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Safia despertó de un sueño con la sensación de caer. Agitó los brazos, presa de un pánico tan familiar como su propia respiración. Un espasmo agónico le atravesó el hombro.
—Cálmate, hermana —le dijo alguien al oído—. Yo te sujeto.
El mundo giró hasta que Safia consiguió centrar la mirada, inmersa en la oscuridad de medianoche. Estaba apoyada contra el lomo de un camello echado, que rumiaba con indiferencia. A su lado apareció una mujer, que la sujetaba con un brazo por debajo del hombro sano.
—¿Dónde…? —murmuró, pero parecía tener sellados los labios. Intentó, en vano, mover las piernas.
Poco a poco, la memoria fue regresando. La lucha en la tumba, los disparos, las imágenes. Una cara. Painter. Se estremeció en brazos de aquella mujer. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba?
Por fin tuvo la fuerza suficiente para ponerse en pie, apoyándose con pesadez en el camello. Safia observó que le habían vendado la herida del hombro, para evitar que sangrara. Le dolía a cada movimiento.
La mujer de su lado, envuelta en sombras, parecía ser la que la había rescatado, solo que ahora vestía una túnica.
—La ayuda está en camino —le susurró.
—¿Quién eres? —se obligó a preguntar, a la vez que notaba repentinamente el frío de la noche.
Se encontraba en una especie de gruta selvática. La lluvia había cesa do, pero todavía caían gotas del dosel superior. Las palmeras y los tamarindos se elevaban a su alrededor, entre lianas y jazmines que tapizaban los árboles y perfumaban el ambiente.
La mujer permaneció en silencio, pero señaló con la mano hacia una luz que perforaba la frondosidad de la selva, acercándose brillante entre las plantas enredadas. Alguien se aproximaba con una linterna o una pequeña lámpara de aceite.
Safia sintió la necesidad de huir, pero su cuerpo se encontraba demasiado débil como para obedecer. La mujer apretó el brazo alrededor de su hombro, como si hubiese leído el miedo en su corazón, pero no parecía que intentara retenerla, sino tranquilizarla.
Al cabo de unos instantes, los ojos de Safia se aclimataron a la oscuridad que la rodeaba, y consiguió reconocer que tras esa frondosidad de parras, enredaderas y pequeños arbustos se ocultaba un acantilado de piedra caliza. Tales cavernas y pasadizos poblaban las Montañas de Dhofar, formadas por el goteo incesante de los riachuelos que dejaban los monzones, y que se filtraban a través de la caliza.
Cuando la luz llegó a la entrada del túnel, Safia divisó tres figuras: una anciana, una niña, de unos doce años, y una joven, que, de no ser por la edad, podría haber sido gemela de la que caminaba a su lado. Todas ellas vestían túnicas con la capucha a la espalda.
Como elemento decorativo, las tres mostraban un tatuaje de color rubí en el rabillo del ojo izquierdo. Una lágrima. Incluso la niña, que portaba la lámpara de aceite.
—La que se hallaba perdida —entonó la mujer de su lado.
—Ha regresado a casa —finalizó la anciana, apoyándose en un bastón. Llevaba los cabellos canosos trenzados en la nuca, pero su rostro, a pesar de las arrugas, parecía lleno de vida.
A Safia le resultaba difícil mirarla a los ojos, aunque tampoco lograba girar la cabeza.
—Sé bienvenida —le dijo la anciana, haciéndose a un lado.
La otra mujer ayudó a Safia a atravesar la entrada. Una vez en el interior, la niña guió el camino, con la linterna en alto. La anciana las siguió, al ritmo de su cayado. La tercera mujer salió del túnel y se dirigió hacia el camello echado.
Safia se dejó dirigir hacia adelante, en silencio. Pero tenía tantas preguntar que no pudo contenerse.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? —Su voz sonó petulante incluso a sus propios oídos.
—Tranquila —le susurró la anciana desde atrás—. Estás a salvo.
Por ahora, añadió Safia en silencio. Había observado la larga daga que llevaba colgada del cinturón la mujer que había salido del túnel.
—Nuestra hodja responderá a todas tus preguntas.
Safia se sobresaltó. Una hodja era una hechicera tribal, siempre mujer.
Eran las guardas del conocimiento, curanderas, adivinas. ¿Quién era aquella gente? En su lento caminar, percibió un continuo aroma a jazmín en el aire, un aroma que la tranquilizaba, que le recordaba a su hogar, a su madre. Le imprimía seguridad.
Aún así, el dolor del hombro herido la ayudaba a centrarse. Miró hacia atrás; la tercera mujer había regresado, cargada con dos paquetes que portaba el camello. En una mano, el maletín plateado, algo maltrecho, que albergaba el corazón de hierro. Y sobre su hombro descansaba la lanza de hierro con el busto de la Reina de Saba.
Le habían robado a Cassandra los dos artefactos.
El corazón de Safia comenzó a palpitar con fuerza, a la vez que se le cerraba la visión. ¿Quiénes eran aquellas ladronas? ¿La habían rescatado o estaba de nuevo secuestrada?
El túnel se extendía bajo las profundidades de la montaña, a través de cuevas y pasadizos laterales, torciendo hacia un lado u otro. No tardó en desorientarse. ¿Adonde la llevaban?
Finalmente el aire pareció refrescarse, perfumado con un aroma a jazmín aún más rico. El fondo del pasaje, del que provenía la corriente, estaba iluminado. Al girar una curva, el túnel se abrió en una inmensa caverna.
Safia entró en ella.
No era una caverna, sino una especie de anfiteatro colosal. En el techo se percibía una pequeña apertura hacia los cielos, por la que fluía una cascada de agua tintineante hasta un pequeño estanque que se encontraba en la parte inferior. A su alrededor contó cinco hogueras como las puntas de una estrella, que iluminaban la vegetación en flor que coronaba aquel espacio. Las enredaderas pendían del techo, algunas de ellas llegando a tocar la parte más baja de aquel anfiteatro.
Safia reconoció la geología. Se trataba de una de las numerosas dolinas que poblaban la región. Las más profundas se encontraban en Omán. Safia se quedó boquiabierta.
Descubrió más figuras cubiertas con túnicas, sentadas o caminando por la cámara. Habría unas treinta. La caverna iluminada le recordó a la cueva del cuento de Alí Babá.
Solo que aquellos cuarenta ladrones eran ladronas. De todas las edades.
Safia se sintió de repente débil, a causa de la caminata. La sangre le corría brazo abajo, y el resto de su cuerpo comenzaba a temblar. Una figura se puso en pie junto a una de las hogueras.
—¿Safia?
Centró la vista en aquella mujer, que no iba vestida como las demás. Safia no comprendía su presencia allí.
—¿Kara?
Cassandra se agachó sobre el mapa que decoraba la superficie de la mesa que había en la oficina del capitán. Con ayuda de un mapa de la región, había conseguido recrear el mapa de la conservadora del museo. Con un rotulador de punta fina azul, había trazado una línea desde la tumba en Salalah hasta la otra en las montañas, y en color rojo, otra línea desde la tumba de Job al desierto abierto. Había marcado con un círculo rojo el punto de destino, la ubicación de la ciudad perdida.
Su posición en ese momento se encontraba tan sólo a cincuenta kilómetros de distancia.
—¿Cuánto tiempo necesitará para preparar los suministros? —preguntó.
El joven capitán se lamió los labios. Era el jefe del almacén del ala expedicionaria Harvest Falcon, la fuente de suministros y material bélico para las bases y tropas de las Fuerzas Aéreas estadounidenses en la región. Llevaba una lista en una carpeta con un pisapapeles, de la que fue tachando objetos.
—Las tiendas, los equipos, las raciones, el combustible, el agua, las medicinas y los generadores están siendo cargadas en los helicópteros de transporte ahora mismo. Recibirán todo a las siete cero, cero, tal como ha ordenado.
Cassandra asintió.
El hombre continuaba con el ceño fruncido mientras estudiaba el lugar de despliegue.
—Pero estarán en medio del desierto, y aquí en la base aérea no dejan de llegar refugiados cada hora. No entiendo cómo puede ayudar la colocación de un campamento de avance allí.
Una ráfaga de viento arrastró los guijarros de la parte superior del edificio.
—Limítese a cumplir lo que le he ordenado, capitán Garrison.
—A sus órdenes —pero no parecía estar muy de acuerdo, sobre todo al mirar por la ventana y ver a un centenar de hombres comprobando las armas, descansando junto a los bultos, con uniformes pardos, sin insignia.
Cassandra le dejó con sus dudas y se dirigió a la puerta. El capitán había recibido órdenes de altos cargos de Washington para que ayudara a preparar el equipo de aquella mujer. El Gremio había preparado la tapadera: el equipo de Cassandra era una unidad de búsqueda y rescate, cuya misión consistía en ayudar a los refugiados que huían de la tempestad de arena que se avecinaba. Contaban con cinco todo terrenos, provistos de enormes ruedas para la arena, un tractor M4 de dieciocho toneladas y velocidad máxima para el desierto, un par de helicópteros Hueys de transporte y otros seis monoplaza, cada uno de ellos cargado en un camión con tracción a las cuatro ruedas y remolque abierto. El equipo de tierra partiría en menos de treinta minutos, y ella les acompañaría.
Al salir del almacén del capitán, Cassandra comprobó la hora en su reloj. Se esperaba que la tempestad de arena estallara en la región en ocho horas. Según los informes, el viento soplaría en ráfagas de hasta ciento treinta kilómetros por hora. Pero allí, en el punto en que las montañas se encontraban con el desierto, el viento ya había empezado a soplar.
Y se encaminaban hacia el núcleo de la tempestad, no tenían otra opción. Según el mando del Gremio, al parecer existía cierto tipo de antimateria en peligro de desestabilización, y podría autodestruirse antes de ser descubierto. Aquello no debía ocurrir, así que tenían que adelantar los planes.
Cassandra observó los cielos oscuros y vio un avión cisterna vacío británico tocar tierra en la distancia, iluminado por las luces de aterrizaje. El día anterior, el mando del Gremio había enviado hombres y equipos adicionales. El Patriarca lo había coordinado todo con ella personalmente tras el tiroteo de la noche anterior. Había sido toda una suerte conseguir ubicar la ciudad perdida antes de perder a Safia. Aunque a regañadientes, con un descubrimiento de tal calibre el Patriarca había quedado satisfecho.
Pero ella no.
Recordó a Painter agachado en el callejón entre las ruinas y la tumba. Su mirada afilada, las arrugas de su frente a causa de la concentración, sus movimientos rápidos, pivotando de una pierna a la otra mientras lo escudriñaba todo, arma en mano. Tendría que haberle disparado por la espalda cuando tuvo ocasión. Se arriesgaba a herir a Safia, pero al fin y al cabo había terminado por perderla. Aún así, Cassandra no había disparado. Incluso cuando Painter se giró hacia ella, se había detenido una fracción de segundo, replegándose en lugar de seguir adelante.
Apretó el puño. Había dudado. Se maldijo a sí misma tanto como a Painter, pero aquel error no volvería a repetirse. Se quedó mirando los kilómetros y kilómetros de asfalto y gravilla.
¿Vendría?
Había advertido que robó el mapa durante su escapada, junto con uno de los vehículos, el suyo propio, que encontraron más tarde abandonado y desprovisto de todo el equipo, oculto en el bosque, a varios kilómetros carretera abajo.
Pero Painter tenía el mapa; no cabía duda de que acudiría.
Ahora sí que estaba preparada, contaba con suficiente armamento y personal como para formar un ejército. Que se atreviera a venir…
No dudaría una segunda vez.
De un edificio anexo cercano a los vehículos aparcados, su centro de comando temporal, apareció una figura. John Kane avanzó a zancadas hacia ella, con la pierna izquierda entablillada. Frunció el entrecejo al llegar a su altura. Tenía la parte izquierda de la cara sellada con pegamento quirúrgico, que le daba un tono azulado. Debajo del pegamento, las huellas de las zarpas que le habían acuchillado las mejillas y la garganta destacaban ennegrecidas por la tintura de yodo. Los ojos le brillaban más de lo habitual bajo las luces de sodio, la bruma de la morfina.
Se había negado a quedarse atrás.
—La limpieza se completó hace una hora —le dijo, guardándose el micro de la radio—. Todos los activos han sido retirados de la zona.
Cassandra asintió. No habían dejado ninguna huella de su implicación con el tiroteo de la tumba: cuerpos, armas, incluso los restos del helicóptero VTOL monoplaza.
—¿Alguna noticia sobre el equipo de Crowe?
—Desaparecido, dispersado por las montañas. Hay huellas de camellos por todas las carreteras de las montañas. Además la vegetación es muy espesa en la profundidad de los valles, esas ratas se han retirado a algún escondrijo.
Cassandra esperaba una respuesta así. El tiroteo había dejado a su equipo con una cantidad limitada de hombres para llevar a cabo una búsqueda más exhaustiva. Tenían que encargarse de sus propias bajas y limpiar la zona antes de que las autoridades respondieran al feroz ataque. Ella misma fue evacuada en el primer transporte aéreo, mientras informaba por radio al Gremio sobre la operación, restando importancia al caos y destacando su descubrimiento de la verdadera ubicación de la ciudad de Ubar.
La información le había salvado la vida. Y sabía a quién se lo debía.
—¿Qué hay de la conservadora del museo? —preguntó.
—Mis hombres están patrullando las montañas, todavía no hay rastro suyo.
Cassandra frunció el entrecejo. El microtransmisor que había implantado en Safia tenía un alcance de dieciséis kilómetros. ¿Por qué no habían logrado captar su señal? Tal vez fuese a causa de las interferencias de las montañas. O quizás por el sistema tormentoso. En cualquier caso, terminaría por aparecer. La encontraría.
Cassandra imaginó el pequeño perdigón de C4 incorporado en el transmisor. Tal vez Safia había logrado escapar… pero podía darse por muerta.
—Vámonos —dijo.
—Buena chica, Safi —murmuró Omaha.
Painter se movió inquieto desde su posición en la carretera. ¿Qué habría descubierto? Con sus gafas de visión nocturna, había estudiado el camino de tierra. La furgoneta Volkswagen se encontraba aparcada debajo de una arboleda.
Omaha y los demás estaban reunidos en la parte posterior del vehículo, con la puerta trasera abierta. Omaha y Danny se encontraban inclinados sobre el mapa que él había cogido en el emplazamiento de la tumba.
A su lado, Coral hacía inventario de los suministros robados del todo terreno de Cassandra.
En su descenso desde la tumba se habían encontrado con Clay y Danny, frenéticos por la desaparición de Kara. Habían encontrado su rifle en la carretera, pero ni rastro de ella. La habían llamado una y otra vez sin obtener respuesta, y con Cassandra y los helicópteros pisándoles los talones, no habían podido esperar mucho más. Mientras Painter y Omaha la buscaban, los demás se apresuraron a sacar los suministros del todo terreno para meterlos en la furgoneta, antes de lanzar el primer vehículo por una pronunciada pendiente. Painter temía que Cassandra les localizara por el GPS, tal como él había hecho.
Además, ella desconocía la furgoneta, una pequeña ventaja a su favor.
Así que se habían marchado, esperando que Kara mantuviera la cabeza agachada.
Painter caminaba ahora de un lado a otro del camino, inseguro de su decisión. No habían hallado su cuerpo, ¿adonde habría ido Kara? ¿Acaso su desaparición tenía algo que ver con los efectos de la falta de drogas? Respiró profundamente. Tal vez fuera mejor así. Sin ellos, Kara tendría más posibilidades de sobrevivir. Aún así, Painter continuaba inquieto. Al otro lado, Barak compartía un cigarrillo con Clay, dos hombres totalmente opuestos en cuanto a estatura, complexión y filosofía, pero unidos por su afición al tabaco. Barak conocía bien las montañas y les había guiado a través de una serie de carreteras llenas de surcos, bien camufladas. Habían conducido con las luces apagadas, a la velocidad máxima que les permitía su seguridad, deteniéndose cuando oían que se aproximaba un helicóptero.
En ese momento sólo eran seis: él y Coral, Omaha y Danny, Barak y Clay. Seguían sin saber nada sobre el destino del capitán al-Haffi, dispersado con el resto de los Bait Kathir en su huida. Sólo esperaban que se encontraran bien.
Tras tres horas de atribulada conducción, se detuvieron a descansar, reagruparse y planear qué hacer a continuación. Lo único que tenían eran las marcas de tinta en el mapa.
Omaha enderezó la curvatura de la espalda en la furgoneta con un crujido que se escuchó en todo el camino.
—Ha engañado a esa zorra.
En medio de la quietud y la oscuridad del valle, Painter caminó hacia el resto de su equipo.
—¿A qué te refieres?
Omaha le hizo un gesto con la mano.
—Mira esto.
Painter se unió a él. Al menos, la agresividad de Omaha hacia él se había serenado. Durante la ruta anterior, Painter les había relatado la historia de los leopardos, el tiroteo y la intervención de aquella extraña mujer. Omaha terminó por aceptar que, dado que Safia se encontraba lejos de Cassandra, la situación había mejorado.
Omaha señaló el mapa.
—Veamos, ¿qué me dices de esta línea roja?
—Safia encontró otra pista en la tumba de Job.
—¿El poste de metal con el busto clavado?
—Supongo que sí, pero eso da igual ahora. Mira esto.
Safia marcó un círculo a lo largo de la línea roja. En medio del desierto. Como si se dirigieran hacia allí a continuación.
—La ubicación de Ubar —Painter tuvo un presentimiento preocupante. Si Cassandra también lo conocía…
—No, no es la ubicación de Ubar —dijo Danny.
Omaha asintió.
—Lo he medido. El círculo está marcado a sesenta y nueve millas de la tumba de Job, a lo largo de esta raya roja.
Painter les había hecho un resumen de todos los detalles, incluyendo que oyó al hombre algo mencionar el número sesenta y nueve cuando medía algo en la lanza.
—Coincide con el número que oí —dijo Painter.
—Pero lo calcularon en millas, millas actuales —continuó Omaha.
—¿Y?
Omaha le miró como si la respuesta fuera obvia.
—Si el artefacto que encontraron en la tumba de Job databa de la misma época que el corazón de hierro, una razón bastante posible, en tal caso estamos hablando del año 200 antes de Cristo, más o menos.
—De acuerdo —respondió Painter, aceptando el hecho.
—En aquella época, la milla estaba definida por los romanos. Y un pie romano equivale sólo a once pulgadas y media, unos treinta centímetros. ¡Safia lo sabe de sobra! Y ha hecho que Cassandra piense que son millas actuales, ha enviado a esa zorra a perder el tiempo a otra parte.
—¿Y cuál es la distancia real? —preguntó Painter, acercándose más al mapa.
A su lado, Omaha se mordía la uña del pulgar mientras realizaba un rápido cálculo mental.
—Sesenta y nueve millas romanas equivalen a poco más de sesenta y tres millas modernas, unos cien kilómetros.
—Eso es —coincidió Coral, que también había realizado el cálculo.
—Así que Safia les envió unos diez kilómetros más allá de la verdadera ubicación —pensó Painter—. No es tanto.
—En el desierto —rebatió Omaha—, diez kilómetros pueden significar lo mismo que mil.
Painter no quiso echar por tierra el orgullo que Omaha mostraba hacia Safia, pero sabía que Cassandra no tardaría en darse cuenta del engaño. En cuanto se diese cuenta de que estaba en el lugar equivocado, empezaría a hacer consultas hasta que alguien le resolviera el misterio. Painter calculó que Safia les había dado un día, o como máximo dos, de ventaja.
—¿Y en qué punto del mapa está la verdadera ubicación? —preguntó Painter.
Omaha sacudió la cabeza, entusiasmado.
—Veamos —en un momento ajustó los hilos y alfileres, midiendo y comprobando de nuevo las mediciones. Enarcó una ceja—. Esto no tiene sentido.
Por fin clavó un alfiler en el mapa.
Painter se inclinó sobre el papel y leyó el nombre atravesado por la aguja.
—Shisur.
Omaha sacudió la cabeza y habló con cierta consternación.
—Otra pérdida de tiempo.
—¿A qué te refieres?
Omaha continuó mirando el mapa con cara de enfado, como echándole la culpa.
Danny respondió por su hermano.
—Shisur es el lugar donde Nicolás Clapp y otros colegas descubrieron las antiguas ruinas de Ubar en 1992 —Danny miró a Painter—. Allí no hay nada. Toda esta persecución no nos lleva más que a un lugar ya descubierto y registrado a fondo.
Painter no aceptaba aquella respuesta.
—Debe haber algo.
Omaha soltó un puñetazo sobre el mapa.
—Yo mismo he estado allí, es un punto muerto. Tanto peligro, tanta sangre… ¡Para nada!
—Pero seguro que hay algo que todo el mundo ha pasado por alto —insistió Painter—. La gente pensaba que esas dos tumbas anteriores ya habían sido registradas a fondo, pero en cuestión de días se han realizado nuevos descubrimientos.
—Safia ha realizado nuevos descubrimientos —añadió Omaha agriamente.
Nadie habló durante un buen rato.
Painter se centró en las palabras de Omaha, y poco a poco las piezas empezaron a encajar.
—Acudirá allí.
Omaha se volvió hacia él.
—¿De qué estás hablando?
—De Safia. Mintió a Cassandra para evitar que encontrara Ubar Pero al igual que nosotros, ella sabe adonde conducen las pistas verdaderamente.
—A Shisur. A las antiguas ruinas.
—Exacto.
Omaha frunció el entrecejo.
—Pero como te hemos dicho, allí no hay nada.
—Y como tú has dicho, Safia ha descubierto pistas que nadie había encontrado antes. Pensará que tal vez pueda hacer lo mismo en Ubar, y acudirá allí con la intención principal de evitar que Cassandra obtenga lo que pueda haber allí.
Omaha respiró profundamente y con rabia.
—Tienes razón.
—Eso será si le dejan ir —dijo Coral, que se encontraba a un lado—. ¿Qué hay de la mujer que se la llevó? La de los leopardos.
Barak respondió, con la voz ligeramente avergonzada.
—He oído historias sobre esas mujeres. Las cuentan las tribus de las arenas en el desierto, alrededor de las hogueras. Guerreras del desierto. Más espíritus que humanas. Dicen que pueden hablar con los animales, y que se desvanecen cuando lo desean.
—Ya, claro —puntualizó Omaha.
—La verdad es que había algo extraño en aquella mujer —reconoció Painter—. Y no creo que sea la primera vez que nos hemos cruzado con ella.
—¿A qué te refieres?
Painter señaló a Omaha con la cabeza.
—Tus secuestradores, en Mascate. En el mercado viste a una mujer.
—¿Qué? ¿Piensas que es la misma mujer?
Painter se encogió de hombros.
—Tal vez una del mismo grupo. En todo esto hay alguien más, estoy seguro. No sé si se trata de las guerreras que ha mencionado Barak o de algún grupo que intenta ganar dinero fácil. De cualquier forma, se han llevado a Safia por alguna razón. De hecho, puede que sean las mismas que intentaron raptarte, Omaha, por el afecto de Safia hacia ti. Para utilizarte como rehén.
—¿Rehén para qué?
—Para que Safia les ayude. También vi el maletín plateado sobre el lomo del camello. ¿Para qué se llevarían el artefacto, sin una buena razón? Todas las pistas apuntan hacia Ubar.
Omaha sopesó sus palabras, asintiendo con la cabeza.
—Entonces, allí iremos. Mientras esa zorra está entretenida, esperaremos a que aparezca Safia.
—Y registraremos el lugar entretanto —añadió Coral. Señaló con la cabeza el material apilado—. Aquí hay una unidad de radar por penetración, excelente para buscar bajo la arena. Y tenemos un par de granadas, rifles adicionales, y algo más que no sé lo que es.
Levantó un arma que parecía como un rifle con el extremo final del cañón acampanado. Por el brillo de sus ojos, estaba deseosa de probarlo. Todo el mundo se giró hacia Painter, como esperando su consentimiento.
—Pues claro que vamos a ir —dijo.
Omaha le dio una palmadita en el hombro.
—Por fin estamos de acuerdo en algo.
Safia se abrazó a Kara.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—No estoy segura —Kara temblaba abrazada a Safia. Tenía la piel húmeda y pegajosa.
—¿Y los demás? He visto a Painter… ¿Qué hay de Omaha, de su hermano…?
—Por lo que sé, están todos bien. Pero yo no estuve con ellos durante el tiroteo.
Safia tuvo que sentarse, sentía las piernas débiles, las rodillas como de goma. La caverna se movía ligeramente a su alrededor. El tintineo del agua que caía por la catarata desde el agujero en el techo sonaba como un millón de campanillas plateadas, y el fuego de las hogueras la deslumbraba.
Se dejó caer sobre una manta junto al fuego, pero no sentía el calor de las llamas. Kara la siguió hasta que se sentó.
—¡Tu hombro! ¡Estás sangrando!
Un disparo. Safia no sabía si había pronunciado o solo pensado aquellas palabras.
Se aproximaron tres mujeres, con los brazos cargados de objetos: un cuenco con un líquido humeante, ropa doblada, un brasero cubierto y un objeto fuera de lugar, una caja con la cruz roja de los botiquines. Una mujer anciana, aunque no la que la había guiado hasta allí, les seguía con un largo bastón. Su imagen quedaba exaltada por el fuego de las hogueras. La anciana tenía los hombros encorvados, el cabello blanco cuidadosamente peinado y trenzado por detrás de las orejas. Dos rubíes le adornaban los lóbulos, haciendo juego con el tatuaje de la lágrima.
—Túmbate, hija —entono la anciana, en inglés—. Deja que veamos tus heridas.
Safia no tenía energía para negarse, pero al menos Kara velaría por ella. No le quedaba más remedio que confiar en que su amiga la protegería si fuera necesario.
Despojaron a Safia de su blusa. A continuación, humedecieron el vendaje sucio con una cataplasma humeante de aloe y menta, y poco a poco se lo fueron quitando. Safia sentía que le estaban despellejando el hombro. Dejó escapar un grito ahogado y se le oscureció la visión.
—Le estáis haciendo daño —avisó Kara.
Una de las tres mujeres se arrodilló y abrió el botiquín médico.
—Tengo una ampolla de morfina, hodja —dijo.
—Deja que vea la herida —la anciana se agachó, ayudada por las otras.
Movieron a Safia para que el hombro quedara al descubierto.
—La bala ha atravesado el hombro limpiamente. Es una herida poco profunda. Bien, no tendremos que operar. Una infusión de té de mirra dulce aplacará su dolor. Y dos comprimidos de Tylenol con codeína. Ponedle un gotero intravenoso en el brazo bueno, con un litro de suero.
—¿Y qué hay de la herida? —preguntó la otra mujer
—La cauterizaremos, vendaremos el hombro y le pondremos el brazo en cabestrillo.
—Sí, hodja.
Incorporaron a Safia. La tercera mujer llenó un tazón de té caliente y se lo pasó a Kara.
—Ayúdale a beber, le dará fuerza.
Kara obedeció, aceptando el tazón con ambas manos.
—Y tú bebe también algún trago —dijo la anciana a Kara—, te aclarará la cabeza.
—Dudo que sea lo suficientemente fuerte.
—Las dudas no te servirán de nada aquí.
Kara bebió un sorbito del té, hizo una mueca de repulsión y a continuación se lo ofreció a Safia.
—Deberías beber un poco, tienes muy mala cara.
Safia aceptó un sorbo entre los labios. El calor de la infusión fluyó por el frío abismo de su estómago. Pidió otro sorbo, y le ofrecieron a la vez dos comprimidos.
—Son para el dolor —le susurró la más joven de las tres mujeres. Todas parecían hermanas, con unos años de diferencia.
—Tómatelas, Safi —le instó Kara—. O me las tomaré yo misma.
Safia abrió la boca, aceptó los medicamentos y los tragó con otro sorbo de té.
—Ahora túmbate mientras nos encargamos de tus heridas —dijo la hodja.
Safia se dejó caer sobre las mantas, con el cuerpo ya más templado.
La hodja se agachó sobre la manta a su lado, con una gracilidad que defraudaba a su edad. Dejó el bastón con el que se ayudaba para caminar sobre sus rodillas.
—Descansa, hija. Quédate tranquila —colocó una mano sobre la de Safia.
Una agradable sensación de sueño se apoderó de ella, disipando todo el dolor de su cuerpo y dejándola en un estado de flotamiento. Safia percibía el aroma a jazmín que impregnaba la caverna.
—¿Quiénes… quiénes sois? —preguntó Safia.
—Somos tu madre, pequeña.
Safia se estremeció, negando aquella posibilidad, casi ofendida. Su madre había muerto. Aquella mujer era demasiado mayor, debía estar hablando metafóricamente. Antes de poder siquiera reprenderla, se le cerró la visión. Sólo un puñado de palabras la siguieron en su letargo.
—Todas nosotras. Somos todas tu madre.
Kara observó cómo el grupo de mujeres atendía a Safia, que yacía apoltronada sobre las mantas. Le introdujeron un catéter en una vena y lo conectaron a un gotero intravenoso del que colgaba una bolsita de solución salina, sostenido en lo alto por una de las enfermeras de Safia. Las otras dos lavaron y embadurnaron la herida del hombro de Safia, que tenía un tamaño menor que el de una monedita de diez centavos. Esparcieron sobre la herida una generosa cantidad de un polvo cauterizador, tintada a continuación de yodo, cubierta con una gasa de algodón y por último expertamente vendada.
Safia se retorcía de vez en cuando, pero continuaba dormida.
—Aseguraos de que mantenga el brazo en cabestrillo —pidió la anciana, que observaba el trabajo de las demás—. Cuando se despierte, haced que beba otra taza de té.
La hodja levantó el cayado, lo apoyó sobre el suelo y se ayudó de él para levantarse. A continuación, miró a Kara.
—Ven conmigo. Mis hijas cuidarán de tu hermana.
—No la voy a dejar sola —Kara se acercó más a su amiga.
—Estará en buenas manos. Ven. Es hora de que encuentres lo que llevas tanto tiempo buscando.
—¿A qué te refieres?
—A las respuestas sobre tu vida. Ven o quédate, como prefieras, para mí no tiene mayor importancia —la anciana aporreó el suelo con el bastón—. No pienso discutir contigo.
Kara echó un vistazo a Safia, y, a continuación, fijó la mirada en la anciana.
Respuestas sobre tu vida.
Se levantó lentamente.
—Como le ocurra algo… —Pero ni siquiera sabía a quién amenazar. Las enfermeras parecían tener buen cuidado de su amiga. Kara asintió con la cabeza y partió detrás de la hodja.
—¿Adonde vamos?
Ignorando la pregunta de Kara, la hodja continuó avanzando. Abandonaron la tintineante catarata y las hogueras, y se introdujeron en la penumbra que bordeaba la cámara.
Kara miraba a su alrededor, recordando vagamente cómo había entrado en la caverna. Había estado consciente, pero era como si se hubiera estado moviendo a través de una neblina agradable, avanzando con pesadez tras un grupo similar de ancianas tribales. Tras abandonar la furgoneta, había caminado cerca de una hora, a través de un bosque en sombras, hasta un antiguo pozo seco, al que llegó al entrar por una estrecha apertura en la roca. Habían descendido en espiral hasta la ladera de la montaña, caminando durante un buen rato. Una vez que llegó a la caverna, Kara fue abandonada junto al fuego. Le dijeron que esperase allí, mientras que la neblina de su cabeza comenzaba a disiparse. Y eso provocó que regresaran el dolor de cabeza, los temblores y las náuseas, como una manta de plomo sobre su cuerpo. Apenas lograba moverse, así que descartó la idea de intentar huir a través de aquel laberinto de túneles. Todas las preguntas que planteó quedaron sin responder.
Y tenía tantas.
Clavó la mirada en la espalda de la anciana que avanzaba delante de ella. ¿Quiénes eran aquellas mujeres? ¿Qué querían de ella y de Safia?
Llegaron a una apertura del túnel en un muro, donde les esperaba una niña con una lámpara de aceite plateada, como una de ésas que se frotan para convocar a un genio. En un extremo de la lámpara ardía una pequeña llama. La pequeña, de no más de ocho años, vestía una túnica que le quedaba demasiado grande, pues se pisaba el borde inferior con los deditos de los pies. Abrió los ojos como platos al ver a Kara, como si estuviese delante de un ser extraterrestre. Pero no mostraba miedo, sino curiosidad.
La hodja asintió al ver a la niña.
—Vamos, Yaqut.
La pequeña se dio la vuelta y avanzó arrastrando los pies por el túnel. Yaqut era el término árabe para la palabra rubí. Era el primer nombre que escuchaba en aquel lugar.
Miró a la hodja que caminaba a su lado.
—¿Cómo te llamas?
La anciana terminó por mirarla, con aquellos ojos verdes resplandecientes a la luz de la lámpara.
—Tengo muchos nombres, pero el que me dieron es Lu’lu. Creo que en tu idioma significa perla.
Kara asintió.
—¿Todas tus mujeres tienen nombres de joyas?
No hubo respuesta. Continuaron descendiendo en silencio detrás de la niña, pero Kara percibió el asentimiento de la mujer. En la tradición árabe, los nombres de joyas se utilizaban para un tipo muy concreto de personas.
Esclavos.
¿Por qué elegirían aquellas mujeres esos nombres, si en realidad parecían mucho más libres que el resto de las árabes?
La pequeña abandonó el túnel para adentrarse en una cámara de piedra caliza. Era un habitáculo frío, con las paredes húmedas centelleantes a la luz de la lámpara. En el suelo de la caverna divisó una alfombra para la oración, amortiguada por una especie de cama de paja. Al otro lado de ésta, observó un altar bajo de piedra negra.
Kara sintió que un escalofrío helado recorría todo su cuerpo. ¿Para qué la habrían llevado hasta allí?
Yaqut caminó hasta el altar, lo rodeó y se agachó, desapareciendo de su área de visión.
De repente, las llamas chisporrotearon con luminosidad detrás de la piedra. Yaqut había utilizado su lámpara de aceite para prender fuego a una pequeña pila de madera. Kara percibió el aroma a incienso y queroseno de la madera, perfumada y aceitada para que se encendiera con facilidad. El queroseno ardió con rapidez, dejando paso a la dulzona fragancia del incienso.
Cuando las llamas devoraron la pequeña hoguera, Kara se dio cuenta de su error. El oscuro altar no era opaco, sino cristalino, como un bloque de obsidiana negra, pero más traslúcido. El brillo de las llamas resplandecía a través de la piedra.
—Ven —entonó Lu’lu, y guió a Kara hasta la alfombra para la oración—. Arrodíllate.
Kara, agotada por la falta de sueño y temblorosa por la fuga de adrenalina de su sistema, tanto natural como artificialmente provocada, se hundió agradecida sobre la blanda alfombra.
La hodja permaneció detrás de ella.
—Esto es lo que llevas tanto tiempo buscando —señaló con el cayado hacia el altar.
Kara fijó la mirada en el bloque de piedra traslúcida. De repente, abrió los ojos con sorpresa mientras la madera ardía detrás del altar, resplandeciendo a través de éste.
Tampoco era piedra opaca… sino puro cristal.
Las llamas alumbraron el interior, iluminando el corazón del bloque de cristal. Dentro de él, como si se tratara de una mosca atrapada en un fragmento de ámbar, percibió una figura humana, ennegrecida hasta los huesos, con las piernas flexionadas en posición fetal, pero con los brazos extendidos en agonía. Kara había visto una figura similar, con gesto agónico, en las ruinas de Pompeya. Una figura convertida en piedra, enterrada y petrificada bajo la lava ardiente de la antigua erupción del Vesubio. En la misma posición de tortura mortal.
Pero lo peor de todo vino cuando Kara fue consciente de por qué había sido llevada hasta allí.
Respuestas a su vida.
Se derrumbó sobre la alfombra, apoyándose en las manos y sintiendo de repente que su cuerpo pesaba demasiado. No… Las lágrimas le nublaron la vista. Sabía quién estaba enterrado en el corazón de aquel bloque de cristal, preservado en su agonía.
Un grito escapó de su boca, desgarrando todo en su interior: su fuerza, su esperanza, su visión, incluso sus ganas de vivir. Se quedó sencilla y dolorosamente vacía.
—Papá…
Safia despertó con la música y la calidez que la envolvían. Se encontraba tumbada sobre una suave manta. Despertó sobresaltada, pero al instante languideció. Escuchó la dulce melodía de las cuerdas de un laúd, acompañada por el sonido aflautado de un instrumento de lengüeta, evocador y solitario. El resplandor de las llamas de la hoguera bailoteaba en el techo, entre los drapeados de flores y enredaderas. El tintineo del agua constituía el contrapunto de la música.
Sabía dónde estaba. No había despertado al presente, sino a una especie de vaga pesadez embotada, producida por la codeína que había ingerido. Escuchaba voces que hablaban a su alrededor en tonos bajos entre pequeñas risotadas ocasionales, las de alguna niña jugando cerca de ella.
Se incorporó con lentitud, ganándose una queja malhumorada de su hombro. Pero era un dolor sordo, más parecido a una molestia interna que a una aguda punzada. Se sentía desmesuradamente descansada. Comprobó su reloj; había dormido poco más de una hora, pero se sentía como si llevase días enteros descansando. Se sentía relajada y reposada.
Una joven dio un paso hacia ella, se arrodilló y le ofreció un tazón caliente.
—La hodja desea que bebas esto.
Safia aceptó el té con la mano del brazo sano. El otro estaba colocado en cabestrillo sobre su vientre. Dio un par de sorbos agradecidos y percibió una manifiesta ausencia.
—¿Y Kara, mi amiga?
—Cuando termines de beber la infusión, te llevaré con la hodja. Te está esperando, con tu amiga.
Safia asintió. Bebió el té tan rápido como pudo sin quemarse la lengua. El calor de la infusión templó su cuerpo. Dejó el tazón vacío sobre el suelo y trató de incorporarse.
Su escolta le ofreció una mano para ayudarla, pero Safia no la aceptó, ya que se sentía lo suficientemente firme como para levantarse sola.
—Por aquí.
Safia fue conducida al extremo más alejado de la caverna, y a continuación descendieron por otro túnel. Su guía la orientaba con seguridad, linterna en mano, a través de los pasajes laberínticos.
Safia se dirigió a ella.
—¿Quiénes sois?
—Somos las Rahim —respondió ésta con formalidad.
Safia tradujo la palabra. Rahim era el equivalente en árabe al termino «útero». ¿Serían una tribu de mujeres beduinas, amazonas del desierto? Pensó en aquel nombre. También tenía un trasfondo de divinidad, de renacimiento y continuidad.
¿Quiénes eran?
Ante ellas apareció una luz, un resplandor procedente de una caverna lateral. Su escolta se detuvo a pocos pasos de la entrada, e hizo un gesto a Safia para que continuara.
Safia sintió por primera vez, desde que despertara, cierta sensación de inquietud. Entró en la cueva. El aire pareció espesar, dificultando la respiración. Se concentró en inspirar y expirar, en un intento por dominar su inquietud. Al adentrarse en aquel espacio, escuchó un sollozo desconsolado y entrecortado.
Kara…
Safia olvidó sus miedos y se apresuró hacia el fondo de la caverna, donde encontró a Kara desplomada sobre una esterilla. La hodja más anciana se encontraba arrodillada a su lado, meciendo a Kara con afecto. Sus ojos verdes se encontraron con los de Safia.
Safia se abalanzó hacia su amiga.
—Kara, ¿qué ocurre?
Kara levantó el rostro, con los ojos hinchados y las mejillas empapadas. No tenía palabras. Extendió un brazo para señalar una roca enorme, detrás de la cual ardía una hoguera. Safia reconoció que se trataba de un bloque de cristal, creado a partir de arenas fundidas y endurecidas posteriormente. Había encontrado fragmentos así en zonas donde había estallado un rayo en el suelo. Los antiguos pueblos los reverenciaban, los consideraban como joyas, objetos sagrados, piedras de oración.
No comprendía a qué se refería Kara, hasta que percibió una figura en el interior del cristal.
—No puede ser…
Kara respondió con voz ronca.
—Es… es mi padre.
—¡Kara! —Las lágrimas inundaron los ojos de Safia. Se arrodilló al otro lado de Safia. Reginald Kensington también había sido como un padre para ella. Comprendía la pena de su amiga, pero la confusión la destrozaba por dentro—. ¿Cómo…? ¿Por qué…?
Kara miró a la anciana, demasiado abrumada como para articular palabra. La hodja le dio una palmadita a Kara en la mano.
—Como ya he explicado a tu amiga, Lord Kensington no es ningún desconocido para nuestro pueblo. Su historia conduce hasta aquí tanto como las vuestras. Él entró en las arenas prohibidas el día en que falleció. Había sido avisado de que no lo hiciera, pero eligió ignorar el aviso Y no fue el azar lo que le llevó hasta aquellas arenas. Buscaba Ubar, al igual que su hija. Sabía que aquellas arenas se encontraban próximas a su ubicación, y no lograba alejarse de ellas.
—¿Qué le ocurrió?
—Acercarse a las arenas de Ubar es arriesgarse a sufrir la furia de un poder que ha permanecido oculto durante milenios. Un poder y un lugar que estas mujeres guardamos. Él había oído hablar de ese lugar, y no resistió la tentación. Aquélla fue su condena.
Kara se incorporó al oír esas palabras.
—¿Qué poder es ése?
La hodja sacudió la cabeza con gesto negativo.
—No lo sabemos. Las Puertas de Ubar llevan cerradas a nosotras dos milenios. Lo que haya detrás de las puertas, se ha perdido en el tiempo. Nosotras somos las Rahim, las últimas de sus guardianas. Los conocimientos se han ido trasmitiendo de boca en boca, una generación tras otra, pero existen dos secretos jamás trasmitidos tras la destrucción de Ubar, dos secretos que la reina de Ubar no comunicó nunca a nuestro linaje. Tan inmensa fue la tragedia que decidió sellar la ciudad, y con los muertos, quedaron también enterrados esos dos secretos: el lugar donde se encuentran las llaves de las puertas y el poder oculto bajo las arenas, en el corazón de Ubar.
Cada una de las palabras que la anciana pronunciaba despertaba un millar de preguntas en la mente de Safia. Las Puertas de Ubar. Las últimas guardianas. El corazón de la ciudad perdida. Las llaves ocultas. Pero de repente, comenzó a sentir un cosquilleo en su interior.
—Las llaves… —murmuró—. El corazón de hierro.
La hodja asintió.
—Las llaves que guían hasta el corazón de Ubar.
—Y la lanza con el busto de Biliqis, la Reina de Saba.
La mujer inclinó la cabeza con una reverencia.
—Ella era la madre de todas nosotras. La primera en la casa real de Ubar. No podía por menos que adornar la segunda llave.
Safia recordó la historia de Ubar. La ciudad había sido fundada alrededor del año 900 antes de Cristo, el mismo periodo en que vivió la Reina de Saba. Ubar era una ciudad próspera, hasta que colapsó en una sima que destruyó la población, hacia el año 300 después de Cristo. Pero la existencia de la casa gobernante se hallaba bien documentada.
Safia tenía una pregunta.
—Pensaba que el Rey Shaddad, el bisnieto de Noé, fue el primer gobernante de Ubar. Incluso existía un recluido clan de beduinos, los Shahra, que aseguraban ser descendientes de este rey.
La anciana negó con la cabeza.
—El linaje de los Shaddad estaba formado únicamente por administradores. El linaje de Biliqis era el de los verdaderos gobernantes, un secreto conocido únicamente por los más leales y dignos de confianza. Ubar otorgó sus poderes a la reina, la eligió, y le permitió dar a luz a un linaje poderoso y seguro. Un linaje continuado hasta el día de hoy.
Safia recordó el rostro en el busto. Las jóvenes de aquel grupo se parecían increíblemente a aquella imagen. ¿Acaso había permanecido puro ese linaje durante dos mil años? Movió negativa e incrédulamente la cabeza.
—¿Estás diciendo que el linaje de vuestra tribu desciende directamente de la Reina de Saba?
La hodja realizó otra reverencia con la cabeza.
—Es más que eso… mucho más —levantó la mirada hacia ella—. Nosotras somos la Reina de Saba.
Kara se sentía enferma, con ganas de vomitar, pero no a causa del síndrome de abstinencia; de hecho, desde la llegada a aquellas cuevas, se sentía algo mejor, los temblores iban disminuyendo poco a poco, como si le hubieran hecho algo en la cabeza. Sin embargo, en ese instante sufría de algo muchísimo peor que la falta de anfetaminas. Se sentía destrozada, abatida, devastada. Toda esa historia de ciudades perdidas, Poderes misteriosos y linajes antiguos no significaban nada para ella. Tenía los ojos clavados en los restos de su padre, cuya boca se había congelado en un rictus de agonía.
Las palabras de la hodja le habían bloqueado la mente.
Buscaba libar, al igual que su hija.
Kara recordó el día en que su padre falleció, la caza que le había regalado por su dieciséis cumpleaños. Siempre se había preguntado por que la habría llevado a aquella zona del desierto. Había zonas de caza mucho más cerca de Mascate, ¿por qué volar hasta la base aérea de Thumrait recorrer kilómetros y kilómetros en los Land Rovers para después comenzar la caza en aquellas motos de arena? ¿Habría utilizado su cumpleaños como excusa para recorrer aquellas tierras?
La furia se agolpaba en el pecho, tan ardiente como la hoguera de detrás del fragmento de cristal. Pero no era una ira localizada. Estaba enfadada con aquellas mujeres, que le ocultaron ese secreto durante tanto tiempo, con su padre, por haber destruido su vida en una persecución mortal, consigo misma, por haber seguido sus pasos… incluso con Safia, por no haberla detenido nunca, ni siquiera a sabiendas de que aquella búsqueda la estaba destrozando por dentro. El fuego de su rabia quemó los posos de su malestar.
Kara se sentó y se giró hacia la hodja, interrumpiendo su lección de historia con palabras de amargura.
—¿Por qué buscaba mi padre Ubar?
—Kara… —comenzó Safia, en tono consolador—. Seguro que eso puede esperar.
—No —respondió con tono cortante—. Quiero saberlo ahora.
La hodja permaneció imperturbable, aceptando la furia de Kara como un simple junco agitado por el viento.
—Tienes derecho a preguntar. Para eso estáis las dos aquí.
Kara apretó el rostro, desde los labios hasta las cejas. La mujer paseaba su mirada entre Kara y Safia.
—Lo que el desierto se lleva, también lo devuelve.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kara con brusquedad.
La hodja suspiró.
—El desierto se llevó a tu padre —señaló con un gesto el bloque horripilante—. Pero te dio una hermana.
Miró a Safia.
—Safia ha sido siempre mi mejor amiga.
A pesar de su furia, la voz de Kara temblaba de emoción. La realidad y la profundidad de sus palabras, pronunciadas en voz alta, conmovieron su corazón dolorido con más impacto del que había imaginado. Intentó controlarse, pero no lo consiguió.
—Safia es más que tu amiga. Es tu hermana, tanto en alma… como en cuerpo —la hodja levantó el bastón y señaló el cuerpo sepultado en el cristal—. Ése es tu padre… y el de Safia.
La hodja miró de frente a las dos mujeres aturdidas.
—Sois hermanas.
La mente de Safia no lograba comprender lo que decía aquella mujer.
—Imposible —dijo Kara—. Mi madre murió cuando me dio a luz.
—Compartís un mismo padre, no una misma madre —aclaró la hodja—. Safia es hija de una mujer de nuestro pueblo.
Safia sacudió la cabeza. Eran hermanas de padre. La paz que había experimentado momentos antes, al despertar, se había roto en mil pedazos. Durante todos aquellos años, la única información que conocía de su madre es que había fallecido en un accidente de autobús cuando ella tenía cuatro años. No sabía nada de su padre. Ni siquiera entre los vagos recuerdos de su infancia anterior al orfanato, visiones nebulosas, aromas, un susurro al oído, jamás había habido una figura paterna. Lo único que le quedaba de su madre el apellido, al-Maaz.
—Calmaos las dos —la anciana levantó una mano hacia cada una de las mujeres—. Esto es un regalo, no una maldición.
Sus palabras aplacaron un poco el latido desbocado del corazón de Safia, como quien coloca la mano sobre un diapasón repiqueteante. Pero no se atrevía a mirar a Kara, se sentía avergonzada, como si su presencia ensuciara de algún modo el recuerdo de Lord Kensington. La mente de Safia regresó al día en que salió del orfanato, un día terrorífico, pero esperanzador. Reginald Kensington la había elegido a ella, una pequeña mestiza, entre el resto de niñas, y la había llevado a su casa, le había preparado una habitación propia. Kara y Safia se habían unido al instante. ¿Acaso a tan tierna edad habían reconocido un vínculo secreto, la dicha natural de lo familiar? ¿Por qué Reginald Kensington no les había desvelado aquel secreto?
—Ojalá lo hubiera sabido… —dejó escapar Kara, alcanzando con su mano la de su amiga.
Safia levantó la mirada. No leyó en los ojos de Kara odio ni culpabilidad; la furia de un momento antes parecía sofocada. Lo único que percibía era alivio, esperanza, y amor.
—Tal vez si lo sabíamos… —murmuró Safia, abrazando a su hermana—. Tal vez siempre lo supimos en lo más profundo de nosotras.
Las lágrimas empezaron a fluir en los rostros de las dos. Y de esa forma, dejaron de ser amigas para convertirse en familia.
Permanecieron abrazadas durante un buen rato, hasta que las preguntas las forzaron a separarse. Kara no soltó la mano de Safia.
La hodja habló.
—Vuestra historia compartida se remonta al descubrimiento, por parte de Lord Kensington, de la estatua en la tumba de Nabi Imran.
Su hallazgo fue extremadamente importante para nosotras. La estatua databa de la fundación de Ubar, y había estado enterrada en una tumba vinculada a una mujer milagrosa.
—¿La Virgen María? —preguntó Safia.
La anciana asintió.
—Como guardianas, un miembro de nuestra tribu tenía que acercarse y examinar el objeto funerario. Se decía que las llaves de las puertas de Ubar aparecerían cuando llegara el momento adecuado. Así que enviamos a Almaaz.
—Al-Maaz —corrigiendo la diferencia en la pronunciación.
—Almaaz —repitió con firmeza la hodja.
Kara apretó la mano de Safia.
—Todas estas mujeres tienen nombres de joyas. La hodja se llama Lu’lu. Perla.
Safia abrió los ojos desmesuradamente.
—Almaaz. ¿El nombre de mi madre significaba Diamante? En el orfanato pensaron que era su apellido, al-Maaz. ¿Qué ocurrió?
La hodja, Lu’lu, sacudió la cabeza con una mueca de cansancio.
—Al igual que muchas de nuestras mujeres, tu madre se enamoró. Para investigar el descubrimiento de la estatua, se permitió acercarse demasiado a Lord Kensington… y permitió también que él se acercara a ella. Se enamoraron locamente el uno del otro. Y al cabo de unos meses, engendró en su vientre un hijo, de la manera habitual en todas las mujeres.
Safia frunció el entrecejo ante aquella extraña frase, pero no la interrumpió.
—El embarazo hizo que tu madre cayera presa del pánico. Teníamos prohibido que una de nosotras engendrara un hijo de las entrañas de un hombre. Huyó de Lord Kensington y regresó a nosotras. La cuidamos hasta que dio a luz, pero una vez que tú nacieras, sabía que tenía que abandonarnos. Tú, hija de una mezcla de sangre, no eras una Rahim pura. —La hodja se tocó el tatuaje de la lágrima, el símbolo del rubí de la tribu. Safia no lo tenía—. Tu madre te crió lo mejor que pudo en Khaluf, en la costa omaní, no lejos de Mascate. Pero el accidente te dejó huérfana.
»Durante todo ese tiempo, Lord Kensington no dejó de buscar a tu madre… y al bebé que seguramente había engendrado. Recorrió Omán de arriba abajo, gastó una fortuna en ello, pero cuando una de nuestras mujeres no desea ser vista, es imposible encontrarla. La sangre de Biliqis nos ha bendecido de muchas formas.
La anciana bajó la vista hacia su bastón.
—Cuando nos enteramos de que habías quedado huérfana, no podíamos abandonarte. Averiguamos dónde te encontrabas e informamos de ello a Lord Kensington. Se le partió el corazón al saber del destino de Almaaz, pero lo que el desierto se lleva, también lo devuelve. Y le devolvió una hija. Te recogió y te llevó a su casa, a su familia. Supongo que esperaba a que las dos fueseis lo suficientemente mayores como para comprender las complejidades del corazón antes de revelaros el secreto, que teníais la misma sangre.
Kara se agitó, sentada sobre la alfombra.
—El día de la caza… mi padre me dijo que tenía algo muy importante que decirme. Algo que, una vez cumplidos los dieciséis, ya era lo suficientemente mujer como para comprender —tragó saliva con dificultad, y continuó, con la voz entrecortada—. Yo pensé que se refería a algo de la universidad. No… no…
Safia le apretó la mano.
—No pasa nada. Ahora lo sabemos.
Kara levantó la mirada, impregnada de confusión.
—¿Pero por qué continuó con la búsqueda de Ubar? No lo entiendo.
La hodja suspiró.
—Es una de las muchas razones por las que no podemos relacionarnos con los hombres. Tal vez fuera un susurro en la almohada, un fragmento de historia compartida entre dos amantes. Pero tu padre se enteró de la existencia de Ubar. Y buscó la ciudad perdida, tal vez como manera de acercarse a la mujer que había perdido. Pero Ubar es peligrosa. La carga de su custodia resulta muy pesada.
Como para demostrarlo, la anciana se levantó, no sin un esfuerzo considerable.
—¿Y qué vamos a hacer nosotras ahora? —preguntó Safia, poniéndose en pie con Kara.
—Os lo diré de camino —anunció la mujer—. Nos queda mucho por recorrer.
—¿Adonde vamos? —preguntó Safia.
La pregunta pareció sorprender a la hodja.
—Tú eres una de nosotras, Safia. Tú nos has traído las llaves.
—¿El corazón y la lanza?
La anciana asintió y comenzó su camino.
—Después de dos milenios de espera, por fin vamos a abrir las Puertas de Ubar.