XVI
ENCRUCIJADA

adajicurcne

4 de diciembre, 5:55 am
Montañas de Dhofar

Mientras los cielos comenzaban a iluminarse por el este, Omaha disminuyó la velocidad de la furgoneta al llegar a la parte superior del desfiladero. La carretera, si es que aquella vía plagada de piedras y socavones podía llamarse carretera, continuaba su descenso por el lado más alejado. Le dolía la parte baja de la espalda de los baches constantes y del traqueteo de los últimos quince kilómetros.

Omaha se detuvo por completo. La carretera coronaba el último puerto a través de las montañas. De ahí en adelante, las tierras altas descendían hasta convertirse en salinas y llanuras de gravilla. Por el espejo retrovisor observó los campos de verdes brezos, salpicados de ganado, extenderse hasta donde alcanzaba la vista. La transición resultaba tremendamente abrupta.

A ambos lados de la furgoneta, un paisaje lunar de rocas rojizas, interrumpido por árboles descuidados y de corteza roja, marcaba la curva del viento que soplaba por aquel paso. Boswellia sacra. Los excepcionales y preciados árboles del incienso, fuente de riqueza en eras pasadas.

Cuando Omaha frenó, Painter, que dormitaba en el asiento del copiloto, se golpeó la cabeza contra el cristal.

—¿Qué ocurre? —preguntó con la mirada empañada y una mano sobre la pistola que descansaba en su regazo.

Omaha señaló hacia el frente. La carretera descendía a través de un uadi, el lecho seco de un río, un recorrido rocoso, traicionero y apto únicamente para vehículos con tracción a las cuatro ruedas.

—De aquí en adelante, es cuesta abajo —dijo Omaha.

—Conozco este lugar —interrumpió Barak desde la parte posterior. Aquel hombre parecía no dormir nunca, susurrando direcciones a Omaha mientras atravesaban las montañas—. Estamos en el uadi de Dhikur, el Valle del Recuerdo. Los acantilados de ambos lados son antiguos cementerios.

Omaha metió la primera marcha.

—Pues esperemos que no se convierta en el nuestro.

—¿Por qué hemos seguido este camino? —preguntó Painter.

En la tercera fila de asientos, Coral y Danny se revolvieron, desplomados uno sobre el otro. Se sentaron correctamente y prestaron atención a la respuesta. Clay roncaba levemente junto a Barak, con la cabeza desplomada hacia atrás y perdido en su propio mundo.

Barak respondió a la pregunta de Painter.

—Sólo los miembros de la tribu local de los Shahra conocen esta ruta que baja desde las montañas hasta el desierto. Todavía recogen el incienso de los árboles de esta zona de la manera tradicional.

Omaha no había conocido nunca a ningún miembro del clan de los Shahra. Era un grupo muy dado a recluirse, con medios tecnológicos de la Edad de Piedra y anclado aún en la tradición. Su lenguaje, estudiado en profundidad, no se parecía al árabe moderno, sino más bien a un sonsonete aflautado, que además contenía ocho sílabas fonéticas adicionales. Con el paso del tiempo, la mayoría de los lenguajes pierden esos sonidos, que se van retinando hasta madurar por completo. Pero con esas sílabas adicionales aún activas, el idioma Shahri estaba considerado como uno de los más antiguos de toda Arabia.

No obstante, lo más peculiar era que los Shahra se llamaban a sí mismos el Pueblo de Ad, por el Rey Shaddad, primer gobernante de Ubar. Según la tradición oral, descendían de los habitantes originarios de Ubar, los que huyeron tras su destrucción en el año 300 después de Cristo. De hecho, tal vez Barak les estuviese guiando por la misma ruta de Ubar que el pueblo de Ad usara una vez para huir de su destrucción, un pensamiento escalofriante, ensombrecido por las sepulturas que plagaban la zona.

Barak finalizó.

—Al llegar a la parte baja del uadi, sólo quedarán treinta kilómetros para llegar a Shisur. No está tan lejos.

Omaha comenzó el descenso en primera marcha y avanzando a cinco kilómetros por hora. De haber ido a más velocidad, se habría arriesgado a que el vehículo resbalase por el pedregal de pizarra y guijarros sueltos. A pesar de toda su precaución, la furgoneta derrapaba con demasiada facilidad, como si avanzaran sobre hielo. Al cabo de media hora, las manos de Omaha humedecían el volante a causa de la tensión.

Pero al menos el sol comenzaba a asomar en el cielo, como una rosa grisácea en el horizonte.

Omaha reconoció este color, signo de la aproximación de una tempestad, que llegaría a la zona en unas horas. Los vientos procedentes de las arenas ya soplaban en el uadi, bramando contra la poco aerodinámica furgoneta.

Cuando Omaha giró una curva ciega del lecho del río aparecieron ante él dos camellos y un par de beduinos con toga. Frenó con demasiada brusquedad, el vehículo coleó por la parte posterior y golpeó de costado una pila precaria de bloques de piedra junto al camino. El metal se combó y los bloques se volcaron.

Clay se despertó con un bufido.

—Adiós a nuestro depósito de colisión —se quejó Danny.

Los dos camellos, cargados de abundantes fardos y cestas amarrados con correas, gorjearon una protesta y sacudieron la cabeza mientras pasaban junto a la furgoneta atascada. Parecía que llevaban a lomos toda una casa.

—Refugiados —afirmó Painter, moviendo la cabeza al ver a otros camellos, mulas y caballos cargados de forma parecida, que avanzaban por el cauce seco del río—. Huyen de la tempestad.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Omaha, que forcejeaba con la palanca del cambio de marchas y con el embrague. La furgoneta dio un bandazo, se balanceó y finalmente comenzó a avanzar de nuevo.

—¿Con qué nos hemos chocado? —preguntó Coral, fijándose en las piedras amontonadas.

Danny señaló otras pilas de piedras similares, que salpicaban el cementerio que les rodeaba.

—Trilitos —respondió—. Antiguas piedras utilizadas para la oración.

Cada trilito estaba formado por tres losas, apoyadas unas sobre otras hasta formar una pequeña pirámide.

Omaha continuó descendiendo, cuidadoso de no acercarse a las piedras, lo que dificultó aún más el avance, que se complicaba según descendían por el lecho del río seco.

La gente huía del desierto en manadas.

—Creía que habías dicho que nadie conocía este camino de las montañas —cuestionó Painter a Barak.

El árabe se encogió de hombros.

—Cuando te enfrentas a la madre de todas las tempestades, huyes hacia tierras más altas, cualquier tierra más alta. Imagino que habrá gente en todos los lechos secos, porque las carreteras principales estarán incluso peor.

Habían ido escuchando los informes periódicos por radio, cuando les llegaba algo de cobertura. La tempestad había aumentado de tamaño, era ya tan grande como el litoral oriental, y azotaba con unos vientos de ciento treinta kilómetros por hora, cargados de polvo de arena, la de las dunas cambiantes, que parecían gorros blancos en medio de un mar castigado por la tormenta.

Y aquello no era lo peor. El sistema de altas presiones de la costa había comenzado a deslizarse hacia el interior. Las dos tempestades chocarían en el desierto omaní, una rara combinación de condiciones que desataría la mayor de las tempestades jamás vista.

A pesar del amanecer, el horizonte del norte permanecía cubierto en una especie de oscuridad ahumada. Según descendían por la carretera de la montaña, la tempestad aumentaba de tamaño, como un maremoto elevándose en el mar.

Por fin alcanzaron la parte baja del uadi. Los acantilados se elevaban a ambos lados, sobre bancos de arena salada.

—Bienvenidos al Rub al-Khali —anunció Omaha—. El Sector Vacío de Arabia.

El nombre no podía ser más acertado.

Ante ellos se extendía una inmensa planicie de gravilla gris, batida por las líneas pictográficas de los bancos de arena, de un color blanco azulado. Más allá, las protuberancias rojizas marcaban el límite de las interminables extensiones de dunas que barrían Arabia. Desde su posición estratégica divisaban el resplandor rosado, castaño, púrpura y carmesí de las arenas, como una paleta multicolor.

Omaha observó el indicador del combustible. Con suerte, les llegaría para alcanzar Shisur. Miró al Fantasma del Desierto, su único guía.

—Treinta kilómetros, ¿verdad?

Barak se recostó en su asiento y se encogió de hombros.

—Más o menos.

Sacudiendo la cabeza con gesto negativo, Omaha se volvió hacia el frente e inició la marcha por las llanuras. Otro puñado de gente abatida trataba de avanzar, no sin dificultades, hacia las montañas. Los refugiados no mostraban ningún interés en la furgoneta que se dirigía hacia la tempestad, una verdadera locura.

En la autocaravana reinaba un silencio total. Todos los ojos estaban clavados en la tormenta, y el único sonido que se escuchaba era el crujir de la arena y la gravilla bajo los neumáticos. Como el terreno parecía menos peligroso, Omaha se arriesgó a acelerar hasta cincuenta kilómetros por hora.

Pero desafortunadamente, la fuerza del viento parecía incrementar cada kilómetro, arrastrando la arena de las dunas a su paso. Tendrían suerte si al llegar a Shisur aún les quedaba algo de pintura en la carrocería.

Danny terminó por romper el hielo.

—Cuesta creer que esto fuera una inmensa sabana, ¿verdad?

Clay bostezó.

—¿De qué hablas?

—Esta zona no siempre fue un desierto. Los mapas por satélite muestran la presencia de antiguos lechos de río, lagos y corrientes bajo la arena, lo que sugiere que Arabia estuvo una vez cubierta de pastos y bosques, plagada de hipopótamos, búfalos y gacelas. Un auténtico Edén viviente.

Clay contempló el árido paisaje.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Unos veinte mil años. Aún se encuentran objetos neolíticos de aquella época: cuchillas de hachas, puntas de flechas, rascadores de pieles —Danny señaló con la cabeza los páramos—. Luego llegó un periodo de hiperaridez que terminó por secar Arabia y convertirla en un páramo desértico.

—¿Por qué? ¿Qué desencadenó ese cambio?

—No lo sé.

Una voz distinta intervino en la conversación, respondiendo a la pregunta de Clay.

—El cambio climático se produjo a causa de los Ciclos de Milankovitch.

La atención de todos giró hacia Coral Novak.

—Periódicamente, la Tierra se tambalea en su órbita alrededor del sol. Ese tambaleo, o «ciclos orbitales», desencadenan cambios climáticos descomunales, como la desertización de Arabia y partes de la india, África y Australia.

—¿Y qué puede causar que la Tierra se tambalee? —insistió Clay.

Coral se encogió de hombros.

—Podría ser algo tan simple como la precesión, los cambios periódicos naturales de la órbita. O tal vez algo más grave, como una inversión de la polaridad de la Tierra, algo que ha ocurrido miles de veces en la historia de la geología. Quizás incluso un cambio en la velocidad de rotación del núcleo de níquel de la Tierra. Nadie lo sabe con certeza.

—Fuese como fuese —concluyó Danny—, éste es el resultado.

Ante ellos, las dunas se habían convertido en inmensos montículos de arena rojiza, algunos de hasta doscientos metros de altura. Entre las dunas se veía la grava del suelo, que creaba rutas caóticas, serpenteantes, llamadas «las calles de las dunas». Resultaba muy fácil perderse en el laberinto de callejuelas, pero la ruta más directa sobre las dunas podía acabar con el más duro de los vehículos, un riesgo demasiado grande. Omaha apuntó al frente, mientras dirigía su pregunta a Barak y le miraba a través del espejo retrovisor.

—Tú sabes cómo salir de aquí, ¿verdad?

El gigantesco árabe volvió a encogerse de hombros, su respuesta habitual para todo.

Omaha fijó la mirada en las elevadas dunas. Más allá de ellas, un muro de arena batida se elevaba en el horizonte, como la pantalla de humo de un pasto en llamas avanzando hacia ellos. No había tiempo para equivocarse de ruta.

7:14 am

Safia caminaba junto a Kara por otro túnel. Las Rahim se habían dispersado, y marchaban delante y detrás de ellas, en grupos, transportando lámparas de aceite en la oscuridad. Llevaban andando más de tres horas, deteniéndose con regularidad para beber o descansar. El hombro de Safia comenzaba a doler, pero no protestaba.

La totalidad del clan se encontraba en marcha, incluso las niñas más pequeñas.

Una nodriza caminaba unos pasos por delante, acompañada de seis niñas, de edades comprendidas entre los seis y los once años. Las mayores llevaban de la mano a las pequeñas. Al igual que el resto de las Rahim, las niñas también vestían hábitos con capuchas.

Safia estudió a las pequeñas, que la miraban por el rabillo del ojo de vez en cuando. Parecían hermanas. Ojos verdes, melena negra, piel tostada. Incluso sus sonrisas tímidas lucían los mismos hoyuelos encantadores.

Y mientras que las adultas variaban en aspectos leves, como su constitución delgada o más robusta, o el cabello largo o corto, los rasgos básicos resultaban sorprendentemente similares.

Lu’lu, la hodja de la tribu, mantenía el paso de las demás. Tras anunciarles que se encaminaban hacia las Puertas de Ubar, se había marchado para organizar la partida del clan. Como guardianas de Ubar durante siglos, ningún miembro de las Rahim se quedaría atrás en un momento tan trascendental.

Una vez en camino, había guardado silencio, para que Kara y Safia hablaran de la revelación de su relación como hermanas. Todavía parecía irreal. Durante toda una hora, ninguna de las dos había hablado, perdidas en sus propios pensamientos.

Kara fue la primera en interrumpir el silencio.

—¿Dónde están los hombres? —preguntó—. Los padres de estas criaturas. ¿Se nos unirán más adelante?

Lu’lu frunció el entrecejo y miró a Kara.

—No hay hombres, eso está prohibido.

Safia recordó el anterior comentario de la hodja, sobre cómo el nacimiento de Safia había sido algo prohibido. ¿Acaso necesitaban permiso para ello? ¿Por qué se parecían todas tanto? ¿Tal vez se debía a un intento de eugenesia para mantener la pureza de su sangre?

—¿Sólo sois vosotras? —preguntó Kara.

—Las Rahim llegamos a contarnos por centenares —explicó Lu’lu con tranquilidad—. Ahora somos treinta y seis. Los dones que nos transmitió Biliqis, la Reina de Saba, se han ido debilitando, haciéndose más y más frágiles. Muchas veces nuestros hijos nacen muertos, y otras mujeres incluso pierden el don. El mundo se ha vuelto tóxico para nosotras La semana pasada, por ejemplo, una de nuestras ancianas, Mara, perdió su bendición al acudir al hospital de Mascate, no sabemos por qué.

Safia arrugó la frente.

—¿A qué don te refieres?

Lu’lu suspiró.

—Te lo diré porque eres una de nosotras. Has sido puesta a prueba, y hemos encontrado restos de las bendiciones de Ubar en ti.

—¿Puesta a prueba? —preguntó Kara, mirando brevemente a Safia.

Lu’lu asintió.

—En un momento dado, ponemos a prueba a todas mestizas del clan. Almaaz no fue la primera en dejar a las Rahim, en dormir con un hombre, en renunciar a su linaje por amor. Nacieron más niñas, pero pocas de ellas tienen el don —colocó una mano sobre el codo de Safia—. Cuando nos enteramos de que habías sobrevivido milagrosamente al atentado terrorista de Tel Aviv, sospechamos que tal vez tu sangre tuviera algún poder.

Safia se sobresaltó por la mención del atentado. Recordaba los artículos de los periódicos, que calificaban de milagrosa su supervivencia.

—Pero abandonaste el país antes de que pudiéramos hacerlo, para no volver jamás. Te creímos perdida. Luego nos enteramos del descubrimiento de la llave. En Inglaterra. En el museo que supervisabas. ¡Tenia que ser una señal! —La voz de la anciana se tiñó de fervor y esperanza.

—Cuando regresaste, te buscamos —Lu’lu miró hacia las profundidades del túnel y bajó la voz—. Al principio intentamos secuestrar a tu prometido para utilizarle y lograr que vinieras a nosotras.

Kara soltó una exclamación de asombro.

—¡Sois las que intentaron secuestrarle!

—No le falta talento al chico —aseguró la anciana con una sonrisa a medias—. Ahora entiendo por qué le entregaste tu corazón.

Safia sintió una punzada de vergüenza.

—Y cuando fracasasteis con lo del secuestro, ¿qué hicisteis?

—Como no podíamos traerte hacia nosotras, decidimos llegar hasta ti. Te pusimos a prueba de otra forma —miró a Safia—. Con la serpiente.

Safia se detuvo en el túnel, recordando el incidente en la bañera, en la propiedad de Kara.

—¿Vosotras metisteis la víbora en el agua?

Lu’lu se detuvo con Kara. Varias mujeres las adelantaron.

—Esas criaturas tan sencillas reconocen a quienes poseen el don, a las que han sido bendecidas por Ubar. Jamás harían daño a esas mujeres, sólo buscan la paz junto a ellas.

Safia sentía aún la víbora sobre su pecho desnudo, como si descansara sobre una roca al sol, tranquila. Pero luego entró la asistenta y gritó, lo que hizo que la serpiente intentara atacarla.

—¡Podríais haber matado a alguien!

Lu’lu les hizo un gesto para continuar caminando.

—Tonterías. No somos tan estúpidas como para seguir ancladas en las viejas tradiciones. La víbora no tenía dientes. No corriste ningún riesgo.

Safia continuó descendiendo por el túnel en silencio, totalmente aturdida. Pero Kara no lo estaba.

—¿Qué es todo eso del don? ¿Qué se supone que tenía que sentir la víbora en Safia?

—Las que poseemos la bendición de Ubar tenemos la capacidad de proyectar nuestro deseo más allá de las mentes de otros. Los animales son especialmente susceptibles, se rinden a nuestros deseos, obedecen a nuestras órdenes. Y cuanto más sencillo sea el animal, más fácil es de controlar. Mirad.

Lu’lu se acercó al muro lateral, donde se abría un pequeño agujero junto al suelo de tierra. Abrió las manos. Un leve zumbido flotó sobre la cabeza de Safia. De repente, del agujero surgió un pequeño ratón de campo, moviendo los bigotes y saltando, dócil como un gatito, sobre la Palma de la mano de la hodja. Lu’lu lo acarició con un dedo, antes de dejarle ir de nuevo. El animalillo corrió a su madriguera, sorprendido de encontrarse en el exterior.

—Estas sencillas criaturas son muy fáciles de influenciar —Lu’lu señaló a Kara con la cabeza mientras continuaba descendiendo por el túnel—, al igual que las mentes debilitadas por el abuso.

Kara apartó la mirada.

—Sin embargo, tenemos muy poco control sobre la mente despierta del hombre. Lo máximo que podemos hacer es enturbiar sus percepciones cuando nos encontramos a corta distancia, ocultar nuestra presencia durante un corto periodo de tiempo… y aún así, sólo bajo nuestra propia forma. Incluso la ropa es difícil de disimular. Es mejor hacerlo desnudas y en las sombras.

Kara y Safia se miraron, demasiado asombradas como para hablar. Se trataba de una especie de telepatía, de poder mental.

Lu’lu se recolocó la capa.

—Y por supuesto, el don puede utilizarse sobre una misma, una concentración de deseo hacia tu propio interior. Ésa es la mayor de nuestras bendiciones, la que asegura el linaje de la Reina Biliqis, la primera y la última de nosotras.

Safia recordó historias de la Reina de Saba, historias que se narraban en Arabia, en Etiopía y en Israel. Muchas implicaban elementos extravagantes, como alfombras mágicas, pájaros habladores e incluso el teletransporte. Y las más importantes aseguraban que el Rey Salomón podía hablar con los animales, tal como la hodja les había asegurado. Safia recordó el leopardo que atacó a John Kane. ¿De veras podían aquellas mujeres controlar a tales bestias? ¿Era ese talento la fuente de todos los imaginativos relatos sobre la Reina de Saba?

Kara habló en medio del silencio.

—¿Y qué ocurre si dirigís ese poder hacia vuestro interior?

—La mayor de las bendiciones —repitió Lu’lu con un toque de nostalgia en la voz—. Maduramos una criatura, una que nace sin contacto con el hombre.

Kara y Safia se miraron asombradas.

—El alumbramiento de una virgen… —susurró Kara.

Como la Virgen María. Safia sopesó aquella revelación. ¿Acaso por eso la primera llave, el corazón de hierro, estaba oculto en la tumba del padre de María? Como una especie de confirmación. Una virgen dentro de otra.

Lu’lu continuó.

—Pero nuestros alumbramientos no resultan un parto cualquiera. La criatura que sale de nuestro cuerpo es parte de nuestro cuerpo, nacido para continuar nuestro linaje.

Safia sacudió la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

Lu’lu levantó el cayado y señaló al resto de mujeres, que caminaban delante y detrás de ellas, como un clan indivisible.

—Somos todas la misma mujer; hablando en términos modernos, somos genéticamente idénticas. La mayor de las bendiciones es el don de mantener la pureza de nuestra descendencia, de producir una nueva generación en nuestro propio vientre.

—Clones —afirmó Kara.

—No —contrarrestó Safia, que había entendido lo que la hodja intentaba describir. Se trataba de un proceso reproductor hallado en algunos insectos y animales, especialmente en las abejas.

—Partenogénesis —confirmó Safia en voz alta.

Kara parecía confusa.

—Es una forma de reproducción por la que una hembra puede producir un óvulo cuyo núcleo intacto contiene su propio código genético, que crece y se convierte en un duplicado genéticamente idéntico de la madre.

Safia miró hacia ambos extremos del túnel. Todas aquellas mujeres…

De alguna manera, su don telepático les permitía autorreproducirse, mantenerse genéticamente intactas. Reproducción asexual. Recordó que uno de sus profesores de biología en Oxford les había explicado que la reproducción asexual era un fenómeno relativamente extraño para los cuerpos. Que normalmente, la célula de un cuerpo se dividía para producir un duplicado exacto de ella misma. Sólo las células germen de los ovarios y testículos se dividían de manera que podían producir células únicamente con la mitad de su código genético original (óvulos en la mujer, espermatozoides en el hombre), permitiendo así la mezcla del material genético. Pero si una mujer pudiera, por puro deseo, detener la división celular en su óvulo no fertilizado, la cría que resultara de ello sería un duplicado exacto de la madre.

Madre…

A Safia se le cortó la respiración. Se detuvo a mirar los rostros que la rodeaban. Si lo que Lu’lu acababa de decir era cierto, si su madre era miembro de ese clan, todas aquellas mujeres eran su madre. Su madre en todas las posibles reencarnaciones: desde un bebé recién nacido, mamando del pecho de su madre, hasta la joven que caminaba cogida de la mano de su hermana mayor, y hasta la anciana que caminaba a su lado.

Safia comprendió entonces las crípticas palabras anteriores de la hodja.

Todas nosotras somos tu madre.

No se trataba de una metáfora, sino de un hecho verídico.

Antes de que Safia pudiera hablar o moverse, dos mujeres pasaron junto a ella. Una portaba el maletín plateado que protegía el corazón de hierro, la otra, la lanza de hierro con el busto de la Reina de Saba.

Safia prestó atención al rostro de hierro de la estatua. El rostro de Saba. El rostro de todas aquellas mujeres.

Aquel entendimiento repentino se apoderó de Safia, hasta casi cegarla. Tuvo que apoyarse en el muro del túnel.

—Saba…

Lu’lu asintió.

—Ella es la primera y la última. Ella es todas nosotras.

Safia recordó también otras palabras anteriores de la hodja. Nosotras somos la Reina de Saba.

Observó a todas aquellas mujeres, vestidas con túnicas iguales, llevaban reproduciéndose a sí mismas desde los inicios de la historia, y su código genético procedía de una sola mujer, la primera en dar a luz de esa manera a una hija, de regenerarse a sí misma.

Biliqis, la Reina de Saba.

Miró a la anciana a los ojos, los mismos ojos verdes de la fallecida reina. El pasado, vivo en el presente. La primera y la última. ¿Cómo era posible aquello?

En ese instante se escuchó un grito a la cabeza de la fila de mujeres.

—Hemos atravesado las montañas —dijo la hodja—. Ven. Las Puertas de Ubar nos esperan.

7:33 am

Painter se protegió los ojos para mirar hacia la furgoneta parada, al sol del amanecer, a los muros de arena que les rodeaban. No sería el mejor lugar para quedar atrapado cuando llegara la tempestad. Se imaginó aquellas dunas montañosas derramándose sobre ellos en una cascada poderosa contra las rocas. Tenían que seguir adelante, y de inmediato.

Minutos antes, la furgoneta había avanzado a toda velocidad por una planicie de arena, bordeando las dunas como una tabla de surf. Las «calles» de gravilla por las que habían avanzado terminaron por desvanecerse, y tuvieron que continuar a través de arenas endurecidas.

Sólo que no toda la arena estaba igual de endurecida.

—Un revolcadero de camellos —comentó Barak, que observaba de rodillas el lado trasero de la furgoneta. Tanto los neumáticos delanteros como los traseros estaban clavados hasta el eje—. La arena está muy suelta, y es bastante profunda, casi como las arenas movedizas. Los camellos las utilizan para limpiarse el cuerpo.

—¿Podemos excavar hasta sacar la furgoneta? —preguntó Omaha.

—No hay tiempo —interrumpió Painter.

Barak asintió.

—Además, cuanto más cavemos, más se hundirá el vehículo.

—En tal caso, habrá que cargar con lo que podamos y continuar a pie.

Danny se quejó, sentado en la arena.

—La próxima vez tenemos que elegir con más atención nuestros medios de transporte. Primero, aquella camioneta que se caía a trozos, y ahora este trasto.

Painter se alejó unos pasos, con demasiada energía nerviosa acumulada, o tal vez fuese la electricidad del aire, alguna nube de carga estática adelantada a la tempestad.

—Voy a trepar esa duna, a ver si logro divisar Shisur. No creo que esté a más de un par de kilómetros. Entretanto, vaciad la furgoneta. Armas, equipos, todo.

Painter se encaminó hacia la duna, y Omaha se apresuró tras él.

—No necesito ayuda —dijo Painter, haciéndole un gesto para que se alejara.

Pero Omaha empezó a trepar tras él, atravesando la arena con cada pisada, como si quisiera castigarla. Los dos hombres avanzaban por la cima de la duna, una subida más dificultosa de lo que Painter había previsto.

Omaha se acercó a Painter.

—Lo siento.

Painter enarcó una ceja en gesto de confusión.

—Por lo de la furgoneta —murmuró Omaha—. Tendría que haber visto que esas arenas estaban sueltas.

—No tiene importancia, a mí también me habría ocurrido.

Omaha continuó subiendo.

—Sólo quería decirte que lo siento.

Painter percibió que la disculpa de Omaha cubría más campos que el del vehículo atascado.

Finalmente llegaron a la cresta afilada de la duna, que se deshizo bajo sus pies, derramando un río de arena por la otra cara.

El desierto mostraba una quietud cristalina. Ni el gorjeo de un pájaro, ni el vuelo de un insecto. Incluso el viento se había detenido momentáneamente, en esa calma que suele preceder a la tormenta.

Painter se quedó boquiabierto al contemplar cómo las dunas se extendían hasta el horizonte. Pero lo que más llamó su atención fue el muro en forma de remolino que se divisaba al norte, un huracán de arena. Las nubes oscuras parecían nubarrones tormentosos, con leves destellos azulados. Descargas estáticas, como los rayos.

Necesitaban ponerse a cubierto con urgencia.

—Allí —señaló Omaha con la mano—. En ese grupo de palmeras.

Painter observó una mancha verdosa a menos de un kilómetro de distancia, enterrada entre las dunas y bastante difícil de divisar.

—El oasis de Shisur —explicó Omaha. No estaban lejos.

Al girarse, un leve movimiento captó su mirada. En el cielo, a contraluz del sol matutino del este, observó una especie de mosquito negro volador. Se colocó las gafas de visión nocturna, ajustando las lentes telescópicas.

—¿Qué es?

—Un helicóptero de transporte, de las Fuerzas Aéreas Estadounidenses. Probablemente de Thumrait. Está descendiendo en círculos para aterrizar.

—¿Una misión de rescate por la tempestad?

—No. Es Cassandra —Painter escuchó la voz de su antigua compañera en su cabeza. ¿Creías realmente que me iba a tragar que te dirigías a la frontera de Yemen? Una confirmación más de que el grupo de Cassandra tenía los dientes y las garras bien clavados en Washington. ¿Cómo esperaba Painter poder ganar así? No contaba más que con cinco personas, y casi ninguna con formación militar.

—¿Estás seguro de que es ella?

Painter observó el rotor del helicóptero descender sobre la arena y desaparecer entre las dunas.

—Sí. Ése es el punto marcado en el mapa, diez kilómetros más allá del verdadero objetivo.

Painter se levantó las gafas. Cassandra se encontraba demasiado cerca como para sentirse tranquilo.

—Tenemos que marcharnos de inmediato —decidió.

Sin más demora, se encaminó duna abajo. Los dos hombres se deslizaron sobre la arena para llegar antes a la parte inferior. Una vez allí, echó un rápido vistazo al material apilado. Era mucho peso, pero no se atrevía a dejar atrás nada que pudiesen necesitar.

—¿Distancia? —preguntó Coral.

—Menos de un kilómetro —respondió Painter.

Entre todos se extendieron las miradas de alivio. Pero Coral se hizo a un lado, percibiendo la tensión de su superior.

—Cassandra ya ha llegado —le dijo—. Se encuentra hacia el este.

Coral se encogió de hombros.

—Eso es bueno. En cuanto llegue la tempestad, se quedará atrapada. Eso podría darnos un día o dos, sobre todo si el sistema de alta presión, la esperada megatempestad, revienta encima de nosotros.

Painter asintió y respiró profundamente. Coral tenía razón. Tal vez aún tuvieran alguna oportunidad.

—Gracias —le murmuró.

—No hay de qué, comandante.

Dividieron rápidamente el material. Painter y Omaha cargaron con la caja más pesada, que contenía la unidad de penetración del suelo por radar. Resultaba monstruosamente pesada, pero si conseguían llegar a las ruinas para buscar un tesoro enterrado, necesitarían aquel aparato. Una vez preparados, emprendieron la ruta, bordeando una duna inmensa, con una altura de dos campos de fútbol, y a continuación atravesaron otras más pequeñas por la parte superior. El sol continuaba calentando la arena y el aire. Poco después, su ritmo se convirtió en un avance arrastrado, cuando se les acabó la adrenalina y sus huesos acuciaron el agotamiento extremo.

Pero por fin treparon una duna baja y descubrieron un grupo de modernas construcciones de hormigón ligero, varias estructuras de madera y una mezquita pequeña en el valle, a pocos metros de ellos. La aldea de Shisur.

Al descender hacia el valle, el rojo infinito del Rub’al-Khali quedó interrumpido por un renacer de verde. Las acacias crecían junto a los edificios, los abrojos de flor amarilla se extendían por la arena, junto a los matorrales de palmito. Las hojas frondosas y las ramas en flor de los enormes árboles de la mimosa caían hasta el suelo, formando agradables arboledas de sombra. Y las omnipresentes palmeras datileras se elevaban sobre el paisaje.

Tras la caminata por el desierto, donde sólo habían encontrado un puñado de arbustos descuidados y lánguidos brotes de juncia, el oasis de Shisur constituía todo un Edén.

En el pueblo no se percibía ni un solo movimiento, parecía desierto. Los vientos volvían a azotar el paisaje con el avance de la tempestad. Los remolinos de polvo centrifugaban arrastrando los desperdicios que encontraban por el suelo, y las cortinas de tela se agitaban a través de las ventanas abiertas.

—Aquí no hay nadie —resolvió Clay.

Omaha dio un paso al frente para escudriñar la pequeña aldea.

—Han sido evacuados. Aunque la verdad es que este lugar suele estar bastante abandonado fuera de temporada. Shisur es principalmente un apeadero para los beduinos de la errante tribu de los Bait Musan, en sus constantes idas y venidas. Con el descubrimiento de las ruinas a las afueras del pueblo, el turismo comenzó a llegar hasta aquí, convirtiendo Shisur en una especie de pueblo algo más permanente, pero la verdad es que es un lugar de temporada.

—¿Y dónde están las ruinas exactamente? —preguntó Painter.

Omaha señaló hacia el norte, donde se divisaba una pequeña torreta de piedra, que se iba desmenuzando sobre los bancos de arena.

Painter pensó en un principio que se trataba de una simple roca de arenisca, una de las muchas que salpicaban las mesetas del desierto.

Pero al fijarse en ella, notó que se trataba de piedras apiladas para conformar una estructura, una especie de torre de vigilancia.

—La ciudadela de Ubar —explicó Omaha—. Es el punto más elevado, las ruinas se encuentran bajo tierra, fuera de vista.

Emprendió la marcha a través del pueblo vacío.

Los demás iniciaron el tramo final hasta un lugar guarecido, avanzando en contra del viento perseverante con las caras vueltas hacia un lado para evitar las mordientes ráfagas de arena.

Painter permaneció quieto un momento más. Por fin habían logrado llegar hasta Ubar, pero… ¿qué encontrarían allí? Clavó la mirada en el peligro que les acechaba desde el norte. La tempestad cubría el horizonte, desdibujando el resto del mundo. Incluso en aquel corto instante de observación, se podía ver cómo la tempestad iba devorando el desierto. Las chispas de electricidad estática bailoteaban en el punto en que la tempestad se encontraba con la arena. Observó en particular una enorme descarga con forma redondeada que rodó sobre la cara de una duna, como un globo empujado por el viento. Se desvaneció al instante, como si se lo hubiera tragado la arena. Sabía qué era lo que acababa de ver. Un rayo globular.

El mismo fenómeno que provocó la explosión del meteorito en el Museo Británico.

Habían vuelto al punto de partida.

Una voz le sobresaltó por encima de su hombro.

—El genio azul de las arenas —dijo Barak, que también había observado el fenómeno—. Las tempestades hacen salir al genio.

Painter miró a Barak, preguntándose si aquel hombre creía de verdad en esos espíritus malignos o si sólo utilizaba una historia increíble para explicar aquel fenómeno.

Barak pareció entender la pregunta muda.

—Sean lo que sean, nunca traen nada bueno.

Con estas palabras, partió cuesta abajo, en dirección a los demás.

Durante un momento más largo, Painter estudió la monstruosa tempestad, con los ojos doloridos por la fuerza de la arena. Aquello no había hecho más que comenzar.

Al encaminarse cuesta abajo, su mirada se perdió hacia el este. Ni un solo movimiento. La forma redondeada de las dunas lo ocultaba todo como un mar inmenso de arena. Pero Cassandra y su equipo esperaban al otro lado.

Tiburones… esperando a su presa.

8:02 am

Safia no había imaginado aquel medio de transporte, no de una tribu cuya sangre se remontaba hasta la Reina de Saba. Su buggy, aquella curiosa moto utilizada en la arena, escalaba las caras de las dunas con sus enormes ruedas de excelente tracción. Saltó por encima de la cresta de la duna, permaneció en el aire unos segundos y aterrizó con solidez sobre el otro lado. Los neumáticos y los amortiguadores redujeron el impacto.

Aún así, Safia se agarraba con fuerza, con el brazo sano, a la barra que había delante de ella, como si fuera uno de esos pestillos de seguridad de las atracciones de feria. Kara se sujetaba de la misma forma, con los nudillos blancos por la tensión. Las dos vestían túnicas del desierto, con la capucha echada y sujeta con un pañuelo alrededor de la parte inferior de la cara, que les resguardaba a la vez del sol y del viento hiriente. También llevaban gafas polarizadas para protegerse los ojos.

Lu’lu se encontraba en la parte delantera, sentada junto a la conductora, una joven de dieciséis años llamada Jehd. La conductora, o piloto, según el momento, mantenía los labios apretados con firmeza, con cierto brillo de emoción en la mirada.

Les seguían el resto de buggys, cada uno cargado con cinco mujeres del clan. Se entrecruzaban para evitar la lluvia de arena que escupían los vehículos de delante. A cada lado, flanqueando los buggys, avanzaba una docena de motos de arena, provistas de neumáticos con cámara de protección, que seguían la estela de los vehículos mayores y saltaban por lo alto de las dunas.

La velocidad de la caravana se debía a la pura necesidad.

La tempestad se dirigía hacia ellas desde el norte como un bólido disparado.

Al salir del laberinto de túneles subterráneos, Safia se encontró al otro lado de las Montañas de Dhofar, al límite del Rub’al-Khali. Habían cruzado por debajo de toda la cadena montañosa, a través de antiguos canales de ríos subterráneos, excavados por el agua en la roca caliza.

A la salida les esperaban los buggys y las motos. Kara había preguntado por el medio de transporte, suponiendo que viajarían en camellos. Pero Lu’lu les había dicho: Puede que nuestras raíces daten de tiempos muy antiguos, pero vivimos en el presente. Las Rahim no habían pasado la totalidad de sus vidas en el desierto, sino que, al igual que la Reina de Saba, había recorrido otras tierras; las mujeres habían estudiado e incluso prosperado. Ahora poseían cuentas bancarias, carteras de valores, posesiones inmobiliarias y futuros de crudo.

El grupo se dirigía en ese momento hacia Shisur, intentando adelantar a la tempestad.

Safia no había mostrado ningún inconveniente a aquella presteza. No sabía cuánto tiempo más funcionaría la artimaña que había utilizado para engañar a Cassandra; si querían descubrir Ubar antes que ella, necesitarían hasta la más mínima ventaja.

Lu’lu y las demás mujeres contaban con que Safia las guiara. En palabras de la propia hodja: Las claves se te revelaron por sí mismas, y lo mismo ocurrirá con las Puertas. Safia rezaba por que así fuera. Para llegar hasta allí había utilizado su intuición y sus conocimientos, y esperaba que la experiencia acumulada le ayudase en el resto del camino.

En el asiento delantero, Lu’lu sacó un walkie-talkie Motorola, escuchó un instante y luego respondió. Pero las palabras se perdieron entre el ruido de los motores y los torrentes de viento. Una vez terminada su conversación, se volvió hacia Safia todo lo que el cinturón de seguridad le permitió.

—Puede que tengamos problemas —gritó Lu’lu—. La avanzadilla que enviamos nos informa de que una pequeña banda de extranjeros ha entrado en Shisur.

A Safia se le subió el corazón a la garganta. Cassandra

—Tal vez sólo busquen cobijo. La avanzadilla también encontró una vieja furgoneta atascada en un revolcadero de camellos.

Kara se inclinó hacia adelante.

—Esa furgoneta… ¿era una Volkswagen azul?

—¿Por qué?

—Podrían ser nuestros amigos, los que nos están ayudando.

Kara miró a Safia, con los ojos inundados de esperanza.

Lu’lu levantó el walkie-talkie de nuevo y mantuvo una breve conversación. A continuación asintió y se volvió hacia ellas.

—Era una autocaravana azul.

—¡Son ellos! —exclamó Kara—. ¿Cómo han sabido adonde nos dirigíamos?

Safia sacudió negativamente la cabeza. Parecía imposible.

—De todas formas, debemos tener cuidado. Tal vez Cassandra o sus hombres les hayan capturado.

Incluso si se tratara de sus amigos, una nueva sensación de miedo se apoderó de Safia. ¿Quién habría sobrevivido? Painter había intentado rescatarla, lo había arriesgado todo por ella y se había quedado atrás para cubrir su huida. ¿Habría conseguido salir de aquella trampa? Había escuchado el tiroteo mientras se alejaba de la tumba.

Todas las respuestas se hallaban en Shisur.

Tras otros diez minutos de recorrido a toda velocidad, la diminuta aldea de Shisur apareció por encima de la ondulación de las dunas, en un mínimo valle frondoso rodeado de desierto. El minarete de la pequeña mezquita del pueblo resaltaba entre el alboroto de chozas y pequeñas construcciones de hormigón ligero. Los buggys se detuvieron ante las últimas dunas. Unas cuantas mujeres bajaron de sus vehículos y treparon hasta la cima de las arenas. Se tumbaron en el suelo, vestidas con túnicas del color de la arena, y prepararon sus rifles de francotirador.

Temiendo una descarga accidental de tiros, Safia bajó del buggy, seguida por Kara. Subió hasta la cima de la duna, avanzando sobre las manos y las rodillas por precaución.

En la aldea no se percibía ningún movimiento. ¿Habrían oído los motores de los vehículos y se habrían puesto a cubierto, por miedo a quien se aproximara?

Safia recorrió el área con la mirada.

Hacia el norte, las ruinas cubrían unas seis hectáreas, rodeadas de unos muros que se venían abajo por el desgaste de las arenas. Varias torretas de vigilancia interrumpían los muros a intervalos regulares, como cilindros de piedra sin techo, de un piso de altura. Pero lo más llamativo de las ruinas era la ciudadela central, una estructura de tres pisos de altura, construida con piedras apiladas. El castillo reposaba sobre una colina baja que dominaba sobre una grieta profunda e inmensa en el suelo. El agujero abarcaba casi la totalidad del suelo del interior, y el fondo yacía en sombras.

Safia sabía que las ruinas de la fortaleza de la colina no eran más que la mitad de la estructura original. La otra mitad se encontraba en la parte inferior del agujero. Se destruyó con la apertura de la dolina de debajo, que hundió secciones de los muros y la mitad del castillo. La explicación a la tragedia era que se había producido por la incesante bajada del nivel freático.

Bajo la ciudad había una cisterna natural de piedra caliza. Cuando el agua del interior descendió a causa de las sequías o el uso excesivo, dejó una caverna subterránea vacía que terminó por hundirse, engullendo la mitad de la ciudad.

Un movimiento llamó la atención de Safia de nuevo hacia la aldea, a cincuenta metros de distancia.

En el quicio de una puerta apareció una figura, vestida con un dishdasha y con la cabeza cubierta con el tradicional pañuelo omaní. Levantó una taza en el aire.

—Acabo de poner la cafetera en el fuego. Si te apetece una taza de café recién hecho, mueve el trasero y baja hasta aquí.

Safia se puso en pie, reconociendo aquella risa desenfadada. Omaha…

Sintió tal alivio en su interior que, sin pensarlo, echó a correr cuesta abajo hacia él, con los ojos bañados en lágrimas. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, la profundidad de aquella reacción la sorprendió.

Tropezó al llegar al camino de grava.

—¡Detente ahí mismo! —le advirtió Omaha, dando un paso atrás. De repente, de detrás de las ventanas y puertas cercanas aparecieron varios rifles. Una trampa…

Safia se detuvo, asombrada y herida. Pero antes de poder reaccionar, una figura saltó desde su escondite tras un muro bajo, la agarró y le dio la vuelta. Un puño la sujetó por el pelo y tiró de ella hacia atrás, dejándole el cuello al descubierto. Sintió algo en la piel de esa zona.

Una larga daga resplandeció ante sus ojos, oprimiéndole la garganta y una voz le susurro, con una ferocidad de hielo, que la congeló aún más que el cuchillo de la garganta:

—Te has llevado a una de los nuestros.

Omaha apareció junto a su hombro de repente.

—Te hemos visto venir, jamás olvidaría el rostro de una persona que intenta secuestrarme.

—¿Qué habéis hecho con la doctora al-Maaz? —le susurró la voz al oído, oprimiendo la daga con más fuerza.

Safia se dio cuenta de que llevaba la cara cubierta por el pañuelo y las gafas. Pensaban que era una de las otras mujeres, tal vez bandidas. Con la respiración entrecortada por el miedo, levantó una mano y se quitó las gafas y el pañuelo.

Omaha reaccionó tardíamente. Se quedó mirando a Safia a la cara, a continuación arremetió contra Painter para apartar su brazo y liberarla.

—¡Dios mío! ¡Safi…! —La abrazó con fuerza. Safia notó un dolor ardiente en el hombro.

—¡Omaha, mi brazo!

El joven se apartó de ella, a la vez que los otros se asomaban a las ventanas y puertas.

Safia miró detrás de ella y encontró a un hombre, con la daga en la mano. Painter. Ni siquiera había reconocido su voz. Le costaba mucho reconciliar a ese hombre con la imagen que tenía de él. Todavía sentía la cuchilla en el cuello, el puño que la había agarrado del pelo.

Painter retrocedió un paso. Su rostro mostraba alivio, pero sus ojos azules brillaban con una emoción casi demasiado salvaje. Vergüenza y lamento. Apartó la mirada hacia la pendiente de la duna.

En ese momento aparecieron las motos y los buggys alineados, revolucionando los motores. Las Rahim se habían preparado para acudir a rescatarla. Un puñado de mujeres, todas vestidas como Safia, aparecieron tras las esquinas de los edificios cercanos, con rifles al hombro.

Kara apareció corriendo cuesta abajo, agitando los brazos.

—¡Todo el mundo tranquilo! —gritó—. ¡Ha sido un malentendido!

Omaha sacudió la cabeza.

—Esa mujer no necesita quitarse la capucha y el pañuelo, reconocería ese alarido de mando a la legua.

—Kara… —dijo Painter, asombrado—. ¿Pero cómo…?

Omaha se volvió hacia Safia.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, estoy bien —consiguió vocalizar.

Kara se unió a ellos y se quitó el pañuelo.

—Dejadla tranquila —les hizo un gesto para que se apartaran—. Haced un poco de sitio para que respire.

Omaha se echó hacia atrás y señaló con la cabeza hacia la cuesta de la duna. Las Rahim habían comenzado a descender, cautelosamente.

—¿Y quiénes son tus amigos?

Kara se encogió de hombros.

—Eso costará un poco más de explicar.

8:22 am
En pleno desierto

Cassandra entró en la tienda de campaña, un modelo de supervivencia del ejército estadounidense, diseñado para soportar vientos de hasta ciento treinta kilómetros por hora. La había reforzado con un escudo contra viento y arena en la parte de barlovento.

El equipo también estaba preparado. Los camiones de transporte más grandes habían sido posicionados a modo de parabrisas.

En su tienda, Cassandra se sacudió la arena de la ropa. Llevaba un sombrero de ala ancha atado por detrás de las orejas, y la cara cubierta con un pañuelo. Los vientos azotaban las filas de tiendas de campaña con fuerza, chasqueando la tela con cólera y haciendo que la arena se colara por el suelo de éstas en gruesas capas. La tempestad rugía como un tren de mercancías.

Acababa de regresar de inspeccionar el despliegue, para asegurarse de que los helicópteros monoplaza estuviesen bien amarrados a tierra. Sus hombres ya habían colocado las balizas del GPS para fijar sus posiciones, coordinándolas con los satélites de órbita fija. En breve debían aparecer los datos en su sistema cartográfico computerizado.

A Cassandra le quedaban un par de horas antes de que la electricidad estática de la tempestad amenazara los equipos electrónicos, obligando le a apagarlos. Tiempo suficiente para interceptar los datos del satélite Landsat, en proceso de intercepción de las balizas del GPS. El radar del satélite tenía la capacidad de ahondar casi veinte metros bajo la arena, una indicación de por dónde empezar a excavar. En cuanto la tempestad pasara de largo, su equipo se pondría a trabajar con excavadoras y palas. Para cuando alguien se enterara de la excavación, ya habrían desaparecido.

Ése era el plan.

El interior de la tienda de Cassandra era espartano. Un catre y una manta de lana. El resto de la tienda lo constituía un elaborado sistema de comunicación por satélite. Tenía el resto de dispositivos electrónicos en mochilas y bolsas de almacenamiento.

Cruzó hasta el ordenador portátil y utilizó el catre a modo de asiento. Conectó con JPL en Houston y tecleó la autorización necesaria para acceder a los datos de Landsat. El pase debería haberse completado hacía cinco minutos. Los datos la estaban esperando. Tecleó el código e inició la descarga.

Una ver terminada, se sentó a mirar la pantalla, que poco a poco se fue llenando con una fotografía del desierto. Observó sus vehículos, tiendas e incluso la letrina móvil. Era el pase de reconocimiento. Una alineación perfecta.

La segunda imagen comenzó a cargarse en la pantalla del portátil, un escaneado más profundo. Cassandra se inclinó hacia la imagen.

El terreno mostraba una conformación diferente, revelando el lecho de roca bajo la arena. Se trataba de fósiles de tiempos antiguos, conservados en la piedra caliza. Aunque la mayoría del terreno era plano, se percibía un antiguo cauce de río en una esquina de la pantalla, que terminó por abrir en el antiguo lecho de un lago, enterrado bajo aquel emplazamiento.

Cassandra estudió el paisaje, una fotografía de otra época.

No percibió nada destacado. Ni cráteres de meteorito, ni ningún artefacto intrigante.

Se incorporó en su posición. Se lo enviaría a un par de geólogos que trabajaban para el Gremio. Tal vez pudieran darle más datos. Un sonido llamó su atención, y se dio la vuelta.

John Kane entró cojeando.

—Hemos captado la señal de la doctora al-Maaz.

Cassandra se giró por completo para mirarle de frente.

—¿Cuándo y dónde?

—Hace ocho minutos. Nos costó varios minutos más fijar su posición. La señal intermitente apareció a quince kilómetros hacia el oeste. Cuando conseguimos triangularla, se había detenido; ahora se encuentra a unos diez kilómetros de aquí.

Se acercó hasta el mapa extendido sobre la mesa de trabajo de Cassandra y señaló un punto con el dedo.

—Justo aquí.

Cassandra se inclinó para leer el nombre.

—Shisur. ¿Qué hay allí?

—Le he preguntado a uno de los técnicos de Thumrait. Dice que ahí es donde se encontraron las antiguas ruinas de Ubar, en los años noventa.

Cassandra se quedó mirando el mapa. Sus líneas de color rojo y azul aún parecían frescas. El círculo rojo marcaba su posición actual. Colocó el dedo sobre el círculo y lo movió, retrocediendo a lo largo de la línea roja.

Pasaba por encima de Shisur.

Cerró los ojos. Recordó de nuevo la expresión de la conservadora del museo cuando ella misma dibujó el círculo. Había continuado estudiando el mapa, con los ojos distantes, como calculando en su cabeza.

—¡Maldita zorra! —El dedo de Cassandra se cerró hasta formar un puño. La furia la poseía por dentro, pero en lo más profundo sintió una llamarada de respeto.

John Kane la miraba con el entrecejo fruncido. Cassandra se fijó en la imagen del landsat.

—Aquí no hay nada, nos la ha jugado. Estamos en la ubicación equivocada.

—¿Cómo?

Se volvió hacia Kane.

—Reúne a los hombres. Nos vamos. Quiero los camiones en movimiento en menos de diez minutos.

—Pero la tempestad…

—¡Al infierno! Tenemos tiempo suficiente. Nos vamos, no podemos permitir quedarnos aquí bloqueados —continuó con las instrucciones para Kane—. Dejad el equipo, las tiendas, los suministros. Coged sólo las armas.

Kane echó un vistazo a la tienda.

Cassandra se giró hacia uno de los maletines. Lo abrió de golpe y extrajo un radiotransmisor digital de mano. Lo puso en marcha, eligió la frecuencia adecuada y buscó la correspondencia con el transmisor implantado en Safia.

Tenía un dedo sobre el botón del transmisor. Un movimiento y la bala de C4 implantada en el cuello de la mujer explotaría, sesgándole en dos la columna y matándola al instante. Sintió una necesidad poderosa de apretar aquel botón. Pero tal vez aún necesitara de sus habilidades. Decidió apagar la unidad.

No fue la compasión lo que detuvo su mano. Safia había demostrado sus destrezas para resolver acertijos, y quizás aún pudieran hacer uso de esa capacidad. Pero lo que más le hizo detenerse fue que no sabía si Painter se encontraría a su lado o no.

Aquello era importante.

Cassandra quería que Painter viera a Safia morir.