adarapmased
Safia se despertó en una celda, desorientada y con ganas de vomitar. El oscuro cubículo giraba una y otra vez al mover la cabeza. Emitió un gemido que le salió de lo más profundo, y en ese momento, a través de una elevada ventana, cubierta de barrotes, se colaron los rayos cegadores de la luz del día, brillantes, abrasadores. Una oleada de náuseas se apoderó de ella.
Se tumbó de lado y arrastró la cabeza, demasiado pesada para sus hombros, hasta el borde del catre donde se encontraba. Le daban arcadas, una y otra vez. Nada. Sólo notó el sabor de la bilis cuando volvió a tenderse sin fuerzas.
Respiró profunda y lentamente hasta que las paredes dejaron de moverse.
Se dio cuenta de que tenía el cuerpo empapado en sudor, por lo que se le había pegado el fino vestido de algodón a las piernas y al pecho. El calor resultaba sofocante. Tenía los labios secos y agrietados. ¿Cuánto tiempo habría estado drogada? Recordaba al hombre con la jeringuilla. Frío, alto, vestido de negro. La había obligado a quitarse la ropa mojada a bordo de la embarcación para embutirse en un vestido caqui.
Safia observó cuidadosamente a su alrededor. El cuarto tenía las paredes de piedra y el suelo de tablones. Apestaba a cebolla frita y pies sucios, y el único mobiliario lo constituía aquel catre. La robusta puerta de roble permanecía cerrada. Con llave, sin duda.
Se quedó inmóvil durante varios minutos. Sentía que le flotaba la cabeza, a causa de las drogas que le habían dado. Aún así, el pánico se aferraba en su interior como una garra alrededor de su corazón. Estaba sola, capturada. Y los demás… Muertos. Recordó las llamas del barco en medio de la noche, reflejándose en las aguas picadas por la tormenta. La imagen se le había grabado como un fogonazo en la oscuridad. Rojo, doloroso, demasiado vivido como para apartar la mirada. Sintió que no podía respirar, que se le cerraba la garganta. Quería llorar, pero no podía; si comenzaba, no terminaría jamás.
Finalmente, arrastró las piernas y las bajó hacia el suelo, no sin gran esfuerzo y decisión, dada la inmensa presión que sentía en la vejiga. Aquella necesidad biológica le recordó que estaba viva. Se levantó, inestable y temblorosa, apoyándose con una mano sobre la pared. Sintió el frescor agradable de las piedras.
Miró hacia la ventana obstruida con los barrotes. Por el calor y el ángulo de los rayos del sol, debía ser cerca de mediodía. ¿Pero de qué día? ¿Dónde estaba? Percibía el olor del mar y de la arena, por lo que todavía seguía en Arabia. Cruzó la habitación con una intensa quemazón en la vejiga.
Cojeó hasta la ventana y levantó un brazo. ¿La drogarían de nuevo sin más? Se tocó el bultito púrpura de la parte interna del codo, donde le habían introducido la aguja. No tenía elección, la necesidad era más fuerte que la precaución. Golpeó la puerta y gritó con voz ronca.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —Repitió las mismas palabras en árabe.
Sin respuesta.
Golpeó con más fuerza; le quemaban los nudillos y sentía un extraño dolor entre los omóplatos. Se sentía débil y deshidratada. ¿La habrían dejado ahí hasta que muriera?
Por fin escuchó unos pasos, y poco después, alguien descorrió una pesada barra sujeta a la madera. La puerta se abrió, y se encontró frente al mismo hombre de antes. Era veinte centímetros más alta que ella, y vestía una camisa negra y unos tejados desteñidos. Le sorprendió ver que llevaba la cabeza afeitada, no recordaba ese detalle. Claro, porque antes llevaba una gorra. El único pelo que tenía en la cabeza eran las espesas cejas oscuras y una pequeña perilla. Pero no olvidaba aquellos ojos, azules y fríos, ilegibles, impávidos. Los ojos de un tiburón.
Se estremeció al ver como la miraba, y de repente desapareció todo el calor del cuarto.
—¿Ya te has despertado? —le dijo—. Sígueme.
Percibió un rastro de acento australiano en su voz, un acento como suavizado por muchos años de hallarse fuera del país.
—¿Adonde? Es que… necesito ir al baño.
Frunció el entrecejo y se alejó a grandes pasos.
—Sígueme.
La condujo hasta un pequeño baño, con un retrete, una ducha sin cortina y un pequeño lavabo con el grifo mal cerrado. Safia entró y alargó la mano para cerrar la puerta, insegura de si aquel hombre le permitiría un poco de intimidad.
—No tardes —dijo, cerrando la puerta por completo.
Una vez sola, revisó el baño en busca de algo que utilizar como arma o de un modo de escapar. Pero la única ventana del cuarto también estaba cerrada con barrotes. Al menos a través de ésta podía ver algo. Corrió hacia ella y miró hacia el pequeño pueblo que se extendía abajo, anidado a la orilla del mar. Numerosas palmeras y edificios blanqueados se extendían entre ella y el agua, y a la izquierda, un revoltijo de lonas y toldos de colores señalaba la existencia de un mercado. En la distancia, al otro lado de las casas, se dispersaban los retazos verdes de los bananeros, cocoteros, campos de caña de azúcar y plantaciones de papaya.
Conocía aquel lugar.
La ciudad jardín de Omán.
Salalah.
Era la capital de la provincia de Dhofar, el destino originario del Shabab Omán. Se trataba de una región exuberante, rematada de cataratas y ríos que alimentaban los pastos. Sólo en aquella región de Omán bendecían los vientos monzónicos la tierra con sus ráfagas de lluvia, llovizna ligera y una neblina casi continua sobre las montañas de la costa. Era un sistema climático único en el Golfo, uno que favorecía el crecimiento del extrañísimo árbol del incienso, fuente de grandes riquezas en el pasado, que habían dado lugar a la fundación de ciudades legendarias como Sumharam, Al-Balid y por último, la ciudad perdida de Ubar.
¿Para qué la habrían llevado allí los secuestradores?
Cruzó hasta el retrete y alivió su necesidad; a continuación, se lavó las manos y contempló su reflejo en el espejo. Parecía una sombra de sí misma, demacrada, tensa, con los ojos hundidos.
Pero al menos estaba viva.
Un golpe de nudillos en la puerta.
—¿Acabas ya?
Sin otra cosa que hacer, Safia se acercó a la puerta y la abrió. El hombre asintió con la cabeza.
—Por aquí.
Se alejó, sin siquiera mirar atrás, con la seguridad plena de disfrutar del control de la situación. Safia le siguió, no tenía otra elección, pero podría decirse que eran sus piernas las que la arrastraban, la desesperanza pesaba demasiado. Bajó un tramo corto de escaleras y continuó por otro pasillo. Unos cuantos hombres de mirada dura y rifles al hombro holgazaneaban al otro lado de las puertas mientras otros montaban guardia. Por fin llegaron ante un portón.
El hombre que la guiaba llamó con los nudillos antes de abrirla.
Al entrar, Safia encontró un cuarto escasamente decorado: una alfombra raída con el color desgastado por el sol, un único sofá y dos sillas duras de madera. Un par de ventiladores batían el aire con su ronroneo, y sobre una mesita lateral se mostraba todo un despliegue de armas, equipo electrónico y un ordenador portátil. Un cable que se arrastraba hasta la ventana conectaba con una antena parabólica del tamaño de la palma de la mano, que apuntaba hacia el cielo.
—Eso es todo, Kane —dijo la mujer, alejándose del ordenador.
—Mi capitán. —El hombre saludó levemente y salió del cuarto, cerrando la puerta tras de sí.
Safia consideró la opción de arremeter contra las armas de la mesa, pero se sentía tan débil y aturdida que no llegaría ni a un paso de ellas.
La mujer se volvió hacia Safia. Llevaba unos pantalones deportivos negros, una camiseta gris y sobre ésta un blusón de manga larga, desabotonada y arremangada hasta los codos. Safia observó el bulto de la funda de una pistola en un costado.
—Siéntate —le ordenó, señalando una de las sillas de madera.
Safia obedeció con lentitud.
La mujer permaneció en pie, caminando lentamente de un lado a otro tras el sofá.
—Dra. al-Maaz, parece ser que tu reputación como experta en antigüedades de la región ha llegado a oídos de mis superiores.
Safia apenas comprendía sus palabras. De repente se encontró con los ojos clavados en el rostro de aquella mujer, en su melena negra, en sus labios. Era la misma que había intentado matarla en el Museo Británico, la misma que había orquestado la muerte de Ryan Fleming, y la que había acabado con la vida de todos sus amigos la noche anterior. Un torbellino de rostros e imágenes que se sucedían por su mente la distraía de las palabras de la mujer.
—¿Me estás escuchando?
No podía responder. Buscaba un rastro de maldad en aquella persona, algún vestigio de la capacidad para ejercer tal crueldad y salvajismo.
Una marca, una cicatriz, algo que le ayudara a entender. Pero no veía nada. ¿Cómo podía ser?
La mujer dejó escapar un pesado suspiro. Rodeó el sofá y se sentó, inclinándose hacia ella, con los codos apoyados en las rodillas.
—Painter Crowe —pronunció.
El inesperado nombre sorprendió a Safia, y un brote de furia comenzó a quemarla por dentro.
—Painter… era mi compañero.
La sorpresa y la incredulidad enervaban a Safia. No…
—Veo que he logrado captar tu atención —una mínima sonrisa de satisfacción asomó a sus labios—. Deberías saber la verdad. Painter Crowe te estaba utilizando. A todos vosotros. Te interpuso innecesariamente en peligro. Te ocultaba… secretos.
—Mentira —dijo Safia con voz ronca a través de sus labios parcheados.
La mujer se recostó en el sofá.
—No tengo necesidad alguna de mentir. A diferencia de Painter, yo digo la verdad. El objeto con que topaste, lo que descubriste por los avatares de la mala suerte y la casualidad, podría contener la llave de un poder desconocido.
—No sé de qué hablas.
—Hablo de antimateria.
Safia enarcó una ceja ante la imposibilidad de lo que oía, pero la mujer continuó hablando. Le explicó la explosión en el museo, los indicios de radiación, la búsqueda de la fuente principal de aquella forma estable de antimateria. A pesar de su deseo de negar lo que escuchaba, muchas cosas comenzaban a tener sentido. Ciertas afirmaciones de Painter, su instrumental, la presión por parte del gobierno estadounidense.
—Se cree que el fragmento de meteorito que explotó en el museo —continuó— velaba las verdaderas puertas de la ciudad perdida de Ubar. Y ahí es adonde nos llevarás.
Safia sacudió la cabeza.
—Eso es absurdo.
La mujer la miró con detenimiento varios segundos, se puso en pie y recorrió el cuarto con paso lento. Extrajo algo de debajo de la mesa y eligió un dispositivo del equipo dispuesto encima. Al girarse, Safia reconoció su propio maletín.
Soltó los pasadores de la maleta y abrió la parte superior por completo. El corazón de hierro descansaba en su molde negro de espuma de poliestireno, y resplandeció con un color rojizo a la luz del sol.
—Éste es el artefacto que descubriste en el interior de una estatua que data del año 200 antes de Cristo. Y tiene el nombre de Ubar escrito en su superficie.
Safia asintió lentamente, sorprendida por el conocimiento íntimo que poseía aquella mujer. Parecía saberlo todo sobre ella.
La mujer se inclinó sobre la maleta y pasó el dispositivo de mano sobre el artefacto. El aparato comenzó a crepitar, pero no como un contador Geiger.
—Capta un indicio de radiactividad de nivel extremadamente bajo. Apenas detectable, pero idéntico al del meteorito que explotó. ¿Te contó eso Painter?
Safia recordó que había visto a Painter con un dispositivo similar en la mano. ¿Sería cierto? La desesperanza se asentó de nuevo en la boca de su estómago como una piedra helada.
—Necesitamos que continúes trabajando para nosotros —dijo la mujer, volviendo a cerrar el maletín—. Que nos guíes hasta las puertas perdidas de Ubar.
Safia se quedó mirando el maletín cerrado. Todo el derramamiento de sangre, todas las muertes… vinculadas otra vez con un descubrimiento suyo. Otra vez.
—No lo haré —murmuró.
—Lo harás… o te mato.
Safia sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Ya no le importaba nada. Todo aquello que amaba había sido arrancado de su lado, arrancado por aquella mujer. No la ayudaría jamás.
—Seguiremos adelante contigo o sin ti. Hay muchos otros expertos en tu campo. Y además, puedo hacer que tus últimas horas resulten bastante desagradables si te niegas a cooperar.
Aquello logró arrancarle una débil sonrisa. ¿Desagradable? Después de todo lo que le había hecho pasar… Safia levantó la cabeza y se enfrentó por vez primera a los ojos de aquella mujer, algo que hasta el momento había temido hacer. No eran fríos, como los del hombre que la había conducido hasta allí. Brillaban con una ira bien arraigada, pero también con confusión. La mujer apretó levemente los finos labios.
—Haz lo que tengas que hacer —espetó Safia, percibiendo el poder de su propia desesperación. Aquella mujer no podía tocarla, no podía herirla. Habían arriesgado demasiado la noche anterior, y en ese momento, las dos conocían esa verdad.
Un mínimo destello de preocupación empañó la mirada de la otra.
Me necesita. Safia lo supo con certeza. Aquella mujer le había mentido con aquello de contar con otros expertos. No había ningún otro experto. El cuerpo de Safia se templó como el acero, asentando su resolución y deshaciéndose de la última lasitud inducida por la droga.
Una vez, hacía ya tiempo, otra mujer había aparecido de la nada y se había interpuesto en su camino, con una bomba ajustada al pecho y presa de un fervor religioso apasionado que acabó sin piedad alguna con muchas vidas. Todo por acabar con Safia.
La mujer había fallecido en la explosión de Tel Aviv, y Safia no pudo jamás enfrentarse a ella, hacerla responsable. En su lugar, aceptó el peso de toda la culpabilidad. Pero se trataba de mucho más que aquello. Safia no había sido capaz de exigir venganza por los que fallecieron a sus pies, de purgar su culpabilidad.
Ya no más.
Se enfrentó a su captora, sosteniéndole la mirada con decisión.
Recordó su deseo de haber podido detener a la mujer de Tel Aviv, de haberse encontrado con ella antes, de haber podido evitar de alguna forma la explosión, las muertes. ¿Sería cierto aquello de la antimateria? Recordó la explosión en el Museo Británico, las secuelas. ¿Qué haría una persona como aquella mujer con un poder tan inmenso? ¿Cuántos más morirían?
Safia no podía permitir que aquello ocurriera.
—¿Cómo te llamas?
La pregunta sorprendió a su captora, y esa reacción provocó un fogonazo de placer en Safia, tan brillante como el sol, doloroso y satisfactorio a la vez.
—Me has dicho que no me mentirías.
La mujer arrugó la frente y respondió despacio.
—Cassandra Sánchez.
—¿Y qué quieres que haga, Cassandra? —Safia disfrutaba con la irritación de la otra por el uso informal de su nombre—. Eso si coopero.
La mujer se levantó, irritada.
—En una hora partiremos a la tumba de Imran, donde se encontró la estatua que albergaba el corazón. Donde pensabas ir con los demás. Empezaremos por ahí.
Safia se puso en pie.
—Una última pregunta.
La mujer la miró socarronamente.
—¿Para quién trabajas? Dímelo, y cooperaré.
Antes de responder, Cassandra se dirigió a la puerta, la abrió e hizo una señal a su hombre, Kane, para que recogiera a la prisionera. Le habló desde el quicio de la puerta.
—Trabajo para el gobierno estadounidense.
Cassandra esperó a que la conservadora del museo saliera y la puerta se cerrara. Le dio una patada a una papelera de cesta de palma y la envió al otro lado de la habitación, desperdigando su contenido sobre el suelo de madera. Una lata de Pepsi traqueteó hasta detenerse junto al sofá. Hija de perra…
Tuvo que contener sus arranques y tragarse la rabia que sentía. Esa mujer parecía destrozada, Cassandra no habría imaginado nunca que se mostrara así de astuta al final. Había percibido el cambio en su mirada, como si una lengua glaciar de poder se desplazara hasta apoderarse del interior de su prisionera. Y no había podido detenerlo. ¿Cómo había ocurrido?
Apretó los puños con fuerza, y un momento después se obligó a relajar los dedos y a sacudir los brazos.
—Zorra… —murmuró.
Pero al menos la prisionera había decidido cooperar, una victoria que tendría que satisfacer sus ansias. El Patriarca se alegraría.
Aun así, la bilis se le revolvía en el estómago, lo que agriaba su humor. La conservadora del museo presentaba más fuerza de lo que Cassandra hubiera creído. Empezó a entender el interés de Painter en aquella mujer.
Painter…
Cassandra dejó escapar un suspiro perturbador. Su cuerpo no había aparecido, y eso hacía que sintiera cierta inquietud. Si hubiera…
Alguien interrumpió sus pensamientos al llamar a la puerta. John Kane entró antes siquiera de que ella se diese la vuelta. La irritación trepó por sus nervios ante aquella descarada invasión de su intimidad, aquella falta de respeto.
—Le han llevado algo de comer a la prisionera —dijo—. Estará preparada a las catorce cero cero.
Cassandra cruzó hasta la mesa donde se encontraba el equipo electrónico.
—¿Qué tal va la función subdérmica?
—Registra a la perfección, emite una señal de rastreo clara y potente.
La noche anterior habían drogado a la prisionera y le habían implantado un microtransmisor subdérmico entre los omóplatos. El mismo dispositivo que se suponía que Cassandra había implantado en Zhang, en Estados Unidos. Para ella resultaba especialmente gratificante utilizar el propio diseño de Painter en aquel asunto. El microtransmisor actuaría como una correa electrónica al cuello de la prisionera una vez que salieran a la calle. Podrían rastrear su ubicación con un radio de quince kilómetros. Cualquier intento de escapar sería en vano.
—Muy bien —dijo Cassandra—. Que todos tus hombres estén preparados.
—Lo están —Kane se enfureció por aquella orden, pero sabía que también se jugaba el cuello si la misión fracasaba.
—¿Noticias por parte de las autoridades locales sobre la explosión del navío de anoche?
—La CNN culpa a una organización terrorista no identificada —espetó.
—¿Y qué hay de los supervivientes? ¿Algún cuerpo?
—No hay supervivientes. Los equipos de rescate han comenzado con la identificación y el recuento de cuerpos.
Cassandra asintió.
—De acuerdo. Estad preparados. Puedes irte.
Tras poner los ojos ligeramente en blanco, Kane se dio la vuelta y salió de la habitación, tirando de la puerta sin llegar a cerrarla del todo.
Ella le siguió y la cerró de golpe. Echó el pestillo.
—Tú sigue pinchando, Kane… Me las pagarás todas juntas.
Suspiró para deshacerse de la frustración y se dirigió al sofá, en cuyo borde se sentó. Ningún superviviente. Imaginó a Painter y recordó la última vez que había sucumbido a su sutil aproximación a ella, a su seducción cuidadosamente organizada. A su primer beso. Tenía un sabor dulce, al del vino de la cena que habían tomado. Sus brazos alrededor de su cuerpo. Sus labios… las manos que se deslizaban suavemente por la curva de sus caderas.
Colocó su mano en el lugar donde él había descansado la suya una vez, y se recostó en el sofá, menos resuelta que hacía un momento. Sentía más rabia que satisfacción por la misión de la noche anterior. Más nervios. Y sabía por qué. Hasta que no viera el cuerpo ahogado de Painter, o su nombre en la lista de los que el mar arrastrara a la orilla, no sabría con certeza si seguía con vida.
Deslizó la mano por su cadera, recordando el pasado. ¿Cómo podían haber cambiado tanto las cosas entre ellos? Cerró los ojos, clavándose los dedos en el vientre, odiándose por haber pensado siquiera en aquella posibilidad.
Maldito seas, Painter…
Por mucho que fantaseara con la idea, siempre terminaba mal. Es lo que el pasado le había enseñado. Primero su padre, colándose en su cama a media noche, desde que ella tenía once años, colocado de crac, prometiéndole cosas, amenazándola. Cassandra se había cobijado en los libros, había levantado un muro entre ella y el resto del mundo. Los libros le enseñaron cómo el potasio podía parar un corazón. Indetectable. En su diecisiete cumpleaños, su padre apareció muerto en su sillón reclinable. Nadie prestó atención a un pinchazo más entre tantos. Pero su madre sospechó y le cogió miedo.
Sin razón alguna para seguir en casa, se unió al ejército a los dieciocho, y encontró placer en el endurecimiento de su personalidad, en ponerse a prueba día a día. Más tarde, la oferta: entrar en un programa de tiro de las Fuerzas Especiales. Era un honor, pero no todo el mundo pensaba igual. En Fort Bragg, uno de los alistados la acorraló en un callejón, decidido a corregirla. Se abalanzó sobre ella en el suelo y le rasgó la camisa.
—Ven con papá, zorra.
Gran error. El hombre sufrió fracturas en ambas piernas, y jamás lograron reparar por completo sus genitales. Le permitieron dejar el servicio siempre y cuando mantuviera la boca cerrada.
Y ella sabía guardar secretos.
Luego apareció Sigma solicitando sus servicios. Y el Gremio. Y todo se convirtió en una cuestión de poder, otra manera de fortalecerse y hacerse más dura. Aceptó el ofrecimiento.
Entonces llegó Painter… con su sonrisa… su tranquilidad…
El dolor la atravesó por dentro. ¿Vivo o muerto?
Necesitaba saberlo. Sabía que no debía dar nada por supuesto, tenía que pensar en un plan para imprevistos. Se levantó del sofá con energía y se acercó a la mesa. El portátil estaba abierto. Comprobó la emisión del microtransmisor implantado en la prisionera e hizo clic en la herramienta de trazado de mapas del GPS. Apareció una cuadrícula tridimensional. El dispositivo de rastreo, representado por un pequeño círculo azul, indicaba que se encontraba dentro de su celda.
Si Painter seguía ahí afuera, acudiría a por ella.
Se quedó mirando la pantalla. Tal vez la prisionera pensara que había ganado la primera mano, pero Cassandra tenía una visión más amplia.
Había modificado el microtransmisor subdérmico de Painter con una novedad diseñada por el Gremio. Había significado ampliar la célula de alimentación, pero una vez hecho, la modificación permitía a Cassandra hacer explotar, en cualquier momento, un perdigón de C4 incrustado en el dispositivo, destrozar la columna vertebral de Safia, matarla con tan sólo pulsar una tecla.
Así que, si Painter seguía ahí afuera… Que viniera.
Estaba preparada para acabar con cualquier incertidumbre.
Todo el mundo cayó exhausto sobre la arena. El capó abierto del camión robado echaba humo sobre la estrecha carretera costera, detrás de ellos. Un arco de arena blanca se extendía hacia lo lejos, bordeado de acantilados rocosos de piedra caliza, que descendían por el otro lado de la carretera hasta el mar. Era un lugar desértico, aislado de cualquier población.
Painter miraba hacia el sur e intentaba atravesar con la mirada los casi ochenta kilómetros que quedaban hasta Salalah. Safia tenía que estar allí. Rezaba por que no fuese demasiado tarde.
Tras él, Omaha y los tres Fantasmas del desierto discutían en árabe sobre el compartimento del motor del vehículo, mientras los demás buscaban la sombra de los acantilados, agotados tras una larga noche de viaje por terrenos escabrosos. La superficie de acero del remolque no ofrecía ninguna protección contra los baches y agujeros de la carretera costera. Painter había dormido a ratos, pero sin lograr descansar, tan sólo con sueños agitados.
Se tocó el ojo izquierdo, tan hinchado que no podía abrirlo. El dolor le hacía concentrarse en la situación del grupo. El trayecto, aunque constante, había sido lento, limitado por el terreno y las condiciones de la vieja carretera. Y ahora la manguera del radiador había reventado.
El retraso ponía en peligro sus planes.
El crujido de la arena le hizo girarse, y encontró a Coral, vestida con aquella bata suelta que le quedaba corta y dejaba al descubierto sus tobillos desnudos. Tenía el pelo y la cara manchados del aceite del camión.
—Llevamos retraso —le dijo.
Él asintió.
—¿Cuánto?
Coral comprobó la hora en su reloj, un cronógrafo sumergible Breitlinger. Estaba considerada como una de las mejores estrategas y logistas de la organización.
—Calculo que el equipo de asalto de Cassandra llegó a Salalah hacia mediodía, y esperará lo justo para asegurarse de que nadie les culpe de la explosión del Shabab Ornan y para tomar posiciones en la ciudad.
—¿El mejor y el peor panorama?
—El peor: Llegaron a la tumba hace dos horas. El mejor: Se dirigen a ella en este momento.
Painter sacudió la cabeza.
—No es mucho alivio.
—No, no lo es. Y no podemos engañarnos con falsas perspectivas —le miró directamente—. El equipo de asalto demostró concentración y organización. Con su victoria en el mar, seguirán adelante con una determinación renovada. Pero puede que haya una esperanza.
—¿Cuál?
—Que a pesar de su determinación, actúen con una precaución extrema. Painter enarcó una ceja, y Coral se explicó.
—Antes mencionaste el elemento de la sorpresa, pero ésa no es nuestra baza principal. Por el informe que recibí sobre la capitán Sánchez, no es una persona que corra riesgos, y creo que procederá como si esperase que alguien la siguiera.
—¿Y eso juega a favor nuestro? ¿Cómo?
—Cuando alguien no deja de mirar atrás, tiene más posibilidades de tropezar.
—Un pensamiento muy al estilo Zen, Novak.
Se encogió de hombros.
—Mi madre era budista.
Painter la miró. La cara de póquer con que expresó aquella afirmación no le permitía saber si hablaba en broma o en serio.
—¡Venga! —llamó Omaha mientras el motor se ahogaba, arrancaba y mugía. Sonaba peor que antes, pero al menos funcionaba—. ¡Arriba todo el mundo!
Se escucharon varias palabras de protesta mientras todos se levantaban de la arena.
Painter subió antes que Kara para ayudarla. Percibió un ligero temblor en sus manos.
—¿Te encuentras bien?
Ella soltó la mano y se la sujetó con la otra, sin mirarle a la cara.
—Sí, sólo estoy preocupada por Safia —buscó un rincón oscuro para sentarse.
Los demás hicieron lo mismo; el sol había empezado a calentar el metal del remolque. Omaha subió de un salto a la parte trasera mientras el gigantesco Barak cerraba la portezuela. Estaba manchado de grasa desde los codos hasta las yemas de los dedos.
—Has conseguido que arranque —dijo Danny, bizqueando mientras miraba a su hermano, no tanto por el sol como por su miopía, ya que había perdido las gafas durante la explosión. Había sido una presentación de Arabia muy dura para el joven, pero parecía llevarlo bien—. ¿Crees que el motor resistirá hasta Salalah?
Omaha se encogió de hombros a la vez que se dejaba caer junto a su hermano.
—Hemos hecho una pequeña chapuza para que la manguera deje de gotear. Puede que el motor se caliente en exceso, pero sólo nos quedan unos ochenta kilómetros. Llegaremos.
Painter deseó poder compartir su entusiasmo. Se instaló en un asiento entre Coral y Clay. El camión empezó su marcha, empujando a todos los pasajeros y arrancando un relinche preocupado del caballo. Los cascos del animal resonaron en el suelo abollado, mientras varias ráfagas de humo del tubo de escape marcaban el inicio del trayecto final hacia Salalah.
Painter cerró los ojos ante el resplandor del sol, reflejado en cada superficie. Sin esperanza de dormirse, se encontró a sí mismo pensando en Cassandra, recordando las experiencias pasadas con su antigua compañera: sesiones de estrategia, reuniones entre oficinas, varias operaciones de campo. En todos los aspectos, Cassandra había demostrado estar al mismo nivel que él. Pero había estado ciego a sus subterfugios, a su sangre fría, a su crueldad calculada. En todo eso, ella le sacaba ventaja, le ganaba como agente de campo.
Sopesó las palabras anteriores de Coral: Cuando alguien no deja de mirar atrás, tiene más posibilidades de tropezar. ¿Acaso le había ocurrido eso a él? Desde el atraco frustrado del museo, había sido demasiado consciente de su pasado con Cassandra, se había centrado demasiado en ella, y tal vez por eso no logró equilibrar pasado y presente. Incluso en su corazón. Tal vez fuera eso lo que le hizo mantener la guardia baja en el Shabab Ornan. ¿Una última esperanza de bondad en Cassandra? Si había llegado a encapricharse tanto con ella, es que debía haber algo entre los dos.
Pero ahora conocía la verdad.
Un quejido de protesta desvió su atención al otro lado del camión. Clay tiraba de la capa para cubrirse las rodillas. Tenía muy poca pinta de árabe aún vestido así, con su piel blanquecina, el pelo pelirrojo afeitado y las orejas alargadas. Captó la mirada de Painter.
—¿Qué te parece? ¿Llegaremos a tiempo?
Painter sabía que, a partir de ahí, era mejor andar con la verdad por delante.
—No lo sé.
Safia se colocó en el asiento trasero del Mitsubishi con tracción a las cuatro ruedas. Otros tres vehículos idénticos les seguían, componiendo entre todos un pequeño desfile funerario hacia la tumba del padre de la Virgen María, Nabi Imran.
Safia se sentó con rigidez. El vehículo olía a nuevo. La frescura del interior, el cuero negro, los embellecedores de titanio, las luces señalizadoras azuladas, todo aquello ocultaba el estado deplorable de su pasajera. Y ya no podía culpar de ello al turbio efecto de los sedantes. Su mente reproducía una y otra vez la conversación anterior con Cassandra.
Painter…
¿Quién era ese hombre? ¿Cómo podía haber trabajado una vez con Cassandra? ¿Qué significaba eso? Se sintió magullada por dentro, dolorida, al imaginar su sonrisa irónica, la forma en que su mano había tocado la suya con delicadeza, tranquilizándola. ¿Qué más le había ocultado? Safia albergaba en su interior toda aquella confusión, incapaz todavía de enfrentarse a ella, e insegura de por qué le afectaba tanto. Apenas se conocían el uno al otro.
En su lugar, intentó centrarse en el otro comentario perturbador de Cassandra. ¿Cómo podía trabajar para el gobierno estadounidense? Aunque Safia conocía bien la naturaleza ocasionalmente implacable de la política extranjera del país, no se imaginaba a los responsables políticos abogando por aquel ataque. Incluso los hombres de Cassandra desprendían cierto aire salvaje y mercenario. Su cercanía le ponía la carne de gallina. Esos hombres no eran soldados estadounidenses ordinarios.
Y luego estaba ese tal Kane, siempre vestido de negro. Había reconocido su acento australiano. Conducía con cierta brusquedad, tomando las curvas con violencia, como si estuviese irritado. ¿Qué verdad ocultaría?
La única compañera de viaje de Safia se encontraba sentada a su lado. Cassandra observaba el paso del paisaje, con las manos en el regazo. Como un turista cualquiera. Excepto que llevaba tres armas, se las había enseñado antes, como aviso. Una en una pistolera en el hombro, otra en la parte baja de la espalda y la última amarrada al tobillo. Safia sospechaba que escondía una cuarta.
Estaba atrapada, y no le quedaba otra opción más que quedarse quieta en su asiento.
Al atravesar el centro de Salalah, Safia observó que seguían un dispositivo de GPS. Bordearon un centro turístico playero, el Hilton Salalah, atravesaron el tráfico y se dirigieron hacia el distrito municipal interior, la zona de Al-Quaf, donde les esperaba la tumba de Nabi Imran.
No se encontraba muy lejos. Salalah era un pequeño pueblo, que se cruzaba en cuestión de minutos. Las atracciones principales yacían mas allá de la municipalidad, en las maravillas naturales del paisaje de alrededor: la magnificencia de la arenosa playa de Mughsal, las antiguas ruinas de Sumhurran, la multitud de plantaciones que prosperaban gracias a las lluvias monzónicas. Y un poco más hacia el interior, las verdes montañas de Dhofar se elevaban como un telón de fondo extraordinario, uno de los escasos lugares del planeta donde crecían los árboles del incienso.
Safia contempló las montañas envueltas por la calina, un lugar de misterio y riquezas eternos. A pesar de que el petróleo había sustituido al incienso como fuente principal de opulencia en Omán, este tipo de incienso continuaba dominando la economía local de Salalah. Sus tradicionales mercados al aire libre perfumaban el pueblo de agua de rosas, ámbar gris, madera de sándalo y mirra. El centro del perfume para el mundo entero. Destacados diseñadores de todos los rincones volaban hasta allí para estudiar los productos.
Aún así, el incienso había sido en el pasado el verdadero tesoro del país, superando incluso al oro. El comercio del preciado incienso había avivado el comercio omaní, haciendo que sus dhows navegaran hasta puntos tan al norte como Jordania o Turquía, o tan al oeste como África. Pero fue el trayecto por tierra, la Ruta del Incienso, el que se convirtió en la verdadera leyenda. Las ruinas antiquísimas jalonaban su camino, crípticas y misteriosas; las historias entrelazaban el judaismo con el cristianismo y el Islam. Y el punto más famoso era Ubar, la ciudad de los mil pilares, fundada por los descendientes de Noé, una ciudad que se enriqueció gracias a ser el mayor abrevadero para las caravanas que atravesaban el desierto.
Ahora, milenios más tarde, Ubar había vuelto a convertirse en un foco de poder, y se había vuelto a derramar sangre para descubrir su secreto, para exponer su corazón.
Safia hizo un esfuerzo por no mirar por encima del hombro la caja plateada que descansaba en el maletero. El corazón de hierro procedía de Salalah, como una migaja de pan dejada en el camino, como un marcador hacia la verdadera riqueza de Ubar.
La antimateria.
¿Sería eso posible?
Su Mitsubishi disminuyó la velocidad y giró para continuar por una callejuela sin pavimentar. Atravesaron una tira de puestos que ofrecían dátiles, cocos y pasas al borde del camino. El vehículo pasó ante ellos despacio, y aunque Safia consideró la opción de saltar de él, de huir, tenia el cinturón de seguridad puesto, y el más mínimo movimiento para quitárselo haría que la detuvieran.
Además les seguían otros vehículos, repletos de hombres armados. Uno de ellos giró tras el Mitsubishi, pero otro continuó recto, tal vez con la intención de dar un rodeo para acordonar el final del callejón.
Safia se preguntó a qué vendrían tantas medidas de seguridad. Kane y Cassandra parecían muy capaces de controlar a la prisionera, y ella sabía que no había forma de escapar. Intentarlo sería su muerte.
En su interior ardía una rabia contenida durante mucho tiempo. No se sacrificaría innecesariamente. Les seguiría el juego, pero esperaría a que llegase su oportunidad. Miró de reojo a Cassandra. En algún momento llegaría la hora de la venganza… por sus amigos… por ella misma. Ese pensamiento la mantenía con fuerza mientras el vehículo se detenía finalmente ante unas puertas de hierro forjado.
La entrada a la tumba de Nabi Imran.
—Más te vale que no intentes huir —le avisó Cassandra, como si le leyera la mente.
John Kane habló con uno de los guardas de la puerta, apoyado perezosamente con medio cuerpo fuera de la ventana. Le entregó unos cuantos ríales omaníes, y el hombre apretó un botón para que se abrieran las puertas y pudiera pasar el vehículo. Kane condujo despacio hasta el interior y aparcó.
El otro vehículo tomó posiciones junto a los puestos de fruta de la carretera.
Kane saltó del asiento y se dirigió a la parte posterior para abrir la puerta, gesto que podría haberse interpretado como un acto de caballerosidad en otras circunstancias. Pero en aquélla, no era más que una mera precaución. Le ofreció una mano para ayudarla, pero Safia la rechazó y salió por sí misma.
Cassandra dio la vuelta hasta llegar a su lado, cargada con el maletín de hierro.
—¿Y ahora qué?
Safia miró a su alrededor.
—¿Por dónde empezamos?
Se hallaban en el centro de un patio de piedra, amurallado y rodeado por pequeños jardines bien cuidados. Al otro lado del patio se elevaba una mezquita, cuyo minarete encalado destacaba cegadoramente contra el resplandor de medio día, rematado por una cúpula de un color dorado tostado. Un pequeño balcón semicircular en la parte superior marcaba el lugar desde el que el almuédano convocaba a rezar el adhan, la oración musulmana que se repetía cinco veces al día. Safia ofreció su propia oración, y aunque no obtuvo más que silencio por toda respuesta, encontró en ello cierto consuelo. Dentro del patio, los sonidos del pueblo cercano enmudecían, como si el propio aire se apaciguara ente la santidad del sepulcro. Varios fieles paseaban discretamente por los alrededores, respetuosos ante la tumba que se extendía a lo largo de un lateral: un edificio alargado, de techo bajo y enmarcado con arcos, pintado de blanco y ribeteado de verde. En el interior del edificio se encontraba el sepulcro de Nabi Imran, el padre de la Virgen María.
Cassandra dio un paso y se colocó frente a Safia. Su impaciencia y su energía contenida removían el aire, dejando una estela casi palpable a su paso.
—¿Por dónde empezamos, pues?
—Por el principio —murmuró Safia y avanzó hacia delante. La necesitaban. A pesar de ser su prisionera, no pensaba permitir que le metieran prisa. Su conocimiento era su escudo.
Cassandra caminó tras ella.
Cuando Safia llegó a la entrada del santuario, un hombre vestido con una chilaba, uno de los cuidadores de la tumba, salió al paso del grupo.
—Salam alaikum —les saludó.
—Alaikum as salam —respondió Safia.
—As fa —se disculpó, señalando hacia la cabeza de Safia—. Las mujeres no pueden entrar en la tumba con el cabello descubierto.
Les ofreció gratuitamente un par de pañuelos verdes.
—Shuk ran —Safia le dio las gracias y se colocó graciosamente la prenda. Sus dedos se movieron con una agilidad no utilizada en mucho tiempo, y encontró gran satisfacción cuando el hombre tuvo que ayudar a Cassandra a colocarse su pañuelo.
El cuidador se retiró.
—Que la paz sea con vosotros —entonó mientras regresaba a la sombra de su puesto en la galería.
—Tenemos que quitarnos los zapatos y las sandalias —dijo Safia, y señaló con la cabeza una hilera de calzado abandonado en el exterior de la puerta.
Una vez descalzos, entraron a la tumba.
El santuario era sencillamente un pasillo alargado que ocupaba toda a longitud del edificio. En un extremo se elevaba una lápida de mármol marrón, del tamaño de un pequeño altar. Sobre ésta, un par de quemadores de bronce a juego devoraban unas varillas de incienso que perfumaban el cuarto con un aroma medicinal. Pero lo que captó la atención de Safia fue la tumba que había debajo. A través del centro de la sala se extendía un sepulcro de treinta metros de longitud y medio metro de altura, cubierto con un arco iris de telas con frases del Corán impresas. El suelo que flanqueaba la tumba aparecía también cubierto de alfombras para los rezos.
—Es una tumba un tanto grande —dijo Kane en voz baja.
Un fiel se levantó de una alfombra, echó un vistazo a los visitantes y salió en silencio. Tenían todo el habitáculo para ellos solos.
Safia recorrió los treinta metros del sepulcro. Se decía que nunca se obtenía la misma medida a ambos lados, pero nunca lo había comprobado.
Cassandra la seguía, mirando a su alrededor.
—¿Qué sabes de este lugar?
Safia se encogió de hombros al llegar al extremo de la tumba y al bordearlo para regresar por el otro lateral hasta la lápida de mármol.
—Esta tumba ha sido un lugar de culto desde la Edad Media, pero el resto —con una mano señaló la cripta y el patio exterior— es relativamente nuevo.
Safia se acercó a la lápida de mármol y colocó una mano sobre la superficie.
—Aquí fue donde Reginald Kensington excavó la estatua de arenisca que contenía el corazón de hierro, hace unos cuarenta años.
Cassandra dio un paso al frente con el pequeño maletín. Rodeó el altar de piedra, y las serpientes de humo de las varillas de incienso se ondularon a su paso, como disgustadas.
Kane habló en voz alta.
—¿Y aquí está enterrado el padre de la Virgen María?
—Existe cierta controversia con respecto a esa afirmación.
Cassandra la miró de reojo.
—Explícate.
—La mayoría de las confesiones cristianas, es decir, los católicos, ortodoxos, nestorianos y jacobitas, creen que el padre de María era un hombre llamado Joaquín. Por otra parte, el Corán asegura que María descendía de una familia muy respetada, la de Imran. Lo mismo que cree la religión judía. De acuerdo con su tradición, Imran y su esposa deseaban un hijo, pero ella era estéril. Así que Imran rezó para tener un hijo varón, uno que consagrara su vida al templo de Jerusalén. Sus oraciones fueron escuchadas, y su esposa se quedó embarazada, pero de una niña. María. Dichosos a pesar de todo, los padres la consagraron a una vida de piedad en honor al milagro de Dios.
—Hasta que un ángel la dejó preñada.
—No exactamente, el ángel le anunció que estaba en cinta, pero en fin, ahí es donde las cosas se ponen peliagudas entre las religiones.
—¿Y qué hay de la estatua, la de la lápida? —preguntó Cassandra para dirigir la conversación hacia su objetivo—. ¿Por qué la colocaron ahí?
Safia permaneció en pie ante la lápida de mármol, preguntándose lo mismo, tal como llevaba haciendo desde que emprendió su viaje en Londres. ¿Por qué colocaría alguien una pista hacia Ubar en un lugar vinculado a la Virgen María, una figura venerada por tres religiones, judaismo, cristianismo e islamismo? ¿Acaso a sabiendas de que aquel lugar sería protegido a través de los siglos? Todas las religiones tenían interés en mantener aquella tumba, y ninguna podía anticipar que Reginald Kensington fuera a excavar la estatua para añadirla a su colección en Inglaterra.
¿Pero quién colocó originalmente la estatua allí, y por qué? ¿Tal vez porque Salalah marcaba el inicio de la Ruta del Incienso? ¿Constituiría la estatua una señal, un primer marcador que condujera hasta el corazón de Arabia?
La mente de Safia barajaba varias posibilidades: la edad de la estatua, los misterios de la tumba, la veneración multirreligiosa del lugar…
Se giró hacia Cassandra.
—Necesito ver el corazón.
—¿Por qué?
—Porque tienes razón. La estatua debió ser colocada aquí por una razón.
Cassandra la miró un buen rato, luego se arrodilló sobre una de las alfombras para la oración y abrió el maletín. El corazón brillaba pálidamente en su molde de espuma negra.
Safia se agachó y extrajo el corazón, sorprendida de nuevo por su peso. Al levantarse, sintió el líquido que se agitaba en el interior, pesado como si las cámaras del corazón estuviesen llenas de plomo fundido.
Lo llevó hasta el altar de mármol.
—Se dice que la estatua se encontraba aquí. —Al girarse, varios trozos de incienso cayeron del extremo de uno de los vasos sanguíneos del corazón y se esparcieron como si fueran sal sobre el altar de mármol.
Safia sujetó el corazón contra su pecho y lo posicionó anatómicamente, con los ventrículos hacia abajo, el cayado de la aorta hacia la izquierda, como si se encontrara en su propio cuerpo. Se situó sobre la cabecera de la larga y estrecha tumba e imaginó la estatua del museo antes de que la explosión acabara con ella.
Medía casi dos metros de altura y representaba a una mujer con el pelo y la cara tapados con un pañuelo, a la manera típica de las beduinas de su época. La figura portaba un largo quemador de incienso funerario sobre el hombro, como si apuntase con un rifle.
Safia bajó la mirada hacia los fragmentos de incienso. ¿Acaso ese mismo incienso era el que una vez se quemara allí? Sujetó el corazón de hierro con un brazo, se agachó a recoger unos trozos de incienso y los colocó en un quemador cercano, a la vez que recitaba en silencio una oración por sus amigos. Al arder, el incienso desprendió un aroma fresco y dulce.
Cerró los ojos y respiró profundamente el incienso que impregnaba el aire. El aroma del pasado. Al respirar, retrocedió en el tiempo hasta antes del nacimiento de Cristo.
Imaginó el árbol que producía aquel incienso, un árbol escuálido y cubierto de maleza, con hojas pequeñas de un color gris verdoso. Imaginó a las antiguas gentes que recogían su savia, una tribu exclusiva de las montañas, tan aislada que su idioma fue el antecesor del árabe actual. Sólo un puñado de miembros de la tribu había logrado sobrevivir en el aislamiento de las montañas, viviendo a duras penas una existencia precaria. Escuchó su idioma, un sonsonete cantarín, como el gorjeo de un pájaro. Aquellas personas, los Shahra, aseguraban ser los supervivientes de los descendientes de Ubar, el linaje de los padres fundadores.
¿Habrían recogido el incienso ellos mismos?
Al respirar profundamente recordando el pasado, se sintió desvanecer, y la sala comenzó a girar a su alrededor. En un momento dado, no se sintió capaz de discernir arriba de abajo, y empezaron a flaquearle las rodillas. John Kane la sujetó del brazo con que sujetaba el corazón.
Tembló un instante en su mano… y se cayó.
El corazón golpeó el altar con un apagado ruido metálico y rodó sobre el mármol, girando sobre su superficie, tambaleándose ligeramente, como si el líquido del interior hubiera hecho que perdiera el equilibrio.
Cassandra se apresuró a cogerlo.
—¡No! —gritó Safia—. Déjalo.
El corazón giró una vez más y empezó a detenerse. Pareció mecerse un poco hacia un lado, y por fin se detuvo completamente.
—No lo toques —Safia se arrodilló y miró al corazón con los ojos a la altura de la lápida. El incienso invadía empalagosamente el ambiente.
El corazón descansaba en la posición exacta con que un momento antes lo sujetara contra su pecho: con los ventrículos hacia abajo y el cayado de la aorta hacia arriba, curvado hacia la izquierda.
Safia se puso en pie. Ajustó su propio cuerpo a la posición del corazón, como si fuera el suyo propio, y una vez colocada, corrigió la colocación de sus pies y levantó los brazos, fingiendo sujetar aquel rifle invisible entre las manos, o tal vez un quemador de incienso funerario.
Congelada en la posición de la antigua estatua, Safia observó la longitud de su brazo levantado. Apuntaba directamente a lo largo del eje de la tumba, alineado a la perfección. Safia bajó los brazos y contempló el corazón de hierro.
¿Qué posibilidades existían de que por pura casualidad se hubiera detenido en aquella posición? Recordó el chapoteo del interior, imaginó sus giros nerviosos, su leve balanceo final. Como una brújula.
Observó la longitud de la tumba con un brazo elevado para marcar el recorrido. Su visión atravesó las paredes, salió de la ciudad y continuó mas allá, hacia las distantes montañas verdosas.
Entonces lo supo.
Pero necesitaba estar segura.
—Necesito un mapa.
—¿Por qué? —preguntó Cassandra.
—Porque sé cuál es el siguiente lugar al que tenemos que ir.