él le sonrió.
—No tienes que decir nada. Te he dicho lo que siento. Pero todavía no me he ganado tu respuesta —comenzó a alejarse—. Espero que al menos me permitas intentarlo.
Safia se abalanzó sobre él y le rodeó el cuello con los brazos, a la vez que le hablaba al oído.
—Sí que te amo… Pero no sé… —No pudo terminar la frase, que quedó pendida entre los dos.
Él la abrazó con fuerza.
—Yo sí que lo sé. Y esperaré a que te decidas.
Una discusión entre Kara y el capitán al-Haffi les obligó a separarse.
—¡No permitiré que salga a luchar, Lady Kensington!
—Soy perfectamente capaz de utilizar un arma.
—En tal caso, llévese una para las escaleras, tal vez le haga falta.
Kara no podía ocultar su irritación, pero el capitán estaba en lo cierto. Quizás la última batalla se librara en las escaleras de la gruta.
El capitán al-Haffi le puso una mano en el hombro.
—Tengo una deuda con su familia, y espero poder saldarla hoy.
—¿A qué te refieres? —preguntó Kara.
Él agachó la cabeza; su voz se tiñó de un tinte acongojado y pudoroso.
—Ésta no es la primera vez que presto un servicio a vuestra familia. Cuando era joven, un chico, en realidad, me ofrecí voluntario a ayudaros a vos y a vuestro padre.
Kara no comprendía nada.
—Me llamo Habib.
Kara ahogó un grito y retrocedió un paso.
—El guía del día de la caza… ¡Eras tú!
—Se suponía que yo debía protegeros, dado el interés de vuestro padre en Ubar. Y fracasé. El miedo no me dejó seguiros el día en que os adentrasteis en las arenas prohibidas. Pero cuando vi que los nisnases se dirigían hacia vos, eché a correr en vuestra dirección, aunque ya era demasiado tarde. Os recogí de la arena y os llevé a Thumrait. No sabía qué más podía hacer.
Kara se había quedado estupefacta. Safia se encontraba entre ambos. El círculo se había completado, de principio a fin, de regreso a aquellas arenas.
—Por ello, dejad que os proteja ahora… ya que no logré hacerlo en el pasado.
Kara no pudo más que asentir. El capitán se dio la vuelta para marcharse, pero Kara aún tenía algo que decirle.
—No eras más que un niño.
—Ahora soy un hombre —se volvió de nuevo y siguió a los demás de vuelta a la ciudad.
Safia escuchó en aquellas palabras el eco de las de Omaha. La hodja paseó la mirada entre las que quedaban.
—Todavía no ha acabado todo. —Con aquellas crípticas palabras, se introdujo en la gruta—. Aún debemos recorrer el camino de nuestra antigua reina.