ateforp led salleuh sal
Safia observaba el exterior a través de la ventanilla mientras el todo terreno serpenteaba a lo largo de los cambios de rasante y las cuestas de las gigantescas colinas. Tras abandonar la carretera principal, el asfalto había dado paso a la gravilla, que terminaba por desintegrase hasta convertirse en un sencillo camino de tierra rojiza. Avanzaban con lentitud, atentos a los pronunciados acantilados que se precipitaban desde el lado izquierdo del camino.
Más abajo el valle se extendía, ensombrecido por tonalidades de un verde exuberante, hasta deshacerse en manchas allá donde el sol se ponía por el oeste. Los baobabs se dispersaban por la cuesta, con sus tamaños monstruosos y sus troncos retorcidos, con un aspecto más prehistórico que el de los especímenes del mundo moderno. Por todas partes, la tierra se extendía bañada en tonos esmeralda y sombras cordiales. Una cascada de agua resplandecía plateada entre dos colinas lejanas, iluminada por el sol de la tarde.
Si Safia entrecerraba los ojos, casi podía imaginar encontrarse de vuelta en Inglaterra.
La exuberancia de aquellos terrenos se debía a los vientos monzónicos anuales, el khareef, que barría las estribaciones y montañas con una llovizna húmeda y continua desde junio hasta septiembre. Incluso en ese momento de la puesta de sol, había empezado a soplar un viento regular que zarandeaba con suavidad el vehículo en que viajaban. El cielo había adoptado un tono gris pizarra, cubierto de nubes espumosas que se abrazaban a las colinas más elevadas.
Habían sintonizado la radio en una cadena local de noticias durante su ascenso, para que Cassandra escuchara los informes sobre la operación de rescate del Shabab Omán. Todavía no habían encontrado ningún superviviente, y los mares se hallaban de nuevo picados a causa del próximo sistema tormentoso. Pero lo que dominaba los partes meteorológicos era la noticia de que la feroz tempestad de arena continuaba barriendo el sur a través de Arabia, dirigiéndose como un tren de mercancías hacia el desierto de Omán, y dejando a su paso una estela de destrucción.
Aquel clima salvaje se correspondía con el humor de Safia: oscuro, amenazante, impredecible. Sentía una fuerza que crecía en su interior, por debajo del esternón, como una tempestad en una botella. Permanecía tensa, con un cosquilleo continuo por dentro que le vaticinaba un inminente ataque de ansiedad, pero ya no tenía miedo, sólo una certeza resuelta. No le quedaba nada, por tanto no había nada que perder. Recordaba los años transcurridos en Londres. Todo se reducía a lo mismo. Había buscado cierto consuelo al reducirse a sí misma a la nada, al aislarse, al apartarse de todo. Y en ese momento, por fin, lo había logrado. Se sentía vacía, reducida a un solo propósito: detener a Cassandra.
Aquello le bastaba.
Cassandra seguía perdida en sus pensamientos, inclinándose ocasionalmente hacia los asientos delanteros para hablar en murmullos con John Kane. Hacía unos minutos había sonado su teléfono móvil, y había respondido lacónicamente, girándose ligeramente hacia el otro lado y hablando en susurros. Safia escuchó el nombre de Painter. Intentó oír algo más, pero la mujer hablaba demasiado bajo, y el murmullo de la radio le impidió entender nada más. A continuación Cassandra colgó, realizó un par de llamadas y se hundió en un tenso y palpable silencio. Parecía irradiar oleadas de furia.
De ahí en adelante, Safia se concentró en el paisaje exterior, en busca de lugares donde podría ocultarse, tratando de recordar el trayecto, por si acaso fuera necesario.
Tras diez minutos de lento avance, apareció una colina, con la cumbre bañada de luz. La campana dorada de una torre baja encumbrada en lo más alto resplandecía al sol del atardecer.
Safia se enderezó. La tumba de Job.
—¿Es allí? —Cassandra se agitó en su asiento, con los ojos fijos en la cima.
Safia asintió, percibiendo que no era un buen momento para provocar a su captora.
El todo terreno rodó por la última cuesta abajo, rodeó los pies de la colina y comenzó un largo ascenso hacia la cumbre, a través de recodos y rasantes. Un grupo de camellos holgazaneaban junto a la carretera mientras su vehículo se aproximaba a la tumba de la parte superior. Los animales estaban arrodillados sobre sus patas huesudas, descansando con tranquilidad. Un puñado de hombres se cobijaba a la sombra de un baobab, miembros de las tribus de las colinas. Los ojos de los animales y de los hombres siguieron el paso de los tres vehículos.
Tras una última curva, el complejo amurallado de la tumba apareció ante ellos. Consistía en un pequeño edificio de color beis, una mezquita pintada de cal del mismo tamaño y un precioso jardín de arbustos y flores nativas. La zona de aparcamiento no era más que un tramo más ancho de tierra, desértico a esas horas de la tarde.
Al igual que antes, Kane aparcó el coche, bajó y abrió la puerta de Safia. Ella salió del vehículo y estiró el cuello rígido, a la vez que Cassandra se unía a ellos y el resto de hombres bajaba de los otros dos coches. Todos vestían ropa civil: pantalones caquis y Levis, camisas de manga corta y camisetas polo. Pero todos llevaban el mismo chaleco con el logotipo de Sunseeker Tours, una talla más grande de lo normal para ocultar las pistoleras. Se dispersaron en un instante hasta formar un cordón informal cerca de la carretera, con un fingido interés en los jardines y los muros. Dos de ellos llevaban prismáticos con los que registraban la zona en círculos.
A excepción del camino que conducía hasta allí, el resto de accesos lo constituían las caras escarpadas y casi verticales de las colinas, por donde no sería fácil huir a pie.
John Kane paseó entre sus hombres, asintiendo y moviendo la cabeza con las instrucciones de último minuto. Una vez que terminó, se volvió hacia Safia.
—¿Por dónde empezamos?
Safia se dirigió vagamente hacia la mezquita y la cripta. De una tumba a otra tumba. Dirigió el camino a través de la apertura de la pared.
—Este lugar parece desierto —comentó Kane.
—Debe haber un vigilante por ahí —sugirió Safia, y señaló la cadena de acero que descansaba en un solo lado de la entrada. Todavía no habían cerrado la tumba.
Cassandra hizo una señal a dos de sus hombres.
—Registrad las proximidades.
La pareja obedeció y desapareció.
Cassandra se dirigió hacia el interior, con Safia y Kane detrás de ella.
Entraron en el patio que se abría entre la mezquita y la pequeña cripta beis. En la parte trasera, cerca de la tumba, había un pequeño conjunto de ruinas antiguas. Una antigua sala de oración, que supuestamente constituía los restos de la casa de Job.
Al acercarse comprobaron que la puerta de la tumba se encontraba abierta, sin candado, al igual que la puerta principal. Safia se detuvo a la entrada.
—Puede que esto lleve un poco de tiempo. No tengo la más ligera idea de por dónde empezar a buscar la siguiente pista.
—Como si lleva toda la noche.
—¿Vamos a quedarnos aquí? —Safia no logró suprimir la sorpresa en su voz. Cassandra le dirigió una expresión férrea.
—Tanto tiempo como sea necesario.
Safia recorrió el patio con la mirada. Rogó por que el vigilante hubiese olvidado cerrar el lugar y ya se hubiera marchado. Temía escuchar un disparo en cualquier momento. ¿Y si más tarde llegaba algún peregrino? ¿Cuánta gente más tenía que morir?
Safia se encontraba en medio de un conflicto. Cuanto antes obtuviese Cassandra lo que deseaba, menos posibilidades habría de que muriesen más inocentes. Pero aquello significaba ayudarla, algo que Safia se negaba a hacer.
Sin otra elección, cruzó el patio y entró en el sepulcro. Tenía una idea de lo que necesitaba encontrar, pero no sabía dónde podría estar oculto.
Se detuvo un instante. La tumba era menor que la de Nabi Imran, y totalmente cuadrada. Las paredes estaban pintadas de blanco, y el suelo, de verde. Un par de esterillas persas para la oración flanqueaban el montículo de la sepultura, también cubierto de paños de seda con pasajes del Corán. Bajo las telas, tan sólo la tierra en la que se decía que yacía enterrado el cuerpo de Job.
Safia rodeó lentamente el montículo. No había ninguna lápida de mármol, como en la tumba de Imran, tan sólo varios quemadores de incienso de cerámica, ennegrecidos por su uso frecuente, y una pequeña bandeja donde los visitantes podían dejar dinero y obsequios. El cuarto no contaba con ningún otro adorno, a excepción de un gráfico colgado de la pared, donde se leían los nombres de los profetas: Moisés, Abraham, Job, Jesús y Mohamed. Safia esperó no tener que visitar todas esas tumbas de camino a Ubar. Terminó de nuevo en la entrada, sin descubrir nada.
Cassandra habló desde la puerta.
—¿Y qué hay del corazón de hierro? ¿Podemos usarlo aquí? —Al igual que antes, había traído con ella el maletín plateado, que depositó junto a la puerta.
Safia sacudió la cabeza, presintiendo que en aquel lugar el corazón no les serviría de mucho. Salió de la cámara, deslizándose entre Cassandra y Kane.
Al salir se dio cuenta de que había entrado a la tumba con los zapatos puestos, y sin haberse cubierto la cabeza. Frunció el entrecejo. ¿Dónde andaría el vigilante?
Echó un vistazo a los alrededores, temerosa de la seguridad de aquel hombre, y esperando de nuevo que ya se hubiese marchado. Se había levantado un viento que correteaba por el patio, enredando una fila de azucenas plantadas. El lugar parecía desértico, como desplazado en el tiempo.
Y aún así, Safia sentía algo extraño… algo que no sabría nombrar, una especie de esperanza. Tal vez fuese la luz, que lo bañaba todo, desde la mezquita cercana hasta los bordes de las paredes, incluso la gravilla aplastada del sendero del jardín, destacando los detalles más inhóspitos, como un negativo plateado colocado ante una luz brillante. Tenía la sensación de que, si esperaba lo suficiente, todo se le revelaría con plena claridad.
Pero no tenía tiempo que perder.
—¿Ahora qué? —insistió Cassandra a sus espaldas.
Safia se dio la vuelta. Junto a la entrada observó una pequeña puerta metálica fijada en el suelo. Se agachó sobre su manivela, sabiendo a ciencia cierta lo que encontraría al otro lado.
—¿Qué haces? —preguntó Cassandra.
—Mi trabajo —Safia no se molestó en ocultar su desdén, demasiado cansada como para preocuparse de no provocar a su captora. Levantó la portezuela.
Debajo encontró una fosa poco profunda, de tan sólo unos 40 centímetros, excavada en la piedra. En la parte inferior había un par de huellas petrificadas: las de un enorme pie descalzo de hombre, y la del casco de un caballo.
—¿Qué es esto? —preguntó Kane.
Safia procedió a explicarlo.
—Si recordáis la historia que os conté sobre Job, padecía una enfermedad hasta que Dios le ordenó que golpeara el suelo con el pie, y de ahí brotó una fuente curativa —señaló la huella en la fosa de piedra—. Se supone que ésta es la huella de Job, cuando golpeó el suelo con el pie.
Señaló el agujero en el suelo.
—Y ahí es donde empezó a manar la fuente, procedente del agua de los pies de la montaña.
—¿El agua subió montaña arriba? —preguntó Kane.
—De lo contrario, no sería un milagro.
Cassandra se fijó en la huella del casco de caballo.
—¿Y qué tiene que ver el casco con el milagro?
Safia enarcó una ceja mientras se fijaba en la marca. También era de piedra.
—Sobre el casco no había oído nada —murmuró. Pero algo se activó en su memoria. Las huellas petrificadas de un caballo y un hombre. ¿No le sonaba familiar?
Por toda la región corrían cientos de historias sobre hombres o bestias que se convertían en piedra, algunas de éstas, relacionadas con Ubar.
Intentó recordar. Dos de esas historias, que aparecían en la colección de las mil y una noches («La ciudad petrificada» y «La ciudad de latón»), relataban el descubrimiento de una ciudad perdida en el desierto, un lugar tan despiadado que estaba maldito, y sus habitantes, congelados por sus pecados, petrificados o convertidos en latón, según la historia. Aquélla era una clarísima referencia a Ubar. Pero en la segunda historia, los cazatesoros no habían dado con la ciudad condenada por accidente, sino que habían seguido las pistas y señales que les llevaron hasta la entrada.
Safia recordó la señal más significativa de esta historia, una escultura de latón. Describía a un hombre a caballo, que portaba una lanza con una cabeza empalada en la punta. En la cabeza aparecía una inscripción, que conocía de memoria, ya que había dado lugar a extensas investigaciones por parte de Kara con respecto a los misterios de Arabia:
Oh, tú que vienes hasta mí, si no conoces el camino que lleva hasta la Ciudad de latón, frota la mano del jinete, y él girará, después se detendrá, y en la dirección que apunte, procede, pues te conducirá hasta la Ciudad de latón.
Hasta Ubar.
Safia reflexionó sobre el pasaje. Una escultura metálica que se mueve al tocarla para señalar hacia el siguiente punto. Recordó el corazón, que se alineó como una brújula sobre el altar de mármol. El parecido era asombroso.
Y ahora, aquello.
Miró hacia la fosa. Un hombre y un caballo. Petrificados.
Safia observó que ambas huellas señalaban en la misma dirección, como si el hombre caminara por el monte con el animal. ¿Sería aquella la siguiente dirección? Frunció el entrecejo, sintiendo que la respuesta era demasiado fácil, demasiado obvia. Bajó de nuevo la portezuela y se quedó inmóvil. Cassandra se acercó hasta ella.
—Estás pensando en algo.
Safia afirmó con la cabeza, perdida en el misterio. Caminó en la dirección de las pisadas, recorriendo el camino que el profeta habría andado con su caballo muchos siglos atrás. Llegó a la entrada de un pequeño emplazamiento arqueológico situado tras la tumba principal y separado del edificio más nuevo por un estrecho callejón. Las ruinas constituían una estructura anodina de cuatro paredes medio derrumbadas, sin techo, que trazaban una pequeña cámara de tres metros de anchura. Parecía haber formado parte de una casa de mayor tamaño ya desaparecida. Atravesó el umbral y pasó al interior.
Mientras Kane guardaba la entrada, Cassandra la siguió.
—¿Qué es este lugar?
—Una antigua sala de oración —Safia contempló los cielos oscurecidos por la puesta de sol, a continuación pasó por encima de una alfombra que había en el suelo.
Caminó hasta donde los dos muros mostraban unas hornacinas rudimentarias construidas en su piedra, para orientar a los oradores sobre la dirección en la que rezar. Sabía que la más nueva estaba orientada hacia la Meca. Se dirigió hacia la otra hornacina, la más antigua.
—Aquí es donde rezaba el profeta Job —murmuró Safia más para sí misma que para Cassandra—. Siempre de cara a Jerusalén.
Al noroeste.
Safia se colocó en la hornacina y se dio la vuelta, hacia la dirección por la que había venido. A través de la penumbra, divisó la tapa metálica de la fosa. Los pasos dirigían directamente hasta allí.
Estudió la hornacina. Construida en un sólido muro de arenisca procedente de la zona, se había convertido en una serie de bloques de piedras sueltas, deterioradas por el paso del tiempo. Tocó la pared interior de la hornacina.
Arenisca… como la escultura donde hallamos el corazón de hierro.
Cassandra llegó a su altura.
—¿Qué es lo que no nos has dicho aún? —Sintió el cañón de Una pistola contra el costado, justo debajo de la caja torácica. Con la mano apoyada contra la pared, se volvió hacia Cassandra. No fue la pistola lo que le hizo hablar, sino su propia curiosidad.
—Necesito un detector de metales.
Al caer la noche, Painter se desvió de la carretera principal por un camino de gravilla. Una señal verde escrita en árabe leía Jebal Eitteen 9 km. El vehículo botó al pasar de la superficie de asfalto a la de piedras. Painter no redujo la marcha, y salpicó una lluvia de guijarros a la carretera principal. La gravilla resonaba en el hueco de las ruedas, como una ametralladora automática, aumentando la ansiedad del conductor.
Omaha se encontraba en el asiento del copiloto, armado y con la ventana medio bajada.
Tras él, su hermano Danny.
—Recuerda, este trasto no tiene tracción a las cuatro ruedas —sus dientes rechinaban tanto como el vehículo.
—No podemos arriesgarnos a reducir la velocidad —respondió Painter—. Cuando estemos más cerca, avanzaremos con cuidado, con las luces apagadas, pero de momento tenemos que ganarles terreno.
Omaha gruñó su aprobación.
Painter pisó el acelerador al llegar a una pendiente muy inclinada. El vehículo coleó, pero Painter lo mantuvo en su lugar. No era un medio de transporte preparado para aquellos terrenos, pero no tenían otra elección.
Al regresar del Internet Café, Painter encontró al capitán al-Haffi esperando con una furgoneta Volkswagen Eurovan. Coral examinaba el resto de la compra: tres rifles Kalashnikov y un par de pistolas Heckler & Koch de 9 mm, todo ello a cambio del semental del sultán. Y a pesar de que las armas estaban en buenas condiciones, y les habían provisto de suficiente munición, Painter no habría elegido esa furgoneta. Pero el capitán no sabía que tenían que abandonar la ciudad, y dado que no disponían de mucho tiempo, descartaron la posibilidad de buscar un medio de transporte alternativo.
Aún así, en la furgoneta cabían todos. Danny, Coral y dos de los Fantasmas del desierto se habían sentado atrás, todos apretujados; Kara, Clay y el capitán al-Haffi estaban en la tercera fila. Painter había intentado disuadirles de que fuesen con él, pero no tenía mucho tiempo para insistir. Los demás querían ir con él, y por desgracia, sabían demasiado. Salalah ya no era un lugar seguro para ellos. Cassandra podría enviar a un asesino para silenciarles en cualquier momento. Era imposible saber hasta dónde alcanzaban sus conexiones, y Painter ya no sabía en quién confiar. Así que tenían que permanecer unidos como una piña.
La furgoneta botó con un cambio de rasante, y el recorrido de los faros cegó con su luz a un camello inmenso, de pie en medio del camino El animal miró fijamente a la furgoneta, mientras Painter pisaba el freno a fondo. Se detuvieron a tiempo.
El camello observó el vehículo con los ojos rojos, brillantes, y lentamente recorrió el resto del trayecto hasta cruzar el camino. Painter tuvo que salirse al arcén para adelantar al animal. Una vez adelantado, aceleró de nuevo pero tuvo que volver a frenar a los quince metros. Otra docena de camellos ocupaba el camino, cruzando sin orden alguno con toda tranquilidad.
—Pítales —sugirió Omaha.
—¿Para alertar a Cassandra de nuestra presencia? —rebatió Painter con desdén—. Alguno de vosotros tendrá que bajar y abrir camino entre los animales.
—Yo conozco a los camellos —dijo Barak, bajando del vehículo.
En cuanto sus pies tocaron la gravilla, un puñado de hombres salieron de detrás de las rocas y de las sombras, apuntando con rifles hacia la furgoneta. Painter observó movimiento a través del espejo retrovisor: había dos hombres más en la parte posterior. Iban vestidos con túnicas polvorientas hasta los tobillos y turbantes oscuros.
—Bandidos —escupió Omaha, buscando el arma que guardaba en la pistolera.
Barak permaneció junto a la puerta abierta de la furgoneta, con las manos en alto, lejos de su arma.
—No son bandidos —susurró—. Son los Bait Kathir.
Los nómadas beduinos eran capaces de distinguir entre las tribus a cien metros de distancia, por la forma en que se enroscaban los turbantes, por el color de las túnicas, por la montura de los camellos o por su forma de llevar los fusiles. Aunque Painter desconocía esa habilidad, si que se había informado sobre las tribus locales del sur de Arabia: Mahra, Rashid, Awamir, Dahm, Saar. También conocía a los Bait Kathir, un grupo recluido y aislado, propenso a mostrarse afrentados con la mas mínima excusa, que vivía en las montañas y en el desierto. Podían resultar muy peligrosos si se les provocaba, y muy protectores con respecto a sus camellos, incluso más que con sus mujeres.
Uno de los hombres dio un paso al frente, un hombre desgastado por el sol y la arena, no más que piel y huesos. Los dos hombres intercambiaron una serie de palabras, información sobre el tiempo, la tempestad que amenazaba el desierto, el fuerte temporal pronosticado, los numerosos beduinos que huían de las arenas, o ar-rimal, las penalidades del camino, los camellos que habían perdido.
Barak presentó al capitán al-Haffi. Todos los habitantes del desierto conocían a los Fantasmas. Un murmullo se extendió entre el resto de hombres, que terminaron por bajar los rifles.
Painter había salido de la furgoneta y se encontraba a un lado. Un forastero. Esperó a las presentaciones y al intercambio de noticias. Por lo que parecía, si es que seguía la conversación correctamente, la bisabuela de Sharif había trabajado en la película Lawrence de Arabia, con el abuelo del jefe de la banda. Con tal vínculo, las voces comenzaron a sonar más entusiasmadas.
Painter se dirigió al capitán al-Haffi.
—Pregúntale si han visto los todo terrenos.
El capitán asintió, adoptó un tono de voz más serio y planteó la pregunta. Los asentimientos de cabeza le dieron respuesta. Su jefe, llamado Sheikh Emir ibn Ravi, les informó de que los vehículos habían pasado hacía unos cuarenta minutos.
—¿Y han regresado? —instó Painter en árabe, infiltrándose poco a poco en la conversación.
Tal vez su piel morena, ambiguamente étnica, ayudara a aliviar la desconfianza hacia su persona como forastero.
—No —respondió el jeque, a la vez que señalaba con la mano hacia las tierras más elevadas—. Se encuentran en la tumba de Nabi Ayoub.
Painter miró fijamente el camino. Así que todavía se encontraban allí. Omaha apareció por la puerta abierta del copiloto. Había escuchado la conversación.
—Ya basta —instó—. Vámonos.
Los Bait Kathir habían comenzado a apartar los camellos de la carreja, entre gruñidos de protesta y eructos de los animales.
—Esperad —interrumpió Painter, volviéndose hacia el capitán al-Haffi ¿Cuánto dinero nos queda de la venta del caballo?
El capitán se encogió de hombros.
—Un puñado de ríales, nada más.
—¿Suficiente para comprar o alquilar unos cuantos camellos?
El capitán le miró fijamente.
—Camellos. ¿Para qué? ¿Como tapadera?
—No, para acercarnos a la tumba unos cuantos de nosotros.
El capitán asintió y se giró hacia el jeque. Los dos cabecillas hablaron con rapidez.
Omaha se acercó a Painter.
—La furgoneta es más rápida.
—Por estos caminos, no mucho más. Y con los camellos será más fácil aproximarnos a la tumba sin alertar al grupo de Cassandra. Estoy seguro de que vio a los miembros de la tribu al subir, así que su presencia no le extrañará, lo considerará casi como parte del paisaje.
—¿Y qué hacemos cuando lleguemos allí?
Painter ya tenía un plan en mente, y se lo explicó a Omaha. Para cuando acabó, el capitán al-Haffi había llegado a un acuerdo con el jeque.
—Nos prestará sus camellos —informó.
—¿Cuántos?
—Todos —el capitán no tardó en responder a la mirada de sorpresa de Painter—. Es impropio de un beduino negarse a la petición de un invitado. Pero nos impone una condición.
—¿Cuál?
—Le expliqué nuestro deseo de rescatar a una mujer del grupo que se encuentra en la tumba. Están dispuestos a ayudarnos. Para ellos será un honor.
—Además les encanta utilizar las armas —añadió Barak.
Painter se mostraba reacio a ponerles en peligro, pero Omaha no compartía sus reservas.
—Tienen armas. Si queremos que tu plan funcione, cuanto mayor sea nuestro arsenal, tanto mejor.
Painter tuvo que darle la razón. Una vez aceptados los términos, el jeque esbozó una amplia sonrisa y congregó a sus hombres, que comenzaron a cinchar las sillas, a preparar los camellos para que resultara fácil subirse a ellos y a pasarse la munición como si se tratara de una fiesta.
Painter reunió a su grupo bajo la luz de los faros del vehículo.
—Kara, quiero que te quedes en la furgoneta.
Ella abrió la boca para protestar, pero no le sirvió de nada. Tenía la cara empapada en sudor, a pesar del viento y el frío de la noche.
Painter la interrumpió.
—Necesitaremos ocultar la furgoneta fuera del camino, y subir con ella a mi señal. Clay y Danny se quedarán contigo, con un rifle y una pistola. Si fallamos, y Cassandra intenta huir con Safia, vosotros seréis los únicos capaces de seguirles.
Kara arrugó la frente, pero asintió.
—Más vale que no falléis —añadió con ferocidad. Pero incluso aquel arranque parecía ponerla a prueba.
Danny, que deseaba unirse al grupo, discutía a un lado con su hermano. Omaha se mantuvo firme.
—Si ni siquiera llevas ni las puñeteras gafas. Acabarás metiéndome un balazo en el culo por error —apoyó una mano sobre el hombro de su hermano pequeño antes de continuar—. Además, cuento contigo aquí. Eres la última esperanza si tenemos problemas. No puedo arriesgarme a perderla de nuevo.
Danny asintió y se retiró.
Clay, por su parte, no tenía ninguna objeción por quedarse atrás. Se mantuvo a un paso de ellos, con un cigarrillo consumiéndose entre sus dedos. Estaba al límite de su capacidad para resistir todo aquello. Una vez decidido todo, Painter se volvió hacia los camellos.
—¡Arriba!
Omaha le siguió.
—¿Has montado alguna vez en camello?
—No —Painter le dirigió una mirada rápida.
Por primera vez en todo el día, Omaha sonreía de oreja a oreja.
—Esto va a ser divertido.
Bañada por la luz de dos focos, Cassandra observaba a uno de los hombres de Kane agitar el detector de metales sobre la pared posterior de la hornacina. Al pasarlo justo por el centro, el detector zumbó, anunciando el descubrimiento. Cassandra se tensó y se giró hacia Safia.
—Sabías que encontraríamos algo, ¿cómo?
Safia se encogió de hombros.
—El corazón de hierro se encontraba junto a la tumba de Imran oculto en una escultura de arenisca. Y señalaba hacia aquí. Hacia la cumbre de las montañas. Era lógico que la siguiente señal fuera similar a la primera. El único misterio era dónde estaría ubicada.
Cassandra miró fijamente la pared. A pesar de la furia frustrada que sentía contra la conservadora del museo, la realidad es que había demostrado serles de gran utilidad.
—¿Y ahora qué?
Safia sacudió la cabeza.
—Tendremos que abrir el muro, extraer lo que haya del interior de la piedra —se volvió para mirar a Cassandra cara a cara—. Debemos ser extremadamente cuidadosos. Un mal movimiento y podríamos dañar el objeto enterrado. Nos llevará días extraerlo.
—Tal vez no —Cassandra se dio la vuelta y se alejó, dejando a Safia bajo la vigilancia de Kane.
Salió de la sala de oración y se encaminó hacia el coche, siguiendo el sendero de gravilla blanca a través de los jardines en penumbra. Al pasar junto a la entrada de la tumba, percibió de reojo el parpadeo de una sombra.
Con un movimiento fluido, Cassandra se arrodilló, sacó el arma de su pistolera y se puso en guardia, alimentada por los reflejos y la cautela. Cubrió la entrada y esperó varios segundos. El viento agitaba las hojas de las palmeras bajas. Agudizó el oído.
Nada. Ni un solo movimiento procedente de la tumba.
Se levantó con suavidad, manteniendo la pistola fija en la entrada. Avanzó hacia allí, apartándose del camino de gravilla para caminar por la tierra silenciosa. Llegó a la puerta, cubrió un lado de la sala, se asomo y registró el otro lado. Las ventanas traseras dejaban entrar el reflejo de las potentes luces de trabajo del exterior.
El montículo de la sepultura se encontraba en sombras. No había ningún tipo de mobiliario, ningún lugar donde esconderse. La tumba estaba vacía.
Salió de allí y guardó el arma. Habría sido un juego de luces y sombras. Tal vez alguien hubiera pasado por delante de uno de los focos de trabajo.
Con un último vistazo, regresó a la senda, y con pasos decididos se dirigió a los vehículos, reprendiéndose a sí misma por asustarse de las sombras.
Pero al fin y al cabo, tenía razones para mostrarse alerta.
Apartó de su mente ese pensamiento al llegar al todo terreno. Los vehículos no sólo transportaban a los hombres de Kane, sino que cargaban con toda una selección de dispositivos arqueológicos. A sabiendas de que el objetivo de la misión era la búsqueda de un tesoro, el Gremio le había facilitado un amplio despliegue de herramientas habituales: palas, picos, martillos neumáticos, cepillos, tamices. Pero también habían incluido un conjunto de dispositivos novedosos, incluyendo un sistema de radar de penetración terrestre, y un enlace aéreo al sistema Landsat por satélite. Éste último era capaz de ahondar hasta dieciocho metros bajo la arena para obtener un mapa topográfico de lo que hubiera debajo. Se acercó hacia el lugar donde se había descargado el material para sacar el detector de metales. Sabía exactamente qué herramienta necesitaba.
Utilizó una palanca para abrir la caja apropiada, cuyo interior estaba recubierto de espuma de poliestireno para proteger el equipo, un diseño del Gremio basado en un proyecto de investigación de DARPA. Parecía un arma, pero con forma acampanada al final del cañón. La culata cerámica resultaba bastante voluminosa, lo suficientemente grande como para introducir la batería que cargaba el dispositivo.
Cassandra rebuscó en la caja, encontró la unidad de la batería y la colocó en su lugar. El objeto pesaba bastante. Se lo echó al hombro y se dirigió de vuelta a la sala de oración.
Dispersos por todo el perímetro, los hombres de Kane permanecían atentos a cualquier movimiento. No se permitían ni un segundo de relajación, ni una sola broma. Kane les había entrenado bien.
Cassandra siguió el sendero del jardín hasta llegar a su objetivo. En cuanto entró, Kane observó lo que llevaba en los brazos, y un destello de regocijo le asomó a los ojos.
Safia, que se encontraba acurrucada ante la hornacina, se dio la vuelta. Había marcado con tiza un rectángulo en la pared, de treinta centímetros de ancho y cerca de un metro de alto.
—Las lecturas proceden de esta zona —anunció la conservadora del museo mientras se ponía en pie.
Frunció el entrecejo al ver el dispositivo con que cargaba Cassandra.
—Un láser por ultrasonido —explicó a Safia—, para excavar en las rocas.
—Pero…
—Aparta —Cassandra se colocó la unidad cómodamente sobre un hombro y apuntó con el cañón acampanado de la unidad a la pared.
Safia dio un paso a un lado.
Cassandra pulsó un botón cercano a su pulgar derecho, el equivalente a un seguro. Al tocarlo, disparó hacia delante unos haces diminutos de luz carmesí, como el agua que sale por el rociador de la ducha. Cada uno de los haces era un láser de tamaño reducido, enfocado a través de unos cristales alternos de alexandrita y erbio. Cassandra apuntó con el arma a la sección marcada con tiza. Los puntos del láser formaron un círculo perfecto sobre la pared.
Apretó el gatillo, y el dispositivo comenzó a vibrar en el hombro de Cassandra, mientras el conjunto de los diminutos láser giraba y giraba, cada vez con más rapidez. Se concentró en la pared, a la vez que miraba por encima del cañón.
Cuando el rayo carmesí tocó la pared, la piedra comenzó a desintegrarse en una nube de polvo y sílice. Durante décadas, los dentistas habían utilizado aparatos ultrasónicos para desintegrar el sarro de los dientes, y ese mismo principio era el que seguía aquel dispositivo, solo que intensificado por la energía concentrada de los lásers. La piedra continuó disolviéndose bajo la luz.
Cassandra deslizó lentamente el haz del arma de un lado a otro de la pared, eliminando la arenisca capa a capa. Aquel aparato deshacía el granito, la piedra más dura. Y además, resultaba inocuo sobre la piel, en el peor de los casos podía dejar una especie de quemadura solar.
Continuó trabajando sobre la pared, mientras la arena y el polvo llenaban aquella sala de oración y el viento se encargaba de mantenerla relativamente despejada. Al cabo de tres minutos, había excavado una franja de aproximadamente diez centímetros de profundidad en la pared.
—¡Para! —gritó Safia, levantando un brazo.
Cassandra soltó el gatillo y movió el arma hacia arriba.
Safia se limpió la arena de la cara y se acercó a la pared. El viento se encargó de arrastrar los restos de polvo a la vez que se agachaba ante la hornacina.
Cassandra y Kane se unieron a ella, y este último dirigió la luz de su linterna al cubículo excavado en la pared. Un fragmento de metal desprendía destellos rojizos en las profundidades del agujero.
—Hierro —aseguró Safia, con cierto tono de sorpresa en la voz, entre orgullosa e incrédula.
—Como el corazón.
Cassandra se apartó y bajó el dispositivo de nuevo a la altura de la hornacina.
—Pues veamos qué premio oculta esta puñetera caja sorpresa.
Apretó el gatillo, concentrándose en la zona que bordeaba el artefacto de hierro.
Los lásers giratorios convertían la arenisca en polvo, erosionando una capa tras otra. Cada vez se veía una parte mayor del artefacto, iluminado por el resplandor carmesí. Los detalles comenzaron a percibirse mejor: una nariz, una ceja poblada, la comisura de unos labios.
—Es una cara —anunció Safia.
Cassandra continuó su laboriosa tarea, deshaciendo la piedra como si fuera lodo y dejando al descubierto un rostro, que parecía salir de la piedra en dirección a ellos.
—¡Dios mío! —murmuró Kane, aproximando la linterna al busto semienterrado en la pared. El parecido era demasiado sorprendente como para resultar casual.
Kane miró a Safia.
—¡Eres tú!
Painter observaba el valle que les separaba de Jebal Eitteen desde el lomo del camello. Sobre la cima de la colina, la tumba resplandecía bajo Un cielo sin luna. Sus gafas de visión nocturna realzaban el resplandor, y convertían la tumba en el faro luminoso de un puerto.
Estudió el terreno, un emplazamiento fácilmente defendible Sólo había una entrada: el camino de tierra que serpenteaba hasta la cara sur del monte. Ajustó la herramienta de aumento de visión. Ya llevaba contados catorce enemigos, pero ni rastro de Safia. Debía encontrarse dentro del complejo.
O al menos eso esperaba.
Tenía que estar viva… porque la alternativa era impensable.
Se levantó las gafas especiales e intentó cambiar a una posición más cómoda sobre el camello, sin conseguirlo.
El capitán al-Haffi guiaba a otro de los animales a su derecha, y Omaha se encontraba a su izquierda, ambos con expresión tan relajada como si se encontraran sentados en un cómodo sillón. La montura, varias capas de madera sobre una esterilla de hojas de palmera, ofrecía muy poca amortiguación, colocada en la cruz del animal, delante de la joroba. Para Painter era un verdadero dispositivo de tortura, diseñado por un árabe sádico. Al cabo de media hora, se sentía como si estuviera partido en dos.
Con un gesto de incomodidad, Painter señaló hacia la cuesta.
—Nos aproximaremos en grupo a la ladera del valle. Luego necesitaré diez minutos para tomar posiciones, y para entonces, subid todos poco a poco hacia la tumba por el camino. Haced mucho ruido. Una vez que lleguéis a la última rasante, parad y haced como que os preparáis para pasar allí la noche. Encended una hoguera, eso les cegará si intentan usar las gafas de visión nocturna. Dejad que pasten los camellos, el movimiento facilitará que toméis posiciones disimuladamente. Y luego, esperad a mi señal.
El capitán al-Haffi asintió y pasó las instrucciones a los demás, avanzando con mayor lentitud para ponerse a la altura de todos los de la fila.
Coral ocupó el lugar del capitán junto a Painter. Se inclinó un poco hacia adelante en su silla, con la cara tensa. Al parecer, tampoco estaba muy contenta con su método de transporte.
Cruzó los brazos por delante de la silla.
—Tal vez yo debería hacerme cargo de la operación. Tengo mas experiencia con los temas de infiltración —bajó la voz—, y estoy menos implicada personalmente.
Painter se agarró con fuerza a la silla mientras el animal continuaba adelante.
—Lo que sienta por Safia no va a interferir en mi trabajo.
—Me refería a Cassandra, tu antigua compañera —Coral enarcó una ceja—. ¿Estás intentando demostrar algo? ¿Estás utilizando la energía de esa demostración en esta operación?
Painter miró hacia la tumba, resplandeciente sobre la colina cercana.
Cuando había observado el complejo para estudiar el terreno y el personal, una parte de él también había buscado a Cassandra. Lo había orquestado todo desde el incidente del Museo Británico, y aún así, todavía no le había visto la cara. ¿Cómo reaccionaría al verla? Había traicionado, matado, secuestrado… ¿todo en nombre de qué causa? ¿Qué le había hecho ponerse en contra de Sigma, de él? ¿O acaso había algo más? No tenía respuestas a esas preguntas.
Miró las luces fijamente. ¿Acaso la razón para llevar a cabo aquella misión tenía que ver, en parte, con ella? ¿Para verla con sus propios ojos? ¿Para mirarla de frente?
Coral rompió el silencio.
—No le des ningún margen. No tengas piedad ni vaciles un solo instante. Actúa con frialdad, o lo echarás todo a perder.
Él permaneció en silencio mientras los camellos continuaban con su lento y doloroso descenso hasta los pies del valle. Según bajaban por el camino de tierra, la vegetación resultaba más abundante. Los elevados baobabs formaban doseles arbolados, y los inmensos tamarindos, plagados de flores amarillas, descollaban como centinelas. Por todas partes colgaban lianas que se enredaban con los jazmines.
El grupo se detuvo en aquella parte del poblado bosque.
Los jinetes bajaron de los camellos, y uno de los Bait Kathir se acercó al camello de Painter, para hacer que el animal se arrodillara.
—Farha, krr, krr… —recitaba el hombre mientras Painter se preparaba.
Farha, que significa alegría, era el nombre del camello, pero para Painter, no había nada más lejos de la realidad. La única alegría que podía maginar era la de bajar de su joroba.
El camello se agachó bajo el cuerpo de Painter, primero balanceándose hacia atrás y después apoyándose en los cuartos traseros. Él se mantuvo bien sujeto, con las piernas apretadas en torno al animal, una hembra, que finalmente se dejó caer sobre los corvejones delanteros hasta descansar plácidamente en el suelo.
Painter bajó del animal, con las piernas temblorosas y los muslos cargados. Dio unos torpes pasos hacia el frente, mientras el miembro de la tribu arrullaba al camello y le besaba en el hocico, a lo que el animal respondía con ciertos borboteos. Se decía que los Bait Kathir amaban a sus camellos más que a sus esposas. Y la verdad es que así parecía ser con aquel tipo.
Sacudió la cabeza y se acercó a los demás. El capitán al-Haffi se encontraba de cuclillas, junto a Sheikh Emir, planificando sobre la tierra del camino la distribución de los hombres, que iluminaba con una pequeña linterna de mano. Sharif y Barak observaban a Omaha y Coral preparar sus rifles Kalashnikov. Cada uno de ellos llevaba una pistola Águila del Desierto israelí como arma de apoyo.
Painter se tomó un momento para comprobar sus propias armas, un par de Heckler & Koch. En medio de la oscuridad, extrajo los cargadores de 9 mm, de siete balas cada uno. Tenía dos cargadores más, ya preparados, en su cinturón. Una vez satisfecho, volvió a guardarse las armas, una en la pistolera del hombro, la otra en la cintura.
Omaha y Coral se acercaron a él mientras se ajustaba una pequeña bolsa con más instrumentos a la cintura. No comprobó su contenido, ya que la había preparado él mismo en Salalah.
—¿Cuándo empiezan a correr los diez minutos? —preguntó Omaha, mostrando el cronómetro que llevaba en la muñeca y apretando un botón para iluminar la esfera.
Painter sincronizó su reloj con el Breitlinger de Coral.
—Ahora.
Los ojos azules de Coral denotaban preocupación cuando cruzó la mirada con la de él.
—Mantente frío, comandante.
—Como el hielo —susurró.
Omaha le bloqueó el paso cuando se giró en dirección a la ladera que subía hasta la tumba.
—No vuelvas sin ella —la frase sonó tanto a súplica como a amenaza.
Painter asintió, consciente de la ambigüedad, y se encaminó ladera arriba.
Diez minutos.
Safia trabajaba bajo la luz de un par de focos, piqueta y pincel en mano, para extraer el artefacto del bloque de arenisca. La fuerza del viento había aumentado, y removía la arena y el polvo, atrapado entre las cuatro paredes de la sala de oración sin techo. Safia se sentía como una estatua, cubierta de restos de arenisca.
Con la caída de la noche, la temperatura había descendido precipitadamente. Los relámpagos centelleaban por el sur, cada vez más próximos, acompañados de ocasionales truenos graves, una clara promesa de lluvia.
Safia limpió con un pincel y las manos enguantadas el polvo del artefacto, temerosa de arañarlo. Un busto femenino de tamaño real resplandeció bajo las luces, y sus ojos abiertos la miraban cara a cara. Safia sintió miedo de aquella mirada, y se concentró en su trabajo manual.
Cassandra y Kane susurraban a sus espaldas. Ella quería utilizar el láser para acabar de liberar el artefacto de la roca, pero Safia se había negado, instándole a actuar con precaución para no dañar la figura, pues temía que el láser estropeara los detalles.
Retiró el último fragmento de piedra, intentando no fijarse en los rasgos del busto, pero no pudo evitar mirar de reojo. La figura mantenía un parecido notable con su propio rostro, como una visión de ella misma tal vez más joven, a los dieciocho años. Pero era imposible, debía ser una mera coincidencia racial. Simplemente representaba a una mujer del sur de Arabia, y, como nativa de esa zona, Safia podía mostrar cierto parecido, a pesar de ser mestiza.
Aún así, la inquietaba. El artefacto ocupaba la parte central del rectángulo de tiza marcado en la hornacina de la pared. La lanza de hierro rojo aparecía en posición vertical, con el busto clavado en ella, como un solo objeto. Aunque aquella visión la turbaba, la sorpresa de Safia no era tan grande. Históricamente, tenía sentido.
—Si tardas mucho más —interrumpió sus pensamientos Cassandra—, voy a volver a usar el maldito láser.
Safia alargó la mano y comprobó la presión de la roca sobre el objeto de hierro, que bailó ligeramente entre sus dedos.
—Dame un minuto —continuó trabajando.
Kane se giró, proyectando su sombra bailarina sobre la pared.
—¿Seguro que tenemos que sacarlo de la piedra? Tal vez indica la dirección correcta.
—Señala hacia el sureste —respondió Safia—, de vuelta a la costa No creo que ésa sea la dirección, me parece que hemos dado con otro rompecabezas.
Con aquellas palabras, el pesado busto quedó libre de la piedra y se volcó hacia adelante. Safia lo sujetó con el hombro.
—Ya era hora —gruñó Cassandra.
Safia se incorporó, sujetando el busto por la lanza de la parte inferior con las manos enguantadas. Era bastante pesado. Acercó el objeto de hierro a su oído, y escuchó el ligero chapoteo del interior. Como el corazón. Estaba relleno de aquel misterioso líquido pesado.
Kane le arrebató el artefacto y lo levantó como si fuera una mazorca de maíz.
—¿Qué hacemos con esto?
Cassandra señaló con la linterna.
—A la tumba, como en Salalah.
—No —interrumpió Safia—, esta vez no.
Pasó junto a Cassandra en dirección a la salida. Pensó en atrasar la búsqueda, pero escuchaba el tintineo de las campanas de los camellos en el valle. No muy lejos de allí había un campamento de beduinos, y si a alguno de ellos se le ocurría acercarse…
Safia se apresuró hacia la portezuela de la fosa junto a la entrada de la tumba. Se arrodilló y la abrió. Cassandra iluminó con su linterna el agujero, donde se veían las dos huellas en la piedra. Safia recordaba la historia de aquellas huellas: el cuento del jinete de latón con una lanza en la mano, una lanza con una cabeza clavada en el extremo superior.
Miró por encima del hombro de Cassandra a Kane, que sujetaba el artefacto. Tras siglos y siglos oculta, había conseguido hallar aquella lanza.
—¿Y ahora qué? —preguntó Cassandra.
En la fosa sólo había otro elemento, y éste debía aportar alguna prueba: el agujero del centro de la fosa.
Según la Biblia y el Corán, a través de aquel agujero había manado la fuente mágica, la fuente que producía milagros. Safia rezó por que se produjera otro milagro más. Señaló el agujero.
—Colócalo ahí.
Kane se sentó a horcajadas, posicionó la empuñadura de la lanza y la colocó sobre el agujero.
—Encaja a la perfección.
Se incorporó. La lanza permanecía en pie, firmemente sujeta. El busto miraba en dirección al valle.
Safia caminó alrededor del artefacto. Al inspeccionarlo, los cielos comenzaron a salpicar una leve lluvia, que tamborileó en la tierra y en la piedra con un ritmo hosco.
Kane soltó un gruñido.
—¡Vaya, lo que faltaba! —Se sacó una gorra del bolsillo y se tapó con ella la cabeza pelada.
Al cabo de un momento, la lluvia comenzó a arreciar.
Safia dio una segunda vuelta a la figura, esta vez más pensativa.
Cassandra compartía su preocupación.
—Parece que no ocurre nada.
—Es porque se nos escapa algo. Pásame la linterna.
Safia se quitó los guantes sucios y extendió la mano para coger la linterna, que Cassandra le entregó con cierta renuencia.
Safia se puso en cuclillas e iluminó toda la extensión de la lanza, cuyo mango mostraba varias estrías labradas. ¿Serían puramente decorativas u ocultarían algún significado? No tenía ni idea. Se levantó y permaneció inmóvil detrás del busto. Kane había colocado la lanza con el rostro señalando hacia el sur, hacia el mar, claramente en la dirección equivocada.
s v l b
Cassandra observó su atención en la caligrafía.
Sus ojos regresaron al busto, y al fijarse en la nuca de la cabeza, observó unos pequeños signos caligráficos en la base del cuello, ensombrecidos por el nacimiento del pelo. Acercó el haz de la linterna. Los caracteres se habían oscurecido a causa de los residuos de polvo, pero la lluvia los había limpiado, dejando claro el dibujo de cuatro caracteres.
—¿Qué significa?
Safia tradujo, con expresión concentrada.
—Es el nombre de una mujer. Biliqis.
—¿Es la mujer del busto?
Safia no sabía que responder, demasiado asombrada ante aquel descubrimiento. ¿Podría ser cierto? Dio un paso hacia el rostro de la mujer y estudió sus facciones.
—De ser así, este descubrimiento tiene una importancia trascendental. Biliqis era una mujer venerada por todas las religiones. Una mujer perdida en un universo de mitos y misterios. Se decía que era medio humana, medio espíritu del desierto.
—Nunca había oído ese nombre.
Safia se aclaró la garganta, todavía estupefacta por el descubrimiento.
—Biliqis es más conocida por su título: la Reina de Saba.
—¿La de la historia del Rey Salomón?
—Entre muchos otros cuentos.
La lluvia seguía tamborileando sobre la estatua, cuyo rostro pareció comenzar a llorar a causa de los hilos de agua que le corrían por las mejillas.
Safia se aproximó y limpió las lágrimas del rostro de la reina.
Al tocarlo, el busto se movió como si se deslizara sobre hielo. Se balanceó en un giro completo, antes de detenerse con una suave ondulación, mirando en dirección opuesta.
Hacia el noreste.
Safia clavó la mirada en Cassandra.
—El mapa —ordenó ésta a Kane—. Tráeme el mapa de inmediato.