sabmut ed serodaeuqas
Painter miró el reloj. Un minuto más.
Se tumbó boca abajo a la sombra de una higuera, resguardado por una acacia. La lluvia tamborileaba sobre la copa del árbol. Se había colocado lejos del extremo derecho de la carretera, eligiendo cuidadosamente el camino cerca de un escarpado acantilado que apuntaba a su objetivo. Desde ahí tenía una vista despejada del aparcamiento.
Los guardias, con sus cazadoras azules y con las capuchas puestas para no mojarse, podían ver fácilmente en la oscuridad, con las gafas de visión nocturna acopladas. La mayoría estaba apostada cerca de la carretera que conducía hasta allí, y unos pocos se habían dispersado lentamente alrededor. Le había costado unos valiosos minutos deslizarse hasta su posición, avanzando a medida que los guardias iban y venían.
Painter tomó varias bocanadas de aire, lentas pero firmes, para prepararse. Estaba a tan sólo treinta metros del todo terreno más próximo.
Repasó el plan, visualizándolo y redefiniéndolo. Cuando todo estuviese en marcha, no tendría tiempo de pensar, sólo de actuar. Miró el reloj. Ya era la hora.
Se incorporó despacio hasta ponerse de cuclillas y permaneció agachado, sin moverse. Aguzó el oído, intentando obviar la lluvia.
Nada. Miró de nuevo su reloj. Habían pasado diez minutos. ¿Dónde estaban…?
En ese instante lo oyó. Una canción, entonada por un puñado de voces, surgió del valle a sus espaldas. A través de sus gafas de visión nocturna, el mundo aparecía en sombras verdes, aunque más abajo resaltaban afilados fragmentos de luz. Linternas eléctricas y focos. Vio que los Bait Kathir comenzaban a ascender por la carretera con paso lento pero seguro, cantando a medida que avanzaban.
Painter centró su atención en el lugar donde se hallaba el complejo de la tumba.
Los guardias habían percibido la agitación de los miembros de la tribu y habían tomado posiciones poco a poco, concentrándose en la carretera. Dos hombres desaparecieron entre los arbustos que la flanqueaban y continuaron por el abrupto camino.
Cuando las fuerzas de asalto se hubieron alejado de los todo terrenos aparcados, Painter pasó a la acción. Salió de su escondrijo, aún agachado, y recorrió los treinta metros que le separaban del vehículo más cercano, conteniendo la respiración y esquivando el ruidoso salpicar de los charcos, sin levantar ninguna alarma.
Al alcanzar el primer todo terreno, se escondió detrás mientras abría la grasienta cremallera de su riñonera. Sacó los explosivos C4 que había preparado y envuelto en celofán, e introdujo uno en el hueco de la rueda del vehículo, cerca del depósito de gasolina. Painter agradeció secretamente el regalo que le había hecho Cassandra, al colocar los explosivos. No hacía más que devolverle lo que era suyo.
Agachado, se apresuró hacia el otro todo terreno para colocar el segundo explosivo. Dejó el tercer vehículo intacto, y comprobó que las llaves estuvieran en el contacto. Esta precaución era una práctica muy común en una operación especial. Cuando las cosas se complican, no resulta agradable tener que perseguir al conductor que lleva las llaves.
Satisfecho, examinó toda la situación. Los guardias seguían centrados en el grupo de camellos y de hombres que se aproximaba.
Se giró y se apresuró hacia el muro de escasa altura que rodeaba el complejo de la tumba. Alcanzó la línea de todo terrenos entre él y los guardias. Detrás, oyó gritos que venían de abajo, discutiendo alegremente en árabe. Habían dejado de cantar. Una pareja de camellos gimoteaba tristemente, acompañada del tintineo de las campanillas de los jaeces. Los beduinos ya habían ascendido media colina.
Tenía que darse prisa.
Painter saltó el murete. Sólo tenía un metro y medio de altura. Había escogido un lugar aislado, detrás de la mezquita. Caminó haciendo más ruido del que pretendía, pero la lluvia lo mitigó con el estruendo de un trueno.
Hizo un alto. La luz, procedente del patio delantero del edificio, iluminaba ambos lados de la mezquita con una luz cegadora a través de sus gafas de visión nocturna. Distinguió unos murmullos, pero la lluvia ahogaba cualquier percepción posible. No tenía ninguna pista sobre el número de personas que podía haber allí.
Agachándose para ocultar su figura detrás de la pared, se deslizó por la parte trasera de la mezquita, atento a las sombras. Llegó a una puerta y probó la manivela. Cerrada. Podría forzar la puerta, pero a costa de hacer demasiado ruido. Prosiguió, por si veía alguna ventana u otra vía por donde entrar. Se habría expuesto demasiado si hubiese intentado alcanzar el patio central directamente desde alguno de los laterales del edificio. No había donde ponerse a cubierto y además había demasiada luz. Necesitaba un camino a través de la mezquita, un camino para acercarse aún más. Para secuestrar a Safia ante las narices de Cassandra, era preciso estar cerca de la acción. Alcanzó el lado más alejado de la mezquita. Tampoco tenía ventanas. ¿A quién se le ocurriría construir un lugar sin ventanas traseras? Se detuvo en un jardincillo descuidado. Dos palmeras datileras lo protegían.
Painter miró hacia arriba. Una de las palmeras se alzaba hasta la pared de la mezquita, haciendo sombra en el borde del tejado, que era plano. Si pudiese escalar la palmera… alcanzar el tejado…
Se quedó mirando las ramas de dátiles que colgaban debajo de las frondas.
No iba a ser un salto fácil, pero tenía que correr el riesgo.
Respirando hondo, saltó lo más alto que pudo, abrazando el tronco y escalándolo con los pies. La corteza no ofrecía donde agarrarse, por lo que terminó por caer y aterrizar con el trasero en el barro.
Cuando empezó a escalar de nuevo, percibió dos cosas, ambas ocultas detrás de un seto que flanqueaba el muro trasero. Una escalera de aluminio… y una mano pálida.
Painter se quedó petrificado.
La mano no se movía.
Se acercó arrastrándose, apartando los arbustos. La escalera estaba apoyada sobre el muro trasero, junto con un par de tijeras de jardín. Por supuesto, debía haber un modo de alcanzar los dátiles.
Tenía que haber buscado una escalera.
Se acercó al cuerpo tendido en el suelo.
Era un árabe de avanzada edad, vestido con una dishdasha ribeteada con hilo de oro. Parecía más bien un miembro de la plantilla de la tumba, alguna clase de vigilante. Yacía en el barro, inmóvil. Painter le colocó dos dedos en el cuello. Aún estaba caliente. Notó su débil pulso. Seguía vivo, pero estaba inconsciente.
Painter se enderezó. ¿Le había disparado Cassandra uno de sus dardos? ¿Pero para qué iba a arrastrarlo hasta allí y esconderlo? No tenía sentido, pero no tenía tiempo de resolver el misterio.
Cogió la escalera, se aseguró de que los guardias no le vieran y la apoyó contra el muro trasero de la mezquita. La escalera apenas llegaba al borde del tejado.
Era suficiente.
Subió apresuradamente los escalones. Mientras lo hacía, miró por encima del hombro. Vio que los guardias se habían desplazado para bloquear por completo la carretera. Cuesta abajo, observó las luces y las antorchas de la tribu de los Bait Kathir mientras se agrupaban en torno a un pequeño sendero que descendía. Se habían detenido y empezaban a acampar. Le llegaron algunas voces en árabe a lo lejos; sus hombres fingían ser nómadas preparando un campamento para pasar la noche.
Al llegar al final de la escalera, Painter se agarró al extremo del tejado y se encaramó con esfuerzo, enganchando una pierna en el borde y rodando para no ser visto.
Aún agachado, se apresuró a través del tejado hacia el minarete junto a la fachada principal. A tan sólo unos pasos del borde del tejado, un balcón abierto rodeaba la torre, desde donde se llamaba a los fieles a la oración. Le resultó fácil alcanzar la barandilla y saltar por encima de ella.
Painter se agachó bordeando el balcón. Desde allí tenía vista de pájaro sobre el patio. Como había demasiada luz para sus gafas de visión nocturna, se las quitó y estudió el plan.
A través del camino, el pequeño conjunto de ruinas resplandecían a la luz.
Una linterna yacía abandonada cerca de la entrada de la tumba vecina, y su brillo iluminaba una lanza metálica plantada en el suelo. Estaba coronado por una especie de busto.
Le llegaron unas voces de abajo, procedentes de la comunidad de la tumba. La puerta que daba al patio estaba abierta. En el interior brillaban las luces.
Escuchó una voz familiar.
—Indícanoslo en el mapa.
Era Cassandra. A Painter se le cerró el estómago con violencia.
Pero entonces Safia contestó:
—No tiene sentido. Podría estar en cualquier lugar.
Painter se agachó más todavía. Gracias a Dios que seguía con vida. Una oleada de alivio y renovada preocupación invadió su cuerpo. ¿Cuánta gente había con ella? Pasó unos minutos estudiando las sombras a través de las deslustradas ventanas. Resultaba difícil de determinar, pero no parecía que hubiese más de cuatro personas en el cuarto. Miró hacia el patio por si divisaba más guardias. Seguía tranquilo. Por lo visto, todos estaban en el edificio central, resguardados de la lluvia.
Si se movía con rapidez…
Cuando iba a girarse, alguien salió de la entrada de la tumba, un hombre alto y musculoso vestido de negro. Painter se quedó completamente rígido, por miedo a ser visto.
El hombre se caló el gorro hasta los ojos y se sumergió en la lluvia. Cruzó y se arrodilló ante la lanza.
Painter observó que el hombre asía la parte superior de ésta y paseaba despacio sus dedos por ella. ¿Qué diablos estaba haciendo? Al llegar a la cima de la caña, el hombre se quedó parado y corrió hacia la tumba, quitándose el gorro.
—Sesenta y nueve —dijo mientras desaparecía en su interior.
—¿Estás seguro? —Era de nuevo Cassandra.
—Sí, totalmente seguro.
Painter no se arriesgó a esperar más. Se sumergió a través del arco para alcanzar las escaleras de la torre que bajaban en espiral hasta la mezquita. Se colocó las gafas de visión nocturna e inspeccionó la oscura escalera.
Parecía tranquila.
Sacó la pistola y quitó el seguro.
Atento a los guardias, avanzó con un hombro pegado a la pared apuntando con la pistola hacia el frente. Siguió bajando la corta espiral, examinando la sala de oraciones de la mezquita mientras descendía Alumbrada de verde, la habitación estaba vacía, las esterillas para el rezo apiladas al fondo. Salió y se acercó a la entrada opuesta.
Las puertas exteriores estaban abiertas. Se levantó las gafas y se acercó cautelosamente a la entrada. Se agachó hacia un lado. Un pequeño pórtico se extendía a lo largo de la fachada. Directamente delante, tres escalones conducían al patio. A ambos lados, una corta pared de estuco enmarcaba el porche, coronada por vanos arqueados.
Painter se detuvo a inspeccionar la zona.
El patio estaba vacío y se oían voces en el camino.
Si corría hacia la tumba y se escondía fuera de la entrada principal…
Painter hizo varios cálculos mentales. Para que todo saliera bien, la rapidez era esencial. Se enderezó, empuñando con firmeza la pistola.
Pero un ruido leve le dejó clavado en su sitio. Venía de detrás.
Le dominó una sensación de escalofriante terror.
No estaba solo.
Se dio la vuelta para vigilar, apuntando con la pistola hacia los escalones de la mezquita. Desde la oscuridad dos sombras le acechaban, unos ojos que brillaban a la luz que se llegaba del patio. Salvajes y hambrientos.
Leopardos.
Tan sigilosos como la noche, los dos felinos le rodearon.
—Indícamelo en el mapa —dijo Cassandra.
La arqueóloga estaba arrodillada en el suelo de la tumba. Había desplegado el mismo mapa de antes, en el que una línea azul directa conducía de la primera tumba de la costa a la de las montañas. Ahora una segunda línea, esta vez roja, apuntaba al noroeste, cruzando las montañas hasta una gran extensión virgen del desierto, el Rub al-Khali, el vasto Sector Vacío de Arabia. Safia movió la cabeza, recorriendo con un dedo la línea que se alejaba hasta adentrarse en el desierto.
—No tiene sentido. Podría estar en cualquier lugar.
Cassandra observaba fijamente el mapa, suspirando. Estaban buscando una ciudad perdida en el desierto. Tiene que estar en algún punto de esa línea, ¿pero dónde? La línea atravesaba por el centro la vasta extensión. Podría estar en cualquier lugar.
—Hay algo que se nos sigue escapando —dijo Safia, reclinándose sobre los talones y frotándose las sienes.
Alguien llamó a Kane por radio, interrumpiéndoles. Habló por el micro subvocálico.
—¿Cuántos? —Una larga pausa—. De acuerdo, pero no les quites ojo. Mantenlos alejados. Comunícame cualquier cambio.
Cassandra le miró cuando hubo terminado. Kane se encogió de hombros.
—Esas ratas del desierto que vimos a un lado de la carretera han vuelto. Están acampando donde nos los topamos antes.
Cassandra percibió la preocupación en el rostro de Safia. La mujer temía por la seguridad de sus compatriotas. Bien.
—Ordena a tus hombres que disparen a cualquiera que se acerque.
Safia se puso tensa al oír esas palabras. Cassandra apuntó al mapa.
—Cuanto antes resolvamos el misterio, antes nos largaremos de aquí.
Aquello metería prisa a la arqueóloga.
Safia miró hoscamente el mapa.
—Tiene que haber algún indicador de distancias en el artefacto. Algo que se nos haya escapado. Una manera de determinar hasta qué distancia hay que seguir esta línea roja.
Safia cerró los ojos, meciéndose un poco. Luego se paró bruscamente.
—¿Qué? —preguntó Cassandra.
—La lanza —contestó, mirando hacia la puerta—. He constatado estrías en su caña, marcas de muescas. Pensé que serían meramente decorativas Pero en tiempos pasados, a veces se grababan las medidas con muescas
—¿Entonces piensas que el número de marcas podría significar una distancia?
Safia asintió con la cabeza e hizo ademán de levantarse.
—Tengo que contarlas.
Cassandra desconfió de la mujer. Sería muy fácil mentir y llevarles por mal camino. Necesitaba asegurarse.
—Kane, sal y cuenta el número de marcas.
Kane hizo una mueca, pero obedeció, calándose el gorro empapado. Cuando se hubo marchado, Cassandra se inclinó hacia el mapa.
—Ésta debe de ser la ubicación final. Primero la costa, luego la montaña y ahora el desierto.
Safia se encogió de hombros.
—Probablemente tengas razón. El número tres es importante en las religiones antiguas. Ya sea la trinidad del Dios cristiano, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, o la antigua trinidad celestial: la luna, el sol y el lucero del alba.
Kane apareció en la entrada, sacudiéndose la lluvia del gorro.
—Sesenta y nueve.
—¿Estás seguro?
—Completamente seguro —le respondió, frunciendo el ceño.
—Sesenta y nueve —repitió Safia—, debe ser correcto.
—¿Por qué? —preguntó Cassandra, fijando de nuevo su atención en la conservadora mientras ésta se inclinaba sobre el mapa.
—El seis y el nueve —dijo Safia, explicando el mapa— son múltiplos de tres. Justo lo que estábamos diciendo. También son secuenciales. Un número mágico.
—Y yo que siempre he pensado que «sesenta y nueve» significaba otra cosa —sugirió Kane.
Haciendo oídos sordos, Safia continuó con su trabajo, midiendo con un goniómetro y ayudándose de una calculadora. Cassandra no le quitaba ojo.
—Está a sesenta y nueve millas a lo largo de la línea roja. —Safia trazo un circulo en el lugar concreto—. Aquí en el desierto.
Cassandra se agachó, cogió el transportador y comprobó de nuevo las mediciones. Se quedó mirando fijamente el círculo rojo, reteniendo en su cabeza la longitud y la latitud.
—¿Así que ésta es en teoría la ubicación de la ciudad perdida?
Safia afirmó con la cabeza. Seguía mirando el mapa.
—Es lo más que puedo decir.
Cassandra frunció el ceño; tenía la sensación de que la mujer se guardaba algo para sí misma. Casi podía verla haciendo cálculos mentales. La agarró por la muñeca.
—¿Qué estás ocultando?
De repente sonó un disparo cercano, cercenando cualquier otra palabra.
Podía ser un tiro al aire. Podía ser uno de los beduinos disparando su rifle. Pero Cassandra no tenía dudas. Se dio la vuelta.
—Painter…
Painter no pudo controlar el primer disparo al resbalar hacia atrás en la entrada de la mezquita y caer al patio. La esquina de una pared desapareció en una lluvia de yeso. Dentro, los leopardos se apartaron, esfumándose entre las sombras de la mezquita.
Painter se arrojó a un lado, cubriéndose detrás de la media tapia del porche. Estúpido. No tenía que haber disparado. Había reaccionado por un instinto de supervivencia, algo que no iba con él. Pero le había dominado cierto terror ante la proximidad de los leopardos, como si algo hubiese hecho sonar de forma discordante el nervio más profundo de su cerebro. Y ahora ya había destapado el elemento sorpresa.
—¡Painter! —El grito procedía del lateral de la tumba.
Era Cassandra.
Painter no osó moverse. Los leopardos rondaban en el interior, Cassandra en el exterior. ¿La dama o el tigre? En este caso, ambos significaban la muerte.
—¡Sé que has venido a buscar a la mujer! —gritó Cassandra en medio de la lluvia.
El estruendo de un trueno acentuó sus palabras.
Painter permaneció quieto. Era imposible que Cassandra supiera desde dónde había disparado. Se la imaginó escondida en la tumba gritando desde la entrada. Ella no se atrevía a salir a espacio abierto. Sabía que estaba armado, aunque no sabía dónde se hallaba.
¿Cómo podía sacarle provecho a esa circunstancia?
—Te doy diez segundos para salir con los brazos en alto y las manos en alto. Si no, mataré a la prisionera.
Tenía que pensar rápido. Descubrirse ahora sólo significaría su muerte y la de Safia.
—¡Sabía que vendrías, Crowe! ¿Creías realmente que me iba a tragar que te dirigías a la frontera de Yemen?
Painter se quedó acobardado. Había enviado el correo electrónico sólo pocas horas antes, con información falsa, a través de un servidor de seguridad a su jefe. Había sido una prueba. Como temía, el mensaje había llegado completo a Cassandra. Le invadió un sentimiento de desesperación. Eso sólo podía significar una cosa: la traición de Sigma empezaba por lo más alto.
Sean McKnight… su propio jefe.
¿Acaso por esa razón Sean le había emparejado con Cassandra en la misión anterior?
Parecía imposible.
Painter cerró los ojos y respiró profundamente, sintiendo su aislamiento.
Se hallaba ahí sólo, desconectado. No podía contactar con nadie ni creer en nadie. Extrañamente, este pensamiento sólo le infundo ánimo. Tuvo una vertiginosa sensación de libertad. Tenía que confiar en sí mismo y sus recursos más inmediatos.
Eso sería suficiente.
Painter alcanzó su riñonera y cogió su radiotransmisor.
Un trueno ronco, gutural, reverberó. La lluvia caía con más fuerza.
—Cinco segundos, Crowe.
Todo el tiempo del mundo…
Apretó el botón del transmisor y salió rodando por las escaleras.
A setenta metros de allí Omaha se sobresaltó cuando las explosiones simultáneas hicieron saltar por los aires los dos todo terrenos, tan luminosas como el resplandor de un ataque aéreo, iluminando la negra noche. La detonación le presionó los oídos, retumbando en su tórax.
Era la señal de Painter. Había conseguido llegar hasta Safia.
Poco antes, Omaha había escuchado un único disparo, que le aterrorizó. Ahora las llamas y los escombros se precipitaban hacia el aparcamiento. Había varios hombres en el suelo, cubiertos de lodo, dos de ellos ardían, bañados en gasolina. Era el momento de actuar.
—¡Ahora! —gritó Omaha, pero el grito sonó minúsculo en sus propios oídos. El fuego de fusilería seguía tamborileando el bosque a ambos lados de Omaha. Además, los destellos de unos cuantos proyectiles chispeaban desde una elevada loma que dominaba el aparcamiento, procedentes de un par de francotiradores de los Bait Kathir.
Sobre la tumba, dos vigilantes habían logrado levantarse del suelo. De repente, una sacudida expulsó sus cuerpos hacia atrás. Les habían disparado.
Otros guardias buscaron refugio, reaccionando con aguda destreza. No se trataba de simples aficionados. Retrocedieron hacia los muros del recinto, buscando cobijo rápidamente.
Omaha bajó los prismáticos.
En lo alto del cerro, los dos todo terrenos quemados iluminaban el aparcamiento. La detonación había desplazado el tercer vehículo unos metros, y los tanques de gasolina en llamas habían salpicado el lodo y el capó del coche, humeante bajo la lluvia. Se suponía que Painter tenía que utilizar el vehículo para escapar. Ya debería estar ahí.
¿Dónde se había metido? ¿A qué esperaba?
Un grito ululante llegó hasta Omaha, acompañado de un sonido de campanillas. Una docena de camellos se diseminaban cuesta arriba. Entre ellos avanzaban más Bait Kathir, que abrieron fuego desde la línea de árboles.
Ahora contestaron unos disparos. Un camello rugió, cayendo sobre una de sus rodillas y resbalando en el barro. Una explosión desgarró la ladera a la izquierda de Omaha, dejando un fulgor de fuego y ramas de árboles rotas, hojas humeantes y lodo de la acequia.
Una granada.
Y entonces, un nuevo sonido.
Procedía del profundo barranco de la derecha.
Mierda…
Cinco helicópteros pequeños aparecieron en el horizonte, tan veloces y diminutos como mosquitos. Vehículos individuales. Tan sólo aspas, motor y piloto, como trineos voladores. Los focos barrían el suelo sazonando la zona con disparos automáticos.
Los camellos y hombres huían por todas partes.
Omaha cerró el puño. La muy zorra les había estado esperando. Debía de tener una fuerza de apoyo a la espera, una emboscada. ¿Cómo se había enterado?
Coral y Barak se acercaron a Omaha.
—Painter va a necesitar ayuda —siseó Coral—. No puede alcanzar el vehículo de escape, es muy arriesgado.
Omaha alzó la vista hacia el grupo, ahora una carnicería de cuerpos y camellos. Desde el bosque, disparaban a los helicópteros, obligándoles a ascender aún más. Pero continuaron zigzagueando sobre el recinto, vigilándolo a fondo.
Todo el plan se había ido al cuerno.
Pero Safia estaba allá arriba, y Omaha no pensaba dejarla sola otra vez.
Coral sacó la pistola.
—Voy a entrar.
Omaha la cogió del brazo. Sus músculos eran cables de acero. Se mantuvo firme, sin aceptar negativas.
—Esta vez vamos todos.
Kara miraba fijamente su rifle Kalashnikov apoyado en las rodillas. Con los dedos correteando sin control por la culata, le costaba mucho concentrarse. Sentía los ojos demasiado cargados, su cabeza amenazaba con una migraña y las náuseas se apoderaban de su estómago. Soñaba con una pastillita naranja.
A su lado, Clay se peleaba con el motor para que arrancase. Giraba la llave una y otra vez, sin conseguirlo. Danny se encontraba en el asiento de atrás con el único revólver.
La explosión había iluminado las colinas al norte como si fuese el alba. Era la señal de Painter. El eco de los disparos se había escuchado como fuegos artificiales entre los dos valles intermedios.
—¡Vaya mierda de vehículo! —maldijo Clay, golpeando el volante con la mano.
—Lo has ahogado —dijo Danny en tono áspero desde atrás.
Kara miró fijamente por la ventana del pasajero. Todavía se vislumbraba un brillo rojizo al norte. Había empezado. Si todo iba bien, los otros correrían cuesta abajo en uno de los todo terreno de los secuestradores, y el resto del grupo se dispersaría por las colinas. Los Bait Kathir conocían muchas rutas a través de las frondosas montañas.
Pero parecía que algo iba mal.
Quizás no fuese más que el agotamiento extremo reflejado en el rostro de Kara, cada vez más patente. Sus ojos dejaban entrever el dolor. Hasta la luz del cuadro de mandos se le clavaba con un brillo doloroso.
—Vas a agotar la batería —advirtió Danny, cuando Clay ahogó de nuevo el motor—. Déjalo reposar por lo menos cinco minutos.
Un zumbido inundó todo el cerebro de Kara, como si su cuerpo fuera una antena, sintonizando interferencias. Tenía que moverse. No aguantaba más tiempo sentada. Abrió el pestillo y sacó medio cuerpo por la puerta, blandiendo su rifle.
—¿Qué estás haciendo? —le interpeló Clay, asustado.
No contestó. Salió a la carretera. Habían ocultado la furgoneta debajo de las ramas de un tamarindo. Cruzó el claro y caminó una corta distancia por la carretera, lejos de la vista de la furgoneta. Los tiros seguían retumbando.
Kara los ignoró, su atención se centraba en algo más cercano.
En la carretera, frente a Kara, había una anciana; parecía que la estaba esperando. Vestía una larga túnica del desierto, con la cara oculta tras un velo negro, y con sus huesudos dedos sujetaba un bastón de madera nudosa, extremadamente lisa y brillante.
Kara se estremeció, antes de que las interferencias en su cabeza por fin sintonizaran una frecuencia más adecuada. El dolor y las náuseas se esfumaron. Por un momento, se sintió aliviada, ingrávida. La mujer la miraba, sin más.
Kara sintió como sus sentidos se adormecían, pero no opuso resistencia. El fusil resbaló de sus entorpecidas manos.
—Ella te necesitará —dijo finalmente la mujer, volviendo la cara.
Kara siguió a la extraña, moviéndose como en un sueño.
A la altura del tamarindo, oyó que intentaban arrancar sin éxito el motor de la furgoneta.
Kara siguió caminando, dejando atrás la carretera y descendiendo el frondoso valle. No se resistió, aunque no era probable que hubiese podido hacerlo.
Sabía quién la necesitaba.
Habían obligado a Safia a arrodillarse, con las manos sobre la cabeza. Cassandra estaba agachada detrás de ella, presionándole el cráneo con una pistola y apuntando con otra hacia la entrada. Ambas estaban frente a la puerta principal, inmovilizadas por la tensión, en el extremo más alejado de la habitación. Había un marcado montículo entre ellas y la salida.
Con la explosión, Cassandra había apagado las luces y había mandado a Kane salir por una ventana trasera. Para escrutar los alrededores. Y para dar caza a Painter.
Safia cerró los dedos de la mano. ¿Sería posible? ¿Estaría Painter vivo todavía, en algún lugar ahí fuera? Si eso era cierto, ¿habrían sobrevivido los demás? No pudo contener las lágrimas. De cualquier modo, no estaba sola. Painter tenía que estar afuera.
Aún se oían disparos más allá del complejo.
Los incendios iluminaban la noche de sombras y tonos carmesí.
Escuchó el latido de los helicópteros, los disparos del tiroteo.
—Deja que nos vayamos —suplicó Safia—. Ya sabes dónde está Ubar.
Cassandra permaneció callada en la oscuridad, dirigiendo toda su atención hacia la puerta y las ventanas. Safia no sabía si habría escuchado siquiera su súplica.
Les llegó el ruido de alguien arrastrándose detrás de la puerta. Alguien se acercaba. ¿Painter o Kane?
Una sombra grande atravesó la entrada, alumbrada un instante por la única linterna eléctrica que quedaba en el patio. Un camello.
Era una visión irreal que avanzaba lenta y tranquilamente, calado por la lluvia. Al pasar, una mujer apareció de pie en el marco de la puerta principal, desnuda. Parecía relucir en el brillo carmesí de los fuegos cercanos.
—¡Tú! —exclamó Cassandra.
En una mano, la extraña llevaba la caja de plata que contenía el corazón de hierro, que se encontraba justo fuera de la puerta.
—¡Ni se te ocurra, zorra! —dijo Cassandra, y disparó dos veces, rozando la oreja izquierda de Safia.
Lanzando un grito por el efecto del hiriente sonido de la explosión, Safia cayó sobre una de las alfombras destinadas a la oración. Salió rodando escalera abajo, hacia el montículo. Cassandra la siguió, todavía apuntando hacia la puerta.
Safia estiró el cuello, le retumbaba la cabeza. La entrada volvía a estar vacía.
Miró de reojo a Cassandra, que había adoptado la postura del tirador, apuntando con ambas pistolas hacia la puerta abierta.
Safia vio su oportunidad. Asió una punta de la alfombrilla, que ahora compartía con Cassandra, y con un rápido movimiento, tiró de la alfombrilla.
Desprevenida, Cassandra perdió el equilibrio y dio un traspié. Se disparó una de las pistolas. Cayó yeso del techo.
Cuando Cassandra resbaló hacia atrás, Safia saltó por encima del montículo y salió rodando hacia la puerta. En la entrada, dio un salto hacia el umbral. Otra explosión.
En pleno vuelo, Safia notó un golpe en el hombro, que la empujó. Cayó contra el suelo y patinó en el barro. Le quemaba el hombro. Había recibido un disparo. Presa del pánico, reaccionando por puro instinto, rodó hacia un lado, fuera de la entrada. La lluvia la empapaba.
Avanzó con dificultad hacia la esquina, empujando un seto para penetrar el angosto paseo entre la tumba y las ruinas de la sala de oración.
En cuanto halló refugio, una mano que salió de detrás de la oscuridad le tapó con fuerza la boca, haciéndose daño en los dientes.
Painter se encontraba junto a Safia, pegado a ella.
—Quédate quieta —le susurró al oído, apoyado contra el muro de las ruinas.
Safia se estremeció entre sus brazos.
Había estado escondido ahí durante los últimos minutos, controlando el patio, intentando dilucidar la manera de alejar a Cassandra. Pero su antigua socia parecía atrincherada, paciente, dejando que su equipo hiciera el trabajo por ella mientras esperaba el premio. Los focos de los helicópteros suspendidos en el aire cruzaban el patio, inmovilizándolo.
Una vez más, Cassandra se había burlado de él, guardándose el as de una fuerza aérea, seguramente enviada aquí de antemano.
Todo parecía desesperanzador.
Poco antes había observado un camello deambulando bajo la lluvia, aparentemente ajeno a los disparos, moviéndose con firme determinación para cruzar por delante de su escondite y desaparecer delante de la tumba. Luego, una lluvia de tiros y Safia había llegado rodando.
—Tenemos que alcanzar el muro trasero del complejo —susurro, indicando el callejón.
Demasiados disparos procedían de la parte delantera. Tenían que probar por las escarpadas faldas traseras, para intentar refugiarse. La soltó, pero ella se aferraba a él.
—Quédate detrás de mí —le urgió.
Girándose, Painter fue siguiendo el camino casi en cuclillas, dirigiéndose hacia la parte trasera del complejo, donde las sombras se espesaban. Lanzó una mirada glacial a través de sus gafas de visión nocturna, una mirada cauta y tensa. Apuntando con la pistola. Nada se había movido. El mundo se definía en matices verdosos. Si pudieran alcanzar el muro lejano que rodeaba el complejo…
Dando un paso más, vio el paseo iluminado, con un brillo cegador a través de las gafas, que le quemaba la cuenca de los ojos. Se quitó las lentes.
—No te muevas.
Painter se quedó helado. Un hombre, tendido sobre el muro de las ruinas, con una linterna en una mano y una pistola en la otra, le apuntaba directamente.
—Ni se te ocurra hacer el menor movimiento —le avisó el hombre.
—Kane —gimió Safia a sus espaldas.
Painter maldijo en silencio. El hombre les había estado esperando en lo alto del muro, espiando desde arriba, aguardando a que entrara en su área de visión.
—Tira el arma.
Painter no tenía elección. Si se negaba, le dispararía allí mismo. Dejó caer la pistola de los dedos.
Una nueva voz resonó afiladamente a sus espaldas, procedente de la entrada del callejón. Cassandra.
—Dispara.
Omaha se agachó detrás de Coral en cuanto ésta examinó el cuerpo en el suelo. Barak les cubría con su rifle. Estaban escondidos en un extremo del aparcamiento, esperando la ocasión para salir corriendo a cielo descubierto.
Sujetando su Águila del Desierto, Omaha trató de contener su corazón desbocado dentro del pecho. Se sentía incapaz de respirar el oxígeno suficiente. Un minuto antes, había oído disparos de pistola en el complejo.
Safia…
Delante, el aparcamiento seguía ardiendo por los tanques de gasolina en llamas. Un par de helicópteros sobrevolaban sus cabezas, sus reflectores entrecruzaban un diseño mortal. Ambos bandos habían llegado a un punto muerto. Sólo algunos tiros fortuitos rompían la calma.
—Vamos —dijo Coral, levantándose, aún a la sombra de las ramas de la higuera salvaje.
Sus ojos miraban hacia el cielo. Vio otro par de helicópteros sobrevolando la zona.
—Prepárate a salir corriendo.
Omaha frunció el ceño; entonces vio la granada que llevaba en una mano, la que le había cogido al vigilante muerto a sus pies.
Coral quitó la arandela de la granada y salió al exterior, con toda la atención puesta en el cielo. Echó el brazo hacia atrás, apoyándose en una sola pierna como un lanzador de béisbol. Permaneció en esa postura durante un segundo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Omaha.
—Gimnasia —contestó—: Análisis vectorial, cronometraje, ángulo de subida. —Lanzó la granada con un movimiento cruel de todo su cuerpo. Omaha la perdió enseguida de vista en medio de la oscuridad.
—¡Corre! —gritó Coral, siguiendo el impulso de su sacudida.
Antes de que Omaha pudiese siquiera moverse, la granada explotó por encima de ellos con un fogonazo brillante, iluminando el vientre de la nave monoplaza. La sacudida de la detonación balanceó salvajemente su reflector, y la metralla destrozó el aparato. Una pieza debía de haber golpeado el tanque de gasolina. El helicóptero estalló con una intensa luz rojiza.
—¡Corre! —repitió Coral, instando a Omaha a moverse. Barak ya le pisaba los talones a Coral.
Omaha empezó a correr. Llovían escombros por el lado derecho. Una pieza del rotor impactó en el suelo con un sonido sordo, y a continuación, la masa en llamas colisionó contra el límite donde ya no crecía vegetación boscosa, escupiendo fuego y humo negro.
Prosiguió su vuelo a través del complejo. El resto de helicópteros se había desviado, dispersándose como una bandada de cuervos espantados.
Por delante, Coral había llegado al único todo terreno. Se deslizo hasta el asiento del conductor. Barak tiró de la puerta trasera, cediéndole el asiento del copiloto a Omaha.
En cuanto cerró la puerta, el motor del vehículo despertó a la vida con un rugido. Omaha apenas había abierto la puerta cuando Coral arrancó y apretó el acelerador. Omaha se torció el brazo, y tuvo que correr y saltar adentro.
Coral no tenía tiempo para rezagados.
Cayó en el asiento a la vez que explotaba una ráfaga de rifle. Omaha la esquivó, pero el disparo no procedía del enemigo.
Desde el asiento trasero, Barak había quitado la luna del techo. Rompió el cristal de seguridad hecho añicos con el codo, y luego sacó el cuerpo por la abertura, rifle en mano. Al instante comenzó a disparar, al tiempo que Coral luchaba con la dirección del vehículo, ya que los neumáticos resbalaban en el barro.
El vehículo patinó, girando bruscamente hacia la puerta abierta del muro del complejo. Las ruedas se hundieron en el barro, y el todo terreno no conseguía salir de allí.
Otro helicóptero apareció en el horizonte, con las palas considerablemente torcidas. Por la parte delantera escupió una lengua de fuego automático que se aproximaba directamente al vehículo cubierto de lodo. Iba a partirles en dos.
Coral agarró la palanca de cambio, metió marcha atrás y apretó el acelerador. El todo terreno aumentó finalmente la tracción, acelerando hacia atrás mientras las balas caían como cuchillas a centímetros del parachoques.
Se les acercaba otro helicóptero.
Barak abrió fuego al aire, y el reflector del helicóptero saltó en mil pedazos. Pero la nave seguía avanzando hacia ellos. Aún marcha atrás, Coral giró las ruedas, y el coche coleó en el barro.
—Omaha, ¡a tu izquierda!
Mientras Barak se ocupaba del helicóptero, uno de los guardias había decidido aprovechar la distracción. El hombre apareció con un rifle en el hombro. Omaha se inclinó hacia atrás en su asiento, y el todo terreno giró de cara al hombre. Sin otra alternativa, Omaha disparó su Águila del Desierto a través del cristal parabrisas. Apretó el gatillo dos veces más. El cristal de seguridad aguantó, aunque se fracturó en una especie de telarañas.
El guardia se escabulló.
El todo terreno encontró tracción en el barro y se alejó por el complejo, aún marcha atrás. Estirando el cuello para mirar en todas las direcciones, Coral maniobró con destreza el vehículo, dirigiéndolo hacia la puerta del complejo marcha atrás, y perseguida por los helicópteros.
—¡Aguanta!
Inmóvil en el callejón, Safia permanecía entre Painter y Cassandra delante, Kane les apuntaba con el arma. Casi se les cortó a todos la respiración cuando oyeron la explosión del helicóptero a sus espaldas.
—¡Dispara! —repitió Cassandra, obcecada.
—¡No! —Safia intentó avanzar hacia Painter, para cubrirle. El hombro le ardía cada vez más, y le corría la sangre por el brazo—. Si le matas no te ayudaré, y jamás descubrirás el secreto de Ubar.
Painter la apartó hacia atrás, protegiéndola de Kane. Cassandra se abrió camino a través del seto.
—Kane, te he dado una orden.
Safia dirigió la mirada hacia el punto entre los dos agresores armados, advirtiendo un desplazamiento de sombras detrás del hombre. De repente, algo que se encontraba agazapado se levantó, mostrando unos ojos salvajes.
Painter se quedó rígido junto a Safia.
Con un rugido, el leopardo saltó sobre Kane. Se disparó su pistola, y Safia sintió que el tiro le rozaba la oreja y encallaba en el barro con un ruido sordo. El hombre y el felino rodaron por el muro, hasta la sala de oraciones.
Painter se agachó, cogió a Safia por el brazo y la colocó detrás de él mientras se giraba para enfrentarse a Cassandra. Tenía una segunda pistola en la mano que le quedaba libre.
Disparó.
Cassandra saltó hacia atrás, hundiéndose entre los arbustos. La bala había errado, perforando la esquina de la tumba. Se agachó a un lado.
Desde el otro lado de la puerta, se escuchaban gritos sangrientos y agudos, que imposibilitaban distinguir al hombre de la bestia.
Las balas rebotaban en los muros de piedra de arenisca mientras Cassandra devolvía los tiros, agachada cerca de la esquina, y disparando a través de los arbustos. Painter empujó a Safia contra al muro de la tumba, fuera de la línea directa de fuego… al menos por el momento.
—¡Corre hacia el muro exterior! —la urgió, empujándola hacia el callejón.
—¿Y tú?
—Cassandra nos seguirá. La pendiente está demasiado expuesta.
Intentaba mantener a raya a Cassandra.
—Pero tú…
—¡Maldita sea! ¡Corre!
La empujó con más fuerza.
Safia avanzó por el callejón dando un traspiés. Cuanto antes se pusiera a salvo, antes podría escapar Painter, o eso pensó para sus adentros, justificándose. Pero una parte de ella sabía que corría simplemente para salvar su propia vida. A cada paso, sentía un dolor punzante en el hombro, en protesta por su huida cobarde. Aún así, siguió avanzando. Continuaba el intercambio de tiros.
Las vecinas ruinas de la sala de oraciones se encontraban inmersas en una quietud mortal, ignorándose el destino de Kane. Se oían más disparos en el aparcamiento. Un helicóptero relampagueaba a vuelo raso, azotando la lluvia con su rotor aerodinámico.
Al llegar al final del callejón, Safia se adentró por los húmedos jardines hacia el muro más alejado. Sólo tenía un metro y medio de altura, pero con el hombro herido, pensó que no lograría saltarlo. De repente, algo se movió hasta acercarse a ella. Parecía el mismo camello que poco antes se paseara tranquilamente ante la puerta de la tumba. De hecho, llevaba la misma acompañante: la mujer desnuda. Sólo que ahora iba montada sobre el camello.
Safia no sabía si confiar en la extraña, pero si Cassandra le había disparado, aquella mujer tenía que estar de su parte. Los enemigos de mis enemigos son mis amigos.
Cuando Safia alcanzó el muro, la extraña le ofreció su brazo y comenzó a hablarle. No era ni árabe ni inglés. Pero Safia lo entendía, no porque hubiese estudiado el idioma, sino porque éste parecía traducirse Por sí solo en su mente.
—Bienvenida, hermana —dijo la extraña en arameo, la lengua muerta de aquellas tierras—. Que la paz sea contigo.
Safia extendió la mano para agarrar la de la mujer, y los dedos de ambas se entrelazaron con fuerza. Sintió que se elevaba sin hacer el menor esfuerzo, a pesar del fuerte dolor en su brazo herido. Se le escapó un grito. La oscuridad redujo su visibilidad a un punto minúsculo.
—Paz —repitió con suavidad la mujer.
Safia sintió que la palabra la envolvía, llevándose el dolor y el con ella. Se desplomó sobre el suelo.
Painter extrajo la débil pantalla de la ventana que había junto a su cabeza y, apoyando la espalda contra el muro de la tumba, disparó dos veces la pistola para mantener a raya a Cassandra.
Con una mano abrió por completo la ventana. Menos mal que no la habían dejado cerrada. Miró hacia el callejón y vio a Safia desmayada en una esquina.
Painter se arrodilló, disparó de nuevo, quitó el cargador y buscó otro en su cinturón, colocándolo con un movimiento rápido y seguro.
Cassandra volvió a disparar, y la bala se clavó en el muro, a la altura de su pierna.
¿Dónde estaba ese otro maldito leopardo cuando más lo necesitaba?
Painter devolvió un disparo y enfundó el arma. Sin mirar de nuevo, se puso en pie de un salto, se lanzó por la ventana y cayó mediante una voltereta indecorosa en la tumba.
A continuación, rodó sobre sus pies, mientras sus ojos distinguían un montículo central cubierto. Se apoyó en la pared y dio una vuelta por el sepulcro, pistola en mano, apuntando a la puerta. Al cruzar por delante de la ventana trasera, sintió una brisa húmeda.
De modo que así es como saltó sobre mí ese malnacido.
Painter echó un vistazo a través de la ventana y percibió cierto movimiento fuera.
Pegado al muro se acercaba un camello, que descendía la larga pendiente con una mujer desnuda sobre su lomo, que aparentemente lo guiaba con sus rodillas. En sus brazos llevaba a otra mujer, desmayada, inmóvil.
—Safia…
El camello y las jinetes desaparecieron de su vista. Un par de leopardos saltaron desde los oscuros jardines hasta el muro y siguieron de lejos al camello.
Antes de poder decidir si seguirles o no, Painter oyó un roce en la perta. Se dio la vuelta con un movimiento rápido y encontró que una sombra tapaba la entrada.
—¡Esto no ha terminado, Crowe! —le gritó Cassandra.
Painter tenía la pistola preparada.
Un nuevo rugido llegó a sus oídos. Un vehículo, y avanzaba como un bólido hacia él.
Se oyeron disparos. Reconoció la réplica de un Kalashnikov. Alguien de su grupo. La sombra de Cassandra se esfumó, retrocediendo y alejándose de su vista.
Painter se precipitó hacia la puerta, encañonando la pistola. Percibió un mapa deshecho en el suelo. Se agachó y lo cogió, estrujándolo con la palma de la mano.
Ya en el patio, uno de los Mitsubishi avanzaba por los jardines, trazando surcos desiguales, con una figura asomada al capó. La boca de un arma, que apuntaba hacia el cielo, centelleó. Barak.
Painter examinó el resto del patio. Parecía vacío. Cassandra se había escondido, de momento desarmada. Salió de la tumba y agitó el estrujado mapa.
Al verle, el conductor del Mitsubishi aceleró, pareciendo embestirle con el parachoques trasero. Se lanzó de nuevo adentro para evitar ser golpeado. El todo terreno derrapó en su parada, raspando la pintura de los laterales. La puerta del asiento trasero se encontraba justo delante de la tumba. Divisó a Coral en el asiento del conductor.
—¡Sube! —gritó Barak.
Painter miró hacia atrás, a la ventana trasera de la tumba.
Safia…
Aunque no había podido cogerla, al menos había conseguido escapar del peligro inmediato, y eso bastaría por ahora.
Girándose, alcanzó rápidamente la manivela, se zambulló en el interior y cerró la puerta con un movimiento seguro.
—¡Vamos! —ordenó a los que iban delante.
Coral apretó el acelerador del todo terreno y el vehículo salió disparado a toda velocidad.
Un par de helicópteros intentaban darles caza, mientras Barak les disparaba desde su privilegiado puesto. El todo terreno corría hacia la Puerta abierta. Coral se inclinó para mirar más de cerca a través del parabrisas roto.
Salieron del complejo, botaron por encima de un surco de fango momentáneamente en el aire, para volver a atascarse en el lodo. Las ruedas giraron, atrapadas, pero el todo terreno aceleró hacia la carretera y consiguió introducirse en el refugio del frondoso bosque.
Desde la parte delantera, Omaha se giró a mirarlo, con ojos perdidos.
—¿Dónde está Safia?
—Se ha marchado. —Painter movió la cabeza, imperturbable—. Se ha marchado.