arreug al ne y roma le ne
Safia bajó apresuradamente por la rampa en espiral, encabezando a los demás. El estallido sobre sus cabezas les sumió en el pánico. Los escombros caían rodando desde arriba: cristales, piedras, incluso una llanta de metal rota. Ésta última había rodado como el aro de un niño, dando botes por la rampa, camino de las profundidades, a través del grupo de gente en plena huida.
Omaha lo siguió con la linterna hasta que desapareció. El ruido de arriba se desvaneció, perdiéndose en un eco lejano.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Safia.
Omaha sacudió la cabeza.
—Painter, supongo.
Kara marchaba por el otro lado.
—Barak y Coral han vuelto atrás para comprobar de qué se trataba.
Detrás de ellos avanzaban Danny y Clay, con el equipo cargado a la espalda. Ambos llevaban linternas. Clay sujetaba la suya con las dos manos, como si fuera una cuerda de salvamento. Safia dudaba de que alguna vez volviera a ofrecerse voluntario para una expedición de campo.
Tras ellos marchaban las Rahim, igualmente cargadas con víveres y bultos. Solamente alumbraban con unas pocas linternas. Lu’lu, enfrascada en una discusión con otra de las ancianas, las dirigía. Habían perdido a seis mujeres durante el combate y el bombardeo. Safia percibió una profunda tristeza en sus ojos. Una niña sollozaba detrás. Al estar tan aisladas las Rahim, cualquier muerte debía ser devastadora para ellas. Eran menos de una treintena, una cuarta parte de ellas, niñas y ancianas.
De repente, el suelo cambió bajo sus pies, pasando de vidrio áspero a piedra. Safia miró hacia abajo según descendían por la rampa en espiral.
—Arenisca —dijo Omaha—. Hemos llegado al final de la explosión.
Kara alumbró con su linterna hacia atrás, luego hacia delante.
—¿Ha provocado todo esto la explosión?
—Una especie de onda expansiva —respondió Omaha, aparentemente poco impresionado—. La mayor parte de esta rampa en espiral ya debía estar aquí. La cámara en forma de trilito sirvió de tapón, y la bomba se limitó a destaparlo.
Safia sabía que Omaha estaba simplificando las cosas. Siguió adelante. Si habían pasado del cristal a la piedra, el final debía estar cerca. La arenisca bajo los pies todavía estaba húmeda. ¿Qué ocurriría si lo que habían encontrado no era más que un pasaje inundado? Tendrían que volver atrás… enfrentarse a Cassandra.
Un gran alboroto llamó su atención. Coral y Barak corrieron hasta ellos. Safia se detuvo junto con los demás.
Coral señaló hacia atrás.
—Ha sido Painter, ha lanzado un camión contra la entrada.
—Un camión enorme —aclaró Barak.
—¿Qué se sabe de él? —preguntó Safia.
Coral se humedeció los labios, frunciendo el ceño con preocupación.
—Ni rastro de él.
Safia miró por encima del hombro de la mujer, buscando.
—Eso no mantendrá a Cassandra lejos de nosotros para siempre, he oído a unos hombres excavando ahí arriba —Coral se inclinó hacia delante—. Painter nos ha conseguido un poco de tiempo, vamos a utilizarlo.
Safia respiró lo más profundamente que pudo. Coral tenía razón. Se giró y continuó bajando. Nadie habló durante la siguiente vuelta de la rampa en espiral.
—¿A qué profundidad estamos? —preguntó Kara.
—Yo diría que a unos sesenta metros —respondió Omaha.
A la siguiente vuelta se abrió una caverna, aproximadamente del tamaño de dos plazas de garaje. La luz de sus linternas se reflejó en un pozo de agua que había en el centro. Se agitaba suavemente, con la superficie cubierta de neblina. Un chorro de agua caía del techo.
—La fuente de la cámara de agua —supuso Omaha—. La onda expansiva ha debido succionarla hacia arriba, como si fuera leche que sube por una pajita.
Todos entraron en la caverna. Un pretil de piedra remataba el borde del pozo.
—Mirad —Kara dirigió su linterna hacia una puerta que se encontraba en el lado más apartado. Rodearon el pozo.
Omaha colocó la palma de la mano en la superficie de la puerta.
—Hierro también. Seguro que lo fundían por aquí cerca.
Había una manivela, pero una barra atravesaba de un lado al otro el marco de la puerta.
—Para mantener la cámara cerrada a presión —dijo Coral tras de ellos—. Para mantener el vacío explosivo.
Señaló con un movimiento de cabeza hacia el pozo de agua.
Por encima de ellos, se oyó el eco de un estallido.
Omaha agarró la barra que cerraba la puerta y tiró de ella. No se movió.
—Maldita sea. Está atascada —se limpió las manos en la capa—. Y pringosa de aceite.
—Para que resistiera la corrosión —comentó Danny. Intentó ayudarle, pero los dos hermanos tampoco consiguieron nada—. Necesitamos una palanca o algo así.
—No —dijo la hodja por detrás de ellos. Se abrió paso a un lado del grupo con su bastón y se detuvo junto a Safia—. Las cerraduras de Ubar sólo puede abrirlas una Rahim.
Omaha se limpió las manos de nuevo.
—Señora, adelante, inténtelo.
Lu’lu golpeó la barra con su bastón.
—Se necesita a una persona bendecida por Ubar, alguien que lleve la sangre de la primera reina, para poner en funcionamiento estos artefactos sagrados —la hodja se volvió hacia Safia—. Alguien que posea los dones de las Rahim.
—¿Yo? —dijo Safia.
—Te pusimos a prueba —le recordó Lu’lu—. Y las llaves te respondieron.
Safia se acordó de la lluviosa tumba de Job. Se acordó de cómo había esperado a que la lanza y el busto señalasen hacia Ubar. Al principio no ocurrió nada, pero llevaba puestos los guantes de trabajo. Kane había colocado la lanza en el agujero, sin que se moviera. No fue hasta que ella secó la lluvia que corría como lágrimas por la mejilla de la estatua con sus dedos desnudos. No ocurrió nada hasta que la tocó.
Entonces se había movido.
Y los cuernos en forma de media luna del toro. No había ocurrido nada hasta que ella los examinó, desatando su electricidad estática. Había puesto en marcha la bomba con el roce de un dedo.
Lu’lu le indicó con un movimiento de cabeza que se adelantase.
Safia, aturdida, dio un paso al frente.
—Espera. —Coral sacó algo de un bolsillo.
—¿Qué es eso? —le preguntó Omaha.
—Estoy probando una teoría —dijo ella—. Antes estuve estudiando las llaves con parte del equipo electrónico de Cassandra.
Coral hizo un gesto para que Safia continuara.
Inspirando profundamente, Safia se acercó y agarró la barra con su mano buena. No sintió nada especial, ningún chispazo. Tiró de la barra, que se levantó sin la menor dificultad. Sorprendida, retrocedió un paso.
—Maldita sea —gritó Omaha.
—Vaya, te ha impresionado —dijo Kara.
—Debo haberla aflojado.
Coral negó con un movimiento de cabeza.
—Es una cerradura magnética.
—¿Qué? —preguntó Safia.
—Esto es un magnetómetro —Coral levantó el dispositivo que tenía en la mano—. Mide las cargas magnéticas. La polaridad de esa longitud de hierro ha cambiado cuando la has tocado.
Safia miró fijamente la barra.
—¿Cómo…?
—El hierro es altamente conductivo y reactivo al magnetismo. Si frotas una aguja con un imán le traspasas la carga magnética. De alguna manera, estos objetos responden a tu presencia, a alguna energía que tú emites.
Safia recordó el movimiento del corazón de hierro sobre el altar de la tumba de Imran. Se había movido como una brújula, alineándose a lo largo de algún eje.
Arriba sonó otro estallido. Omaha dio un paso adelante.
—Sea como sea, vamos a utilizarla.
Con la barra ya suelta, agarró la manivela y tiró. Las bisagras engrasadas se movieron con facilidad. La puerta se abrió y dio paso a una oscura escalera descendente, tallada en la piedra.
Después de cerrar y bloquear la puerta, Omaha abrió camino con la linterna, Safia caminaba a su lado, y el resto del grupo les seguía. El pasadizo era recto, aunque con mucha pendiente. Se prolongaba hacia abajo otros treinta metros y desembocaba en una caverna cuatro veces mayor que la primera. En esa cámara también había un pozo, oscuro y vidrioso. El aire desprendía un extraño olor, no sólo a humedad, sino también a ozono, el olor que acompaña a las tormentas de gran aparato eléctrico.
Pero nada de esto retuvo la atención de Safia más de un instante.
A pocos pasos avistó un muelle de piedra que se adentraba en el agua.
Al final del mismo flotaba un precioso dhow de madera, un barco de vela árabe, de unos diez metros de eslora. Sus costados relucían aceitados, deslumbrantes bajo los destellos de sus linternas. Las barandillas y los mástiles estaban decorados con panes de oro, y las velas, inservibles allí pero aun así presentes, se hallaban plegadas y atadas.
Cuando el grupo se reunió, se escucharon murmullos de asombro.
A la izquierda, un ancho túnel de agua se adentraba en la oscuridad.
En la proa del dhow se erguía la figura de una mujer, desnuda de cintura para arriba, con los brazos castamente cruzados sobre el pecho y el rostro mirando hacia el túnel inundado.
Incluso desde allí, Safia reconoció el semblante de la figura.
La Reina de Saba.
—Hierro —dijo Omaha a su lado, llamando su atención. Alumbró con la linterna la cabeza de la figura del barco. La estatua estaba esculpida totalmente en hierro. Avanzó hacia el muelle—. Parece que vamos a navegar de nuevo.
En el fondo de la dolina, Cassandra miraba fijamente el cuerpo mutilado. No sabía como sentirse. Lástima, ira, un cierto temor. No tenía tiempo para pensar en ellos. En su lugar, puso su mente a maquinar cómo sacar partido de aquello.
—Sacadle a la superficie, metedle en un saco mortuorio.
Los dos soldados sacaron el cadáver del que fuera su jefe de entre los restos del tractor. Otros subían y bajaban por el extremo opuesto, salvando todo lo que podían encontrar, colocando las cargas para apartar con una voladura los restos del vehículo accidentado. Varios hombres retiraban los escombros del camino, utilizando los buggies.
Un par de soldados desenrollaron un largo cable a través de un hueco entre los restos.
Todo parecía en orden.
Cassandra se acercó a la moto de arena y la montó. Se ajustó el pañuelo y las gafas de protección y se encaminó hacia arriba. Pasarían otros quince minutos hasta que las cargas estuvieran colocadas. Aceleró el ritmo y subió rápidamente para salir de la dolina.
Cuando llegó al borde, la fuerza de la tempestad de arena, que se había hecho más fuerte, le hizo volcar. Intentó ganar tracción, lo consiguió, y condujo hasta el centro de mando, cobijada dentro de uno de los pocos edificios de adobe que todavía quedaban en pie, rodeado de camiones aparcados.
Derrapó para frenar, apoyó la moto contra la pared y se bajó. Entró de golpe por la puerta.
Había hombres heridos sobre mantas y catres, muchos por el tiroteo con el extraño equipo de Painter. Cassandra había oído los informes sobre las habilidades de combate de las mujeres, cómo parecían surgir de la nada y desaparecían exactamente de la misma manera. No había ni una sola estimación de cuántas eran.
Pero ahora se habían ido todas, habían bajado por el agujero.
Cassandra se acercó a un catre. Un médico atendía a un hombre inconsciente, rematando una última sutura en la laceración de la mejilla. El médico no podía hacer nada con la enorme hinchazón que se le veía en la frente.
Painter podría tener las siete vidas de un gato, pero en esta ocasión no había caído de pie. Se había dado un golpe tremendo en la cabeza. La única razón de que aún siguiera con vida era la arena suelta que había a lo largo del borde de la dolina, que había amortiguado su caída.
Por la aviesa mirada de los hombres se adivinaba que no apreciaban tanto la buena suerte de Painter. Todos conocían el sangriento final que había tenido John Kane.
Cassandra se detuvo a los pies del catre.
—¿Cómo está?
—Conmoción cerebral leve. Pupilas uniformes y reactivas. Este hijo de perra sólo ha perdido el conocimiento.
—Pues despiértale, dale a oler esas sales.
El médico suspiró, pero obedeció. Tenía otros hombres, sus propios hombres, a los que atender. Pero Cassandra todavía estaba al mando. Y todavía tenía que hacer uso de Painter.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Omaha—. ¿Remar? ¿Salir y empujar?
Desde la proa de la embarcación, miró atrás. Toda la compañía había subido al fantástico dhow. Barak se encorvó sobre el timón del barco. Clay se arrodilló y rascó el pan de oro. Danny y Coral parecían estar estudiando la estructura del timón, inclinándose por la popa y mirando fijamente hacia abajo. Las Rahim se dispersaron por el barco para examinar otros detalles.
El dhow resultaba todavía más impresionante visto de cerca. Los panes de oro adornaban la mayor parte de todas las superficies. Los pomos estaban adornados con madreperlas. Las candeleras eran de plata maciza. Incluso las maromas llevaban hebras de oro tejidas en ellas. Era una falúa real.
A pesar de su belleza, no parecía demasiado práctica como embarcación para navegar. No a menos que de repente soplara un fuerte viento. Detrás de Omaha, Kara y Safia permanecían de pie en la proa, flanqueando el busto de hierro de la Reina de Saba. La hodja se apoyaba en su bastón.
—Vamos, tócala —pidió Kara a Safia. La hodja le había recomendado lo mismo.
Safia tenía su brazo bueno cruzado bajo el cabestrillo y en su cara se percibía un gesto de preocupación.
—No sabemos lo que ocurrirá.
En sus ojos, Omaha vio el destello de la erupción de la cámara de trilitos. Safia observó a la nueva tripulación del dhow. Temía ponerles en peligro, especialmente por su propia mano.
Omaha avanzó hasta ponerse a su lado y posó una mano en su hombro.
—Safi, Cassandra va a bajar hasta aquí a disparar todas sus armas. Personalmente, prefiero jugarme el tipo con esta dama de hierro que con esa zorra de corazón de acero.
Safia suspiró. Él sintió que ella se relajaba bajo la palma de su mano, rindiéndose por fin.
—No me sueltes —susurró ella. Avanzó y tocó el hombro de la estatua de hierro, de la misma manera que Omaha le estaba tocando a ella. Cuando la palma de la mano de Safia hizo contacto, Omaha noto que un ligero escalofrío eléctrico le recorría el cuerpo. Safia pareció no darse cuenta.
No ocurrió nada.
—No creo que yo sea la persona adecuada para…
—No —dijo Omaha, interrumpiéndole—. Mantente firme.
Él sintió un ligero temblor bajo los pies, como si las aguas bajo el barco hubieran empezado a hervir. Lentamente, el barco empezó a moverse. Giró en redondo.
—¡Soltad amarras! —gritó a los otros. Las Rahim se movieron rápidamente, soltando las amarras y las cuerdas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Safia, que mantenía la palma de la mano en su sitio.
—Barak, ¿tienes el timón?
Cerca de la popa, el hombre lo confirmó agitando un brazo. Coral y Danny corrieron hacia delante. La espigada mujer arrastraba una gran maleta.
La velocidad del barco aumentó ligeramente. Barak les dirigió hacia la bocana abierta del túnel inundado. Omaha levantó la linterna y la encendió. El haz de luz se perdió en la oscuridad.
¿Hasta dónde llegará? ¿Adonde conducirá?
Sólo había una manera de descubrirlo.
Safia temblaba bajo la palma de la mano de Omaha, que se acercó más, hasta pegar su cuerpo al de ella. Safia no protestó, inclinándose hacia atrás ligeramente. Omaha podía leer sus pensamientos. El barco no había explotado. Todos estaban a salvo, de momento…
Coral y Danny se inclinaron de nuevo sobre el costado del barco, alumbrando con sus linternas.
—¿Hueles el ozono? —dijo ella al hermano de Omaha.
—Claro.
—Mira cómo el agua desprende vapor cuando toca el hierro.
Sus ojos se llenaron de curiosidad.
—Chicos, ¿qué estáis haciendo? —preguntó Omaha.
Danny se echó hacia atrás, con la cara sofocada.
—Investigación.
Omaha puso los ojos en blanco. Su hermano siempre sería un loco de la ciencia. Coral se irguió.
—En el agua se está produciendo algún tipo de reacción catalítica. Creo que la desencadenó la doncella de hierro. Está generando algún tipo de fuerza propulsora —se inclinó sobre la barandilla de nuevo—. Quiero comprobar el agua.
Danny asintió, como un cachorro moviendo la cola.
—Buscaré un cubo.
Omaha les dejó con su proyecto de ciencias. En este momento, lo único que le preocupaba era saber hacia dónde se dirigían. Se dio cuenta de que Kara le estaba mirando… no, les miraba a él y a Safia.
Al verse sorprendida mirando, Kara desvió la atención hacia el oscuro túnel.
Omaha se dio cuenta de que la hodja hacía lo mismo.
—¿Sabes adonde nos lleva? —preguntó a la anciana.
Ésta se encogió de hombros.
—Hacia el verdadero corazón de Ubar.
Se hizo un silencio en el barco según avanzaban bajando por la larga y oscura garganta. Omaha miraba hacia arriba, tal vez esperando ver el cielo de la noche. Pero no allí.
Allí navegaban a muchos metros por debajo de las arenas.
Painter se despertó sobresaltado, jadeando, ahogándose y con los ojos ardiendo.
Intentó sentarse pero le empujaron hacia atrás. Su cabeza repicaba como una campana. Le molestaba la luz. La habitación le daba vueltas.
Giró hacia un lado y vomitó por el borde del catre. Su estómago se retorcía una y otra vez.
—Veo que estás despierto.
Aquella voz congeló el febril dolor de su cuerpo. A pesar del destello y el dolor que le causaban las intensas luces, miró a la mujer que estaba a los pies de su cama.
—Cassandra.
Estaba vestida con un uniforme de faena de color pardo, con un poncho hasta las rodillas, atado con cinturón. Un sombrero le colgaba de un cordón por la espalda, y llevaba un pañuelo al cuello. Su piel brillaba a la luz, pero sus ojos resplandecían todavía con más intensidad.
Él intentó sentarse, mas dos hombres le sujetaron por los hombros.
Cassandra les ordenó retirarse.
Painter se sentó lentamente. Las armas le apuntaban.
—Tenemos varios asuntos que discutir —Cassandra se agachó sobre una de sus rodillas—. Esa pequeña proeza tuya me ha costado la mayor parte de mi equipo electrónico. Aunque logramos salvar unas cuantas cosas, como mi ordenador portátil. —Señaló al ordenador que estaba sobre una silla plegable. Mostraba un mapa de la región vía satélite de SeawiFS, con imágenes en directo de la tempestad de arena.
Painter vio que los datos meteorológicos se desplazaban. El sistema de altas presiones de la costa del Mar de Omán finalmente había cruzado las montañas. Debía chocar con la tempestad de arena en las dos próximas horas. Una tempestad de mil demonios, tanto en el mar como en tierra.
Pero a nadie le importaba eso ahora.
—No pienso decirte nada —espetó él.
—No recuerdo haberte preguntado ninguna cosa.
Él le hizo un gesto de mofa. Incluso eso le dolía.
Cassandra se volvió hacia el ordenador y pulsó varias teclas. La pantalla mostró una proyección de la zona: ciudad, ruinas, desierto. Era monocromática, excepto por un pequeño círculo de color azul, de 6 milímetros de diámetro, que giraba lentamente. Por debajo de él, las coordenadas a lo largo de los ejes X, Y y Z iban cambiando. Imagen en directo. Él sabía perfectamente lo que estaba mirando, la señal de un microtransmisor, un sistema diseñado por sus propias manos.
—¿Qué has hecho?
—Se lo implantamos a la Dra. al-Maaz. No queremos perderle el rastro.
—La transmisión… bajo tierra… —Pasó un mal rato intentando desenredar la lengua.
—Encontramos hueco suficiente entre los escombros para bajar una antena. Una vez que pudimos soltar suficiente cable, captamos su señal. Debe haber buena acústica allí abajo. Hemos bajado los amplificadores de transmisión. Podemos seguirle la pista en cualquier parte.
—¿Por qué me estás contando todo esto?
Cassandra regresó a su cama. Tenía un pequeño transmisor en la mano.
—Para informarte de una pequeña modificación en tu diseño. Al parecer, que con un poco más de batería, puedes hacer estallar una bolita de C4. Te puedo mostrar el esquema.
Painter se quedó helado.
—Cassandra, ¿qué has hecho? —Visualizó la cara de Safia, su tímida sonrisa.
—En el transmisor hay C4 suficiente para destrozar la columna vertebral de alguien.
—No habrás…
Ella enarcó una ceja, gesto que a él solía excitarle y acelerarle el pulso. Pero en este momento, le aterrorizó.
Painter apretó un puñado de hojas.
—Te diré lo que quieres saber.
—Qué cooperativo. Pero, una vez más, Painter, no recuerdo haberte hecho ninguna pregunta —cogió el transmisor y miró fijamente a la pantalla—. Ha llegado el momento de castigarte por tu pequeña proeza de hoy.
Apretó el botón.
—¡No!
Su grito se perdió en una terrible explosión. Parecía que le hubiese explotado el corazón. Se quedó sin habla al comprenderlo.
Cassandra sonrió mirándole, deliciosamente satisfecha.
Las risas de los hombres de la sala fueron cada vez más groseras, con poco sentido del humor.
Ella sujetó el dispositivo.
—Lo siento, creo que me he equivocado de transmisor. Éste controlaba las cargas situadas en los restos del tractor. Mis expertos en demolición me han prometido que los explosivos abrirán un paso hacia el túnel. Todo lo que se necesita ahora es un poco de limpieza. Podremos entrar dentro de una media hora.
A Painter todavía le dolía el corazón y le palpitaba en la garganta.
Cassandra sacó un segundo transmisor.
—Éste es el bueno. Conectado con el transmisor de Safia. ¿Lo intentamos de nuevo?
Painter se limitó a agachar la cabeza. Seguro que lo haría. Ubar estaba abierto, así que Cassandra ya no necesitaba los conocimientos de Safia.
Cassandra se arrodilló más cerca de él.
—Ahora que tengo toda tu atención, tal vez podamos charlar un poco.
Safia pasaba el rato sin hacer nada, con una mano sobre el busto de hierro y la cadera apoyada contra la barandilla del barco. ¿Cómo podía estar tan asustada y tan cansada al mismo tiempo? Había transcurrido media hora desde que todos oyeran la explosión, que provenía de la rampa en espiral.
—Suena como si Cassandra se abriera paso a golpes —había dicho Omaha.
Para ese momento, su barco había avanzado bastante túnel abajo. Aun así, la tensión había aumentado. Muchas linternas señalaban hacia atrás, sin ver a nadie. Safia se podía imaginar la frustración de Cassandra cuando descubriera que se habían ido y se enfrentara a un túnel inundado.
Tendrían que nadar un buen trecho si Cassandra y su equipo querían seguirles.
Aunque el avance del dhow era tan sólo un poco más rápido que un paseo enérgico, ya habían navegado durante más de una hora. Tenían que estar por lo menos a nueve o diez kilómetros de distancia, en lo que era una lenta pero auténtica fuga.
A cada momento que pasaba, todo el mundo se relajaba un poco más. ¿Quién podía garantizar que Cassandra lograría despejar de escombros la entrada de la rampa?
Aun así, Safia no podía dejar de sentir otro temor, uno más próximo a su corazón.
Painter.
¿Qué le habría ocurrido? Muerto, capturado, perdido en la tempestad. Parecía que no había ninguna posibilidad esperanzadora.
Detrás de Safia, unas cuantas Rahim cantaban suavemente, con tristeza, llorando su muerte. Arameo de nuevo. El corazón de Safia respondió, afligido.
Lu’lu se movió para llamar su atención.
—Nuestro antiguo idioma, el idioma de la última reina, está muerto, pero todavía lo hablamos entre nosotras.
Safia escuchaba, transportada a otro tiempo.
Cerca de ella, sentados en la tablazón de cubierta, Kara y Omaha dormían con la cabeza agachada.
Barak, de pie junto al timón, seguía el serpenteo suave del cauce. Tal vez, en tiempos, el pasaje habría formado parte de un antiguo sistema fluvial subterráneo.
A unos pasos de distancia, Coral estaba sentada con las piernas cruzadas, inclinada sobre un conjunto de equipos, que funcionaban mediante batería. Su cara se iluminaba con el destello de la pantalla. Danny le ayudaba, arrodillado a su lado, con el rostro cerca del suyo.
Por detrás de ellos, los ojos de Safia encontraron a un último miembro de su grupo.
Clay descansaba apoyado contra la barandilla de estribor, mirando adelante. Barak y él habían compartido un cigarrillo hacía un momento, uno de los pocos que quedaban en el paquete del árabe. Clay tenía aspecto de necesitar otro.
Se dio cuenta de la atención de ella y se aproximó.
—¿Cómo te mantienes en pie? —preguntó ella.
—Lo único que puedo decir es que más me habría valido sacar buenas notas —su sonrisa fue sincera aunque un poco débil.
—No sé —bromeó ella—. Siempre se puede mejorar.
—De acuerdo. Es la última vez que me clavan un dardo en la espalda por ti —suspiró, mirando a la oscuridad—. Pero cuánta agua hay ahí abajo…
Safia recordó el miedo que él tenía al mar, rememorando una conversación similar en la barandilla del Shabab Omán. Ahora aquello parecía muy lejano. Danny se puso en pie y se estiró.
—Coral y yo estábamos hablando de eso, de la enorme cantidad de agua que hay ahí abajo. Hay mucha más de la que se puede atribuir a la lluvia o a la capa freática.
Omaha se volvió, hablando con la cabeza agachada. No había estado durmiendo, solamente reposando.
—Entonces ¿de dónde viene, experto?
Coral respondió.
—La ha generado la Tierra.
Omaha levantó la cabeza.
—¿Cómo dices?
—Desde la década de 1950, se ha sabido que hay más agua dentro de la Tierra que la que se puede explicar recurriendo al ciclo hidrológico de evaporación y lluvia en la superficie. Ha habido muchos casos de grandes manantiales de agua encontrados a bastante profundidad dentro de la Tierra. Acuíferos gigantescos.
Danny interrumpió.
—Coral… la Dra. Novak me ha contado el caso de un manantial que se encontró durante las excavaciones para la construcción del Hospital Harlem en Nueva York. Manaba agua a un régimen de nueve mil litros por minuto. Se necesitaron toneladas de cemento para generar la suficiente presión para tapar el manantial.
—¿Y de dónde demonios sale todo esta agua nueva?
Danny hizo un gesto con la mano a Coral.
—Tú lo sabes mejor.
Ella suspiró, claramente interesada con la interrupción.
—El ingeniero y geólogo Stephen Reiss, propuso que esa agua nueva se forma habitualmente dentro de la Tierra mediante la combinación elemental de hidrógeno y oxígeno, generados en el magma. Que un kilómetro cúbico de granito, sometido a la presión y temperatura adecuadas, tiene capacidad para generar treinta mil millones de litros de agua. Y que tales reservas de aguas magmáticas o generadas por la Tierra son abundantes bajo la corteza, interconectadas en un extenso sistema acuífero, que rodea el globo.
—¿Incluso bajo los desiertos de Arabia? —preguntó Omaha, medio en broma.
—Seguramente. Reiss, hasta que murió en 1985, tuvo más de cincuenta años de éxito encontrando agua en lugares donde otros geólogos habían predicho abiertamente que sería imposible. Incluyendo los Pozos de Eilar en Israel, que continúan produciendo suficiente agua para una ciudad de cien mil personas. Hizo lo mismo en Arabia Saudí y en Egipto.
—Entonces, ¿crees que toda esta agua de abajo podría formar parte de ese sistema?
—Tal vez —Coral abrió una pequeña puerta de una de sus máquinas. Safia percibió una ligera niebla que salía de ella. Una especie de nevera. Pescó un diminuto tubo de ensayo con unas pinzas y lo agitó. Lo que Coral estaba viendo le hizo fruncir el entrecejo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Danny, al descubrir su reacción.
—Pasa algo extraño con este agua.
—¿Qué quieres decir?
Le mostró el tubo de ensayo.
—He estado intentando congelarla.
—¿Y?
Ella sujetaba el tubo de ensayo de plástico.
—En el frigorífico de nitrógeno, he bajado la temperatura del agua hasta treinta grados bajo cero. Y aun así no se ha congelado.
—¿Cómo? —Omaha se inclinó más cerca.
—No tiene sentido. En un congelador, el agua acaba cediendo su energía calorífica ante el frío y se solidifica. Bueno, este agua sigue irradiando calor y no se solidifica. Es como si tuviera una cantidad ilimitada de energía almacenada en ella.
Safia tenía la mirada fija más allá de la barandilla del dhow. Todavía podía oler el ozono. Recordaba el ligero vapor que se formaba en el agua en torno al hierro.
—¿Todavía tienes el escáner Rad-X entre el equipo?
Coral asintió con la cabeza, abriendo los ojos.
—Claro.
La física montó la unidad de barra y base. La pasó sobre el tubo de ensayo. Sus ojos dijeron lo que había encontrado antes de que hablase.
—Aniquilación de antimateria.
Se puso en pie de golpe y mantuvo el escáner sobre la barandilla, moviéndose de la medianía del barco hacia el lugar que ocupaba Safia en la proa.
—Es más fuerte a cada paso.
—¿Qué demonios significa eso? —preguntó Omaha.
—El magnetismo del hierro está desencadenando cierta aniquilación de antimateria.
—¿Antimateria? ¿Dónde?
Coral miró a su alrededor.
—Estamos navegando a través de ella.
—Eso es imposible. La antimateria se aniquila a sí misma en contacto con cualquier materia. No puede estar en el agua. Se habría aniquilado con las moléculas del agua hace mucho tiempo.
—Tienes razón —dijo Coral—. Pero no puedo desestimar las lecturas.
De alguna manera, el agua está enriquecida con antimateria.
—¿Y es eso lo que está impulsando el barco? —pregunto Safia.
—Tal vez. De alguna manera el hierro magnetizado ha activado la aniquilación de antimateria localizada en el agua, convirtiendo su energía en una fuerza motriz, que nos impulsa.
—¿Qué pasa con la posibilidad de que todo se desestabilice? —preguntó Omaha.
Safia se puso tensa. Recordó la explicación de Painter acerca de cómo la radiación de la desintegración de los isótopos de uranio podría haber provocado la explosión del museo. Recordó la imagen de los huesos humeantes del guarda del museo. Coral miraba fijamente a su escáner.
—No estoy leyendo ninguna radiación alfa o beta, pero no puedo decirlo con seguridad —la física regresó a su puesto de trabajo—. Necesito hacer más estudios.
La hodja habló por primera vez. Había pasado por alto la excitación y se limitó a mirar adelante.
—El túnel se acaba.
Todas las miradas se volvieron a ella. Incluso Coral se puso en pie.
Por delante, un suave destello de luz bailaba, creciendo y menguando. Era suficiente para saber que el túnel terminaba unos 10 metros más adelante. Siguieron navegando. En el último metro, el techo del túnel se dentaba como las fauces de un tiburón.
Nadie habló.
El barco salió del túnel y entró en una descomunal cámara subterránea.
—¡Madre de Dios! —exclamó Omaha.
Cassandra tenía el auricular del teléfono vía satélite pegado a la oreja izquierda y se tapaba la derecha con la mano para disminuir el atronador ruido de la tempestad. Estaba en el segundo piso del edificio de adobes que albergaba el centro operativo de su comando. La tempestad se había desatado entre las cenizas de la ciudad. La arena batía las ventanas protegidas con tablones.
Según escuchaba, caminaba de un lado para otro. La voz, alterada digitalmente, hacía muy difícil la escucha. El jefe del Gremio insistía en el anonimato.
—Jefe gris —continuó el Patriarca—, pedir un tratamiento tan especial durante esta tempestad pone en riesgo nuestra operación en el desierto, por no decir al Gremio al completo.
—Sé que puede parecer exagerado, señor, pero hemos encontrado el objetivo. Estamos a escasos pasos de la victoria. Podemos estar fuera de Shisur incluso antes de que termine la tempestad. Eso si logramos hacernos con los suministros de Thumrait.
—¿Y qué garantía puede darme de que tendrá éxito?
—Me juego la vida en ello.
—Jefe gris, tu vida siempre ha estado en juego. El mando del Gremio ha estudiado tus recientes fallos. Si se produjera algún inconveniente más en estos momentos tendríamos que reconsiderar seriamente la necesidad de tus servicios en el futuro.
Hijo de perra, pensó Cassandra para sí misma. Se esconde tras su nombre en clave, sentado detrás de un maldito escritorio, y tiene el descaro de cuestionar mi competencia. Pero Cassandra conocía una manera de salvar su última dificultad.
—Señor, en este caso estoy segura de la victoria, pero también querría pedirle que después de que todo pase pueda limpiar mi nombre. Se me asignó un lugarteniente para mi equipo. No fue elección mía. John Kane ha hecho mal las cosas y ha minado el espíritu de lucha en mi comando. Fue su falta de seguridad la que provocó este retraso y su propia muerte. Yo, por otra parte, pude dominar y apresar al saboteador, un miembro clave de la Fuerza Sigma de darpa.
—¿Tienes a Painter Crowe?
Cassandra frunció el ceño por la familiaridad tras aquel tono.
—Sí, señor.
—Muy bien, jefe gris, después de todo no me había equivocado al depositar mi confianza en ti. Tendrás tus suministros. Cuatro tractores blindados conducidos por efectivos del Gremio están ya en camino, como habíamos hablado.
Cassandra se mordió la lengua. Así que toda esta intimidación sólo era para aparentar.
—Gracias, señor —dijo forzadamente, pero fue un esfuerzo baldío. El Patriarca ya había colgado. También ella colgó el teléfono pero siguió caminando de un lado a otro de la habitación un par de veces más, respirando profundamente.
Había estado tan segura de la victoria cuando consiguió volar el tractor y sacarlo fuera del agujero… Había disfrutado atormentando a Painter, hundiéndole para que acabase hablando. Ahora sabía que los demás no planteaban una amenaza real. Un puñado de combatientes con experiencia, pero también muchos civiles, niñas y ancianas.
Después de que se retiraran los escombros, la propia Cassandra había bajado por el agujero, dispuesta a la victoria, tan sólo para descubrir el río subterráneo. Encontró un muelle de piedra, por lo que los demás habían encontrado alguna embarcación con la que alejarse a golpe de remos.
Tenía que trazar planes alternativos… una vez más.
Había tenido que contar con el apoyo del Patriarca, pero a pesar de su frustración, la llamada no pudo salir mejor. Había encontrado una cabeza de turco para sus errores pasados y pronto dispondría de todo lo que necesitaba para garantizar su victoria bajo la arena.
Ya más calmada, Cassandra se dirigió a las escaleras. Supervisaría los últimos preparativos. Bajó los peldaños de madera y entró en lo que se había habilitado como sala de hospital temporal. Se acercó al médico al mando y le hizo un gesto con la cabeza.
—Tendrás todos los suministros que necesitas. Los camiones llegarán en dos horas.
El médico parecía aliviado. Los otros hombres la escucharon y la alegría fue en aumento.
Echó un vistazo a Painter, medio sedado, aturdido en la cama. Había dejado el ordenador portátil cerca de su cama. La luz azul del transmisor de Safia brillaba en la pantalla.
Un recordatorio.
Cassandra llevaba el dispositivo en su bolsillo, una garantía adicional para el buen comportamiento y la cooperación de Painter. Comprobó el reloj. Pronto habría terminado todo.
Kara estaba de pie en la proa con Safia. Sujetaba la mano libre de su hermana mientras ésta de alguna manera impulsaba el dhow con su tacto. Lo habían logrado, habían encontrado lo que su padre había buscado durante tantos años.
Ubar.
El dhow salió del túnel y entró en una enorme caverna, con una altura de unos treinta pisos por encima de sus cabezas, y que se extendía casi dos kilómetros. Una laguna respetable que llenaba la caverna hasta profundidades desconocidas.
A medida que avanzaban por el lago subterráneo, las linternas alumbraban en todas direcciones, hacia el exterior del dhow. No era necesaria iluminación adicional. De un lado al otro del techo, los destellos eléctricos de cobalto formaban arcos de aspecto dentado, mientras que unas nubes gaseosas de bordes irregulares giraban con un fuego interior, como espectros que subían y bajaban.
Energía estática atrapada. Probablemente captada de la tormenta de la superficie.
Pero el fogoso despliegue fue lo que menos llamó su atención. Su brillo se reflejaba y deslumbraba por todas las superficies: la laguna, el techo, las paredes.
—Es todo cristal —dijo Safia, mirando arriba y alrededor.
Toda la caverna era una gigantesca burbuja de vidrio enterrada bajo la arena. Incluso divisó unas dispersas estalactitas de cristal que colgaban del techo. Arcos azulados recorrían las estalactitas, como arañas eléctricas.
—Escoria —dijo Omaha—. Arena fundida y solidificada, como la rampa.
—¿Qué puede haber formado esto? —preguntó Clay.
Nadie se aventuró a hacer conjeturas, mientras el dhow seguía su trayecto.
Coral miró hacia la laguna.
—Toda esta agua.
—Debe estar generada por la Tierra —murmuró Danny—. O en tiempos lo estuvo.
Coral parecía no escucharle.
—Si toda está enriquecida con antimateria…
La posibilidad les sumió en un aterrador silencio. Se limitaron a observar el juego de energías de un lado a otro del techo, reflejado en las tranquilas aguas.
De repente, Safia lanzó un grito ahogado. Quitó la mano del hombro del busto de hierro y se tapó la boca.
—Safia, qué…
Kara lo vio entonces. Al otro lado del lago apareció una orilla entre la oscuridad; surgía de las aguas y se extendía hacia la pared del fondo. Cientos de pilares de cristal negro se levantaban desde el suelo hasta el techo, de todos los tamaños. Robustas columnas, finas agujas y espirales con giros imposibles.
—Las mil columnas de Ubar —susurró Safia.
La proximidad permitió que se revelaran por sí mismos varios detalles adicionales, iluminados por los destellos reflejados del despliegue eléctrico. De la oscuridad, surgía una ciudad, centelleante, brillante, reluciente.
—Todo cristal —murmuró Clay.
La milagrosa ciudad ascendía por la orilla, prolongándose hasta la parte superior de la pared trasera, dispersa entre los pilares. A Kara le recordó las ciudades al borde del mar que se encontraban a lo largo de la costa de Amalfi, con el aspecto de las piezas de una construcción de juguete desparramadas colina abajo.
—Ubar —anunció la hodja a su lado.
Kara miró atrás precisamente cuando todas las Rahim se arrodillaban en cubierta. Habían regresado a casa después de dos milenios. Una reina lo había abandonado; ahora regresaban treinta.
El dhow se detuvo cuando Safia levantó la mano, arrebatada por el momento.
Omaha se acercó a Safia, rodeándola con un brazo.
—Más cerca.
Ella tocó de nuevo el hombro de hierro. La embarcación navegó otra vez, moviéndose suavemente hacia la antigua ciudad perdida. Barak avisó desde el timón.
—¡Otro muelle! ¡Veré si puedo dirigirme allí!
El dhow viró hacia el saliente de piedra.
Kara observaba fijamente la ciudad a medida que se acercaban. La luz de las linternas acortaba la distancia, añadiendo iluminación adicional. Los detalles resultaban más claros.
Aunque las casas tenían paredes de cristal, contaban con adornos de plata, oro, marfil y tejas de cerámica. Un palacio cerca de la orilla mostraba un mosaico que parecía hecho de esmeraldas y rubíes. Una abubilla. Este pájaro crestado fue un importante elemento en muchos relatos sobre la Reina de Saba.
Todos estaban abrumados.
—¡Reduce la velocidad! —gritó Barak según se aproximaban al muelle. Safia dejó de tocar la estatua de hierro y el avance del dhow se redujo de inmediato.
Barak deslizó la embarcación fácilmente junto al muelle.
—Amarrad la falúa —dijo.
Las Rahim se pusieron de nuevo en pie. Las mujeres saltaron al muelle de arenisca y anudaron los cabos en amarraderos de plata, atando el otro extremo al dhow real.
—Estamos en casa —dijo Lu’lu. Las lágrimas le empañaron la mirada.
Kara ayudó a la anciana a regresar al centro de la embarcación de manera que pudiera bajar al muelle. Una vez en tierra firme, la hodja hizo gestos a Safia para que se acercara a ella.
—Tienes que guiarnos. Tú nos has traído de vuelta a Ubar.
Safia se mostró reacia, pero Kara le dio un codazo.
—Hazle ese pequeño favor a la anciana.
Respirando profundamente, Safia saltó del dhow y guió al grupo hacia la cristalina orilla de Ubar. Kara marchaba detrás de Safia y Lu’lu.
Aquél era su momento. Incluso Omaha trató de controlarse para no echar a correr, aunque iba moviendo la cabeza a derecha e izquierda, intentando ver más allá de los hombros de las dos mujeres.
Alcanzaron la orilla, alumbrando su avance con todas las linternas.
Kara miraba hacia arriba y a su alrededor. Distraída, chocó con la espalda de Safia. Ella y la hodja se detuvieron en seco.
—¡Dios mío…! —gimió Safia.
Lu’lu, en silencio, cayó de rodillas.
Kara y Omaha las adelantaron y contemplaron el horror al mismo tiempo. Omaha se estremeció. Kara dio un paso atrás.
Unos metros más adelante, un esqueleto, un cuerpo momificado, sobresalía del suelo. Su parte inferior estaba todavía hundida en el vidrio.
Omaha dirigió el haz de su linterna más allá de la calle. Había otros cuerpos dispersos, medio enterrados en la calzada. Kara divisó un brazo disecado que asomaba por el cristal, como si su dueño se hubiera ahogado en un mar negro. Parecía la mano de un niño.
Todos se habían ahogado en el vidrio.
Omaha avanzó todavía un poco más, antes de saltar a un lado. Señaló con la linterna justo al punto hasta el que había caminado. La luz penetró en el vidrio, revelando una figura humana enterrada debajo, quemada hasta los huesos, acurrucada dentro del cristal bajo sus pies.
Kara no podía parpadear. Era idéntica a la de su padre.
Finalmente se cubrió la cara y se volvió.
Omaha habló a sus espaldas.
—Creo que hemos descubierto la verdadera tragedia que sacó de aquí a la última reina de Ubar, haciendo que sellara el lugar y lo maldijera para siempre —regresó con los demás—. Esto no es una ciudad. Es una tumba.