XVII
LA CERRADURA

arudarrec al

4 de diciembre, 9:07 am
Shisur

Safia se colocó perfectamente las gafas de protección.

—¿Tiene todo el mundo su equipo?

—Parece que no falta nada —dijo Clay junto al marco de la puerta. Tenían cubiertas con tablas las ventanas del edificio de adobe. Habían elegido esta casa en particular porque tenía una puerta maciza capaz de resistir el vendaval. También se abría hacia el sur, apartada del ataque directo de la tempestad.

A través del hueco de la puerta, Safia pudo ver que el claro cielo de la mañana había desaparecido, oscurecido por la arena que arrastrada por el viento había convertido el entorno en un inquietante crepúsculo. Nubes de polvo oscurecían el sol. Más cerca de ellos, ríos de zigzagueante arena corrían por las callejuelas a ambos lados de la casa, arremolinándose frente a la puerta. Aquello no era más que la vanguardia de la tempestad. Porque, más lejos, el núcleo de la tempestad de arena se agitaba y rugía, como una bestia enfurecida, avanzando a través del desierto. No les quedaba mucho tiempo.

Safia clavó la mirada en el grupo reunido en la destartalada habitación. La mayoría de los edificios de Shisur estaban abiertos o sin echar la llave en la cerradura. Antes de marcharse, los residentes ocasionales habían arrancado todo de las paredes, desnudas ahora hasta el enlucido, sin dejar nada que se pudiera robar, salvo unos pocos cacharros de barro medio rotos, un plato sucio y agrietado en el fregadero, y un puñado de escorpiones de un tono verdusco pálido. Hasta las cortinas se habían llevado.

—Todos vosotros tenéis un sitio asignado donde buscar —dijo Safia que había clavado un mapa en la pared.

Había dividido la zona en cinco secciones, una para cada uno de los detectores de metales recuperados de las ruinas del barracón de trabajo. Tenían radios Motorola para mantenerse en contacto. Todos ellos, menos las niñas más jovencitas, tenían asignada una cuadrícula del mapa para ayudar en la búsqueda e iban armados de picos, azadas y palas.

—Si detectáis algo, marcadlo. Dejad que vuestros compañeros lo desentierren. En marcha. No dejéis de buscar.

Todos asintieron con la cabeza, admitiendo sus órdenes. Los buscadores iban enfundados en una especie de túnica de un tono sepia especial para el desierto que les había entregado Lu’lu. Llevaban la cara cubierta y los ojos resguardados tras unas gafas protectoras. Era como si se estuvieran preparando para una búsqueda submarina.

—Si encontráis algo significativo, decidlo por la radio. Iré a verlo. Y acordaros de esto… —Con el brazo extendido, dio unos golpecitos sobre el reloj de pulsera—. Dentro de cuarenta y cinco minutos debemos volver aquí. Lo más fuerte de la tempestad va a pasar sobre nosotros poco antes de una hora. Aguantaremos lo peor de la tempestad aquí, examinaremos cualquier cosa que encontremos y nos iremos cuando el viento se calme. ¿Alguna pregunta?

Nadie levantó la mano.

—Entonces, vamos allá.

Los treinta buscadores salieron a enfrentarse a la tempestad. Dado que la ciudadela era el punto más lógico en el que buscar las Puertas de Ubar, Safia dirigió a la mayoría de los componentes del equipo a las ruinas de la fortaleza, para que centraran en ellas su atención. Painter y Clay arrastraban el radar cuya señal podía penetrar bien en el terreno. Barak llevaba el detector de metales colgado del hombro como si fuera un fusil. Tras él, Coral y Kara iban cargadas de herramientas para excavar. En último lugar les seguían Lu’lu y Jehd, la conductora del Buggy. Las Rahim habían formado equipos entre ellas para emprender la búsqueda en el resto de cuadrículas.

Safia dio la vuelta a la esquina del edificio de adobe e inmediatamente sintió la enorme fuerza del viento, que le hizo retroceder. Era como si la mano rugosa y abrasadora de un dios furioso la empujara hacia atrás. Inclinó el cuerpo adelante, contra el viento, y avanzó hacia las puertas de entrada a las ruinas.

A pesar de todo, advirtió que Painter estaba estudiando a la hodja. Todos habían intercambiado sus respectivos relatos al reunirse, lo que les había puesto sobre ascuas. Naturalmente, el relato de Safia fue el más sorprendente y al parecer el más fantástico: el de una secreta tribu de mujeres, dotadas de extraños poderes mentales a causa de cierta fuente en el centro de Ubar, cuyo linaje se remontaba a la Reina de Saba. Aunque los ojos de Painter estaban cubiertos por las gafas de protección y el rostro envuelto en el pañuelo de explorador, su postura expresaba dudas y desconfianza. Mantenía un paso cansino entre Safia y la hodja.

Atravesaron la aldea en sí y traspasaron las puertas de madera que daban entrada a las ruinas. Cada equipo se encaminó a la cuadrícula que le había sido asignada. Omaha y Danny levantaron los brazos para saludar al encaminarse hacia la dolina situada bajo la ciudadela. Con su experiencia en tareas de campo, los dos hombres supervisarían la búsqueda en la dolina. La sima era otro punto donde se podría producir un hallazgo significativo, ya que un extremo de la imponente fortaleza se había desplomado en aquella hondonada.

Aun así, Omaha no se había mostrado muy satisfecho con la tarea que se le había asignado. Desde la llegada de Safia la seguía como su propia sombra, se sentaba junto a ella y rara vez apartaba sus ojos de ella, lo que hizo que ella sintiera un arrebato ante tantas atenciones, mitad turbación y mitad irritación. Pero comprendía el alivio que Omaha demostró al encontrarla viva, y no le molestaban sus atenciones.

Painter, por otra parte, se mostraba distante de ella, desapasionado y cínico. Se mantuvo ocupado, escuchando el relato de Safia sin evidenciar reacción alguna. Algo había cambiado entre ellos y se había vuelto embarazoso. Ella sabía lo que era. Se contuvo para no frotarse el cuello con la mano, donde él había puesto la daga, descubriendo una faceta de sí mismo, un aspecto feroz, más aguzado que la daga. Ninguno de los dos sabía cómo reaccionar. Ella quedó muy conmocionada, inquieta. Él se encerró en sí mismo.

Centrándose en el misterio que allí se daba, Safia dirigió a su equipo por un sendero empinado hacia la fortaleza de la colina. A medida que subían, toda la red de ruinas se iba revelando ante ellos. Había transcurrido una década desde que Safia viera aquellas ruinas por última vez. Antes únicamente estaban la ciudadela, tan deteriorada que sólo era un montón de piedras, y un pequeño trozo de la muralla. Ahora, los arqueólogos habían retirado las arenas que cubrían todo el baluarte y lo habían rehecho parcialmente, junto con las recias bases de las siete torres que en tiempos guardaron las murallas.

Incluso la dolina de casi diez metros de profundidad se había excavado y examinado a fondo.

Pero era la ciudadela lo que más atención había recibido. Las piedras amontonadas se habían vuelto a ensamblar como un rompecabezas. La base del castillo era de forma cuadrangular, de unos treinta metros por cada lado, y sobre ella se alzaba su redonda atalaya.

Safia se imaginaba a los centinelas recorriendo los parapetos, recelosos de los merodeadores y al tanto de las caravanas que se acercaban. Por debajo de la fortaleza había florecido una ciudad muy activa: los mercaderes pregonaban sus mercancías de alfarería artesanal, paños teñidos, alfombras de lana, aceite de oliva, cerveza de palma y licor de dátiles; los canteros y albañiles trabajaban para construir muros más altos; y por toda la ciudad los perros ladraban, los burros rebuznaban y los niños corrían entre los puestos del mercado alegrando todo con sus risas. Por fuera de los muros, unos campos bien regados llenaban de colores el suelo con cultivos de sorgo, algodón, trigo y cebada. Había sido un oasis de comercio y vida.

Los ojos de Safia se volvieron hacia la dolina, recordando… Recordando que un mal día todo aquello se acabó. Una ciudad destruida. Gentes que huían de ella presas de un terror supersticioso. Y así fue como Ubar se desvaneció con el paso de las arenas y de los años.

Pero todo eso estaba en la superficie. Las narraciones sobre Ubar calaban mucho más profundamente, relatos de poderes mágicos, reyes tiránicos, enormes tesoros, una ciudad de mil columnas.

Safia miró a las dos mujeres, una anciana y una joven, gemelas idénticas separadas por décadas. ¿Qué coherencia podían tener los dos relatos de Ubar, el místico y el mundano? Las respuestas estaban escondidas allí, Safia estaba segura.

Al llegar a la puerta que daba acceso a la ciudadela levantó la vista hacia la fortaleza.

Painter encendió una linterna y proyectó un haz de luz en el oscuro interior de la ciudadela.

—Debemos empezar nuestra búsqueda.

Safia cruzó el umbral. Tan pronto como entró en la fortaleza, el viento cesó por completo y se atenuó el distante estruendo de la tempestad de arena.

Lu’lu se unió a ella entonces.

Barak las siguió, poniendo en funcionamiento el detector de metales. Inicio un barrido tras ella como si quisiera borrar sus huellas de la arena.

A siete pasos de la entrada se abría una cámara sin ventanas, una caverna hecha por el hombre. Las ruinas del muro trasero formaban un montón irregular de piedras.

—Barre el suelo con el detector —dijo Safia a Barak.

El talludo árabe asintió con la cabeza y empezó a buscar cualquier artefacto que pudiera estar oculto.

Painter y Clay montaron el radar tal como ella les había indicado para que su señal pudiera penetrar bien en el suelo.

Safia recorrió con la luz de su linterna las paredes y el techo. No tenían adorno alguno. En otro momento, alguien había encendido una hoguera de campamento allí. El hollín manchaba el techo.

Safia fue recorriendo todo el suelo buscando pistas. Barak iba y volvía atento al detector de metales con el que buscaba por las paredes y el suelo. Como la sala era pequeña no necesitó mucho tiempo. Pero acabó con las manos vacías. Aquel trasto no produjo ni un solo pitido.

Safia se paró en medio de la sala. Esta cámara era el único sanctasanctórum que todavía quedaba. La torre que se alzaba sobre él se había desplomado, destruyendo cuantas salas había por encima.

Painter activó el radar de penetración en el suelo y encendió su monitor portátil. Clay entró en la sala arrastrando lentamente sobre el suelo de piedra arenisca el trineo rojo del radar, del que tiraba como un buey uncido al yugo. Safia se inclinó para examinar la imagen del barrido, más acostumbrada a leer los resultados. Si había algunas salas secretas a modo de sótano, su imagen se evidenciaría en el radar.

Pero la pantalla siguió oscura. Nada. Roca viva. Pura piedra caliza. Safia se irguió. Si había algún corazón secreto en Ubar, tenía que estar bajo tierra. ¿Pero dónde?

Tal vez Omaha tendría más suerte con su equipo.

Safia levantó su radio.

—Omaha, ¿me oyes?

Una breve pausa.

—Sí, dime. ¿Has encontrado algo?

—Nada. ¿Hay algo en el foso?

—Estamos a punto de acabar con el barrido, pero no hemos visto nada hasta el momento.

Safia torció el gesto. Éstos eran los dos mejores sitios en los que se podía esperar una respuesta. Allí había estado el centro espiritual de Ubar, su sede real. La anciana reina desearía tener un acceso inmediato al corazón secreto de Ubar. Habría mantenido cerca de él la entrada.

Safia se volvió hacia Lu’lu.

—Mencionaste que, después de la tragedia, la reina selló Ubar y dispersó sus llaves.

Lu’lu asintió con la cabeza.

—Hasta el momento en que Ubar esté dispuesta para abrirse de nuevo.

—Así pues, la puerta no se destruyó cuando se abrió la dolina. —Eso era tener suerte. Demasiada suerte. Reflexionó un instante, presintiendo una pista.

—Tal vez deberíamos traer las llaves aquí —dijo Painter.

—No. —Ella descartó esta posibilidad. Las llaves sólo serían importantes una vez que se encontrara la puerta. Pero, ¿dónde, sino en la ciudadela?

Painter suspiró con los brazos cruzados.

—¿Qué tal si volvemos a regular el radar? Aumentando la intensidad penetraríamos más en el terreno…

Safia negó con la cabeza.

—No, no, estamos enfocando mal todo esto. Demasiada tecnología punta. Eso no va a resolver este rompecabezas.

Painter hizo un leve gesto de desagrado. La tecnología era su especialidad.

—Estamos enfocándolo desde un punto de vista demasiado moderno. Detectores de metales, radar, cuadrículas, planos en los que situar las cosas… Todo esto ya se hizo antes. La puerta, para conservarse bien todo este tiempo, tiene que estar dentro del paisaje natural. Oculta a plena vista. O de otra manera la habríamos encontrado antes. Tenemos que dejar de guiarnos por las herramientas y empezar a pensar con la cabeza.

Al terminar de hablar vio que Lu’lu tenía la vista clavada en ella. La hodja tenía las facciones de la reina que había sellado Ubar. ¿Pero compartían ambas la misma naturaleza?

Safia imaginó a Reginald Kensington envuelto para siempre en cristal, un símbolo del dolor y el tormento. La hodja se había mantenido en silencio todos estos años. Debía haber desenterrado el cuerpo, llevándoselo a su guarida de las montañas, donde lo escondió. Sólo el descubrimiento de las llaves de Ubar había roto el silencio de la mujer y liberado su lengua para que revelara sus secretos. Había una despiadada resolución en todo esto.

Y si la anciana reina había sido como la hodja, habría protegido Ubar con esa misma resolución despiadada, una falta de compasión que rayaba en la crueldad.

Safia sintió que se le helaba la sangre en las venas al recordar su pregunta inicial. ¿Cómo resistió la puerta el hundimiento de la dolina? Conocía la respuesta. Cerró los ojos consternada ante lo que ahora imaginaba. Había estado contemplando esto de una manera completamente errónea. Al revés. Ahora todo tenía sentido, todo era angustioso.

Painter debió advertir su repentina turbación.

—¿Safia…?

—Sé cómo se selló la puerta.

9:32 am

Painter regresó apresuradamente del edificio de adobe. Safia le había mandado ir a toda prisa a traer el escáner Rad-X, que había formado parte del equipamiento del todo terreno de Cassandra. Aparentemente Cassandra había llegado a demostrar su funcionamiento a Safia allá en Salalah, enseñándole que el corazón de hierro mostraba un signo revelador de desintegración de antimateria, para convencer a Safia de la verdadera razón de esa búsqueda.

Junto con el escáner, Painter había descubierto una caja llena de equipo de análisis, más avanzado de lo que él estaba acostumbrado a ver, y que produjo un destello de codicia en los ojos de Coral cuando ésta vio todo aquel equipo. Su único comentario fue:

—Bonitos juguetes.

Painter cargó con toda la caja. Safia iba detrás de algo.

La tempestad lo zarandeó cuando cruzó la puerta de madera para entrar en las ruinas. La arena aguijoneaba todo centímetro de piel descubierta y el viento agitaba su pañuelo de explorador y su túnica. Se inclinó para resistir mejor el viento. El día se había convertido en crepúsculo. Y aquello no era más que el borde del frente de la tempestad.

Hacia el norte, el mundo terminaba en un muro de oscuridad, solamente roto por el crepitar de unos azulados destellos. Cargas estáticas. Painter podía oler la electricidad en el aire. La nasa había hecho estudios para un proyecto de misión a Marte a fin de juzgar cuál sería el comportamiento del equipo y de los hombres en tales tempestades de arena. El polvo y la arena no eran lo más peligroso para los equipos electrónicos, sino la extremada carga estática en el aire, formada por una combinación de aire seco y energía cinética. Suficiente para quemar en pocos segundos los circuitos y crear dolorosas lesiones en la piel. Y esta tempestad estaba formando ahora un gigantesco torbellino de electricidad estática.

Que estaba a punto de pasar por encima de ellos.

Painter se encaminó hacia la colina baja, avanzando trabajosamente a través del viento y de las ráfagas de arena. Cuando llegó a ella, en vez de subir tomó el empinado camino hacia abajo que llevaba a lo más profundo de la dolina. La profunda hondonada se extendía de este a oeste a lo largo de su eje mayor. En el extremo occidental la ciudadela se asentaba en lo alto de la colina, manteniéndose vigilante sobre la dolina.

Safia y su equipo se agazaparon al otro lado, en el extremo oriental de la sima. Para entonces, las Rahim se habían agrupado, también, en el borde de la hondonada. La mayoría de las mujeres estaban tumbadas boca abajo para minimizar su exposición al viento.

Desentendiéndose de ellas, Painter se deslizó cuesta abajo por el arenoso sendero. Al llegar al fondo, echó a correr con todas sus fuerzas.

Safia, Omaha y Kara se inclinaron sobre el monitor de la unidad de radar para exploración subterránea. Safia dio unos golpecitos con el índice sobre la pantalla.

—Justo aquí. Mirad esa cavidad. Sólo está a un metro de la superficie.

Omaha se incorporó.

—Clay, empuja el radar medio metro hacia aquí. Así, ya está bien. —Volvió inclinarse de nuevo sobre el monitor.

Painter se unió a ellos.

—¿Qué habéis encontrado?

—Una cámara —dijo Safia.

Omaha frunció el ceño.

—Sólo son los restos del antiguo pozo. Hace mucho que se secó. Estoy seguro de que ya está documentado por otros investigadores.

Painter se acercó más cuando Omaha pulsó un botón del monitor, en cuya pantalla apareció un vago corte transversal en tres dimensiones del terreno por debajo del radar. Era de forma cónica, estrecho en la parte superior y más ancho en el fondo.

—Sólo tiene unos tres metros de anchura máxima —dijo Omaha—. Nada más que una parte no desplomada aún de la cisterna original.

—Parece una cavidad ciega —afirmó Kara.

Safia se levantó.

—No, no lo es. —Miró fijamente a Painter—. ¿Has traído el detector de radiación?

Painter levantó la caja.

—Aquí está.

—Pasa el escáner.

Painter abrió la caja, insertó la varilla de detección en la base de escáner Rad-x y lo activó. La aguja roja se fue moviendo adelante y atrás, regulándolo. La parpadeante lucecilla verde se convirtió en un brillo continuado.

—Todo listo.

Se movió lentamente en círculo. ¿Qué sospechaba Safia? La aguja roja se mantuvo inmóvil en el punto cero.

—Nada —replicó.

—Ya te dije que… —empezó Omaha.

Safia le interrumpió.

—Comprueba ahora la cara del risco —dijo señalando el muro de piedra—. Acércate.

Painter hizo lo que le decían, manteniendo el escáner por delante de él, como si fuera una varilla de zahorí. La arena se arremolinaba dentro de la hondonada, un pequeño terreno erosionado por el viento que penetraba dentro de ella. Se inclinó sobre el escáner al llegar a la pared del risco. Desplazó la varilla de detección sobre el frente rocoso, en su mayoría piedra caliza.

La aguja se agitó levemente sobre el dial.

Sujetó con mayor firmeza el escáner, protegiéndolo del viento con su propio cuerpo. La aguja se paró por fin. Era una lectura muy débil, que apenas había movido la aguja, pero era una lectura positiva.

—¡Aquí hay algo! —grito por encima del hombro.

Safia le replicó con un gesto.

—Tenemos que excavar donde está el trineo del radar. A un metro de profundidad. Hasta que abramos la cámara.

Omaha miró el reloj.

—Sólo nos quedan otros veinte minutos.

—Podemos hacerlo. Sólo se trata de arena amontonada y piedras pequeñas. Si varias personas cavan al mismo tiempo…

Painter asintió, animado por un nuevo estímulo.

—Adelante.

En menos de un minuto, un corro de excavadores estaba en plena faena. Safia se mantuvo apartada, balanceando el brazo en el cabestrillo.

—¿Estás dispuesta a explicarte? —dijo Omaha.

Safia asintió con la cabeza.

—Tenía que estar segura. Hemos estado pensando en todo esto de una manera totalmente errónea. Todos sabemos que la dolina se abrió bajo el pueblo de Ubar y destruyó la mitad de la ciudad, y que sus gentes huyeron de él empujados por un temor supersticioso de la ira de Dios. Después de ese desastre, la última reina de Ubar selló su corazón, para proteger sus secretos.

—¿Y qué? —preguntó Kara, de pie tras las hodja.

—¿No te parece extraño que la puerta se salvara precisamente durante la devastación que se produjo aquí? Que cuando las gentes huían, la reina se quedara atrás y realizara todos estos actos secretos: sellar la puerta de tal manera que nunca haya sido descubierta, forjar y ocultar las llaves en lugares sagrados en aquellos tiempos.

—Bueno, supongo que sí —dijo Kara.

Omaha se alegró visiblemente.

—Ya te entiendo —miró a los excavadores y luego a Safia, tomándola por su brazo ileso—. Hemos estado enfocando esto completamente al revés.

—¿Se molestará alguien en explicarnos todo esto a nosotros, simples mortales? —preguntó Painter, irritado por la agudeza de Omaha.

Omaha se explicó.

—La cronología tiene que estar mal. Es lo de la gallina y el huevo. Hemos creído que la dolina era la razón por la que se selló Ubar.

—Consideradlo ahora bajo una nueva luz —añadió Safia—. Como si vosotros fuerais la reina. ¿Qué significaría tal desastre para la casa real? La auténtica riqueza de Ubar, la fuente de su poder, estaba en otro lugar. La reina podía haber reconstruido la ciudad, así de sencillo. Tenía riqueza y poder suficientes para ello.

Omaha metió baza, como si formara un equipo con Safia.

—La ciudad no era importante. Sólo era una máscara que ocultaba la verdadera Ubar. Una fachada nada más. Una herramienta.

—A la que se dio un uso nuevo —interrumpió Safia—. Un medio para ocultar la puerta.

Kara movió la cabeza a todas luces tan confundida como Painter.

Omaha suspiró.

—Algo aterró ciertamente a la reina, lo suficiente para apartarla de la riqueza y el poder de Ubar, obligándola a vivir junto con sus descendientes una existencia nómada al borde de la civilización. ¿De verdad creéis que una simple dolina como ésta lo habría hecho?

—Supongo que no —dijo Painter, dándose cuenta de la creciente excitación entre Safia y Omaha, que se encontraban en su elemento. Él quedaba excluido, como simple observador desde fuera. Sintió el escozor de los celos.

Safia retomó el hilo.

—Algo aterrorizó a la familia real, tanto como para que quisiera aislar Ubar del resto del mundo. No sé qué suceso sería, pero la reina no actuó temerariamente. Caed en la cuenta de lo metódicos que fueron después sus preparativos. Hizo unas llaves, las ocultó en lugares sagrados para el pueblo, envolviéndolas en secretos. ¿Suena esto a respuesta irracional? Todo fue debidamente calculado, planificado y ejecutado. Como lo fue su primer paso para sellar Ubar.

Safia miró a Omaha. Éste llenó el último hueco.

—La reina hizo deliberadamente que la dolina se viniera abajo.

Un momento de perplejo silencio siguió a la frase.

—¿Destruyó su propia ciudad? —preguntó finalmente Kara—. ¿Por qué?

Safia asintió con la cabeza.

—La ciudad sólo era un medio para un fin. La reina hizo de ella su uso final: Enterrar la puerta de Ubar.

Omaha recorrió con la vista todo el perímetro.

—El acto tuvo también una finalidad psicológica. Ahuyentó a las gentes y las aterró hasta tal punto que jamás se volvieran a acercar. Sospecho que la propia reina difundió algunos de los embustes acerca de la ira de Dios. ¿Qué mejor manera de colgar un religioso cartelón de «prohibido el paso» en estas tierras?

—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó Painter.

—Sólo ha sido una conjetura —dijo Safia—. Y tenía que probarla. Si la dolina se usó para enterrar algo, es indiscutible que algo debe haber aquí abajo. Como los detectores de metales no descubrieron nada, o el objeto estaba a mucha profundidad o era algún tipo de cámara.

Painter volvió a mirar a los excavadores.

Safia continuó.

—Al igual que con los enterramientos, la reina encubrió pistas tras símbolos y mitos. Incluso la primera llave. El corazón de hierro simbolizaba el corazón de Ubar. Y en la mayoría de las poblaciones el corazón de su comunidad es el pozo. Así pues, ella ocultó las Puertas de Ubar en el pozo, las enterró en la arena, al igual que el corazón de hierro que quedó sellado en arenisca, y luego hundió la dolina encima de todo aquello.

—Ahuyentando a la gente —susurró Painter quien, tras aclarar la voz, habló más claramente—. Pero, ¿qué hay del rastro de radiaciones?

—Se necesitaría dinamita para hundir esta dolina —respondió Omaha.

Safia asintió con la cabeza.

—O alguna forma de explosión de antimateria.

Painter miró a Lu’lu. La hodja se había mantenido estoicamente silenciosa todo el tiempo. ¿Habían utilizado sus ancestros esa clase de fuerza? La anciana se agitó, aparentemente advirtiendo la atención que le prestaba. Tenía los ojos ocultos tras las gafas de protección.

—No. Eso es pura difamación. La reina, nuestra antepasada, no sacrificaría a tantas personas inocentes sólo por ocultar el secreto de Ubar.

Safia se aproximó a ella.

—Jamás se encontraron restos humanos en la dolina o en torno a ella.

Debió encontrar alguna manera de despejar la ciudad. Una ceremonia o algo así. Luego hundió la sima. Dudo de que alguien muriera aquí.

La hodja seguía sin mostrarse convencida, apartándose incluso de Safia.

Un grito surgió de entre los excavadores.

—¡Hemos encontrado algo! —gritó Danny.

Todas las miradas se volvieron hacia él.

—Venid a verlo antes de que excavemos más.

Painter y los otros se hicieron a un lado. Coral y Clay se apartaron de ellos, y Danny señaló su pala.

En el centro del agujero en forma de trinchera, la oscura arena rojiza parecía haberse convertido en nieve.

—¿Qué es esto? —preguntó Kara.

Safia se acercó, puso una rodilla en tierra y pasó la mano sobre la superficie.

—No es arena —levantó la mirada hacia los demás—. Es resina de olíbano.

—¿Qué? —preguntó Painter.

—Incienso, como suelen llamarlo —aclaró Safia, levantándose—. Lo mismo que encontramos taponando el corazón de hierro. Una costosa forma de cemento. Han taponado la parte alta de la cámara oculta como un corcho tapa una botella.

—¿Y por debajo? —preguntó Painter.

Safia se encogió de hombros.

—Sólo hay una forma de averiguarlo.

9:45 am

Cassandra sujetó firmemente su ordenador portátil mientras que el tractor oruga M4 de alta velocidad pasaba por encima de otra pequeña duna. El vehículo de transporte parecía un oscuro Winnebago apoyado sobre un par de cadenas de tanque, y a pesar de sus dieciocho toneladas de peso, avanzaba por el terreno con la eficiencia de un BMW por una autopista alemana.

Mantenía una marcha razonable, respetando el terreno y el mal tiempo. La visibilidad era casi nula, de pocos metros por delante. La arena arrastrada por el viento barría la cresta de las dunas. El cielo se había oscurecido, las nubes habían desaparecido y el sol no era más que una pálida luna por encima de ellos. Por nada del mundo quería que el tractor oruga se quedara atascado porque, si esto ocurriera, jamás lo podrían liberar. Así pues, avanzaban con mucho cuidado.

Tras ella los otros cinco todo terrenos avanzaban sobre la huella del tractor a medida que éste iba abriendo una senda en el desierto. Por detrás iban los remolques con las aeronaves monoplaza bien sujetas a ellos.

Echó un vistazo al reloj de la esquina de la pantalla del ordenador portátil. Aunque habían necesitado sus buenos quince minutos para poner en marcha la caravana, ahora estaban haciendo muy buenos tiempos. Llegarían a Shisur en otros veinte minutos.

Mantuvo la vista sobre las dos ventanas abiertas en la pantalla. Una era la señal en tiempo real de un satélite de la Administración Nacional de la Atmósfera y del Mar, que seguía la marcha de la tempestad de arena. No dudaba de que llegarían al refugio del oasis antes de que la tempestad les alcanzara de lleno, aunque por los pelos. Y más preocupante era el hecho de que el sistema costero de altas presiones se estaba desplazando hacia el interior, y que llegaría a colisionar con aquella tempestad del desierto en unas pocas horas. Todas las furias del infierno se desatarían allí durante un buen rato.

La otra ventana del monitor presentaba otro mapa de la zona, un esquema topográfico de este rincón del desierto. Mostraba todo edificio y estructura de Shisur, incluidas las ruinas. Un pequeño anillo giratorio azul, del tamaño de la goma de borrar de un lapicero, relucía en el centro de las ruinas.

La doctora Safia al-Maaz.

Cassandra miró fijamente el destello azulado. ¿Qué estás tramando? Aquella mujer la había hecho perder el rumbo, apartándola del premio que perseguía. Safia había pensado en birlárselo a Cassandra delante de sus propias narices, usando la tempestad como tapadera. Chica lista. Pero la inteligencia sola no basta para llegar al final del camino. La fuerza material tiene la misma importancia. Sigma le había enseñado a emparejar la fuerza corporal con la fortaleza mental. La suma de todos los hombres. El lema de Sigma.

Cassandra iba a enseñar esa lección a la Dra. Al-Maaz.

Puedes ser muy lista, pero yo tengo la fuerza.

Miró el retrovisor en el que se podía ver la hilera de vehículos militares. Dentro, un centenar de hombres armados con el más moderno de los arsenales militares y electrónicos. Directamente detrás, en la plataforma de transporte de los tractores, viajaban John Kane y sus hombres. Los fusiles se irguieron a medida que se realizó el letal sacramento de una revista final de armas. Eran los mejores de los mejores, su guardia pretoriana.

Cassandra miró adelante según el tractor oruga avanzaba inevitablemente al frente. Trataba de penetrar con la vista en la profundidad del sombrío paisaje barrido por el viento.

La Dra. al-Maaz podría descubrir allí el tesoro.

Pero al final sería Cassandra quien se lo llevaría.

Volvió a fijar la mirada en la pantalla del ordenador portátil. La tempestad iba devorando el mapa de la región, consumiendo todo en su avance. Sobre la imagen de la otra ventana, el plano de la ciudad y las ruinas resplandecía en la tenue luz de la cabina.

De pronto, Cassandra se alarmó. El anillo azul había desaparecido del mapa.

La Dra. al-Maaz se había esfumado.

9:35 am

Safia colgaba de la escala de espeleología. Levantó la vista hacia Painter que estaba por encima de ella y la linterna de éste la cegó. Recordó repentinamente aquel momento en el museo en el que ella colgaba del techo de vidrio y él estaba por debajo animándola a que esperara la seguridad que él le proporcionaría. Sólo que ahora los papeles se habían cambiado. Él estaba encima y ella debajo. Sin embargo, y una vez más era ella la que colgaba por encima de una caída.

—Sólo unos pocos peldaños más —dijo él, con el pañuelo agitándose en torno a su cuello.

Safia miró a Omaha que estaba debajo y mantenía lo más quieta posible la escala.

—Ya te tengo.

Pequeños trozos de incienso cayeron en torno a ella. Los pies de Omaha pisaban sobre trozos de mayor tamaño, y el aire de la cámara subterránea estaba impregnado de su aroma. Sólo habían necesitado unos pocos minutos de trabajo con los picos para perforar la cueva de forma cónica.

Una vez que se abrieron camino, Omaha bajó una vela encendida a la cueva, tanto para comprobar la existencia de oxígeno como para alumbrar el interior. Luego bajó por la escala plegable para inspeccionar por sí mismo la cámara. Esperó a quedar plenamente satisfecho antes de permitir que Safia bajara. Con el hombro herido, ésta tuvo que sacar el brazo izquierdo del cabestrillo y soportar la mayor parte de su peso con el brazo derecho.

Hizo como pudo el resto del descenso. La mano de Omaha llegó a su cintura y Safia se apoyó en ella agradecida, mientras él la ayudaba a llegar al suelo.

—Estoy bien —dijo a Omaha cuando éste mantuvo una mano sobre el hombro de Safia.

Él la retiró entonces.

Todo estaba mucho más silencioso, apartado del viento, y Safia sentía algo así como una ligera sordera.

Para entonces, Painter bajaba por la escala con rápidos movimientos. Al poco tiempo tres linternas iluminaron las paredes.

—Es como estar dentro de una pirámide —dijo Painter.

Safia asintió con la cabeza. Tres toscas paredes inclinadas hacia arriba para coincidir en el orificio superior.

Omaha se arrodilló en el suelo y pasó los dedos por él.

—Piedra arenisca —dijo Safia—. Las tres paredes y el suelo.

—¿Es significativo esto? —preguntó Painter.

—No es natural. Las paredes y el suelo son placas labradas de piedra arenisca. Esta estructura la ha hecho el hombre. La han construido sobre un lecho de roca caliza, supongo. Luego fueron echando arena sobre el exterior y cuando la tuvieron cubierta taponaron el orificio de la parte superior y cubrieron todo con más arena suelta.

Omaha miró hacia arriba.

—Y para asegurarse de que nadie la encontrara por accidente, hundieron la dolina encima y, al mismo tiempo, asustaron a toda la gente con cuentos de fantasmas.

—¿Pero por qué lo hicieron? —preguntó Painter—. ¿Qué se supone que es esto?

—¿No es evidente? —replicó Omaha con una sonrisa que sorprendió a Safia. Sus gafas protectoras le colgaban bajo la barbilla y tenía el pañuelo y la capucha echados hacia atrás. Hacía dos días que no se afeitaba y una barba incipiente le cubría las mejillas y el mentón. El pelo, revuelto, formaba mechones irregulares en su cabeza. Safia se había olvidado del aspecto que él ofrecía en el campo. Medio salvaje, indomable. Estaba en su elemento natural, como un león en la sabana.

Todo aquello le vino a la memoria sólo con la sonrisa de él.

En tiempos también ella había sido igualmente salvaje y desinhibida, su compañera, amante, amiga y colega. Y luego ocurrió lo de Tel Aviv…

—¿Qué es evidente? —preguntó Painter.

Omaha extendió un brazo.

—Esta estructura. Hoy mismo has visto una de éstas.

Painter frunció el ceño.

Safia sabía que Omaha trataba de sonsacar algo, no por malicia sino por el simple placer de inquietarle.

—Nos dimos de narices con una de éstas, pero mucho más pequeña, cuando bajamos de las montañas.

Los ojos de Painter se abrieron de par en par recorriendo con la vista aquel espacio.

—Aquellas piedras para la oración.

—Un trilito —dijo Omaha—. Estamos dentro de un trilito gigantesco.

Safia sospechaba que Omaha quería ponerse a dar saltos, presa de un entusiasmo contagioso. Ella misma no podía quedarse quieta.

—Tenemos que bajar las llaves aquí.

—Y de la tempestad, ¿qué? —previno Painter.

—Al diablo con la tempestad —dijo Omaha—. Tú y los otros podéis iros y esconderos en el pueblo. Yo me quedo.

Dicho aquello, clavó los ojos en Safia. Ésta asintió con la cabeza.

—Tenemos un buen refugio aquí. Si alguien baja los artefactos de hierro, agua y unas pocas provisiones, Omaha y yo veremos qué se puede hacer. Podríamos resolver el rompecabezas para cuando haya pasado lo peor de la tempestad. De lo contrario, perderíamos todo un día.

Painter suspiró.

—Yo también me quedaré.

Omaha le hizo un gesto de despedida.

—Crowe, no nos sirves de mucho. Usando tus propias palabras de antes, éste es el terreno de mi especialidad. Armas, operaciones militares… eso es lo tuyo. Aquí sólo sirves para ocupar sitio.

La expresión de los ojos azules de Painter no presagiaba nada bueno y, por ello, Safia puso una mano conciliadora sobre su brazo.

—Omaha tiene razón. Tenemos radiotransmisores por si necesitamos algo. Alguien tiene que asegurarse de que todos estemos a salvo cuando nos caiga encima la tempestad.

Con evidente contrariedad, Painter empezó a subir por la escala al tiempo que pasaba su mirada de Safia a Omaha, y luego hacia la parte superior.

—Decidme por radio lo que necesitéis.

Luego hizo que salieran todos los demás, llevándolos de nuevo el refugio de las casas de adobe.

Safia cayó repentinamente en la cuenta de lo sola que se encontraba con Omaha. Lo que había parecido tan natural un momento atrás, ahora parecía extraño e incómodo, como si el aire se hubiera enrarecido súbitamente allí. La cámara parecía haberse estrechado y resultaba claustrofóbica. Tal vez no fuera una idea tan brillante lo que pensaban hacer.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Omaha dándole la espalda.

Safia volvió a colocar el brazo en el cabestrillo.

—Estamos buscando pistas.

Se echó atrás y pasó la luz de la linterna arriba y abajo por cada una de las paredes, que parecían idénticas en tamaño y forma. La única marca era un pequeño orificio cuadrado abierto a medio camino a lo alto de una pared, acaso un lugar en el que colocar una lámpara de aceite.

Omaha levantó del suelo un detector de metales.

Safia le hizo un gesto para que volviera a dejarlo en el suelo.

—Dudo que eso vaya a…

Tan pronto como él lo encendió, el detector emitió un pitido. Omaha arqueó las cejas.

—Para que luego digan de la suerte del principiante…

Pero a medida que pasaba el aparato por otras partes del suelo, el detector seguía emitiendo su pitido, como si el metal estuviera por todas partes. Luego lo levantó por las paredes de piedra arenisca. Más pitidos.

—Pues vamos bien —reconoció Omaha, dejando caer el detector sin más búsqueda—. Estoy empezando a coger manía a esa vieja reina.

—Que nos ha escondido una aguja en un pajar.

—Todo esto debe haber resultado muy profundo para los detectores de superficie. Es momento de recurrir a la técnica de antaño.

Omaha sacó un cuaderno y un lápiz. Con una brújula en la mano empezó a trazar un croquis del trilito.

—¿Qué hacemos con las llaves?

—Veamos, ¿qué sabemos de ellas?

—Si son de la época del hundimiento de Ubar, ¿cómo fueron a parar a una estatua de 200 años antes de Cristo? ¿O a la tumba de Job? Ubar se hundió en el año 300 después de Cristo.

—Mira en torno a ti —dijo Safia—. Eran artesanos hábiles en el trabajo de la piedra arenisca. Deben haber encontrado esos lugares sagrados, equilibrando cualquier fuente de energía que exista dentro de las llaves. Antimateria o lo que sea. E incrustaron los artefactos en elementos ya existentes en las tumbas: la estatua en Salalah, el muro de las oraciones en la tumba de Job. Luego los volvieron a sellar con piedra arenisca con una habilidad tal que hizo indetectable su trabajo artesanal.

Omaha asintió con la cabeza y siguió con su croquis.

El zumbido de la radio sobresaltó a ambos. Era Painter.

—Safia, tengo los artefactos. Voy a volver para llevaros agua y un par de raciones de comida. ¿Necesitáis algo más? El viento se está poniendo infernal.

Ella recapituló, mirando las paredes en torno a ella y entonces cayó en la cuenta de algo que les podría venir bien. Se lo dijo a Painter.

—Está bien. Os lo llevaré.

Al cerrar la conexión, vio que Omaha tenía la mirada fija en ella. Volvió a centrarse apresuradamente en su bloc de notas.

—Esto es lo mejor que puedo hacer —musitó y le mostró el diagrama.

—¿Alguna opinión al respecto? —preguntó ella.

—Bueno, según la tradición las tres piedras del trilito representan la trinidad celestial. Sada, Hird y Haba.

—La luna, el sol y el lucero del alba —dijo Safia, nombrándolos tal como se los conoce hoy en día—. Una trinidad venerada por las primeras religiones de la región. Una vez más, la reina no dispensó un tratamiento preferente a unas u otras creencias.

—¿Pero qué piedra representa a cada uno de los cuerpos celestiales? —preguntó Omaha.

Safia hizo un gesto que tenía tanto de afirmación como de duda.

—¿Por dónde empezamos?

—Por la mañana diría yo. El lucero del alba aparece al amanecer en el cielo del sureste —Omaha dio unos golpes en la pared adecuada—. Esto parece bastante evidente.

—Lo que nos deja las otras dos paredes —dijo Safia, asumiendo el control de la situación—. Ahora bien, la pared norte está alineada a lo largo del eje este-oeste, a la derecha completamente.

—El recorrido que hace el sol a lo largo del día.

—Incluso ese pequeño orificio cuadrado en la pared norte podría representar una ventana, para dejar que entrara la luz del sol —se animó Safia.

—Entonces eso nos deja esta última pared como representación de la luna —Omaha dio unos pasos hacia la pared suroeste—. No sé por qué ésta representa la luna, pero Sada era la deidad predominante para las tribus del desierto de Arabia. Así que debe ser significativo. Safia asintió. En la mayoría de las culturas el sol era la principal divinidad, primordial, dador de vida, cálido. Pero en los ardientes desiertos era letal, despiadado e implacable. Y por el contrario, la luna, Sada era la más reverenciada por su refrescante toque. La luna traía lluvias y se representaba por medio de un toro con sus cuernos en forma de medialuna. Cada cuarta fase de la luna se denominaba Il o Ilah, que con el paso de los años llegó a conocerse como un término que valía como Dios. En hebreo, El o Elohim. En árabe, Alá. La luna era primordial.

—Pero esa pared está completamente desnuda —dijo Omaha.

Safia se acercó a él.

—Tiene que haber algo. —Se unió a la búsqueda. La superficie era rugosa, marcada de hoyos en algunos sitios.

Una lluvia de arena anunció la llegada de Painter.

Omaha subió hasta la mitad de la escala y pasó los suministros a Safia, que los esperaba abajo.

—¿Cómo van las cosas por ahí? —inquirió Painter al tiempo que les entregaba un bidón de cinco litros de agua.

—Poco a poco —dijo Safia.

—Pero estamos haciendo progresos —apostilló Omaha.

Painter se inclinó para hacer frente al viento. Sin la carga que antes llevaba, parecía como si la próxima ráfaga de viento huracanado fuera a tirarlo por tierra. Omaha volvió a bajar por la escala. Rociones de arena arrastrada por el viento le siguieron.

—Vuelve deprisa al refugio —gritó Safia, preocupada por la seguridad de Painter.

Éste le dedicó un saludo y se abrió camino en aquella galería arenosa.

—¿Por dónde íbamos? —preguntó Omaha.

10:18 am

Una vez fuera de la dolina, Painter luchó contra la tempestad. Había caído una noche lúgubre. El polvo ocultaba el sol, tiñendo de rojo el mundo. La visibilidad sólo le permitía ver a unos cuantos palmos de la cara. Tenía las gafas de visión nocturna bien ajustadas, pero incluso con ellas no ganaba más allá de un metro adicional de visión. Apenas si vio las puertas cuando las atravesó a trompicones.

Entre los edificios de la aldea, la arena fluía sobre sus pies empujada por el viento, como si fuera agua de un riachuelo sobre cuyo lecho estuviera caminando. Sus ropas chisporroteaban con la electricidad estática. La notaba en el aire. Tenía la boca estropajosa y los labios agrietados y resecos.

Por fin se encontró protegido, al abrigo de su refugio. Libre ya de las feroces mordeduras de la tempestad, se sentía plenamente capaz de recuperar el aliento. La arena se agitaba en violentos remolinos que se arrastraban sobre los techos de los edificios. Caminaba con una mano apoyada en las paredes de adobe.

Unos pies frente a él, una figura difuminada en los pliegues de la oscuridad, un fantasma que cobraba forma. Un fantasma que esgrimía un fusil. Era una de las exploradoras de las Rahim, de guardia. No la había visto hasta que casi tropezó con ella. Le hizo un saludo al pasar. No obtuvo respuesta. Pasó junto a ella camino de la puerta.

Una extraña sensación le hizo detenerse y mirar atrás. Se había vuelto a marchar, se había desvanecido.

¿No era más que cosa de la tempestad, o era una parte de su capacidad para fundirse con el entorno, para oscurecer la percepción? Painter se quedó de pie frente a la puerta. Había escuchado el relato de Safia, pero parecía demasiado descabellado para creerlo. Como demostración de su capacidad mental, la hodja había puesto en el suelo un escorpión verde y le había hecho trazar ochos sobre el polvo, una y otra vez, dando la apariencia de controlarlo. ¿Se trataba de algún truco? ¿Cómo los encantadores de serpientes?

Cuando iba a agarrar el pomo de la puerta, el viento tomó un cariz algo diferente. El rugido se había hecho tan constante que ya casi no lo oía más. Pero durante un momento se levantó un rumor más profundo, un sonido arrastrado por el viento, que no creado por el viento en sí. Se quedó inmóvil, escuchándolo de nuevo, tratando de romper el velo de la arrolladora arena. La tempestad siguió con su constante bramido. El rumor no se repitió.

¿Era de nuevo cosa de la tempestad? Miró hacia el este. Estaba seguro de que el ruido había venido de aquella dirección. Abrió de golpe la puerta y se precipitó al interior, empujado en parte por el viento.

La sala estaba llena de cuerpos. Oyó llorar a una niña arriba. No tuvo dificultad en encontrar a Coral entre las mujeres, un iceberg en un oscuro mar. Se levantó desde la posición de piernas cruzadas en que estaba.

Había estado limpiando una de sus pistolas.

Al advertir su preocupación, se acercó a él con paso rápido.

—¿Qué va mal?

10:22 am

Todos los camiones se concentraron al abrigo de una duna, alineados como si esperaran el inicio de un desfile. Los hombres se acurrucaban en el relativo refugio de los vehículos, pero los detalles se difuminaban en la penumbra. Estaban a medio kilómetro de distancia de Shisur.

Cassandra recorrió a pie las filas en compañía de Kane. Llevaba gafas de visión nocturna, uniforme caqui de campaña y un poncho con capucha de color arena sujeto con un cinturón.

Kane avanzaba con una mano cubriendo el auricular de su radio, escuchando un informe. Una sección de veinte soldados había salido diez minutos antes.

—De acuerdo. Quedad a la espera de nuevas órdenes.

Bajó la mano y se inclinó hacia Cassandra.

—El equipo ha llegado a las afueras del pueblo.

—Haz que rodeen la zona. Tanto la ciudad como las ruinas. Que ocupen puestos ventajosos desde los que puedan disparar. Quiero que no salga de allí persona o cosa alguna.

—De acuerdo. —Volvió a hablar en el micrófono de solapa, dando órdenes.

Siguieron hasta la retaguardia de la columna, en donde seis camiones remolque cargaban con las aeronaves monoplaza. Los helicópteros estaban cubiertos por lonas y amarrados a sus soportes para transporte. Llegaron hasta los dos últimos camiones. Los hombres estaban soltando los cables que sujetaban los helicópteros, y una de las lonas salió volando, arrastrada por el viento. Cassandra torció el gesto al verlo.

—¿Y estos son tus dos mejores pilotos? —preguntó Cassandra a Kane, cuando él dejó de hablar por la radio.

—Más les vale que lo sean, esos hijos de perra. —Los ojos de Kane estaban pendientes de la tempestad.

La vida de Cassandra y Kane dependían ahora del éxito de esta misión. El fracaso en la tumba había puesto a ambos en una situación bastante delicada. Ahora tenían que rehabilitarse ante el mando del Gremio. Pero más que eso, Cassandra detectó una cualidad idiosincrásica en aquel hombre, un nuevo salvajismo, menos humor, una furia más arraigada. Le habían vencido, mutilado y marcado. Nadie le hacía eso a John Kane y vivía para contarlo.

Llegaron al grupo de camiones remolque.

Cassandra encontró a los pilotos esperando. Se encaminó hacia ellos. Tenían los cascos de vuelo recogidos bajo el brazo, y de ellos colgaban los cables que les pasarían los datos del radar. Volar con este tiempo obligaba a hacerlo con instrumentos nada más. No había visibilidad alguna.

Se pusieron firmes una vez que la reconocieron, lo que no dejaba de ser difícil, pues todo el mundo iba embozado y envuelto en ponchos.

Cassandra los miró de arriba a abajo.

—Gordon, Fowler. ¿Creéis que podéis hacer volar a vuestros pajarracos en este aire, a pesar de la tempestad?

—Sí, mi capitán —reconoció Gordon. Fowler asintió con la cabeza—. Hemos acoplado filtros electrostáticos para la arena en la admisión de los motores y hemos cargado software para tempestades de arena en nuestro programa de radar. Estamos preparados.

Cassandra no vio temor en sus rostros, aunque el viento rugía con toda la furia del infierno. En realidad, ambos se mostraban decididos y entusiasmados, como dos surfistas dispuestos a cabalgar sobre olas gigantescas.

—Tenéis que manteneros en constante contacto conmigo, personalmente —dijo Cassandra—. Ya conocéis mi canal de comunicaciones.

Gestos afirmativos por parte de ambos.

—Uno explorará el pueblo y el otro las ruinas. Kane tiene un parche informático que descargará en vuestros ordenadores de a bordo. Os ayudará a captar la señal del objetivo primordial. El objetivo no debe sufrir, y repito que no debe sufrir daño alguno.

—Entendido —susurró Gordon.

—Cualquier otro elemento hostil ha de ser abatido en cuanto sea detectado —concluyó Cassandra.

Gestos afirmativos de nuevo.

Cassandra se apartó.

—Entonces, a volar esos pajarracos.

10:25 am

Omaha observó a Safia arrodillarse y apartar arena del suelo con una mano. Le resultaba difícil concentrarse. Había olvidado lo maravilloso que era trabajar junto a ella. Advirtió las minúsculas gotas de sudor sobre su frente, la manera en que entornaba el ojo izquierdo cuando estaba intrigada, la mota de polvo en su mejilla. Ésta era la Safia que siempre había conocido… antes de Tel Aviv.

Safia siguió apartando arena.

¿Habría alguna esperanza para ellos?

Levantó la vista hacia él al ver que se había detenido.

Omaha se agitó y aclaró la voz.

—¿Qué haces? —preguntó y se acercó al sitio que ella estaba barriendo con la mano—, ¿te ha entrado la manía de la limpieza?

Safia se sentó y dio unas palmadas sobre la pared inclinada sobre su cabeza.

—Éste es el lado sureste. La losa del trilito que representa al lucero del alba, que sale cada día en los cielos surorientales.

—Claro, ya te lo dije. ¿Y qué?

Safia había estado trabajando en silencio los diez últimos minutos colocando los pertrechos que Painter había llevado allí, muy metódicamente, como era su forma habitual de hacer las cosas. Había dedicado la mayor parte de este tiempo a examinar las llaves. Siempre que él trataba de interponer una pregunta, ella levantaba la palma de la mano.

Safia reanudó su barrido.

—Ya hemos determinado qué pared corresponde a cada cuerpo celestial, luna, sol o lucero del alba, pero ahora tenemos que decidir que llaves corresponden a estos cuerpos celestes.

Omaha asintió con la cabeza.

—Vale, ¿qué te parece?

—Tenemos que pensar en un contexto de tiempos antiguos. Algo que Cassandra no hizo al aceptar las millas modernas como equivalentes a las romanas. La respuesta radica en eso.

Safia volvió a mirarle, sondeándole. Él miró a la pared, decidido a resolver el rompecabezas.

—El lucero del alba no es en realidad una estrella. Es un planeta. Venus, para ser exactos.

—Identificado y bautizado por los romanos.

Omaha se enderezó y luego se volvió para observar los artefactos.

—Venus era la diosa romana del amor y la belleza. —Se arrodilló y tocó la lanza de hierro con el busto de la Reina de Saba sobre ella—. Y aquí tenemos una auténtica belleza.

—Eso es lo que imaginé. Así pues, al igual que en la tumba de Job, debe haber un lugar donde insertarla. Un agujero en el suelo.

Ella continuó su búsqueda. Él la imitó, pero buscó en otro sitio.

—Te has equivocado —dijo—. Lo importante es la pared, no el suelo. Pasó la mano sobre la superficie y siguió con su razonamiento, disfrutando del encaje de las ideas para la resolución del rompecabezas.

—Es la losa que representa al lucero del alba, así que es en la losa donde se encontrará…

Sus palabras se interrumpieron cuando con los dedos descubrió un profundo hoyo en la pared. A la altura de la cintura en la losa. Parecía natural, fácil de pasar por alto en la sombría oscuridad. Hundió en el todo el índice. Se quedó allí como si estuviera tapando con su dedo el agujero de un barril de agua.

Safia se levantó junto a él.

—Lo encontraste.

—Trae el artefacto.

Safia se inclinó y asió la lanza de hierro. Omaha sacó el dedo del orificio y ayudó a insertar en él el extremo de la lanza. Fue un proceso difícil debido a la inclinación de la pared. Pero acabaron por acertar con la inclinación correcta y la lanza se fue introduciendo más y más a fondo. Todo el mástil de la lanza quedo enterrado hasta que sólo quedó fuera el busto, que ahora colgaba de la pared como una especie de trofeo humano.

Safia lo manipuló un poco más.

—Mira qué hendidura tiene la pared en este lado. Coincide con la mejilla del busto. —Giró la estatua y lo empujó hasta dejarlo en su lugar.

—Encaja perfectamente.

Safia dio unos pasos atrás.

—Como una llave en su cerradura.

—Fíjate hacia dónde mira ahora nuestra reina de hierro.

Safia siguió la mirada de la reina.

—La pared de la luna.

—Ahora el corazón —dijo Omaha—. ¿Corresponde a la pared del sol o de la luna?

—Yo diría que a la del sol. La luna era la deidad predominante de la región. Su suave luz traía vientos frescos y el rocío de la mañana. Pienso que sea lo que sea lo siguiente que busquemos, la llave o clave final, estará asociado con esa pared.

Omaha se encaminó hacia la pared norte.

—Así pues, el corazón pertenece a esta pared. El sol. La amante rigurosa.

Safia examinó al artefacto.

—Una diosa con corazón de hierro.

Omaha levantó el artefacto. Sólo había un sitio en el que colocarlo. En la pequeña ventana recortada en la cara de la losa norte. Pero antes de ponerlo en su sitio, pasó los dedos a lo largo del alféizar, teniendo que ponerse de puntillas para tentar el suelo del nicho.

—Hay unas hendiduras difusas aquí. Como en la pared.

—Un asiento para el corazón.

—Una cerradura y su llave.

Necesitaron varias tentativas para encontrar el ajuste entre la superficie del corazón de hierro y las hendiduras en la piedra arenisca. Al final, lo encajaron en su sitio. Se mantuvo derecho. El extremo taponado con resina de incienso apuntaba hacia la pared de la luna.

—De acuerdo, yo diría que ésa es una losa importante —dijo Omaha—. ¿Y ahora qué?

Safia pasó las manos sobre la última pared.

—Aquí no hay nada.

Omaha giró lentamente en círculo.

—Nada que podamos ver en la oscuridad.

Safia le devolvió la mirada.

—Luz. Todos los cuerpos celestiales iluminan. El sol brilla. El lucero del alba brilla.

Omaha la miró de soslayo.

—Pero, ¿sobré qué brillan?

Safia se movió hacia atrás. Volvió a comprobar la superficie de la pared anormalmente rugosa, como una especie de paisaje lunar lleno de cráteres.

—Linternas —musitó.

Cada uno de ellos tomó una del suelo. Safia se apostó junto al busto engarzado. Omaha lo hizo junto al corazón colocado en la ventana.

—Hágase la luz.

Sosteniendo la linterna por encima de la cabeza, Omaha dirigió el haz de luz como si fuera luz solar que entrara por la ventana, inclinándolo de tal forma que incidiera sobre la extremidad engarzada.

—El sol brilla a través de una ventana alta.

—Y el lucero del alba brilla bajo en el horizonte —dijo Safia, arrodillándose junto al busto y orientando su haz de luz en la dirección en que miraba el busto.

Omaha miró hacia la pared de la luna, iluminada débilmente por las dos luces desde ángulos diferentes. Las imperfecciones de la pared creaban sombras y grietas. Una forma se empezó a dibujar sobre la pared, modelada por aquellas sombras. Omaha echó un vistazo.

—Parece la cabeza de un camello. O acaso la de una vaca.

—¡Es un toro! —Safia miró a Omaha con ojos brillantes como ascuas—. Sada, la diosa de la luna, se representa como un toro, debido a los cuernos en forma de media luna del animal.

Omaha estudió las sombras.

—Pero entonces, ¿dónde están los cuernos del toro? Al animal no le salía nada junto a las orejas.

Safia señaló los aparejos.

—Acércame eso mientras yo sostengo la linterna.

Omaha colocó su linterna en la ventana, dejándola junto al corazón de hierro. Cruzó hacia los aparatos y tomó el que parecía una escopeta, sólo que con un extremo acampanado como una antena parabólica. Safia había pedido a Painter que se lo trajera. Estaba ansioso por ver dónde encajaba.

Se lo entregó a Safia y ocupó el puesto de ésta con la linterna. Ella se desplazó al centro de la sala y apuntó el láser de excavación. Un círculo de luz roja apareció sobre la pared y ella lo fijó sobre la figura de sombras, entre las orejas.

Apretó el gatillo del aparato. La luz roja empezó a girar y la piedra caliza comenzó a desmoronarse inmediatamente a medida que la energía del láser hacía vibrar la estructura cristalina. Arena y polvo se desprendían a impulsos del láser. También lo hacían unas partículas más brillantes. Escamas metálicas, al rojo vivo.

Virutas de hierro. Omaha cayó en la cuenta entonces de por qué el detector de metales no dejaba de emitir pitidos. Los arquitectos de aquel rompecabezas habían mezclado virutas de hierro con la arena de la roca. De nuevo sobre la pared, el haz del láser actuó como un tornado, deshaciendo la piedra caliza como si fuera polvo suelto. Con la linterna todavía encendida, Omaha vio cómo avanzaba el láser. Poco a poco, un brillo más reluciente se fue haciendo visible dentro de la piedra. Una masa de hierro.

Safia siguió trabajando, moviendo el láser arriba y abajo. En cuestión de minutos apareció el arco de unos cuernos, justo por encima de la imagen de las sombras.

—Definitivamente, es un toro —admitió Omaha.

—Sada —musitó Safia, bajando el arma—. La luna.

Se acercó y tocó la forma de cuernos embutidos, como para asegurarse de que eran reales. Una lluvia de chispas azules surgió del contacto.

—¡Qué diablos…!

—¿Estás bien?

—Sí —le contestó, chasqueando los dedos—. No es más que una descarga de electricidad estática.

De todas formas, dio un paso atrás, estudiando los cuernos grabados en la pared.

La verdad era que los cuernos aparecían como una medialuna muy aguzada, que sobresalía de la roca. La arena y el polvo formados por la excavación se agitaban dentro de la cámara a medida que el viento por encima se hacía más intenso y parecía soplar directamente hacia abajo a través de la abertura del techo.

Omaha miró hacia arriba. Por encima de la dolina, los cielos eran oscuros, pero algo todavía más oscuro agitaba el aire y descendía a toda velocidad. Repentinamente, lanzó un potente haz de luz hacia abajo.

¡No…!

10:47 am

Safia se encontró asida por la cintura y apartada a un lado. Omaha la arrastró a la oscuridad por debajo de las losas inclinadas.

—¿Qué diablos te pasa?

Antes de que pudiera terminar, un potente haz de luz penetró por la abertura superior proyectando una columna de brillo a través del centro de la cámara del trilito.

—Un helicóptero —le gritó Omaha al oído.

Safia pudo oír ahora el difuso batir de los rotores contra el ronco rugido de la tempestad. Omaha la sujetó con firmeza.

—Es Cassandra.

La luz desapareció a medida que el foco se desplazaba. Pero el ronroneo de los rotores de los helicópteros persistía. Todavía seguía por allí buscando en medio de la tempestad.

Safia se arrodilló con Omaha. Cuando el foco desapareció, la cámara parecía más oscura.

—Tengo que alertar a Painter —dijo Safia.

Se arrastró hasta la radio Motorola. Cuando sus dedos alcanzaron la superficie del aparato, otra chispa eléctrica saltó desde la radio hasta la punta de sus dedos, como la picadura de una avispa. Echó atrás la mano. Sólo entonces cayó en la cuenta del aumento de electricidad estática. La sintió en la piel, como pulgas sobre su carne. El pelo le chisporroteaba cuando miró a Omaha.

—Safia, ven aquí.

Omaha tenía los ojos abiertos de par en par. Dio la vuelta hacia ella, manteniéndose en las sombras. Su atención no estaba en el helicóptero, sino fija en el centro de la cámara.

Safia se acercó a él y unieron las manos, lo que produjo otra descarga en ambos, al tiempo que se les erizaban los cabellos.

En el centro de la cámara, un resplandor azulado se agitaba allí donde el haz de luz del helicóptero había incidido antes. Relucía, en medio del aire, con unos bordes espectrales. Se fundía con cada soplo, girando hacia dentro.

—Electricidad estática —dijo Omaha—. Mira las llaves.

Los tres artefactos de hierro, corazón, busto y cuernos, desprendían un rojizo resplandor.

—Están captando la electricidad estática del aire. Actúan como pararrayos para la carga estática de la tempestad de ahí arriba, aportando potencia a las llaves.

El resplandor azulado se fue transformando en una nube chispeante en el centro de la sala. Se agitaba conforme a su propio viento, revolviéndose en su sitio. Las llaves brillaban cada vez más. El aire crepitaba. Arcos de carga estática saltaban de cada pliegue de capa o pañuelo.

Safia se estremeció ante tal espectáculo. La piedra arenisca era un excelente aislante no conductor. Al liberar los cuernos de la piedra se debía haber completado algún tipo de circuito entre los tres. Y la cámara estaba actuando como una botella magnética que atrapaba las energías.

—Tenemos que largarnos de aquí de inmediato —sentenció Omaha.

Safia siguió observando el fenómeno, embelesada. Estaban presenciando algo que se había puesto en marcha milenios atrás. ¿Cómo iban a salir del atolladero?

Omaha la tomó por el codo, apretando con los dedos.

—¡Safi, las llaves! Son como el camello de hierro en el museo, se está formando una bola de fuego terrorífica.

Safia volvió a recordar rápidamente el video del Museo Británico El rojizo resplandor del meteorito, el turbio halo del globo de plasma… Omaha tenía razón.

—Me parece que acabamos de activar una bomba aquí abajo —dijo Omaha, poniendo a Safia de pie y llevándola hacia la escala plegable—, ¡y está a punto de explotar!

Cuando puso el pie en el primer peldaño, el mundo se volvió cegadoramente brillante. Safia se estremeció, rígida en su sitio, como un venado deslumbrado por los focos del cazador furtivo.

El helicóptero había vuelto y se cernía amenazador sobre ellos.

La muerte les esperaba arriba… con tanta certeza como abajo.