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Demasiado tarde.
Painter se acercó a la puerta abierta del camarote de Safia. Una lámpara resplandecía en el interior. A pesar de la urgencia y la certeza de que el navío estaba minado, dudó un instante.
Kara se encontraba tras él, junto al cuerpo de Clay, y Painter temía encontrar a Safia en la misma condición. Muerta en el suelo. Pero sabía que debía afrontar la verdad. Ella había confiado en él, y aquellas muertes eran todas culpa suya. No había prestado la atención suficiente. La misión se había desarrollado en sus narices sin que siquiera se diera cuenta.
Desde un lado, empujó la puerta para abrirla por completo, y escrutó el cuarto sin pestañear. Vacío.
Casi sin creérselo, atravesó con cautela el umbral. Lo único que quedaba de la mujer que una vez ocupara aquel camarote era el aroma a jazmín. Ningún signo de violencia. Aún así, tampoco se veía el maletín de metal que contenía el artefacto del museo.
Permaneció paralizado un momento, entre preocupado y confuso.
Escuchó un quejido tras él y se giró.
—¡Clay está vivo! —anunció Kara desde el pasillo.
Painter se precipitó hacia ellos.
Kara, arrodillada junto al cuerpo del joven, sujetaba algo entre los dedos.
—He encontrado esto clavado en su espalda.
Al acercarse a ella, Painter percibió que el pecho del chico se elevaba y descendía levemente. ¿Cómo no se había dado cuenta? Pero sabía la respuesta. Había actuado con demasiada premura, totalmente seguro de sus destinos.
Kara le ofreció el objeto, se trataba de un pequeño dardo.
—Un tranquilizante —confirmó Painter.
Volvió la mirada hacia la puerta abierta. Tranquilizantes. Así que necesitaban a Safia con vida. Aquello era un secuestro. Sacudió la cabeza reprimiendo una carcajada, en parte por la astucia de Cassandra, y en parte de alivio.
Safia estaba viva. De momento.
—No podemos dejarle aquí —decidió Kara.
Painter asintió, recordando el resplandor del sumergible en las aguas oscuras y recordando la urgencia. ¿De cuánto tiempo dispondrían?
—Quédate con él.
—¿Pero dónde…
Sin más explicaciones, Painter se apresuró hacia la cubierta baja y registró los camarotes de los demás: los hermanos Dunn y su compañera. Al igual que el de Safia, sus camarotes estaban vacíos. ¿Adonde les habrían llevado?
Más abajo descubrió a uno de los trabajadores de la galera encogido, con la nariz ensangrentada. Intentó que el hombre le siguiera de regreso arriba, pero estaba tan asustado que el miedo le paralizaba. Painter no tenía tiempo para persuadirle, así que se abalanzó sobre la escalera.
Kara había logrado que Clay se sentara. Aún estaba atontado, no podía sostener su propia cabeza y murmuraba palabras ininteligibles.
—Vamos —Painter agarró a Clay de un brazo y le ayudó a ponerse en pie. Era como cargar con un saco de cemento.
Kara recogió sus gafas del suelo.
—¿Adonde vamos?
—Tenemos que salir de este barco.
—¿Y los demás?
—No están. Ni Safia ni ningún otro.
Painter comenzó a subir las escaleras.
Al llegar arriba, una figura se les acercó hablando a toda velocidad en árabe, demasiado rápido como para que Painter le entendiese.
—El capitán al-Haffi —le presentó Kara.
Painter tenía información sobre aquel hombre, sabía que era el jefe de los Fantasmas del desierto.
—Necesitamos la munición de las cajas de la bodega —explicó el capitán a toda velocidad—. Tenéis que esconderos.
Painter le detuvo.
—¿Cuánto tiempo podéis aguantar con las balas que tenéis?
Se encogió de hombros.
—Unos minutos.
—Debéis mantenerles rodeados, que no abandonen el barco —Painter cavilaba a toda velocidad. Dedujo que la única razón por la que todavía no habían volado en mil pedazos el Shabab Ornan era porque el equipo de demolición todavía se encontraba a bordo. Una vez que dejaran el barco, nada evitaría que Cassandra detonara las bombas.
Painter vio una forma caída sobre el suelo. Era uno de los enmascarados, el que había visto tumbado en la cubierta. Dejó a Clay en el suelo y se acercó al hombre con la esperanza de encontrar algo que pudiera servirle de ayuda. Una radio, o cualquier cosa. El capitán al-Haffi se unió a él.
—Le he traído hasta aquí esperando que llevara munición, o incluso una granada. —Pronunció estas últimas palabras con una amargura densa, a sabiendas de que una sola granada habría terminado con la situación de punto muerto en cubierta.
Painter registró el cuerpo y le arrancó la máscara. El hombre llevaba una radio subvocalizada. Se la arrancó y se colocó el auricular en el oído. Nada. Ni siquiera un ruido estático. El equipo había cortado la comunicación.
Siguió buscando, y al registrar el equipo de visión nocturna descubrió que el hombre llevaba una correa alrededor del pecho. Un monitor ECG.
—Maldición.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kara.
—Suerte que no descubrieras esa granada —explicó—. Todos los hombres están equipados con monitores de estado. Matarles sería lo mismo que dejar que escaparan. Una vez que desaparezcan, tanto si dejan el barco como si mueren, los demás harán saltar en pedazos el navío.
—¿Lo harán saltar en pedazos? —repitió al-Haffi en inglés, entrecerrando los ojos.
Painter le explicó brevemente lo que había visto y las implicaciones que aquello tenía.
—Debemos abandonar el barco antes que el equipo de retaguardia. He visto un esquife detrás de popa.
—Es la lancha de salvamento del navío —confirmó el capitán.
Painter asintió. Una pequeña embarcación de aluminio.
—Pero esos infieles se encuentran entre nosotros y la lancha —añadió al-Haffi—. Tal vez podríamos ir por debajo, por el vientre del barco, pero una vez que mis hombres dejen de disparar, los otros escaparán.
Painter dejó de registrar al enmascarado y echó un vistazo a la cubierta abierta. El tiroteo había disminuido, ambos bandos se estaban quedando sin munición y no podían desperdiciar una sola bala.
Los Fantasmas se encontraban en desventaja. No podían dejar que los armados escaparan, pero tampoco podían matarles.
Otro punto muerto.
¿O tal vez no?
Giró sobre sí mismo, con una idea repentina.
Antes de poder hablar se escuchó un ruido atronador en la cubierta de popa. Volvió a asomarse y vio que la trampilla de la bodega inferior se había abierto violentamente, y un trío de caballos árabes salían por ella al galope y corcoveaban contra el viento de cubierta, rompiendo cajones y enredando las jarcias. En el caos que producían, destrozaron las bombillas y sumieron la cubierta en una oscuridad mayor.
Uno de los caballos, una yegua, arremetió directamente contra la barricada enemiga. Se escucharon varios disparos y un relinche de caballo.
En medio de la confusión apareció un cuarto caballo, galopando bajo un halo blanquecino. El semental árabe. Voló sobre la rampa y aterrizo en cubierta aporreando con los cascos las placas de madera.
Pero esta vez no cabalgaba libre y salvaje. A lomos del animal ensillado, Omaha apuntó con dos armas al enmascarado más cercano y disparó a todo lo que tenía a tiro hasta vaciar los cargadores, sin piedad alguna.
Dos hombres cayeron a su paso.
—¡No! —gritó Painter, abriendo la puerta de un empujón. Pero la descarga de fuego apagó sus palabras.
Unos movimientos en la trampilla revelaron a Coral, que se deslizaba hasta un puesto de tiro, con un rifle al hombro. Apuntó al único hombre que quedaba en pie, y que intentaba saltar al agua por encima de la barandilla.
El rifle disparó una única ráfaga y el enemigo se sacudió en el aire como si un caballo fantasma le hubiese propinado una coz. La parte izquierda de su cara desapareció en pedazos, mientras su cuerpo se deslizaba sobre la cubierta, apoyado en la baranda.
Painter suprimió un quejido. El punto muerto había llegado a su fin, y una vez muerta la retaguardia, nada evitaría que Cassandra hiciera estallar el navío.
Cassandra comprobó la hora en su reloj mientras subía desde su Zodiac al aerodeslizador. La misión llevaba diez minutos de retraso. En cuanto subió a cubierta, el segundo al mando se acercó a ella.
John Kane gritó a dos hombres que ayudaran a subir el cuerpo que yacía boca abajo en la Zodiac, el de la conservadora del museo. Las aguas se iban picando mientras los vientos soplaban con fuerza y hacían que subir a bordo constituyera un ejercicio de equilibrio y sincronización.
Cassandra subió el maletín con el artefacto. A pesar de los contratiempos, habían logrado completar su misión.
Kane se detuvo a su lado. Parecía más una sombra que un hombre, todo vestido de negro, desde las botas hasta el pasamontañas.
—La Aarhus nos contactó por radio para dar luz verde hace ocho minutos. Esperan tus órdenes para detonar las minas.
—¿Qué hay del equipo de demolición? —Cassandra había oído el tiroteo en la cubierta del Shabab. Mientras navegaba a toda velocidad, escuchó el eco en el agua, pero el último minuto había transcurrido en silencio.
Kane sacudió la cabeza.
—Los monitores se han quedado planos.
Muertos. Cassandra recordó los rostros de sus hombres, mercenarios adiestrados.
Se escucharon unos pasos sobre la cubierta, procedentes del puesto de mando.
—¡Capitán Sánchez! —Era el encargado de la radio. Patinó hasta detenerse en la resbaladiza superficie—. ¡Volvemos a captar las tres señales!
—¿Las del equipo de demolición? —Cassandra clavó la mirada en el mar. Como para llamar su atención, se escucharon varios tiros en el Shabab Omán.
Volvió a mirar a Kane, que se encogió de hombros.
—Hace un momento perdimos todo contacto —informó el hombre de la radio—. Tal vez fuese una interferencia de la tormenta, pero volvemos a captar la señal con toda claridad.
Cassandra volvió a concentrarse en el mar, en las luces del otro barco, entrecerrando los ojos e imaginando a los hombres. Kane seguía a su lado.
—¿Órdenes?
La lluvia comenzó a arreciar con su intenso repique sobre la cubierta. Apenas notaba la fuerza de las gotas en las mejillas.
—Detonad las minas.
El encargado de la radio se sorprendió, pero sabía que era mejor no preguntar. Miró a Kane, y éste asintió. Tras apretar el puño con rabia, regresó al puesto de mando.
A Cassandra le molestó aquel retraso en obedecer sus órdenes. Había notado que el hombre esperaba la confirmación de su segundo. Aunque la dirección de la operación había sido asignada a Cassandra, eran los hombres de Kane. Y acababa de condenar a muerte a tres.
No obstante, el rostro de Kane permaneció estoico, su mirada vítrea.
—Ya están muertos —le aseguró—. La nueva señal es falsa.
Kane arrugó la frente.
—¿Cómo puedes estar tan…
—Porque Painter Crowe se encuentra a bordo.
En cuclillas junto a los otros, Painter comprobó las correas sobre los pechos desnudos de Omaha y Danny. Los monitores de los tres hombres muertos parecían funcionar bien. El dispositivo de su propio pecho parpadeaba con regularidad, transmitiendo su impulso al barco de asalto oculto en la oscuridad.
Danny se limpió el agua de las gafas.
—¿Seguro que estas cosas no nos electrocutarán si se mojan?
—Seguro —respondió Painter.
Todo el mundo estaba reunido en cubierta: Kara, los hermanos Dunn, Coral y Clay, que se había despabilado lo suficiente como para permanecer en pie. Pero los bandazos del navío con el alto oleaje de la tormenta hacían que necesitara ayuda. A unos pasos de ellos, los cuatro patrulleros omaníes disparaban de vez en cuando los rifles para simular la anterior situación de punto muerto.
Painter ignoraba si Cassandra se tragaría aquella estratagema, pero esperaba que lo hiciera, al menos el tiempo suficiente para que abandonaran el barco. El capitán al-Haffi había movilizado a la tripulación, que ya había desatado la lancha motorizada, preparada para que subieran a bordo.
El otro bote salvavidas desatado también estaba listo para ser bajado. La tripulación de quince hombres se había reducido a diez. Como no podían perder ni un segundo, no tenían más remedio que dejar a los muertos atrás.
Painter observó el oleaje, cada vez más alto, desde una posición estratégica, para que las motos acuáticas que patrullaban no le vieran. Las olas medían ya casi cuatro metros, y las velas chasqueaban, mientras las ráfagas de lluvia barrían la cubierta. La lancha de aluminio chocó contra la popa, colgando de las cuerdas.
Y la tormenta no había estallado con toda su furia todavía.
Painter vio una de las motos acuáticas asomar sobre una ola, saltar por el aire y volver a caer sobre la superficie del mar. Se agachó instintivamente, pero no era necesario. La moto acuática se estaba alejando.
¡La moto se estaba alejando! Cassandra lo sabía…
Painter se dio la vuelta.
—¡Todo el mundo a los botes! —gritó—. ¡Ahora mismo!
Safia salió de su aturdimiento con el resplandor de un relámpago Las gotas frescas de la lluvia le salpicaban la cara. Se encontraba tumbada de espaldas y empapada hasta los huesos. Se sentó, pero el mundo giraba a su alrededor. Voces. Piernas. Otro relámpago. Se encogió con el estruendo del trueno. Sintió que su cuerpo se mecía. Estoy en un barco.
—Se le está pasando el efecto de los tranquilizantes —dijo alguien detrás de ella.
—Llevadla abajo.
Safia levantó la cabeza para mirar a quien había hablado. Una mujer. Se encontraba a un metro de distancia y tenía la mirada fija en el mar, además de un extraño aparato sujeto a la cabeza. Vestía totalmente de negro y llevaba el cabello trenzado en la nuca.
Conocía a aquella mujer, de repente volvieron los recuerdos. Un grito de Clay seguido de unos toquecitos en la puerta. ¿Clay? Se negó a responder, presintiendo que algo no iba bien. Había pasado demasiados años en el límite del pánico como para no haber desarrollado una espesa capa de paranoia. Pero no le sirvió de nada. El cerrojo de la puerta cedió con la misma facilidad que si alguien abriera con la llave desde afuera.
La mujer que tenía delante de ella en ese momento apareció en el quicio de la puerta. Luego había sentido un pinchazo en el cuello. En ese momento se llevó los dedos a la parte inferior de la barbilla y notó un punto blando. Se había levantado para esconderse en el otro lado de su camarote, mientras el pánico le cerraba la visión hasta un reducido punto de láser. Finalmente, aquel punto se había desvanecido también. Luego sintió que se desplomaba, pero su cuerpo no llegó a estrellarse contra el suelo. El mundo desapareció antes.
—Dadle algo de ropa seca —dijo la mujer.
Con gran estupor, Safia reconoció aquella voz, el desdén, la pronunciación aguda de las consonantes. El techo del Museo Británico. Dime la combinación. ¡Era la ladrona que la atacó en Londres!
Safia sacudió la cabeza, aquello era una pesadilla, pero despierta.
Antes de poder reaccionar, dos hombres la agarraron de los brazos y la levantaron. Intentó apoyar los pies, pero éstos resbalaban en la cubierta mojada. Parecía que tuviera las rodillas de mantequilla. Algo tan simple como mantener la barbilla en alto requería de toda su fuerza de voluntad.
Safia miró más allá de la barandilla del barco. La tormenta había estallado, y el oleaje subía y bajaba en oscuros montículos semejantes al lomo de una ballena, suaves y brillantes. Percibió algunos gorros blancos, bañados de plata a causa de la escasa luz. Pero lo que llamó su atención, lo que le hizo mantener la cabeza elevada, fue la feroz devastación que observó a corta distancia.
De repente, las fuerzas le flaquearon.
Un barco ardía en medio del mar embravecido, y sus mástiles se habían convertido en antorchas gigantescas. Una de las velas se sacudía en remolinos de cenizas aún encendidas que le arrancaba el fuerte viento. Los fragmentos incendiados del casco destripado decoraban la superficie como hogueras esparcidas.
Conocía aquel barco. El Shabab Omán.
Se quedó sin aliento, mientras se debatía entre gritar y ceder a la desesperación. La agitada marea la enfermó de repente, y comenzó a vomitar sobre cubierta, manchando los zapatos de sus guardias.
—¡Vaya, lo que nos faltaba! —maldijo uno, tirando de ella con crueldad.
Pero los ojos de Safia seguían clavados en el mar. Le ardía la garganta.
Otra vez no… todas las personas que quiero no…
Una parte de ella sabía que merecía aquel dolor, aquella pérdida. Desde Tel Aviv, se encontraba en eterna espera, esperaba que le arrancaran todo lo que le importaba. La vida era cruel y extrañamente trágica. Nada era permanente, nada era seguro.
Las lágrimas le abrasaron las mejillas.
Safia contempló las ruinas feroces del Shabab Ornan. Mantenía pocas esperanzas de que sus ocupantes se hubieran salvado, pero su captora borró de un plumazo aquella esperanza mínima.
—Enviad a la patrulla —ordenó—. Que maten a todo lo que se mueva.
Painter se limpió la sangre de un corte sobre el ojo izquierdo. Sacudía los pies para mantenerse a flote, mientras las aguas remontaban y descendían.
El cielo se deshacía en una lluvia recia, atravesada por los relámpagos. Los truenos rugían feroces.
Volvió a mirar la lancha boca abajo, que subía y bajaba sincrónicamente con él. Alrededor de la cintura, una cuerda le unía a la proa del esquife, y a su alrededor, las olas se ensortijaban como si flotara en un mar de petróleo. Pero más allá divisó hogueras salpicadas sobre el agua, que aparecían y desaparecían, mientras la figura inmensa del Shabab Ornan se iba hundiendo, envuelta en llamas.
Se limpió de nuevo la sangre y el agua de los ojos y escrutó el agua en busca de peligros. Por la mente le cruzó una vaga idea sobre la presencia de tiburones. Sobre todo por la sangre. Pero esperaba que la tormenta mantuviera a aquellos depredadores en las profundidades.
Aún así, Painter buscaba otro tipo de depredadores. No tuvo que esperar mucho.
A la luz de los numerosos tablones flotantes incendiados, divisó una moto acuática que se acercaba, rodeándoles con un amplio círculo.
Painter se colocó las gafas de visión nocturna y se sumergió un poco más para ocultar su silueta. El mundo se disolvió en tonos verdes y blancos. Las hogueras le cegaban con su resplandor y el mar adoptó un tono aguamarina plateado. Se centró en la moto acuática. A través de las gafas, la moto brillaba con crudeza, y su faro resultaba tan luminoso como las hogueras flotantes. Cambió a la herramienta de aumento óptico. El piloto conducía agachado, y tras él, otro hombre manejaba el rifle de asalto montado, capaz de disparar cien balas por minuto.
Con aquellas gafas especiales, Painter distinguió con facilidad otras dos motos que se acercaban bordeando los restos esparcidos del barco, estrechando poco a poco el círculo. Más allá de la figura del navío en llamas se escuchó la explosión de un arma. Le siguió un grito, que termino de inmediato, a diferencia de los disparos.
El propósito de aquellos carroñeros estaba muy claro.
Ni supervivientes, ni testigos.
Painter nadó de vuelta a la lancha boca abajo, que flotaba como un corcho en el mar enojado. Una vez cerca del casco, se sumergió. Las gafas de visión nocturna eran herméticas. Resultaba extraño lo brillante que se veía el mar a través de sus lentes. Observó las numerosas piernas que colgaban del esquife volcado.
Se coló entre ellas y emergió bajo el casco. Incluso con las gafas puestas, los detalles se veían borrosos. Contó ocho figuras agarradas a la borda y a los asientos de aluminio. El aire se había enrarecido ya a causa del miedo.
Kara y los hermanos Dunn ayudaban a Clay Bishop, que parecía ya más recuperado, a mantenerse a flote. El capitán al-Haffi había tomado posición cerca del parabrisas de la lancha, y al igual que sus dos hombres, se había quitado la capa del desierto y vestía sólo un taparrabos. El destino de los cuatro Fantasmas continuaba sin conocerse.
La explosión ocurrió justo cuando la lancha tocaba el agua. La sacudida les había lanzado a lo lejos, volcando la pequeña embarcación. Todos sufrían lesiones menores. Poco después, Painter y Coral reunieron a los demás bajo la lancha, mientras los restos del navío caían incendiados en el mar. Además, ofrecía un cobijo excelente para evitar ser vistos.
Coral le preguntó al oído.
—¿Ha enviado un equipo de limpieza?
Painter asintió.
—Esperemos que la tormenta acorte su búsqueda.
Escucharon el gruñido de una moto acuática, que aumentaba y menguaba a la vez que sus pasajeros se elevaban y caían entre el oleaje. Al momento se acentuó el ruido. La moto había virado, y se encaminaba directamente hacia ellos.
Painter tuvo un mal presentimiento.
—¡Todos bajo el agua! —avisó—. ¡Y contad hasta treinta!
Esperó hasta comprobar que todos le obedecían. Una vez que Coral se sumergió en el agua, Painter tomó aire y…
Los disparos resonaron sobre el lateral de aluminio, ensordecedores. Como piedras de granizo del tamaño de una pelota de golf sobre un tejado de hojalata. Sólo que no se trataba de granizo, sino de una ráfaga disparada desde tan cerca que las balas perforaban el doble casco de la pequeña lancha.
Painter se sumergió con rapidez, mientras un par de balas atravesaban el agua con un leve susurro. Vio a los demás bajo el esquife, con los brazos estirados hacia arriba para sujetarse. Painter esperaba que el doble casco de la embarcación y el impacto en el agua amortiguaran la velocidad de las balas, una de las cuales pasó rozándole el hombro.
Contuvo la respiración, agarrado al barco, hasta que finalizó la descarga, y a continuación sacó la cabeza del agua debajo del casco. Todavía se escuchaba cerca el motor de la moto acuática. Un trueno hizo retumbar el casco como si tañeran las campanas en sus oídos.
Omaha emergió a su lado bajo el casco, seguido de los demás, que ya no podían contener por más tiempo la respiración. Permanecieron en silencio total, a la escucha del ruido del motor y preparados para volver a sumergirse si fuera necesario.
La moto se acercó al barco, chocando contra el lateral del esquife.
Si intentaran darle la vuelta, o utilizar una granada…
Un golpe de oleaje elevó el bote y a sus ocupantes ocultos, y la moto chocó con más fuerza contra el casco, empujada por la fuerza de la tormenta. Oyeron a alguien maldecir en voz alta, poco antes de que el motor volviera a rugir y empezara a alejarse.
—Podríamos hacernos con la moto acuática —susurró Omaha con su cara pegada a la de Painter—. Tú y yo. Todavía tenemos un par de pistolas.
Painter frunció el entrecejo.
—¿Y luego qué? ¿Crees que no echarán de menos una moto acuática? Ahí afuera se encuentra la embarcación principal, sin duda más rápida que las motos. Se nos echarían encima en un abrir y cerrar de ojos.
—No lo entiendes —insistió Omaha—. Yo no hablaba de largarnos, sino de conducir esa endemoniada moto al lugar de donde viene, de acercarnos secretamente y rescatar a Safia.
Painter tenía que admitir que aquel hombre tenía agallas. Una lástima que le faltara cerebro.
—Estos tipos no son principiantes —le soltó—. Iríamos a ciegas, la ventaja la tienen ellos.
—¿Y a quién le importa cuántas puñeteras posibilidades tenemos? ¡Estamos hablando de la vida de Safia!
Painter sacudió negativamente la cabeza.
—No llegarías ni a cien metros de distancia del barco principal sin ser descubierto y cosido a balazos.
Omaha se negaba a rendirse.
—Si tú no vienes, me llevo a mi hermano.
Painter trató de agarrarle la mano, pero Omaha se deshizo de ella.
—No pienso dejarla sola —Omaha se dio la vuelta y nadó hacia Danny. Painter reconoció el dolor en la voz de Omaha, la furia. Él sentía lo mismo, el secuestro de Safia había sido culpa suya, responsabilidad suya. Una parte de él quería arremeter contra el enemigo, atacar, correr cualquier riesgo.
Pero también sabía que sería un intento en vano. Omaha sacó la pistola.
No podía detenerle, pero sabía quién podría hacerlo. Se dio la vuelta y agarró el brazo de otra persona.
—Me importa —dijo con intensidad.
Kara intentó liberar su brazo, pero Painter no la soltó.
—¿Qué dices? —preguntó Kara.
—Tu pregunta de antes… en el camarote. Me importa Safia. —Resultaba duro admitirlo en voz alta, pero no tenía otra elección más que reconocer la realidad. Y verdaderamente le importaba. Tal vez no fuera amor… todavía no… pero quería saber adonde llevaba aquel sentimiento.
Aquello le sorprendió tanto como a la propia Kara.
—En serio —Painter insistió—. Y la traeré de vuelta. Pero así no.
Señaló con la barbilla a Omaha.
—Así no. Lo más probable es que la maten. Safia está segura de momento, mucho más segura que nosotros, que necesitamos sobrevivir por su propio bien. Todos. Si es que queremos que tenga una oportunidad real de ser rescatada.
Kara le escuchó con atención. Como dirigente consumada, no retardó su decisión. Se giró hacia Omaha.
—Guárdate la condenada pistola, Indiana.
Más allá del casco de aluminio, la moto acuática rugió a causa del efecto Doppler; se estaba alejando.
Omaha miró en su dirección, luego perjuró y se guardó el arma.
—La encontraremos —aseguró Painter, pero dudó que el otro le oyera. Tal vez fuera mejor así. Por mucho que se lo propusiera, no sabía si podría cumplir o no su promesa. Todavía se sentía conmocionado por el asalto y la derrota. Desde el principio, Cassandra se había mantenido un paso por delante de él.
—Voy a comprobar si se han ido.
Volvió a sumergirse y se soltó de la barca. Sus pensamientos todavía se centraban en la capacidad de Cassandra para anticipar sus movimientos. Una duda comenzó a granar en su pecho. ¿Habría un traidor entre ellos?
Omaha seguía agarrado a la borda de la lancha, subiendo y bajando con las olas. Odiaba tener que esperar en la oscuridad. Oía la respiración de los demás, pero nadie hablaba, cada uno permanecía perdido en sus propias preocupaciones.
Se aferró al marco de aluminio mientras la lancha saltaba otra ola, arrastrándoles a todos con ella.
A todos menos a una. Safia.
¿Por qué había hecho caso a Painter? Tendría que haber intentado hacerse con la moto acuática. ¡Al infierno con lo que pensaran los demás! La presión aumentaba en su garganta, dificultándole la respiración. Mantuvo la boca cerrada, inseguro de si la presión saldría como un grito… o como un sollozo. En la oscuridad, el pasado regresaba a él como empujado por las olas.
Se había alejado de ella.
Después de lo de Tel Aviv, algo se había muerto en Safia, arrastrando con ello todo el amor. Se había retirado a Londres. Él había intentado permanecer a su lado, pero su carrera, su pasión se encontraba en otra parte. Cada vez que regresaba a ella sentía que había perdido una parte más de su persona. Se estaba echando a perder por dentro. Se encontró a sí mismo temeroso de regresar a Londres desde cualquier rincón del mundo en el que estuviera. Se sentía atrapado. Pronto sus visitas se fueron volviendo menos frecuentes. Ella no lo notó ni se quejó. Y eso era lo que más dolía.
¿Cuándo terminó, cuándo se convirtió su amor en polvo y arena?
No lo sabía. Fue mucho antes de que terminara por admitir la derrota y le pidiera que le devolviera el anillo de su abuela. Fue durante una larga y fría cena. Ninguno de los dos había hablado; los dos sabían lo que iba a ocurrir. Su silencio dijo más que su titubeante intento de explicación.
En última instancia, ella asintió con la cabeza y se quitó el anillo. Resbaló de su dedo con facilidad. Lo colocó en la palma de su mano y le miró a los ojos. Sin pena alguna, simplemente con alivio.
Y entonces fue cuando él se marchó.
Los demás volvieron en sí cuando Painter les salpicó con el agua al regresar a nado. Se detuvo entre ellos con un suspiro de alivio.
—Creo que se han marchado. No ha habido señal de las motos en los últimos diez minutos.
Los demás murmuraron también su desahogo.
—Deberíamos dirigirnos a la costa, aquí estamos demasiado expuestos.
En la oscuridad, Omaha percibió el ligero acento de Brooklyn de Painter. Ya lo había notado antes, pero ahora chirriaba a cada palabra. Sus instrucciones sonaban a orden, seguramente tenía alguna formación militar. De oficial.
—Hay dos remos sujetos a cada lado de la barca, sólo tenemos que darle la vuelta. —Se desplazó sigilosamente entre ellos y les mostró cómo soltar los remos.
Omaha se encontró de repente con un remo en la mano.
—Nos dividiremos en dos grupos, uno hará peso a babor mientras los otros utilizamos los remos para levantar la zona de estribor. Creo que podremos darle la vuelta sin problema. Pero primero voy a desmontar el motor de la lancha, está hecho añicos y pierde combustible.
Tras coordinar unos últimos detalles, cada uno se dispuso a ocupar su lugar, sumergiéndose y saliendo de debajo del casco. La lluvia salpicaba desde el lóbrego cielo, y los vientos se habían convertido en ráfagas inciertas. Tras el rato que había pasado bajo el esquife, a Omaha’a noche le pareció más clara. Los relámpagos titilaban entre las nubes, iluminando el océano, y varias de las hogueras permanecían encendidas, flotando sobre el agua. No había rastro del Shabab Omán.
Omaha se giró, en busca de Painter, que había nadado hasta la popa de la embarcación y trataba de quitar el motor. Omaha pensó en ayudarle, pero finalmente decidió ver cómo luchaba con el pasador de seguridad.
Tras varios intentos, Painter logró soltar el motor, que se hundió en las profundidades del mar. Sus ojos se encontraron con los de Omaha.
—Vamos a darle la vuelta a esta preciosidad.
No resultó tan sencillo como Painter describiera. Tuvieron que intentarlo cuatro veces, hasta que por fin lograron que todos se colocaran en un lateral e hicieran peso hacia abajo. Painter y Omaha, armados con los remos, levantaban el lateral de estribor. También sincronizaron la maniobra con la llegada de una ola, y finalmente consiguieron que la embarcación diese la vuelta, medio llena de agua.
Se subieron a bordo y achicaron el agua, mientras Omaha colocaba los remos en posición.
—Sigue entrando agua —dijo Kara, mientras el nivel del agua se elevaba con el peso de sus cuerpos.
—Hay agujeros de bala —respondió Danny, comprobando la superficie bajo el agua con los dedos.
—Seguid achicando, y nos alternaremos para remar y achicar, todavía nos queda mucho hasta llegar a la orilla —coordinó Painter, de nuevo con aquel regusto de mando.
—Os aviso —interrumpió el capitán al-Haffi a pecho descubierto e impertérrito—, las corrientes de esta zona son traicioneras. Debemos tener mucho cuidado con las rocas y los arrecifes.
Painter asintió e hizo un gesto a Coral hacia la proa.
Omaha fijó la vista en los últimos trozos flotantes aún ardiendo, antes de sentarse de espaldas. La costa apenas se discernía como un banco de nubes ligeramente más oscuro. Los destellos de las luces revelaban lo lejos que habían ido a la deriva.
Painter también miró alrededor del bote. Pero no eran los tiburones o la costa lo que le preocupaba. Ahí afuera se encontraban los asesinos sin escrúpulos que habían secuestrado a Safia. ¿Pero temía más por la seguridad de la chica o por su propio pellejo?
Las anteriores palabras de Painter se repetían una y otra vez en la mente de Omaha.
Me importa. Me importa Safia.
Omaha sintió que un arrebato de ira le arrancaba el frío de su ropa mojada. ¿Estaría mintiendo? Omaha aferró las manos a ambos remos y comenzó su tarea. Painter le lanzó una mirada desde la popa. Le estudió con mirada fría, tras los cristales de sus gafas de visión nocturna. ¿Qué sabían de aquel hombre? Seguro que tenía muchas cuentas que dar.
Los músculos de la mandíbula de Omaha dolían de tanto apretarla.
Me importa Safia.
Mientras remaba, Omaha no sabía lo que le enfurecía más, que aquel hombre estuviera mintiendo… o diciendo la verdad.
Una hora más tarde, Painter vadeaba las aguas, a la altura de su cintura, tirando de una cuerda por encima del hombro. La playa se extendía como una tela plateada ante él, enmarcada entre acantilados rocosos. El resto de la costa se hallaba sumido en la oscuridad, a excepción de unas débiles luces a lo lejos, hacia el norte. Las inmediaciones parecían desiertas. Aún así, se mantuvo alerta. Había dado sus gafas de visión nocturna a Coral para que vigilara desde la lancha.
Al avanzar, sus pies se iban clavando en las arenas rocosas. Le ardían los muslos del esfuerzo, y le dolían los hombros de su turno en los remos. Las olas le empujaban hacia la orilla.
Sólo un poco más…
Al menos había dejado de llover. Siguió tirando de la cuerda amarrada a la embarcación hacia tierra firme. Tras él, Danny remaba mientras Painter guiaba la embarcación entre las rocas. Finalmente, la playa se abrió ante ellos, totalmente despejada.
—¡Rema con fuerza! —gritó Painter a Danny.
La cuerda se aflojó cuando Danny obedeció su orden. La lancha avanzaba hacia el frente a cada barrida de los remos. Painter, que luchaba contra las olas metido en el agua hasta las rodillas, tiró hacia adelante.
La embarcación superó una última ola y pasó por la derecha de Painter, que saltó para evitar se golpeado.
—¡Perdona! —gritó Danny mientras metía los remos.
La proa de la embarcación se clavó en la arena con un chirrido del aluminio. La ola se alejó, dejando el bote encallado en la playa. Painter salió a gatas del agua y se puso en pie.
Los ocho pasajeros bajaron a tierra. Coral ayudó a Kara, mientras que Danny, Omaha y Clay se precipitaron aparatosamente por encima de la barca. Sólo los tres Fantasmas del desierto —el capitán al-Haffi y sus dos hombres— cayeron de pie y se dispusieron a escudriñar la playa.
Painter se alejó pesadamente del agua, empapado y con las extremidades doloridas. Cruzó el dibujo de la marea sobre la arena, y sin aliento, se dio la vuelta para ver cómo les iba a los de la lancha. Tendrían que esconderla, arrastrarla a algún lugar o enterrarla.
Una sombra se movió tras él, pero no le dio tiempo a ver el puño. Agotado por el esfuerzo, cayó rendido hacia atrás.
—¡Omaha! —gritó Kara.
Painter reconoció a su atacante al ver a Omaha sobre él.
—¿Pero qué… —Antes de que Painter terminara la frase, se encontró con que el otro se había echado sobre su garganta, y mientras con una mano le sujetaba el cuello, con la otra se disponía a propinarle otro puñetazo.
—¡Maldito hijo de perra!
Antes de que el puñetazo aterrizara en la cara de Painter, unas manos agarraron a Omaha por los hombros y tiraron de su camisa hacia atrás. Él se defendió, trató de soltarse, pero Coral le tenía bien agarrado de la camisa. La tela de algodón se desgarró a lo largo del cuello, y Painter aprovechó la oportunidad para escabullirse. El ojo izquierdo todavía le lloraba del primer puñetazo.
—¡Suéltame! —gritaba Omaha. Coral le tiró con fuerza sobre la arena. Kara se acercó a él por el otro lado.
—¡Omaha! ¿Qué diablos estás haciendo?
El hombre se sentó, con el rostro enrojecido.
—Ese hijo de perra sabe más de lo que nos ha contado —apunto con el dedo hacia Coral—. Él y su compañera la amazona.
Incluso su hermano intentaba tranquilizarle.
—Omaha, éste no es momento de…
Omaha se puso de rodillas de un salto, jadeando y salpicando saliva al gritar.
—¡Claro que es momento! Hemos seguido a ese malnacido hasta aquí, y no pienso continuar hasta que no me dé respuestas. —Se puso en pie, perdiendo un poco el equilibrio.
Painter también se puso en pie, con la ayuda de Coral. Los demás se encontraban frente a ellos, como si una línea dibujada sobre la arena dividiese ambos bandos.
Kara se colocó en el centro y miró a los dos lados. Levantó una mano para calmar la situación y se giró de frente a Painter.
—Has dicho que tienes un plan. Empecemos por ahí.
Painter respiró profundamente y asintió.
—Salalah. Allí es adonde llevarán a Safia, y allí iremos nosotros.
Omaha no pudo evitar gritar.
—¿Y cómo diablos sabes todo eso? ¿Cómo puedes estar tan seguro? Podrían haberla llevado a cualquier parte… para pedir luego un rescate, o para vender el artefacto, ¿quién sabe?
—Simplemente lo sé —respondió Painter con frialdad. Dejó unos momentos de silencio antes de volver a hablar—. Los que nos han atacado no son un puñado de asaltantes al azar. Eran un equipo organizado, con un propósito definido en su asalto. Entraron sin que nadie se enterase, se llevaron a Safia, además del corazón de hierro. Sabían lo que buscaban, y sabían quién es la persona que mejor conoce el tema.
—¿Pero por qué? —preguntó Kara, deteniendo otro arrebato de Omaha con el brazo—. ¿Qué quieren?
Painter dio un paso al frente.
—Lo que nosotros queremos. Pistas sobre la verdadera ubicación de la ciudad perdida de Ubar.
Omaha perjuró en voz baja, mientras los demás miraban sin hablar. Kara sacudió la cabeza.
—No has respondido a mi pregunta —su tono se endureció—. ¿Qué quieren? ¿Qué pretenden ganar encontrando Ubar?
Painter se lamió los labios, pensativo.
—¡Tonterías! —gruñó Omaha, que pasó por delante de Kara.
Painter se mantuvo firme, deteniendo a Coral con un gesto. No permitiría que le diera otro puñetazo.
Omaha levantó el brazo, y el metal resplandeció bajo la tenue luz. La Pistola apuntó directamente a la cabeza de Painter.
—Te estás haciendo el tonto. Responde a la pregunta de Kara. ¿Que diablos pasa aquí?
—Omaha —le advirtió Kara, sin mucha energía en la voz.
Coral se situó a un lado, tomando posiciones para atacar el flanco de Omaha. Pero Painter le hizo otra señal para que esperase.
Omaha apretó con más fuerza el cañón del arma sobre su frente.
—¡Respóndeme! ¿Qué diablos está pasando? ¿Para quién trabajas?
Painter no tenía más elección que decir la verdad. Necesitaba la cooperación del grupo. Si había alguna esperanza de detener a Cassandra y rescatar a Safia, necesitaba la ayuda de todos, no podía hacerlo sólo con Coral.
—Trabajo para el Departamento de Defensa de Estados Unidos —admitió finalmente—. En concreto, para DARPA, el brazo de desarrollo e investigación del departamento.
Omaha sacudió la cabeza.
—¡Vaya, de fábula! Así que para los militares. ¿Y qué diablos tiene que ver esto con ellos, si vamos a una expedición arqueológica?
Kara respondió antes de que Painter abriera la boca.
—La explosión en el museo.
Omaha la miró, y a continuación miró a Painter, que asintió con la cabeza.
—Así es. No se trató de una simple explosión. Los residuos radiactivos señalan hacia una posibilidad extraordinaria —todos los ojos, excepto los de Coral, que continuaba concentrada en Omaha y en el arma, se clavaron en él—. Existe una elevaba probabilidad de que el meteorito que explotó contuviese algún tipo de antimateria.
Omaha estalló en una sonora carcajada de desdén, como si hiciera rato que la llevara conteniendo.
—Antimateria… ¡Menuda estupidez! ¿Acaso nos tomas por tontos?
Coral habló desde su puesto, con tono profesional, ciñéndose a los hechos.
—Dr. Dunn, Painter dice la verdad. Nosotros mismos comprobamos la zona de la explosión, donde detectamos bosones Z y gluones, además de partículas en descomposición, procedentes de una interacción de materia/antimateria.
Omaha frunció el entrecejo, algo dubitativo.
—Sé que suena absurdo —continuó Painter—, pero si bajas el arma, lo explicaré con más tranquilidad.
Omaha permaneció inmóvil.
—Por el momento, esto es lo único que te ha hecho hablar.
Painter suspiró. Valía la pena intentarlo.
—De acuerdo, lo haremos a tu manera.
Con el arma apuntándole a la cabeza, les explicó brevemente la situación: la explosión de Tunguska en Rusia en 1908, la radiación gamma encontrada tanto allí como en el Museo Británico, las características del plasma de la explosión, y las muestras que apuntaban a que, en algún punto del desierto de Omán, existía una posible fuente de antimateria, preservada de una forma desconocida para mantener su estabilidad y evitar que reaccionara con la presencia de materia.
—Aunque ahora podría encontrarse en fase de desestabilización —terminó de explicar Painter—. Ésa es la razón por la que el meteoro explotó en el museo. Y podría volver a ocurrir aquí, por lo que el tiempo es crítico. Puede que éste sea el único momento de descubrir y mantener esa fuente de poder ilimitado.
Kara arrugó la frente.
—¿Y qué piensa hacer el gobierno estadounidense con esa fuente ilimitada de poder?
Painter leyó las sospechas en su mirada.
—Por el momento, salvaguardarla, ése es el objetivo primordial. Protegerla de aquéllos que abusarían de ella. Si ese poder cayera en las manos equivocadas…
El silencio se prolongó tras sus últimas y funestas palabras. Todos sabían que las fronteras ya no dividían el mundo tanto como las ideologías. Aunque no se había declarado, se estaba librando una nueva guerra mundial, en la que la decencia fundamental y el respeto por los derechos humanos sufrían el asalto de las fuerzas de la intolerancia, el despotismo y el fervor ciego. Y mientras que estas batallas a veces se libraban a plena vista —en Nueva York, en Irak—, la mayor de sus luchas era la invisible, la que se batallaba en secreto, la de héroes desconocidos y villanos ocultos.
Y a favor o en contra de su voluntad, el grupo reunido sobre la playa había sido arrastrado a aquella guerra. Kara rompió el silencio.
—Y el otro grupo, los secuestradores de Safia… Son los mismos que irrumpieron en el Museo Británico.
Painter asintió.
—Eso creo.
—¿Quiénes son? —inquirió Omaha, todavía apuntándole con la pistola.
—Eso no lo sé… con toda seguridad.
—¡Mentira!
Painter levantó una mano.
—Sé con seguridad quién dirige ese grupo. Una antigua compañera con la que trabajé, un topo que se coló en DARPA. —Se sentía demasiado cansado como para ocultar su rabia—. Se llama Cassandra Sánchez, y no logré descubrir para quién trabaja. Alguna fuerza extranjera, posiblemente terroristas. Un grupo que se mueve en el mercado negro. Lo único que sé es que cuentan con una financiación poderosa, que están muy bien organizados y que utilizan métodos verdaderamente sangrientos.
Omaha se burló.
—¡Claro, y tú y tu compañera sois un par de bobalicones!
—Nosotros no matamos a gente inocente.
—¡No, ya lo sé, vosotros sois mucho peor! —soltó—. Vosotros dejáis que otros hagan el trabajo sucio. Sabíais que nos estábamos metiendo en la puñetera boca del lobo y mantuvisteis la boquita cerrada. Si lo hubiéramos sabido antes, habríamos estado preparados, ¡habríamos podido evitar que raptaran a Safia!
Painter no podía rebatir aquel argumento. El hombre tenía toda la razón. Les habían cogido con la guardia baja, algo que puso en peligro la misión y sus vidas.
Distraído por su propia culpabilidad, no logró reaccionar a tiempo.
Omaha embistió de nuevo, empujando el cañón de la pistola sobre su frente, y haciendo que retrocediera un paso.
—Hijo de perra… ¡Todo esto es culpa tuya!
Painter percibió el dolor y la angustia en la voz de Omaha. Aquel tipo se encontraba fuera de razón. Una sensación de furia se fue apoderando del pecho de Painter; tenía frío, estaba agotado y se había hartado de ser apuntado con un arma en la cara. No sabía si tendría que deshacerse de Omaha.
Coral esperaba, tensa. Pero la ayuda apareció por parte de una fuente inesperada. Un estrépito de cascos irrumpió repentinamente en la playa, haciendo que todos, incluso Omaha, desviaran la mirada en aquella dirección. Éste dio un paso atrás, y bajó el arma.
—¡Dios mío…! —murmuró.
Sobre la arena galopaba una visión impresionante. Un caballo blanco, con las crines al viento, clavaba los cascos con decisión sobre la arena. El semental del Shabab Omán.
El caballo galopó hacia ellos, tal vez atraído por sus voces. Debía haber nadado hasta la orilla después de la explosión. Se detuvo a pocos metros de ellos, resoplando en el frío aire de la noche, acalorado. Sacudió la cabeza.
—No puedo creer que haya llegado hasta aquí —exclamó Omaha.
—Los caballos son unos nadadores excelentes —aseguró Kara, sin poder evitar el asombro en su voz.
Uno de los Fantasmas del desierto se acercó lentamente al caballo, lo palmeó y le susurró en árabe. El animal se estremeció, pero le dejó aproximarse. Agotado y asustado como estaba, agradecía que alguien le tranquilizara.
La repentina llegada del caballo deshizo la tensión. Omaha bajó la mirada al arma, inseguro de cómo había llegado hasta allí.
Kara dio un paso hacia el frente y se detuvo de cara a Painter.
—Creo que es hora de que dejemos de discutir y de culparnos unos a otros. Todos teníamos nuestras razones para venir aquí, nuestros propósitos ocultos.
Miró de reojo a Omaha, que no se atrevió a levantar la vista. Painter adivinaba los propósitos de aquel hombre. Le había quedado claro por la forma de mirar a Safia, por su rabia enfurecida de momentos antes. Seguía enamorado de ella. Kara continuó hablando.
—De aquí en adelante, tenemos que decidir lo que vamos a hacer Para rescatar a Safia. Ésa es la prioridad —se giró hacia Painter—. ¿Qué sugieres?
Painter asintió; todavía le dolía el ojo del puñetazo.
—Los demás creen que estamos muertos, y eso nos proporciona una ventaja que necesitamos mantener. Además, sabemos adonde se dirigen Tenemos que llegar a Salalah lo antes posible. Y eso significa atravesar casi quinientos kilómetros.
Kara se quedó mirando las luces de un pueblo distante.
—Si encontrara un teléfono, estoy seguro que podría pedir al sultán que…
—No —la interrumpió—. Nadie debe saber que estamos vivos. Ni siquiera el gobierno omaní. Una sola palabra podría poner en peligro nuestra pequeña ventaja. El equipo de Cassandra consiguió raptar a Safia gracias a un ataque por sorpresa. Nosotros podemos salvarla con la misma táctica.
—Pero con la ayuda del sultán, se podría rodear Salalah y buscar…
—El equipo de Cassandra ya ha demostrado contar con numerosos recursos. Disponen de un poder significativo tanto de armamento como de personal, y eso no podría haber sucedido sin recursos por parte del gobierno.
—Y si salimos de nuestro escondite, los secuestradores no tardarán en enterarse —murmuró Omaha. Se había guardado la pistola en la cinturilla del pantalón y se frotaba los nudillos. El arrebato de furia parecía haberle tranquilizado—. En ese caso desaparecerían antes de que pudiéramos realizar ninguna acción, y perderíamos a Safia.
—Exacto.
—¿Qué hacemos, entonces? —insistió Kara.
—Buscar un medio de transporte.
El capitán al-Haffi dio un paso al frente. Painter no sabía qué le parecería aquello de ocultarse a su propio gobierno, mantenerse en la sombra, pero por otra parte, en su campo de actuación, el desierto, aquellos hombres trabajaban con total independencia. Se dirigió a Painter.
—Enviaré a uno de mis hombres al pueblo. Así no levantaremos sospechas.
El capitán debió leer algo en el rostro de Painter, alguna duda sobre su decidida disposición a ayudar al equipo.
—Han matado a uno de mis hombres. Kalil. Era el primo de mi esposa.
Painter asintió con un gesto de condolencia.
—Que Alá le acoja en su reino. —Sabía que no existía mayor lealtad que aquélla mostrada por los miembros de la propia familia o tribu de una persona.
Con una mínima reverencia de agradecimiento, el capitán al-Haffi agitó un brazo para llamar al más alto de sus dos hombres, un verdadero gigante llamado Barak. Intercambiaron unas rápidas palabras en árabe, Barak asintió y emprendió su camino.
Kara le detuvo.
—¿Cómo vas a conseguir un camión sin dinero?
Barak le respondió en inglés.
—Alá ayuda a los que se ayudan a sí mismos.
—¿Lo vas a robar?
—A tomar prestado. Es la tradición entre las tribus del desierto. Un hombre puede tomar prestado algo que necesite. Pero robarlo es un delito.
Con aquella pequeña lección de sabiduría, el hombre se encaminó hacia las luces lejanas corriendo a un paso constante y desapareciendo en la noche como un verdadero fantasma.
—Barak no nos fallará —aseguró el capitán al-Haffi—. Encontrará un vehículo lo suficientemente grande para llevarnos a todos nosotros… y al caballo.
Painter contempló la orilla rocosa. El otro Fantasma del desierto que quedaba, un joven taciturno de nombre Sharif, guiaba al semental playa adelante.
—¿Para qué llevar al caballo? —preguntó Painter, preocupado por la exposición que suponía un vehículo de gran tamaño—. Aquí hay buenos pastos, y seguro que alguien se quedaría con el caballo.
—No tenemos mucho dinero. Podemos trocarlo o venderlo, incluso usarlo como medio de transporte si es necesario. También nos servirá de tapadera para llegar a Salalah, donde todo el mundo sabe que se encuentran los establos del sultán. Despertaremos menos sospechas si llevamos al animal con nosotros. Además, el blanco da buena suerte. —Las últimas palabras las pronunció con una seriedad profunda. La suerte, entre los árabes, era más importante que tener un techo bajo el que guarecerse.
Improvisaron un pequeño campamento. Mientras Omaha y Painter encallaban la lancha tras unas rocas para ocultarla, los demás encendieron un fuego con las maderas que habían arrastrado las olas, al resguardo a sotavento que ofrecía una sección caída del acantilado. Así ocultos, la hoguera sería difícil de percibir, y ellos sólo necesitaban su calor y su luz.
Cuarenta minutos después, el chirrido de las marchas anunció la llegada de su medio de transporte, cuyos faros aparecieron tras una curva de la carretera costera. Se trataba de un camión con remolque, un viejo International 4900, pintado de amarillo y cubierto de cicatrices de óxido. La plataforma, parapetada con tablones de madera, se cerraba en la parte posterior con una portezuela abatible.
Barak saltó de la cabina.
—Ya veo que has encontrado algo prestado —le dijo Kara.
Él se encogió de hombros.
Apagaron el fuego. Barak también se las había arreglado para conseguir algo de ropa, vestidos y capas. Se vistieron rápidamente para ocultar su aspecto occidental, y en cuanto estuvieron preparados, el capitán al-Haffi y sus hombres subieron a la cabina, por si acaso alguien les paraba en el trayecto. Los demás montaron en la parte posterior. Tuvieron que taparle la cabeza al caballo para que se atreviera a subir por la portezuela, desplegada como rampa sobre el suelo, ataron al animal cerca de la parte delantera de la cabina, y a continuación, Painter y los demás se apiñaron cerca de la parte posterior.
Mientras el camión sorteaba los baches de la carretera costera, Painter estudiaba al semental. El blanco da buena suerte. Eso esperaba Painter… porque iban a necesitar toda la posible.