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Omaha, medio dormido en la base del remolque del camión, sintió un traqueteo revelador bajo la plataforma. Demonios… La vibración fue empeorando con notas discordantes. Los que minutos antes durmieran, con las cabezas apoyadas en los laterales, en medio de un calor infernal, levantaron la mirada con gesto preocupado.
En la parte delantera del camión, el motor ronroneó una vez más y se paró con una última nube de humo negro, que se elevó sobre el vehículo desde el interior del capó, acompañada de cierto hedor a aceite quemado. El vehículo se echó a un lado de la carretera, avanzó por el arcén arenoso y se detuvo.
—Fin del trayecto —resolvió Omaha.
El semental árabe piafó, golpeando el suelo con un casco en señal de protesta.
Ya somos dos, pensó Omaha. Se levantó junto a los demás, se sacudió el polvo de la ropa y se acercó la portezuela trasera. Descorrió el pasador y la dejó caer con un ruido sordo sobre la arena.
Bajaron del vehículo, a la vez que el capitán al-Haffi y sus dos hombres, Barak y Sharif, salían de la cabina. El capó todavía echaba humo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Kara mientras se protegía los ojos con una mano y miraba la serpenteante carretera. A ambos lados, los campos de azúcar se elevaban en densas frondosidades que oscurecían las distancias—, ¿cuánto queda para Salalah?
—No más de tres kilómetros —respondió Omaha, encogiéndose de hombros, inseguro. Podría ser el doble de esa distancia.
El capitán al-Haffi se aproximó al grupo.
—Debemos irnos de inmediato —señaló con un brazo el humo—. La gente vendrá a ver lo que ha ocurrido.
Omaha asintió. No sería buena idea que les encontraran con una camioneta robada. Ni siquiera con una tomada prestada.
—Tendremos que recorrer a pie el resto del camino —afirmó Painter, que fue el último en bajar del remolque, sujetando al caballo. Había guiado al asustadizo animal por la portezuela hasta el suelo, y éste se sacudía y bailoteaba ya en tierra firme.
Mientras Painter lo acariciaba, Omaha observó que su ojo izquierdo había empezado a amoratarse, aunque parecía menos hinchado. Apartó la mirada, entre avergonzado por su anterior brote de furia y todavía algo rabioso por dentro.
Sin equipos que cargar, pronto se encontraron de camino, avanzando por el arcén de la carretera. Caminaban como una pequeña caravana, en parejas. El capitán al-Haffi abría el camino, mientras que Painter y Coral lo cerraban, sujetando al caballo.
Omaha escuchó a estos dos hablar en susurros, comentar su estrategia; redujo el paso para colocarse a su lado, se negaba a ser excluido de la discusión. Kara se dio cuenta y se unió a ellos.
—¿Cuál es el plan, una vez que lleguemos a Salalah? —preguntó Omaha.
Painter arrugó la frente.
—Debemos mantenernos ocultos. Coral y yo iremos a…
—Espera —le interrumpió Omaha—, no pienso quedarme atrás, no voy a esconderme en un hotelucho mientras vosotros dos andáis de un lado para otro.
Todos oyeron su arrebato.
—No podemos ir todos juntos a la tumba —continuó Painter—. Nos reconocerán. Coral y yo estamos entrenados para vigilar y recoger datos. Necesitamos examinar la zona, buscar a Safia, prepararnos si aún no ha llegado.
—¿Y si ya se ha ido? —preguntó Omaha.
—Eso también podemos averiguarlo, haré unas cuantas preguntas discretas.
Kara les interrumpió.
—Si se la han llevado, no sabremos adonde.
Painter la miró fijamente, y Omaha percibió que la preocupación le ensombrecía la mirada, tan oscura como el cardenal del ojo izquierdo.
—Crees que es demasiado tarde, ¿verdad? —preguntó Omaha.
—No lo sabemos con certeza.
Omaha observó el paisaje que se extendía ante ellos. En el horizonte se divisaban varios edificios, el límite de la ciudad. Demasiado lejos. Demasiado tarde.
—Alguien tiene que adelantarse —decidió Omaha.
—¿Cómo? —preguntó Kara.
Sin girarse, Omaha señaló con el pulgar por encima de su hombro.
—A caballo. Uno de nosotros… tal vez dos, podríamos cabalgar hasta el pueblo, ir directamente a la tumba y comprobar la situación. Esconderse, buscar a Safia y seguirla si se marcha.
Por única respuesta, recibió silencio.
Coral le miró.
—Es lo que estábamos discutiendo Painter y yo.
—Creo que debería ir yo —dijo Painter.
Omaha se detuvo y volvió el rostro hacia él.
—¿Y por qué demonios tú?
Painter le miró fijamente.
—Porque tú no tienes experiencia en cuanto a vigilancia, y no es momento para confiar en aficionados. Te verán, y eso tirará por la borda nuestra ventaja.
—Eso es lo que tú te crees. Tal vez no tengo ninguna formación específica, pero he pasado años realizando trabajos en lugares donde es mejor no ser visto, y soy perfectamente capaz de ocultarme si tengo que hacerlo.
Painter respondió con sequedad, sin bravuconadas.
—Pero yo soy mejor. Es mi trabajo.
Omaha cerró el puño al percibir la certeza del otro en su voz. Una parte de él quería propinarle otro puñetazo, pero la otra creía en lo que acababa de decir. Él no tenía la experiencia de Painter. ¿Qué opción ofrecía más posibilidades? ¿Cómo podía él seguir caminando cuando quería que Safia corriera? Una punzada de dolor le apretó el corazón.
—¿Y qué harás si la encuentras?
—Nada —continuó Painter—. Estudiaré los recursos y las fuerzas del grupo. Encontraré sus puntos débiles y esperaré al momento adecuado.
Kara apoyó las manos en la cadera para hablar.
—¿Y nosotros qué hacemos?
Coral respondió mientras Painter y Omaha continuaban con su enfrentamiento.
—En Salalah tenemos un piso franco, con dinero y suministros.
Sí, por supuesto, pensó Omaha.
—¿Armas? —preguntó Kara.
Coral asintió.
—Iremos allí primero, cargaremos y nos pondremos en contacto con Washington para ponerles al día. Dispondremos…
—No —interrumpió Painter—. No debe haber ninguna comunicación. Me pondré en contacto con vosotros tan pronto como pueda. A partir de ahí nos moveremos solos, sin ayuda externa.
Omaha leyó el discurso mudo intercambiado entre Painter y su compañera. Parecía que no sólo sospecharan del gobierno omaní, sino también del suyo propio. Esa mujer, Cassandra Sánchez, siempre andaba un paso por delante de ellos, por lo que debía obtener la información de algún lugar.
Los ojos de Painter volvieron a detenerse en Omaha.
—¿Estamos todos de acuerdo con este plan?
Omaha asintió lentamente, a pesar de que sentía que le clavaban una barra de acero en la nuca. Painter comenzó a girarse, pero Omaha le detuvo y se acercó un poco más a él. Sacó la pistola de debajo de la ropa y le pasó el arma.
—Si tienes oportunidad, por mínima que sea…
—No la dejaré pasar —le dijo, aceptando el arma.
Omaha dio un paso atrás, y Painter se subió al caballo. Montó sin silla, utilizando una cuerda como riendas improvisadas.
—Nos vemos en Salalah —masculló, antes de picar al animal para que iniciara el trote, pasando al instante a pleno galope, agachado sobre su lomo.
—Espero que sea tan buen espía como jinete —exclamó Kara.
Omaha observó a Painter desvanecerse tras una curva de la carretera. A continuación, el grupo reanudó la marcha, avanzando con lentitud, con demasiada lentitud, hacia el pueblo que les esperaba.
Safia se inclinó sobre el mapa topográfico de la región de Dhofar, desplegado sobre el capó del vehículo. En el centro había una brújula digital y un cartabón de plástico. Alteró ligeramente la posición de la regla en el mapa y la alineó con el mismo eje que la tumba de Nabi Imran. Antes de salir de la cámara había pasado varios minutos utilizando la brújula de calibración láser para obtener las mediciones exactas.
—¿Qué haces? —le preguntó Cassandra por encima del hombro, ya por quinta vez.
Safia continuó ignorándola y se agachó más sobre el mapa, casi tocando con la nariz en el papel. Esto es todo lo que puedo hacer sin ordenadores. Levantó una mano.
—Un bolígrafo.
Kane le entregó uno que sacó del bolsillo interior de la chaqueta. Al levantar la vista, Safia percibió el leve reflejo de un arma oculta bajo la ropa. Tomó el bolígrafo cuidadosamente, sin mirar al hombre a los ojos. Más que Cassandra, aquel tipo la ponía nerviosa y la hacía perder su determinación.
Safia se concentró en el mapa, poniendo toda su atención en el misterio. La siguiente pista para llegar al corazón secreto de Ubar.
Dibujó una línea a lo largo del cartabón y luego lo apartó. La raya azul se extendía desde la tumba de Nabi Imran y atravesaba el paisaje. La siguió con el dedo, fijándose en el terreno que atravesaba y buscando un nombre concreto.
Tenía una ligera idea de lo que iba a encontrar.
Cuando su dedo salió de los límites de Salalah, las líneas topográficas comenzaron a multiplicarse con las ondulaciones de las colinas, y a continuación de las montañas. Siguió la raya de tinta azul hasta que cruzó un pequeño punto negro sobre la cúspide de un empinado monte.
Detuvo el dedo y golpeó con la yema el lugar exacto.
Cassandra se agachó y leyó el nombre impreso bajo el dedo.
—Jebal Eitteen —miró a Safia.
—El monte Eitteen —explicó Safia, y estudió el pequeño punto negro—. Ahí se encuentra otra tumba. Y al igual que ésta, el lugar es venerado por todas las religiones: cristianismo, judaismo e islamismo.
—¿De qué tumba se trata?
—De la de otro profeta. Ayoub. Para nosotros, Job.
Cassandra frunció el entrecejo, y Safia continuó con la explicación.
—Job aparece en la Biblia y en el Corán. Era un hombre rico, tanto en dinero como en familia, y guardaba una devoción inquebrantable a Dios. Como prueba, fue despojado de todas sus pertenencias: posesiones, hijos e incluso de su propia salud. Tan horribles eran sus aflicciones que los demás le rechazaron, y se vio obligado a vivir en soledad —dio unos toques en el mapa con el dedo—. En el monte Eitteen. Aún así, y a pesar de sus apuros, Job mantuvo su fe y su devoción. Y en pago a su lealtad, Dios ordenó a Job que golpeara el suelo con el pie. Al hacerlo, de la piedra manó una fuente para saciar la sed de Job y para lavar sus heridas, que fueron curando hasta convertirle de nuevo en un joven sano. Pasó el resto de su vida en el monte Eitteen, donde, llegado el momento, fue enterrado.
—¿Y crees que esa tumba es el siguiente paso en la ruta hasta Ubar?
—Si el primer indicador se erigió en esta tumba, es lógico que el siguiente se encuentre en una ubicación similar. Otra tumba, de otro personaje sagrado venerado por todas las religiones de la zona.
—En tal caso, ahí es adonde iremos.
Cassandra acercó una mano al mapa, pero Safia colocó la suya encima con rapidez, evitando que lo cogiera.
—No puedo estar segura de lo que encontraremos allí, si es que encontramos algo. He estado en la tumba de Job antes, y no he visto nada que pudiera relacionarse con Ubar. Tampoco tenemos ninguna pista sobre por dónde comenzar la búsqueda. Ni siquiera otro corazón de hierro —visualizó la manera en que el corazón se había tambaleado sobre el altar hasta alinearse como una brújula—. Podría llevarnos años descubrir la siguiente pieza del rompecabezas.
—Para esto estás tú —respondió Cassandra, arrancando el mapa de debajo de la mano de Safia y haciendo un gesto a Kane para que subiera a la prisionera al vehículo—. Para resolver el enigma.
Safia sacudió la cabeza, le parecía una tarea imposible. O al menos, es lo que quería que Cassandra pensara. A pesar de sus protestas, tenía cierta idea de cómo proceder, pero aún no sabía cómo utilizar aquel conocimiento a su favor.
Subió a la parte posterior con Cassandra y se colocó en su asiento, mientras el vehículo atravesaba en ángulo la puerta de entrada. En la calle, los vendedores comenzaban a cargar sus mercancías con la caída de la tarde. Un perro callejero, todo huesos y pellejo, vagabundeaba perezoso entre los puestos y las carretas. Levantó el hocico al paso de un caballo, que avanzaba despacio tras la hilera de puestos, conducido por un hombre cubierto de pies a cabeza con un manto beduino.
El vehículo continuó carretera abajo, en dirección al Mitsubishi aparcado en el otro extremo. La procesión continuaría a través de las estribaciones del trayecto.
Safia se fijó en el sistema de navegación por GPS del salpicadero. Las calles se desplegaban en el pequeño plano, y más allá se extendían los campos.
Y otra tumba.
Esperaba que no se tratara de la suya propia.
Malditos escorpiones…
El Dr. Jacques Bertrand aplastó al intruso de negra armadura con el talón antes de acomodar la alfombra que amortiguaría las condiciones de su lugar de trabajo. No había tardado más que unos minutos en ir hasta su Land Rover a buscar más agua, pero los escorpiones ya habían invadido la sombreada oquedad del barranco. En este paisaje de tierra estéril, lleno de matorral y cantos de piedra, no se desperdiciaba nada. Ni siquiera la más pequeña sombra.
Jacques se tumbó en la oquedad, boca arriba. En el techo de aquella antigua cripta funeraria había un grabado en árabe meridional epigráfico. El paisaje de los alrededores estaba plagado de ellos, pero perdían importancia ante la tumba de Job en el monte donde trabajaba. La totalidad de la región se había convertido en un cementerio. Aquélla era la tercera cripta que documentaba ese día, y la última de aquella jornada interminable y sofocante.
Ya soñaba con regresar a la habitación de su hotel, el Salalah Hilton para zambullirse en la piscina y degustar una copa de Chardonnay.
Decidido a terminar con su tarea, se puso manos a la obra. Pasó un pequeño pincel de pelo de camello sobre la inscripción para limpiarla una vez más. Como arqueólogo especializado en idiomas antiguos, Jacques disfrutaba de una beca para la creación de un mapa lingüístico de las antiguas caligrafías semíticas, trazando su linaje desde el pasado hasta el presente. Arameo, elamita, palmireno, nabateo, samaritano, hebreo. Los cementerios eran fuentes formidables de caligrafía escrita, de oraciones inmortalizadas, de alabanzas y epitafios.
Jacques sintió un irritante escalofrío y bajó el pincel, con la intensa sensación de sentirse observado. Se había apoderado de él una sensación primitiva de peligro. Se levantó, apoyándose sobre un codo, y miró por encima de sus piernas. La región estaba plagada de bandidos y ladrones. Pero a la sombra de la tumba de Job, un santuario casi sagrado, nadie se aventuraría a cometer un crimen, pues constituiría una sentencia de muerte. Sabiendo aquello, había dejado su rifle en el coche.
Se quedó mirando hacia el resplandor. Nada.
Aún así, introdujo los pies en el nicho. Si había alguien en el exterior con intenciones peligrosas, tal vez pudiera permanecer oculto.
Escuchó unas cuantas piedras rodar por la empinada cuesta rocosa de la izquierda. Agudizó el oído, sintiéndose atrapado.
A continuación, una sombra se deslizó por la entrada de la cripta.
Pasó sin hacer ruido, con despreocupación y pereza, pero con confianza y poder. Su pelaje rojizo, moteado de sombras, se fundió con las rocas del mismo tono.
Jacques contuvo la respiración, paralizado por el terror y la incredulidad.
Había oído historias que advertían de la presencia de las bestias de las montañas de Dhofar. Panthera pardus nimr. El leopardo árabe, una especie casi en extinción, aunque no lo suficiente para su gusto.
El felino inmenso pasó de largo… pero no se encontraba solo.
Un segundo leopardo entró en su campo de visión, moviéndose con más rapidez, juventud y agitación. Y luego un tercero, de zarpas enormes, amarillentas, que se abrían a cada paso.
Una manada.
Contuvo la respiración, rezando, casi cegado por el miedo, como el hombre de las cavernas, acurrucado en su pequeño agujero para evitar los peligros.
Y en ese instante apareció otra figura. Pero no era un felino. Unas piernas desnudas, de pies descalzos, que se movían con la misma gracilidad que los leopardos.
Una mujer.
Desde su aventajado punto de vista, no podía ver más arriba de sus muslos.
Ésta le ignoró, al igual que los leopardos, y se movió con rapidez hacia la cumbre de la montaña.
Jacques se deslizó hacia afuera, como Lázaro levantándose de su tumba. Sin poder evitarlo, se puso a cuatro patas y asomó la cabeza. La mujer trepaba por una roca, siguiendo alguna ruta sólo conocida por ella. Tenía la piel de color moca, la melena de un negro brillante hasta la cintura, y caminaba desnuda, sin ningún reparo.
Pareció sentir su presencia, pero no se dio la vuelta. Él volvió a tener la poderosa sensación de estar vigilado, una impresión que burbujeaba en su interior. El miedo le invadía, pero no podía dejar de mirar.
Avanzaba entre los leopardos, en subida constante, hacia la tumba de la cima. Su cuerpo parecía resplandecer, como un espejismo de calor sobre la arena tostada por el sol.
Un chirrido atrajo su atención hacia sus propias manos y rodillas. Un par de escorpiones se escabullían entre sus dedos, y aunque no eran venenosos, su picadura resultaba dolorosa. Se quedó boquiabierto al descubrir más y más escorpiones que salían de las hendiduras y grietas, que bajaban por las paredes, que caían del techo. Cientos de ellos. ¡Un nido! Salió como pudo de la cripta, mientras sentía las picaduras, como fogonazos, en la espalda, los tobillos, el cuello, las manos.
Cayó al llegar a la salida y rodó sobre el suelo duro. Otra ronda de picaduras, como colillas encendidas, le hizo gritar y enloquecer de dolor.
Se puso en pie, sacudiendo las piernas y los brazos, y se quitó la chaqueta, a la vez que se pasaba una mano por la cabeza. Dio varias patadas en el suelo con los pies y tropezó cuesta abajo. Los escorpiones seguían escabullándose por la entrada a la cripta.
Miró hacia arriba, seguro de haber llamado la atención de los leopardos, pero el precipicio se encontraba vacío.
La mujer y los felinos se habían desvanecido.
¡Imposible! Sin embargo, el fuego de las picaduras de escorpión había quemado toda su curiosidad. Se dio la vuelta y se alejó hacia abajo, hacia su Land Rover aparcado. Aún así, sus ojos le obligaban a mirar a veces hacia arriba, hacia el punto donde yacía la tumba de Job.
Abrió la puerta del vehículo y saltó al asiento del conductor. Había sido advertido de que abandonara el emplazamiento, tenía una pavorosa certeza.
Algo horrible estaba a punto de ocurrir allí.
—¡Safia está viva! —gritó Painter tan pronto como atravesó la puerta del piso franco. Se trataba de un piso con dos habitaciones sobre una tienda de importación y exportación que bordeaba el zoco de Al-Haffa. En un local así, nadie se cuestionaba las idas y venidas de los forasteros, era parte del negocio. Los ruidos que se escuchaban en el mercadillo vecino formaban un batiburrillo de idiomas, voces y trueques. Las habitaciones olían a especias y colchones viejos.
Painter pasó por delante de Coral, que le había abierto la puerta al llamar. Había observado a los dos Fantasmas del desierto apostados discretamente delante de la casa, vigilando quién se acercaba a ella.
Los demás se encontraban en el salón, extenuados por el trayecto. En el baño contiguo se escuchaba un chorro de agua. Painter notó que faltaba Kara. Danny, Omaha y Clay tenían el pelo mojado, así que supuso que habían hecho turnos para darse una ducha rápida y quitarse el polvo y la mugre. El capitán al-Haffi había encontrado una chilaba, pero era demasiado pequeña para sus hombros.
Omaha se puso en pie cuando vio entrar a Painter.
—¿Dónde está?
—Safia y los otros abandonaban la tumba justo cuando yo llegaba. En una caravana de todo terrenos y armados hasta los dientes.
Painter cruzó hasta la mínima cocina, se inclinó hacia la pila, abrió el grifo y metió debajo la cabeza.
Omaha seguía en pie tras él.
—¿Y por qué no estás siguiéndoles?
Painter se incorporó, peinándose hacia atrás el cabello empapado. Los hilillos de agua le corrieron cuello abajo hasta la espalda.
—Lo estoy haciendo —sostuvo la mirada de Omaha con dureza, luego pasó por su lado y se dirigió a Coral—. ¿Qué equipos tenemos?
Coral señaló con la cabeza hacia la puerta que daba a la habitación de atrás.
—He pensado que sería mejor esperar a que llegaras. El teclado numérico electrónico ha resultado ser más complicado de lo que imaginaba.
—Enséñamelo.
Le condujo hasta la puerta. El piso franco era propiedad de la CIA, y se encontraba permanentemente equipado, como muchos otros que poseían por el mundo. Sigma fue informado de su ubicación cuando se organizó la misión, como apoyo en caso de que fuese necesario. Y lo era.
Painter observó el teclado numérico electrónico, oculto bajo una cortina que Coral había apartado a un lado. En el suelo encontró dispuestas una serie de rudimentarias herramientas: un cortaúñas, cuchillas de afeitar, unas pinzas de los ojos y una lima de uñas.
—Del cuarto de baño —explicó Coral.
Painter se arrodilló ante el teclado. Coral había abierto la tapa, dejando al descubierto el cableado. Estudió los circuitos.
Coral se acercó a su lado, señalando unos cables cortados, de colores rojo y azul.
—He conseguido inhabilitar la alarma. Creo que podrás teclear sin alertar a nadie, pero me gustaría que echaras un vistazo al trabajo, este asunto es especialidad tuya.
Painter asintió. Esos teclados estaban instalados de forma que cuando alguien los utilizaba en ese piso franco, enviaban una alarma muda a la CIA para notificar la intrusión. Y eso era justo lo que Painter deseaba evitar. Al menos por el momento, o al menos no tan abiertamente. Estaban muertos… y eso deseaba que creyeran los demás durante tanto tiempo como fuera posible.
Echó un vistazo a los circuitos, siguiendo el flujo de la corriente, los cables falsos, los verdaderos… Todo parecía estar en orden. Coral había conseguido cortar la toma telefónica sin dañar ni alterar la alimentación del teclado. Para estar doctorada en física, había demostrado unas excelentes habilidades como ingeniero electrónico.
—Parece que está todo correcto.
Durante la lectura del informe previo sobre la misión, Painter había memorizado el código del piso franco. Tomó el teclado y pulsó el primero de los diez dígitos del código. Sólo tenía una oportunidad para acertar. Si introducía el código incorrecto, el teclado se bloquearía, como medida de seguridad.
Procedió con cuidado.
—Tienes noventa segundos —le recordó Coral.
Otra medida de seguridad. La secuencia debía teclearse en un tiempo determinado. Pulsó cada número con cuidado y precisión. Al llegar al séptimo en la secuencia, mantuvo el dedo en el aire. El botón parecía ligeramente más borroso que el de al lado, algo apenas perceptible. Mantuvo el dedo en alto. ¿Se estaba volviendo paranoico? ¿Estaba viendo fantasmas donde no los había?
—¿Qué ocurre? —preguntó Coral.
Para entonces, Omaha se les había unido, y también su hermano.
Painter se sentó en cuclillas a pensar, con el dedo tenso. Se quedó mirando el número nueve. No podía ser…
—Painter —le instó Coral en un susurro.
Si esperaba demasiado, el sistema se bloquearía. No podía perder ni un segundo, pero algo no iba bien. Lo olía.
Omaha se mantenía inmóvil a su lado, recordándole que el tiempo se agotaba. Si Painter quería salvar a Safia, necesitaba abrir esa puerta.
Ignorando el teclado, Painter tomó las pinzas y la lima de uñas, y con precisión quirúrgica, levantó cuidadosamente la tecla número nueve, que salió con demasiada facilidad. Entrecerró los ojos para ver mejor.
Demonios…
Tras la tecla había un pequeño chip cuadrado, con un diminuto pistón en el centro. El diminuto circuito se encontraba envuelto en un finísimo filamento metálico. Una antena. Se trataba de un microtransmisor. Si lo hubiera pulsado, se habría activado. Por la tosquedad de su integración, aquello no era diseño de fábrica.
Cassandra había estado allí.
El sudor se le metió en el ojo izquierdo. No era consciente de la humedad que se le había acumulado en la ceja.
Coral miró por encima de su hombro.
—¡Mierda! —Aquello confirmaba que había comprendido la situación.
—¡Saca a todo el mundo de aquí!
—¿Qué ocurre? —preguntó Omaha.
—¡Es una puñetera trampa! —espetó Painter, rabioso—. ¡Fuera! ¡Ahora!
—¡Coge a Kara! —ordenó Coral a Omaha señalando el baño, mientras ella se dirigía hacia los demás.
En cuanto desaparecieron, Painter se sentó ante el teclado. Una letanía de maldiciones desfilaba por su cabeza como si fuese su canción favorita. Ya venía un tiempo repitiéndola; Cassandra siempre andaba un paso por delante de él.
—¡Treinta segundos! —avisó Coral mientras cerraba la puerta del piso. Le quedaba medio minuto antes de que el teclado se bloqueara.
En medio del cuarto vacío, estudió el pequeño chip.
Solos, Cassandra, solos tú y yo.
Painter dejó la lima y cogió el cortaúñas. Deseando llevar consigo su riñonera de herramientas, se dispuso a extraer el transmisor, respirando profundamente para mantener la calma. Tocó la carcasa metálica para eliminar la electricidad estática y comenzó. Cuidadosamente extrajo el cable de alimentación de su toma a tierra, y con el mismo cuidado, limó la cobertura de plástico del cable sin romperlo. Una vez abierto el cable, le hizo el puente con las pinzas. Se escuchó un pequeño chasquido y un chisporroteo, seguidos de un ligero olor a plástico quemado.
Acababa de freír el transmisor.
Ocho segundos…
Cortó el cable del transmisor muerto y lo sacó. Lo apretó entre los dedos, sintiendo cómo sus extremos afilados se le clavaban en la palma.
Al infierno, Cassandra.
Painter terminó de pulsar los tres últimos dígitos y, a su lado, los cierres de la puerta se abrieron con un zumbido mecánico. Sólo entonces respiró aliviado.
Se incorporó e inspeccionó el marco de la puerta antes de agarrar el pomo. Parecía estar intacto. Cassandra contaba con que el transmisor terminara el trabajo.
Giró el pomo y tiró de él. La puerta era bastante pesada, reforzada tal vez con acero. Con una muda plegaria final, abrió la puerta por completo.
Miró hacia el interior desde su puesto. Una tenue bombilla iluminaba la sala. Mierda…
El cuarto estaba repleto de estanterías de acero, desde el suelo hasta el techo. Todas ellas vacías. Saqueadas.
Una vez más, Cassandra no se arriesgaba a dejar cabos sueltos, sólo su propia tarjeta de visita: medio kilo de explosivo C4, conectado a un detonador eléctrico. Si hubiera pulsado la tecla número nueve, habría volado todo el edificio. Atravesó el cuarto y desactivó el detonador.
La frustración le producía una dolorosa presión en la caja torácica. Quería gritar. En su lugar, regresó al cuarto anterior y avisó a los demás para que entraran.
Los ojos de Coral resplandecían al subir las escaleras.
—Nos la ha jugado —informó Painter en cuanto la vio.
Omaha, que entró pegado a los talones de Coral, preguntó:
—¿Quién?
—Cassandra Sánchez —espetó Painter—. La secuestradora de Safia.
—¿Cómo diablos conocía este piso franco?
Painter sacudió la cabeza. ¿Cómo…? Les guió hasta el cuarto vacío, entró en él y se aproximó a la bomba.
—¿Qué haces? —preguntó Omaha.
—Quedarme con los explosivos, puede que los necesitemos.
Mientras Painter se ponía manos a la obra, Omaha entró también en el cuarto antes bloqueado. Le siguió Kara, con el pelo mojado y enredado, tapada con una toalla alrededor del cuerpo.
—¿Qué hay de Safia? —preguntó Omaha—. Dijiste que la tenías localizada.
Painter terminó con el C4 y les hizo un gesto para salir de allí.
—Y la tenía. Pero ahora hay un problema. Aquí debería haber un ordenador con conexión satélite, una forma de entrar en el servidor del Departamento de Defensa.
—No entiendo —dijo Kara fríamente.
Su rostro brillaba con un tono amarillento bajo los tubos fluorescentes. Parecía agotada, lo que hizo sospechar a Painter que no eran las drogas las que le producían ese estado, sino la falta de éstas.
Painter les llevó a la sala principal, revisando sus planes a cada paso y maldiciendo a Cassandra a la vez. Aquella mujer se había enterado de la existencia del piso franco, había conseguido el código de acceso y les había preparado una trampa. ¿Cómo podía conocer todos sus movimientos? Repasó con la mirada los rostros de todo el grupo.
—¿Dónde está Clay? —preguntó.
—Apurando un cigarrillo en las escaleras —respondió Danny—. Encontró un paquete en la cocina.
En ese instante Clay abrió la puerta. Todos los ojos se centraron en él, y se sintió desconcertado por tal atención.
—¿Qué? —preguntó.
Kara se giró hacia Painter.
—¿Cuál es el paso siguiente?
Painter se volvió hacia el capitán al-Haffi.
—He dejado el caballo del sultán abajo, con Sharif. ¿Crees que podríamos venderlo y hacernos rápidamente con unas cuantas armas y un vehículo?
El capitán asintió con seguridad.
—Tengo varios contactos muy discretos por aquí.
—Tienes media hora.
—¿Y qué hay de Safia? —insistió Omaha—. Estamos perdiendo mucho tiempo.
—Safia está a salvo por el momento. Cassandra la necesita, de lo contrario a estas horas estaría compartiendo esa tumba con el padre de la virgen María. Si se la han llevado es por alguna razón, y si deseamos rescatarla, la noche nos rendirá la mejor de las tapaderas. Podemos permitirnos un poco de tiempo.
—¿Cómo sabes adonde llevan a Safia? —preguntó Kara.
Painter miró a los miembros del equipo, inseguro de poder hablar con libertad.
—¿Y bien? —insistió de nuevo Omaha—. ¿Cómo diablos vas a encontrarla?
Painter cruzó hacia la puerta.
—Buscando la mejor cafetería de la zona.
Omaha abría el paso a través del zoco de Al-Haffa. Sólo Painter le seguía, los demás se habían quedado en el piso franco para descansar y esperar a que el capitán regresara con un medio de transporte. Omaha esperaba que tuvieran algún punto al que dirigirse.
A cada paso sentía una rabia sorda que crecía en su interior. Painter había visto a Safia a pocos metros de ella… y había dejado que los secuestradores se la llevaran. La confianza del hombre en su capacidad de rastrearla había mermado en el piso franco, Omaha lo había leído en sus ojos. Preocupación.
Ese hijo de perra debería haber intentado rescatarla cuando tuvo oportunidad. ¡Al infierno con las posibilidades! La insufrible precaución de Painter iba a acabar con la vida de Safia, y todos sus esfuerzos serían en vano.
Omaha atravesó los puestos y casetas del mercado, sordo al griterío de los vendedores ambulantes, a la burbuja de rabia en su interior, al graznido de las ocas enjauladas, al rebuzno de los asnos. Todo se entremezclaba en una especie de ruido blanquecino.
El mercado se encontraba próximo al cierre del día, mientras el sol se hundía en el horizonte, alargando las sombras. El viento de la tarde había comenzado a soplar, haciendo crujir los toldillos; el polvo se arremolinaba entre las pilas de deshechos, el aire olía a sal y especias, y a una promesa de lluvia.
Ya había pasado la temporada de los monzones, pero los informes meteorológicos informaban de una tormenta a mitad de diciembre, un frente que avanzaba hacia el interior. Antes de que cayera la noche, llovería. La borrasca de la noche anterior no había sido más que el preludio de una serie de tormentas, y se decía que el temporal cruzaría las montañas y colisionaría con la tempestad de arena que avanzaba hacia el sur, creando así una tormenta monstruosa.
Pero Omaha se inquietaba por problemas mucho mayores que los climatológicos. Se apresuró a través del zoco. Su objetivo se hallaba en el lado opuesto, donde habían construido toda una serie de modernas instalaciones, incluyendo un Pizza Hut y un supermercado. Omaha sorteó el último de los puestos, pasó ante varias tiendas que vendían imitaciones de perfumes, quemadores de incienso, plátanos, tabaco, joyería artesanal y vestidos tradicionales de terciopelo y lentejuelas.
Por fin llegaron a la calle que separaba el zoco de la moderna franja comercial. Omaha señaló hacia el otro lado.
—Ahí está. ¿Y cómo va a ayudarte ese sitio a encontrar a Safia?
Painter se dirigió hacia la dirección señalada.
—Te lo enseñaré.
Omaha le siguió. Se quedó mirando el cartel del establecimiento: Salalah internet café. El local estaba especializado en cafés elaborados, toda una gama de tés, capuchinos y expresos. Ese tipo de establecimientos se encontraba ya en los lugares más remotos. Bastaba con tener una conexión telefónica, y hasta en el lugar más alejado del mundo se podía navegar por Internet.
Painter entró y se acercó al mostrador, donde un inglés de pelo rubio que respondía al nombre de Axe, y que vestía una camiseta en la que se leía liberad a Winona, anotó los números de su tarjeta de crédito y de la fecha de caducidad de ésta.
—¿Te lo sabes de memoria? —preguntó Omaha.
—Uno nunca sabe cuándo puede ser atacado por los piratas en medio del mar.
Mientras el hombre utilizaba los dígitos, Omaha le preguntó de nuevo.
—Pensaba que querías mantenerte en el anonimato, ¿no crees que el hecho de utilizar tu tarjeta de crédito es muestra de que sigues con vida?
—No creo que eso importe ya mucho.
La máquina de las tarjetas electrónicas emitió un soniquete y el chico le dio su aprobación.
—¿Cuánto tiempo quieres?
—¿Tenéis conexión de alta velocidad?
—ADSL, amigo, la única forma de navegar.
—Con treinta minutos tendré suficiente.
—Muy bien, la máquina de la esquina.
Painter dirigió a Omaha hasta el ordenador, un Pentium 4 Gateway.
Painter se sentó, accedió a la conexión a Internet e introdujo una larga dirección IP.
—Estoy accediendo al servidor del Departamento de Defensa —le explicó.
—¿Cómo puede ayudar eso a Safia?
Continuó tecleando a toda velocidad, pasando pantallas que se actualizaban, desaparecían y cambiaban.
—A través del departamento, puedo conseguir acceso a la mayoría de los sistemas privados que se encuentren bajo el Acta de Seguridad Nacional. Mira, aquí está.
En la pantalla apareció una página con el logotipo de Mitsubishi.
Omaha leyó por encima de su hombro.
—¿Quieres comprar un coche nuevo?
Painter utilizó el ratón para navegar por el sitio web. Parecía tener acceso a todo, sorteando distintas pantallas con contraseñas encriptadas.
—El grupo de Cassandra viajaba en todo terrenos Mitsubishi. No se esforzaron mucho por ocultar sus vehículos de apoyo, y resultó bastante fácil acercarme para leer el código de identificación de uno de ellos en el callejón.
—¿El código de identificación?
—Sí. Todos los coches o camiones con sistema de navegación por GPS se encuentran en contacto continuo con los satélites, y esta forma de localización permite al conductor saber dónde se encuentra en todo momento.
Omaha empezó a comprender la situación.
—Y si conoces el código de uno de los coches, puedes acceder a los datos del vehículo para saber dónde se encuentra.
—Eso espero.
En ese instante apareció una pantalla en que se solicitaba el código de identificación del vehículo. Painter lo tecleó sin mirar siquiera sus dedos. Pulsó la tecla intro y se recostó en el asiento. Le temblaba ligeramente la mano, e intentaba disimularlo cerrando el puño.
Omaha adivinó lo que le pasaba por la mente. ¿Habría recordado el código con precisión? ¿Y si los secuestradores habían deshabilitado el GPS? Había tantas cosas que podían salir mal…
Pero al cabo de un momento, en la pantalla apareció un mapa digital de Omán, enviado desde un par de satélites geosincrónicos que orbitaban muy por encima de ellos. En un pequeño cuadro se leían unos datos de longitud y latitud: la ubicación en movimiento del todo terreno. Painter suspiró con alivio, seguido de Omaha.
—Si supiéramos dónde se encuentra Safia…
Painter hizo clic en la herramienta de zoom y apuntó al centro del mapa. Ante ellos apareció la población de Salalah, y una pequeña flecha azul que marcaba la ubicación del vehículo más allá de su delimitación, en dirección al interior. Painter se acercó a la pantalla.
—No…
—¡Demonios, han salido de Salalah!
—Deben haber encontrado algo en la tumba.
Omaha se giró hacia él.
—¡Entonces tenemos que irnos, ahora mismo!
—Pero no sabemos adonde se dirigen —le recordó Painter, que siguió estudiando la pantalla—. Tengo que seguirles hasta que se detengan.
—Pero avanzan por la carretera principal, podemos darles alcance.
—No sabemos si tomarán algún desvío, recuerda que van en todoterrenos.
Omaha no sabía qué hacer: escuchar el consejo práctico de Painter o robar el primer vehículo que encontrara y acelerar en dirección a Safia. ¿Pero qué haría entonces? ¿Cómo podría ayudarla?
Painter le agarró del brazo, lo que provocó que Omaha cerrase el otro puño. Painter le miró fijamente.
—Necesito que pienses, Omaha. ¿Por qué pueden haber salido de Salalah? ¿Adonde podrían dirigirse?
—¿Cómo diablos voy a…
Painter aferró su mano sobre el brazo del otro.
—Tú eres tan experto en esta región como Safia, sabes en qué carretera se encuentran, sabes qué puede haber de camino. ¿Existe algo por esa zona hacia lo que pudiera apuntar la tumba de Salalah?
Omaha sacudió la cabeza, negándose a responder. Estaban perdiendo el tiempo.
—¡Demonios, Omaha! Por una vez en tu vida, deja de reaccionar y piensa.
Omaha soltó el brazo con brusquedad.
—¡Déjame en paz! —Pero no se marchó. Permaneció, tembloroso, ante el ordenador.
—¿Qué puede haber allá afuera? ¿Adonde se dirigen?
Omaha echó otro vistazo a la pantalla, incapaz de mirar a Painter, temeroso de amoratarle el otro ojo. Se detuvo a considerar sus preguntas, aquel rompecabezas. Observó la flecha azul, que avanzaba serpenteante en dirección a las estribaciones.
¿Qué habría descubierto Safia? ¿Adonde se encaminaban?
Pensó en todas las opciones arqueológicas posibles, todos los emplazamientos existentes en aquella antigua tierra: santuarios, cementerios, ruinas, cuevas, dolinas… Había tantas… No había más que darle una patada a una piedra para encontrar un fragmento de historia.
Omaha se acercó a la pantalla y observó la flecha azul en movimiento.
—Unos veinticinco kilómetros más adelante hay un desvío. Si lo toman, sé adonde se dirigen.
—Eso significa que tendremos que esperar un poco más —dijo Painter.
Omaha se sentó ante el ordenador.
—Pues parece que no tenemos otra elección.
Painter compró más tiempo en otro ordenador y dejó que Omaha siguiera el progreso del todo terreno en el monitor. Si pudieran adivinar la dirección de Cassandra, podrían dirigirse hacia allí, y al menos les quedaría una pequeña esperanza.
A solas en su ordenador, Painter accedió al servidor del Departamento de Defensa nuevamente. Ya no había razón para intentar mantener su anonimato, había dejado demasiados rastros electrónicos. Además, teniendo en cuenta la trampa del piso franco, Cassandra sabía que continuaba con vida… O al menos lo fingía.
Por esa razón tenía que volver a entrar en la página del Departamento.
Introdujo su contraseña privada y accedió a su sistema de correo electrónico. Tecleó la dirección de su superior, Sean McKnight, director de Sigma. Si había alguien en quien podía confiar, ése era Sean. Necesitaba informarle sobre los acontecimientos, hacerle saber el estado de la operación.
Tecleó con rapidez en la pequeña ventana del correo, relatando un breve resumen de lo ocurrido. Destacó el papel de Cassandra, la posibilidad de que hubiese un topo en la organización. Era imposible que Cassandra conociera la existencia del piso franco y del código electrónico del equipo sin información interna.
Terminó el correo de esta manera:
Insisto nuevamente en que investigue la situación desde allí. El éxito de esta misión dependerá de que logremos cortar el flujo de información. No confíe en nadie. Intentaremos rescatar a la Dra. Al-Maaz esta noche. Creemos saber que el grupo de Cassandra lleva a la doctora a…
Painter hizo una pausa, respiró profundamente y continuó tecleando:
… a la frontera con Yemen. Nos dirigiremos de inmediato hacia allí para intentar evitar que crucen la frontera.
Painter se quedó mirando el correo, atónito ante la posibilidad. Omaha le hizo un gesto desde el otro ordenador.
—¡Han tomado el desvío de la carretera local!
Painter pulsó el botón de envío. El correo se desvaneció, pero no su sensación de culpabilidad.
—Vamos —Omaha se dirigió a la salida—. Tenemos que acortar la distancia.
Painter le siguió. Ya en la puerta, se giró y echó un último vistazo a la terminal de trabajo. Rezó por estar equivocado.