auga le ne ergnas
Safia contemplaba desde la barandilla la costa oscura mientras emprendían el trayecto. El navío emitía crujidos por todas partes, y las velas chasqueaban con el viraje de los vientos que soplaban sobre el mar de medianoche.
Parecía que hubiesen sido transportados a otra era, cuando el mundo sólo consistía en viento, arena y agua. El aroma de la sal y el susurro de las olas que lamían el casco de la embarcación desdibujaban el bullicio de Mascate. Las estrellas asomaban entre las nubes que se aproximaban por el horizonte. Llovería antes de llegar a Salalah.
El capitán del barco ya les había transmitido el parte meteorológico. La borrasca elevaría un oleaje de hasta diez metros.
—Nada que el Shabab no sepa controlar —les dijo con una sonrisa—. Aunque notaremos algún que otro bandazo. Les sugiero que permanezcan en sus camarotes cuando estalle la tormenta.
De ahí que Safia se decidiera a disfrutar del cielo despejado mientras durara. Después de toda la agitación del día, lo que menos le apetecía era confinarse en el camarote. Sobre todo cuando los sedantes dejaran hacer efecto.
Observó cómo se iban alejando de la costa nocturna, tan apacible, tan dócil. El último oasis de luz, un complejo industrial a las afueras más alejadas de Mascate, comenzaba a desaparecer tras un espolón de tierra.
Escuchó una voz detrás de ella, impregnada de una fingida indiferencia.
—Ahí va el último vestigio de lo que conocemos como civilización.
Clay Bishop se acercó a la barandilla, la agarró con una mano y con la otra se llevó un cigarrillo a los labios. Todavía llevaba sus Levis y una camiseta negra en la que se leía ¿quieres leche? Durante los dos años que había trabajado con ella como estudiante de postgrado, no había llevado más que camisetas, normalmente con nombres de grupos de rock en colores estridentes. La negra y blanca que llevaba ese día constituía su atuendo más formal.
Algo irritada por la intrusión, Safia le habló con tono severo y académico.
—Esas luces —explicó mientras señalaba el complejo que se desvanecía— marcan el emplazamiento industrial más importante de la ciudad. ¿Podría decirme de qué se trata, Sr. Bishop?
El chico se encogió de hombros, y tras meditar un momento, sugirió una respuesta.
—¿Una refinería petrolífera?
Era la respuesta que Safia esperaba, pero no por ello, la correcta.
—No, se trata de la planta desalinizadora que abastece de agua potable a la ciudad.
—¿Agua?
—Puede que el petróleo sea la riqueza de Arabia, pero el agua es la sangre que le da vida.
Dejó que su alumno reflexionara sobre aquella información. Pocos occidentales conocían la importancia de los proyectos de desalinización en Arabia. Los derechos sobre el agua y los recursos de agua dulce ya habían comenzado a sustituir al petróleo como caldo de cultivo de Oriente Medio y el norte de África. De hecho, algunos de los más sangrientos conflictos entre Israel y sus vecinos, como Líbano, Jordania y Siria, no trataban de ideología o religión, sino del control sobre el suministro de agua del valle del Jordán.
Clay sentenció el tema.
—El whisky es para beber y el agua para pelear.
Safia arrugó la frente.
—Mark Twain —explicó Clay.
Una vez más, le sorprendió la astuta intuición del chico, y asintió con aprobación.
—Muy bien.
A pesar de su apariencia indisciplinada, tras aquel par de gruesas lentes había una mente avispada. Era una de las razones por las que le había permitido unirse a la expedición. Algún día se convertiría en un investigador de primera.
Volvió a llevarse el cigarrillo a la boca. Al estudiarle, Safia observó un ligero temblor en el extremo encendido, y se fijó, por primera vez, en la fuerza con que la otra mano de blancos nudillos se aferraba a la barandilla.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—No soy un gran amante del mar abierto. Si Dios hubiera querido que el hombre naciera para navegar, no habría convertido los restos de los dinosaurios en combustible para los motores a reacción.
—Anda, vete a la cama, Clay.
La planta de desalinización se desvaneció por completo tras la lengua de tierra, y todo quedó sumido en la oscuridad, excepto por las luces del barco que se reflejaban en el agua.
Tras Safia, un puñado de linternas y cables de luces iluminaban la cubierta, ayudando a la tripulación que trabajaba con las cuerdas y las jarcias, preparándose para la llegada de la tormenta y el rugido del mar.
La tripulación estaba formada principalmente por reclutas jóvenes de la Marina Real de Omán, que practicaban cuando la embarcación se encontraba en casa realizando trayectos cortos o siguiendo la costa. En otros dos meses, el Shabab participaría en la regata de la Copa del Sultán.
Un repentino grito desde el centro de la cubierta interrumpió el murmullo de los jóvenes, maldiciendo nerviosamente en árabe. Se escuchó un gran estruendo y Safia se giró para ver cómo se abría de par en par una escotilla de cubierta, que lanzó a un hombre al suelo, mientras otro salía despedido a través de la apertura y se echaba a un lado asustado.
La razón por la que el marinero había volado por los aires apareció pisándole los talones y clavando las pezuñas en los tablones. Sobre la rampa del cargamento apareció un semental blanco, agitando las crines al viento y bañado en plata a la luz de la luna. Sus ojos parecían dos ascuas de carbón encendidas. De repente se escucharon gritos alrededor.
—¡Dios mío! —exclamó Clay junto a Safia.
El caballo se encabritó, relinchó amenazante y se echó hacia atrás, danzando a dos patas sobre la cubierta. Llevaba un ronzal al cuello, pero el extremo se veía desgastado.
Los marineros corrían en círculos, agitando las manos para acorralar al semental y hacer que retrocediera hacia la escotilla, pero el animal se negaba a moverse, y pataleaba con una pezuña, embistiendo con la cabeza o chasqueando los dientes.
Safia sabía que el animal era uno de los cuatro que transportaban en el establo inferior, dos sementales y dos hembras, y que iban dirigidos a la cuadra real que había a las afueras de Salalah. Alguien no había sido muy cuidadoso al atarlos.
Todavía agarrada a la barandilla, Safia observó a la tripulación batallar con el caballo. Un hombre había tomado una cuerda e intentaba echarle un lazo, pero debió romperse un pie, porque empezó a cojear hacia atrás entre gritos de dolor.
El semental topó con una maraña de cuerdas y arremetió contra ellas, provocando que uno de los cables de luces golpeara la cubierta y rompiera varias bombillas.
De nuevo, más gritos, y de repente apareció uno de los marineros con un rifle en las manos.
—¡La! ¡No!
Un destello de piel desnuda llamó la atención de Safia en dirección contraria. Entre los marineros vestidos, una figura medio desnuda apareció corriendo desde una puerta de proa, vestido únicamente con unos boxers, Painter parecía un salvaje. Llevaba el pelo enredado, como si acabara de despertarse; los gritos y los relinchos debían haberle sacado de su camarote.
Tomó una lona de encima de un rollo de cuerda y corrió descalzo entre los marineros.
—¡Wa ra! —gritó en árabe—. ¡Atrás!
Una vez despejado el corro de hombres, Painter agitó la lona delante del animal para atraer su atención. El caballo se encabritó sobre las patas y avanzó hacia atrás, en posición amenazante y con los ojos de carbón fijos en el hombre y la lona. Toro y torero.
—¡Ye-ahh! —gritó Painter a la vez que agitaba un brazo. El semental dio un paso atrás y agachó la cabeza.
El americano dio un paso lateral hacia el caballo y le lanzó la lona sobre la cabeza, tapándola por completo.
El animal corcoveó una vez y sacudió la cabeza sin lograr deshacerse de la enorme lona que le cubría. Terminó por bajar las patas y quedarse quieto, ciego e inseguro. Su piel sudorosa resplandecía a la luz de la luna. Painter se mantuvo aun paso de distancia y comenzó a hablarle en voz baja. Safia no entendía las palabras desde allí, pero sí reconoció el tono: el mismo que había escuchado en el avión, un tono tranquilizador. Por fin se acercó cautelosamente al caballo y colocó una mano en la piel palpitante del equino. El animal cabeceó de nuevo, pero esta vez más despacio.
Painter continuó acercándose y dando palmaditas al semental en el cuello, sin dejar de murmurarle. Con la otra mano alcanzó la cuerda con la que estaba atado, y lentamente lo guió para que diera la vuelta.
Safia le observó un momento. Su piel brillaba tanto como la del animal. Se pasó una mano por el pelo. ¿Acaso percibía un ligero temblor?
Habló con uno de los marineros, que asintió con la cabeza antes de dirigirse hacia la bodega, seguido de Painter y el caballo.
—¡Increíble! —aseguró Clay con aprobación mientras aplastaba la colilla.
Una vez que el ajetreo finalizó, la tripulación regresó a sus obligaciones. Safia miró a su alrededor y vio que casi todos los miembros del equipo de Kara se encontraban en la popa: la compañera de Painter envuelta en una bata, Danny en camiseta y pantalón corto, Kara y Omaha con la misma ropa de antes. Debían estar revisando aún los últimos detalles. Tras ellos, cuatro hombres altos de mirada severa y atuendos militares que Safia no conocía.
Painter regresó de la bodega, doblando la lona entre las manos, y la tripulación le dedicó una pequeña aclamación. Unos cuantos le dieron una Palmadita en la espalda. Se sorprendió ante aquellas atenciones, y volvió a pasarse una mano por el pelo, con un gesto de modestia. Safia se encaminó hacia él.
—Bien hecho —le dijo cuando llegó a su lado—. Si hubieran tenido que dispararle…
—No lo habría permitido, el animal sólo estaba asustado.
En ese instante apareció Kara, con los brazos cruzados sobre el pecho. Su rostro impenetrable no mostraba ahora la mala cara habitual.
—Ése era el semental campeón del sultán. Lo ocurrido llegará a sus oídos, y no dudes, acabas de conseguirte un buen amigo.
Painter se encogió de hombros.
—Yo lo he hecho por el caballo.
Omaha apareció tras Kara, con el rostro evidentemente enrojecido de irritación.
—¿Dónde diablos has aprendido a manejar caballos, llanero solitario?
—Omaha… —le advirtió Safia.
Painter respondió con toda tranquilidad.
—En los establos Claremont de Nueva York. Solía limpiar las cuadras de niño —se dio cuenta de su estado de desnudez mientras hablaba—. Creo que más vale que vuelva a mi camarote.
Kara volvió a dirigirse a él, con frialdad.
—Crowe, antes de que te retires, me gustaría que pasaras por mi camarote un momento, para revisar el itinerario una vez que lleguemos a puerto.
Painter abrió los ojos de par en par, sorprendido por la oferta.
—Por supuesto.
Aquél era el primer signo de cooperación por parte de Kara. Pero la que no se sorprendió fue Safia, que conocía la adoración de su amiga por los caballos, una ternura que no había sentido por ningún hombre. Kara había obtenido varios premios como jinete adiestrador, y la intervención de Painter para proteger al semental no le había conferido sólo el aprecio del sultán.
Painter dedicó un leve asentimiento de cabeza a Safia, con los ojos resplandecientes a la luz de las linternas, y ella se quedó sin aliento para darle las buenas noches.
Al marcharse, Painter pasó ante los cuatro hombres que acompañaban a Kara. Los demás le siguieron, cada uno en dirección de su camarote. Omaha se quedó junto a Safia.
Kara se giró y habló en árabe con uno de los hombres, un tipo alto de cabello negro que llevaba la cabeza cubierta con el shamag omaní y vestía unos pantalones de color caqui. Beduino. Todos iban vestidos de manera similar. Safia observó que llevaban pistoleras en el cinturón, y el hombre con quien Kara hablaba al oído también portaba una daga curvada que colgaba del cinturón. No era un cuchillo ceremonial, sino un arma afilada que parecía haber sido utilizada en más de una ocasión. Se notaba que él era el jefe, y una cicatriz pálida y burda en la garganta le distinguía de los demás. Asintió a lo que Kara le dijo, y a continuación habló a sus hombres, antes de marcharse con ellos.
—¿Quién es ése? —preguntó Safia.
—El Capitán al-Haffi —explicó Kara—. De la patrulla fronteriza militar de Omán.
—Los Fantasmas del desierto —murmuró Omaha, utilizando el mote de dicha patrulla.
Los Fantasmas eran las Fuerzas Especiales de Omán, en guerra continua contra los traficantes de droga y los contrabandistas de las profundidades del desierto, en cuyas arenas pasaban años enteros. No existían hombres más duros en todo el mundo. Los equipos de las Fuerzas Especiales británicas y estadounidenses aprendieron tácticas de guerra y supervivencia de antiguos miembros de los Fantasmas.
—Él y su escuadrón se han prestado voluntarios como guardaespaldas de la expedición, con el permiso del Sultán Qaboos —explicó Kara.
Omaha estiró los brazos y bostezó.
—Me voy a tumbarme unas horas antes de que salga el sol —echó un vistazo a Safia y percibió sus párpados caídos—, y tú deberías intentar dormir algo, tenemos días muy largos por delante.
Safia se encogió de hombros con una evasiva. Odiaba tener que estar de acuerdo con él en algo tan sencillo.
Él retiró la mirada. Por vez primera, Safia percibió el paso de los años en su rostro, las arrugas más alargadas y profundas que el sol había forzado en el contorno de sus ojos, e incluso una magulladura en un lado. Tenía unas cuantas cicatrices finas como un hilo, pero no podía negar su tosco atractivo. Cabello rubio rojizo, rostro endurecido, ojos de un azul intenso. Pero el encanto juvenil había desaparecido. Ahora parecía cansado, desteñido por el sol.
Aún así, algo se agitó en su interior cuando él apartó la mirada, un viejo dolor tan familiar como cálido. Cuando se marchó, percibió un levísimo aroma de almizcle, un recordatorio del hombre que una vez durmiera y roncara a su lado en una tienda de campaña. Tuvo que hacer un esfuerzo por no correr hacia él, por no sujetarle un momento más. ¿Para qué? Ya no les quedaban palabras que compartir, únicamente silencios.
Se marchó.
Safia se dio la vuelta y encontró a Kara mirándola fijamente.
Kara sacudió la cabeza.
—Deja que los muertos descansen en paz.
El monitor de vídeo visualizaba al equipo de submarinistas. Cassandra se agachó hacia la pantalla, como intentando escuchar por encima del aullido de los motores del hidroplano. La imagen procedía del sumergible del equipo, el Argus, a ocho kilómetros de distancia y a veinte brazas de profundidad.
El Argus se dividía en dos cámaras. A proa se encontraban el piloto y el copiloto de la nave, y la cámara de popa, que en ese momento se estaba llenando de agua salada, contenía a los dos submarinistas de asalto. Cuando el agua inundó la cámara, igualando la presión interior con la exterior, la bóveda de popa se abrió como la concha de un mejillón. Los dos submarinistas salieron a las aguas iluminadas por las luces del submarino. Sujetos con una correa a la cintura colgaban los pulsorreactores, dispositivos creados por DARPA para propulsarles a velocidades increíbles. En una red que pendía por debajo de ellos transportaban un arsenal de demolición.
Escucharon unas palabras en voz baja por el dispositivo del oído.
—Contacto con el objetivo mediante sonar establecido —informó el piloto de la Argus—. Preparando equipo. Contacto estimado en siete minutos.
—De acuerdo —respondió ella entre dientes. En ese momento sintió alguien a su espalda. John Kane. Levantó una mano para que esperase.
—Despliegue de las minas a las dos cero cero —finalizó el piloto.
—Entendido —dijo Cassandra, repitiendo la hora y cerrando la retransmisión. Se incorporó y se dio la vuelta, mientras Kane levantaba el auricular de un teléfono por satélite.
—Línea codificada, llamada privada.
Cassandra tomó el auricular. Llamada privada. Eso podía significar que se trataba de uno de sus superiores. Ya debían haber recibido el informe de su fracaso en Mascate, en el que omitió los detalles de la misteriosa beduina desvanecida. Su informe ya resultaba suficientemente perjudicial. Por segunda vez, había fallado en el rescate del artefacto.
Respondió una voz mecánica, sintetizada para mantenerse en el anonimato. Por su flexión y tono, supo quién hablaba. El cabecilla del Gremio, sencillamente apodado como «El Patriarca». Parecía una precaución infantil, chistosa casi, pero la organización del Gremio estaba constituida por células terroristas. La información que se pasaba entre los equipos era la estrictamente necesaria, siempre bajo una autoridad independiente, que informaba tan sólo al escalón superior. Jamás había conocido al Patriarca; sólo tres personas le conocían, los tres lugartenientes que formaban el consejo en el extranjero, y Cassandra esperaba lograr ocupar uno de esos cargos algún día.
—Jefe gris —dijo la inquietante voz usando el apelativo elegido por la propia Cassandra para la operación—. Los parámetros de la misión han cambiado.
Cassandra se tensó. Había planeado al milímetro la misión, la había memorizado al detalle. Nada podía salir mal. Los motores diesel del Shabab explotarían de un momento a otro, y ésa sería la señal dada por las lanchas acuáticas para empezar el bombardeo. A continuación llegaría el equipo de asalto, cortando toda comunicación con el exterior, y una vez en posesión del corazón de hierro, la embarcación saltaría por los aires y se hundiría en medio del mar.
—¿Señor? El equipo de despliegue se encuentra de camino. Todo está ya marcha.
—Improvise —entonó la voz mecánica—. Apodérese con vida de la conservadora del museo junto con el artefacto, ¿entendido?
Cassandra se mordió el labio enfurecida por aquella sorpresa. No se trataba de una simple petición. El objetivo original de hacerse con el artefacto de hierro no exigía ningún parámetro con respecto a la conservación de las vidas del personal a bordo del Shabab Omán. Tal como lo había planeado, se trataba de agarrar el objeto y salir corriendo, algo directo, sangriento y veloz. Y ya había empezado a repasarlo todo en la cabeza.
—¿Puedo preguntar para qué la necesitamos?
—Puede resultarnos extremadamente útil en la fase dos. Nuestro experto original en antigüedades arábigas se muestra… muy poco colaborador. Y la experiencia es fundamental para lograr descubrir y asegurar la fuente de poder. Cualquier retraso significaría la derrota. No podemos prescindir de un talento que tenemos convenientemente a mano.
—Entendido, señor.
—Informe cuando finalice la operación con éxito. —Las últimas palabras sonaron ligeramente a amenaza, y al instante se cortó la comunicación. Bajó el auricular.
John Kane esperaba a unos pasos de distancia. Cassandra se volvió hacia él.
—Cambio de planes. Alerta a tus hombres. Primero entraremos nosotros.
Fijó la vista más allá del puente del hidroplano. En la distancia, el navío rematado de luces resplandecía como un estuche de joyas en medio de los mares oscuros.
—¿Cuándo empezamos el despliegue?
—Ahora.
Painter llamó con los nudillos a la puerta del camarote. Conocía la distribución de cada sala, tras aquellas puertas de roble escocés exquisitamente talladas. Ésa era la suite presidencial, reservada para potentados y magnates de la industria, y en ese momento, el cuarto de Lady Kensington. Tras subir a bordo había descargado información y esquemas sobre el Shabab Ornan.
Hay que saber qué terreno se pisa… incluso en el mar.
Un asistente de camarote abrió la puerta. El hombre de avanzada edad, en pie con su pequeña estatura de un metro sesenta, desprendía la dignidad de una persona mucho más alta. Vestía de blanco, desde el pequeño gorro hasta las sandalias.
—Dr. Crowe —saludó inclinando ligeramente la cabeza—. Lady Kensington os espera.
El hombre se dio la vuelta y le indicó que le siguiera. Tras atravesar la antecámara, Painter fue conducido hasta el salón principal. La amplia sala estaba decorada con sencillez pero con elegancia. Un antiguo y enorme escritorio marroquí demarcaba los límites del estudio, revestido de estanterías llenas de libros. En el centro de la sala descansaban dos mullidos sofás, tapizados del azul de la Marina Real Británica, y flanqueados por un par de sillas de respaldo elevado, con almohadones de estilo omaní a franjas rojas, verdes y blancas, los colores de su bandera. En general, la sala constituía una mezcla entre omaní y británica que respondía a una historia compartida.
Aún así, lo más espectacular del salón era la amplísima hilera de ventanas que se abrían al oscuro océano.
Kara se encontraba de pie, ante el telón del cielo estrellado y las aguas iluminadas por la luna. Se había cambiado de ropa y llevaba un grueso vestido de algodón, sin zapatos. Se dio la vuelta cuando percibió el reflejo de Painter en la ventana.
—Eso es todo, Yanni —dijo al auxiliar para que saliera del salón.
Una vez que se hubo marchado, Kara levantó una mano y señaló los sofás.
—Te ofrecería una copa, pero este barco está tan seco como toda Arabia.
Painter cruzó el cuarto y tomó asiento mientras Kara lo hacía en una de las sillas.
—No pasa nada, no bebo alcohol.
—¿Alcohólicos anónimos?
—Elección personal —respondió arrugando la frente. Parecía que el estereotipo del indio borracho también se conocía en Gran Bretaña, y no por falta de misterio. Su propio padre solía encontrar más solaz en una botella de Jack Daniels que en la familia y los amigos.
Kara se encogió de hombros.
Painter se aclaró la garganta.
—Mencionaste que querías ponerme al día sobre el itinerario.
—Lo encontrarás impreso y debajo de la puerta antes del amanecer.
Painter entornó los ojos.
—¿Y por qué una reunión a estas horas? —Se encontró a sí mismo observando las piernas desnudas de Kara cuando ésta cruzó las piernas. ¿Acaso existía una razón más personal? Sabía, por los informes sobre Kara Kensington, que cambia de hombres como de peinado.
—Safia —respondió para su sorpresa.
Painter parpadeó y le prestó atención.
—Me doy cuenta de cómo te mira —se produjo una larga pausa—. Es mucho más frágil de lo que aparenta.
Y más dura de lo que todos pensáis, añadió Painter para sí mismo.
—Si la estás utilizando, más vale que busques un escondrijo perdido al otro lado del mundo donde meterte después. Si tu interés es únicamente sexual, te recomiendo que te subas la cremallera, si es que estimas cierta parte importante de tu anatomía. ¿Cuál de las dos razones es?
Painter sacudió la cabeza. Por segunda vez en cuestión de horas, cuestionaban su afecto por Safia: primero, su compañera, y después, aquella mujer.
—Ninguna —respondió con más dureza de la que deseaba.
—Explícate.
Painter mantuvo el rostro impasible. No podía eludir a Kara tan fácilmente como antes hiciera con Coral. De hecho, su misión iría mucho mejor con su cooperación que con su hostilidad. Pero permaneció en silencio. Ni siquiera podía pensar en una mentira decente. Las mejores mentiras eran las más cercanas a la realidad, ¿pero cuál era la realidad? ¿Qué sentía por Safia?
Por primera vez se detuvo a pensar en ello. Sin duda alguna, la encontraba tremendamente atractiva: sus ojos esmeralda, su piel de café, la forma en que la más leve sonrisa iluminaba su rostro. Pero se había cruzado con muchas mujeres bonitas en la vida. ¿Qué tenía de particular aquélla? Safia era inteligente, consumada, y encontraba en ella una fuerza que los demás parecían no percibir, un interior de granito imposible de romper.
Si se paraba a pensarlo, Cassandra había sido igual de fuerte, ingeniosa y bella, pero había tardado varios años en sentirse atraído por su entonces compañera. ¿Por qué Safia había logrado estimularle en tan poco tiempo?
Tenía una sospecha, pero se negaba a admitirla… incluso para sí mismo.
Mientras miraba a través de la ventana, Painter recordó los ojos de Safia, aquella leve herida tras el brillo esmeralda. Recordó los brazos de aquella mujer alrededor de sus hombros mientras la bajaba del techo del museo, abrazada con fuerza a él, su susurro de alivio, sus lágrimas. Incluso entonces, algo en ella pedía tocarla, algo que despertaba al hombre de su interior. A diferencia de Cassandra, Safia no era sólo granito. Ella contenía un pozo de fuerza y de vulnerabilidad, lo más duro y lo más tierno a la vez.
En lo más profundo de su corazón, sabía que era aquella contradicción lo que le fascinaba por encima de ninguna otra cosa, algo que deseaba explorar en profundidad.
—¿Y bien? —insistió Kara tras su largo silencio.
La primera explosión le salvó de tener que responder.
Omaha se despertó con el resonar de un trueno en los oídos. Se sentó, sorprendido, sintiendo aún las vibraciones en el estómago, oyendo el traqueteo del diminuto ojo de buey. Sabía que se aproximaba una tormenta. Comprobó la hora: habían transcurrido menos de diez minutos, demasiado pronto para la tormenta.
Danny se deslizó desde la litera superior y aterrizó en el suelo sujetándose con una mano y subiéndose los boxers con la otra.
—¿Qué diablos ha sido eso?
El sonido de unos disparos en la parte superior vino seguido de varios gritos. Omaha apartó las sábanas. Habían dado con una tormenta… pero no la que había vaticinado el hombre del tiempo.
—¡Nos atacan!
Danny buscó las gafas en el cajón superior de un pequeño escritorio.
—¿Quién nos ataca? ¿Por qué?
—¿Cómo demonios voy a saberlo?
Omaha se puso en pie de un salto y se puso una camiseta, sintiéndose algo más protegido con la ropa puesta. Se maldijo por haber dejado la escopeta y las pistolas guardadas bajo llave arriba. Sabía lo traicioneros que podían resultar aquellos mares, plagados de piratas modernos y facciones paramilitares pertenecientes a organizaciones terroristas, que actuaban como si alta mar fuese un cofre de recompensas. Pero jamás imaginó que alguien pudiera atacar el buque insignia de la marina omaní.
Omaha abrió la puerta con cuidado unos centímetros y asomó la vista al estrecho y oscuro pasillo. En una pared se reflejaba la luz de una escalera cercana, que conducía a los dos niveles superiores y a la cubierta. Como de costumbre, Kara había asignado a Omaha ya su hermano los peores cuartos, una planta por encima del casco, un camarote para la tripulación frente a los más lujosos aposentos para los pasajeros. Al otro lado del pasillo se entreabrió otra puerta.
Omaha y su hermano no eran los únicos destinados a los peores camarotes.
—Crowe —susurró.
La puerta se abrió para revelar la figura de la compañera de Crowe. Coral Novak apareció descalza, en pantalón corto y sujetador deportivo, con la melena rubia suelta cubriéndole los hombros. Le hizo un gesto en silencio. Llevaba una daga en la mano derecha, un objeto largo de acero inoxidable resplandeciente con puño negro carbonizado, un diseño militar. La sujetaba por lo bajo, con un pulso mortal, a pesar de la descarga de disparos que se escuchaba sobre sus cabezas.
Estaba sola.
—¿Dónde está Crowe? —susurró Omaha.
Coral señaló la parte superior con un pulgar.
—Fue a ver a Kara hace veinte minutos.
El punto del que parecían proceder los disparos, pensó Omaha. El miedo estranguló su visibilidad mientras clavaba los ojos en las escaleras. Los cuartos privados de Safia y de su estudiante se encontraban bajo la suite de Kara, muy cerca del tiroteo. Se le encogía el corazón con cada disparo de rifle que escuchaba. Tenía que llegar hasta ella. Atravesó la puerta y se dirigió a la escalera.
Escucharon los pasos de unas botas en dirección a ellos.
—¿Armas? —susurró Coral.
Omaha se dio la vuelta para mostrar sus manos vacías. Les habían obligado a dejar todas las armas personales antes de embarcar. Coral frunció el ceño y se apresuró a la base de las estrechas escaleras. Utilizó el puño de su cuchillo para romper la única bombilla que iluminaba el pasillo, sumiéndolo en una oscuridad total.
Los pasos se apresuraron hacia ellos y de repente apareció una sombra.
Coral pareció leer algo en la sombra, y cambió levemente su posición, ampliando su postura y bajando un brazo. Con una simple patada, golpeó con certeza la rodilla del hombre, que cayó en el pasillo entre gritos de dolor. Era un miembro de la tripulación, el cocinero de la galera. Su cara golpeó las planchas de madera con un crujido y rebotó hacia atrás.
El hombre gimió de dolor, pero se quedó quieto y aturdido.
Coral se abalanzó sobre él con el cuchillo, insegura de su identidad.
Arriba continuaban las ráfagas de balas, pero ya sólo esporádicamente, más mortíferas y resueltas.
Omaha se dirigió a la escalera.
—Tenemos que llegar hasta los demás.
Hasta Safia.
Coral se levantó y le bloqueó el paso con un brazo.
—Necesitamos armas.
Sobre sus cabezas sonó el disparo de un rifle, poderoso en un espacio pequeño.
Todos dieron un paso atrás.
Los ojos de Coral y Omaha se encontraron; se debatía entre correr al cuarto de Safia o proceder con cautela. Y la cautela nunca había sido uno de sus valores principales. Aún así, la mujer tenía razón. Puños frente a rifles, no era el mejor de los planes de rescate. Se dio la vuelta.
—En la bodega hay rifles y munición —explicó, señalando la trampilla del suelo que daba al compartimiento de pantoque, el casco del barco—. Creo que podremos arrastrarnos por él hasta llegar a la bodega Principal.
Coral apretó el puño con que sujetaba el arma y asintió. Cruzaron hasta la trampilla, la abrieron y descendieron la corta escalera que daba al pantoque. Olía a algas, sal y resina de roble. Omaha fue el último en atravesar la trampilla.
De repente explotó otra descarga de balazos, marcada por un grito agudo. De hombre, no de mujer. Omaha se estremeció y rezó por que Safia se mantuviera agachada.
Con un profundo odio contra sí mismo, cerró la trampilla, sumiendo el espacio en la oscuridad. Bajó a ciegas la escalera, aterrizando con un pequeño chapoteo sobre el pantoque.
—¿Alguien ha traído una linterna? —preguntó, sin obtener respuesta—. Genial.
De pronto sintió que algo le pasaba sobre el pie y desaparecía chapoteando sobre el agua. Ratas.
Painter se asomó por una de las ventanas del barco. Sobre el agua avanzaba una moto acuática biplaza, bajo el saliente del castillo de proa. Pasó velozmente con un zumbido imperceptible, con el tubo de escape amortiguado y dejando una estela en forma de V sobre la superficie. Incluso en la oscuridad reconoció el diseño.
Un prototipo experimental diseñado por DARPA para operaciones encubiertas. El piloto conducía en cuclillas tras el parabrisas, mientras que el pasajero permanecía sentado más alto, manejando un rifle de asalto, giroscópicamente estabilizado en la parte posterior. Los dos utilizaban gafas de visión nocturna.
La patrullera pasó silbando. Ya llevaba contadas cuatro, y tal vez habría más rodeándoles. No distinguía sobre la superficie ningún navío de ataque, el que seguramente habría liberado allí al equipo de asalto. Lo más probable es que hubiese amarrado en uno de los flancos del navío, y que luego se hubiese alejado a una distancia segura hasta que llegase la hora de recoger de nuevo al equipo.
Volvió al interior.
Kara se ocultaba tras un sofá, más enfadada que asustada.
En cuanto se escuchó la primera explosión, Painter comprobó fuera del camarote. A través de la trampilla de cubierta, distinguió un remolino de humo y un resplandor carmesí que procedía de la parte posterior del barco.
Una granada incendiaria.
Ese breve vistazo casi le costó la vida, ya que de repente apareció por la puerta un hombre camuflado de negro, a pocos pasos de él. Painter regresó al interior mientras el tipo disparaba a la puerta. De no haber sido por el refuerzo metálico de la Suite Presidencial, habría partido por la mitad a Painter. Tras asegurar la puerta con el cerrojo, explicó a Kara la situación.
—Han tomado la sala de radio.
—¿Quién?
—No lo sé… parece un grupo paramilitar.
Painter abandonó su puesto en la ventana y se agachó junto a Kara. Sabía muy bien quién dirigía el equipo, no le cabía la menor duda. Cassandra. Las motos acuáticas eran prototipos robados a DARPA, así que debía andar por algún sitio. Seguramente se encontraría sobre la borda, dando instrucciones a su equipo. Recordó el brillo de decisión en sus ojos, la arruga doble que se le formaba entre las cejas cuando se concentraba. Se deshizo de ese pensamiento, sorprendido por una punzada repentina, algo entre furia y sensación de pérdida.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kara.
—De momento, quedarnos quietos.
Atrincherados en la suite estarían a salvo del peligro inmediato, pero los demás corrían graves riesgos. Los bien entrenados marineros omaníes solían responder con rapidez al ataque, presentando una feroz resistencia contra el enemigo. Pero los marineros a bordo eran jóvenes en su mayoría, moderadamente armados, y Cassandra conocería bien sus Puntos flojos. No tardaría en hacerse con el barco.
¿Con qué objetivo?
Agachado junto a Kara, Painter cerró los ojos y respiró profundamente. Necesitaba detenerse un momento para concentrarse. Su padre le había enseñado varias salmodias de los indios Pequot, en un débil esfuerzo por imbuir a su hijo de tradiciones tribales, generalmente con aliento a tequila o cerveza. Aún así, Painter los había aprendido y los susurraba en la oscuridad cuando sus padres se peleaban, gritaban y maldecían en el cuarto contiguo al suyo. Encontraba cierto consuelo en su repetición, a pesar de que ignoraba lo que significaban, tanto de niño como de adulto.
Movía los labios en silencio mientras meditaba, evadiéndose del ruido de las balas. De nuevo imaginó a Cassandra y adivinó el propósito de su ataque: obtener lo que perseguía desde el principio, el corazón de hierro, la única prueba sólida del misterio de la explosión de antimateria. Se encontraba en el camarote de la conservadora. Su mente imaginó distintos escenarios, parámetros de la misión…
De repente lo entendió todo.
Se puso en pie de un salto.
Desde el principio le había sorprendido la falta de cuidado del asalto. ¿Para qué asaltar la sala de radio y alertar prematuramente a la tripulación? Si se tratara de un grupo mercenario ordinario, lo acusaría de falta de planificación y precisión inexperta, pero si Cassandra se encontraba detrás de todo aquello…
De repente un funesto pensamiento le atravesó las entrañas.
—¿Qué? —preguntó Kara impaciente.
El tiroteo sobre el camarote se había silenciado, lo que le permitió escuchar un zumbido revelador.
Cruzó hasta la ventana y asomó la cabeza. Cuatro motos acuáticas salieron de la oscuridad, pero ocupadas únicamente por los pilotos. Sin pasajeros. Los asientos traseros se encontraban vacíos.
—Maldición…
—¿Qué? —insistió Kara, esta vez con tono asustado.
—Es demasiado tarde.
Supo con certeza que la explosión de la granada no había marcado el inicio de la misión, sino el final.
Maldijo en silencio su estupidez. El juego había terminado sin que hubiese movido ficha siquiera. Le habían cogido totalmente fuera de guardia. Se permitió un instante de rabia, antes de concentrarse de nuevo en la situación.
El final del juego no tenía por qué constituir el final definitivo. Observó cómo las cuatro motos acuáticas se abatían en picada sobre el navío. Venían a recoger a los miembros del equipo de asalto, la retaguardia, el equipo de demolición asignado para destrozar la sala de radio. Uno de los marineros omaníes debía haberse tropezado con aquellos hombres, dando lugar al tiroteo en la cubierta.
Escuchó más balazos, pero más alejados y decididos, en la popa del barco. Un intento de retirada.
Painter vio por la ventana cómo la última moto acuática daba un amplio rodeo, cauteloso por el tiroteo. Las otras motos, las que llevaban a los hombres a cargo de los fusiles de asalto, habían desaparecido. Tampoco escuchaba signos de combate, simplemente se habían desvanecido. Seguramente con el resto del equipo, imaginó Painter. Y con la presa. ¿Pero adonde?
De nuevo registró las aguas en busca del barco de asalto principal. Debía estar ahí afuera, en algún lugar, pero sólo alcanzaba a divisar aguas oscuras. Las nubes de la tormenta cubrían el cielo, pintando de negro el horizonte. Con los dedos se aferraba al alféizar de la amplia ventana.
De repente, un leve resplandor desvió su mirada, pero no hacia la superficie del agua, sino hacia las profundidades. Asomó más el cuerpo y miró hacia abajo.
En lo más profundo de las aguas de medianoche, algo resplandecía por debajo de la embarcación, algo que continuó deslizándose hasta alejarse. Painter frunció el entrecejo reconociendo lo que acababa de ver. Un submarino. ¿Pero por qué?
La respuesta no tardó en seguir a la pregunta.
Una vez terminada la misión, el submarino y el equipo de asalto principal desaparecían dejándolo todo limpio, sin un solo testigo.
Conocía el propósito de la presencia del submarino. Llegar en silencio sin ser detectado, dado su reducido tamaño.
—Han minado la embarcación —dijo en voz alta, calculando en su cabeza cuánto tardaría un submarino en salir de la zona de impacto.
Kara respondió algo que Painter ignoró. Corrió hacia la puerta: el tiroteo parecía haberse convertido en unos cuantos tiros esporádicos. Escuchó. No parecía que hubiese nadie cerca, por lo que descorrió el Pestillo.
—¿Qué haces? —preguntó Kara por encima de su hombro, pegada a Painter pero irritada por tener que hacerlo.
—Debemos abandonar la embarcación.
Abrió la puerta de par en par. Unos pasos más allá se encontraba la apertura que conducía a la cubierta. Los vientos comenzaban a soplar con fuerza, mientras la tormenta se precipitaba sobre el Shabab Omán. Las velas chaqueaban con latigazos, y las cuerdas traqueteaban en los montantes.
Estudió la cubierta como si fuese un tablero de ajedrez.
La tripulación no conseguiría arrizar y sujetar las velas mayores; además, los marineros omaníes estaban inmovilizados por una pareja, no, por tres hombres ocultos tras una pila de barriles amontonados en el extremo más alejado de la cubierta. Los enmascarados contaban con la ventaja de vigilar las secciones delanteras de la embarcación. Uno de ellos apuntaba con su rifle hacia la parte elevada de la cubierta de popa, protegiendo su retaguardia.
En el suelo distinguió a un cuarto enmascarado, que yacía de bruces sobre un charco de sangre a pocos pasos de Painter.
Comprendió la situación de un solo vistazo. También ocultos tras unos barriles en ese lado de la cubierta se hallaban cuatro agentes de la patrulla omaní, los Fantasmas del desierto. Permanecían tumbados por completo y apuntando con el arma a los enmascarados. Un callejón sin salida. Debían haber sido los Fantasmas los que habían abordado a la retaguardia del equipo de asalto, inmovilizándoles para que no saltaran por la barandilla.
—Vamos —ordenó Painter a Kara, cogiéndola por el codo. La arrastró fuera de la suite hacia las escaleras inferiores.
—¿Adonde vamos? —preguntó—. ¿No hay que abandonar el barco?
No respondió. Sabía que era demasiado tarde, pero necesitaba asegurarse. Bajó las escaleras hasta el siguiente nivel, en el que un estrecho pasillo conducía a los camarotes de los invitados.
Cruzado en medio del vestíbulo, bajo la luz de una simple bombilla, yacía un cuerpo boca abajo, solo que no era el de un enmascarado.
Llevaba unos boxers y una camiseta blanca, y se percibía una pequeña marca oscura en el centro de su espalda. Un tiro, seguramente al intentar huir.
—¡Es Clay! —murmuró Kara horrorizada, pegándose de nuevo al cuerpo de Painter.
Se arrodilló junto al cuerpo del chico, pero Painter pasó sobre él, no era momento de lamentos. Se apresuró a la puerta a la que se habría dirigido el chico, en busca de un lugar donde esconderse o para avisar a los demás. Demasiado tarde.
Todos habían llegado demasiado tarde.
Painter se detuvo ante la puerta medio abierta. La luz de la lámpara iluminaba el pasillo. Prestó atención a cualquier ruido. Silencio total. Se templó, como preparación a lo que podría encontrar.
Kara planteó una sola pregunta, sabiendo lo que Painter temía.
—¿Y Safia?
Omaha alargó un brazo, mientras el barco se balanceaba debajo de él. La oscuridad del pantoque desestabilizaba su sentido del equilibrio. El agua chapoteaba bajo sus zapatos y le helaba los tobillos.
Escuchó un golpe tras él… y una maldición. A Danny no le iba mucho mejor que a él.
—¿Seguro que sabes adonde vamos? —preguntó Coral con una voz fría que retumbó en el húmedo casco del barco.
—Sí —le respondió con brusquedad.
Pero era mentira. Continuó recorriendo con la mano una pared resbaladiza hacia la izquierda, rezando por encontrar una escalera que subiera a la planta superior. La siguiente debería conducir a la bodega principal, debajo de la cubierta. O al menos eso esperaba.
Continuaron en silencio, mientras las ratas chillaban en protesta y aparentaban con sus gritos un tamaño mayor, como enormes perros mojados que se multiplicaban en la imaginación de los tres. Omaha las escuchó chapotear delante de ellos, como apilándose en una masa enojada en la popa del barco. Una vez, en un callejón de Calcuta, había visto un cadáver devorado por las ratas. No tenía ojos, ni genitales, se habían comido todas las partes blandas. Por eso odiaba las ratas.
Pero el miedo por lo que le hubiera ocurrido a Safia crecía en su interior y aumentaba su ansiedad en la oscuridad por el sonido de los tiros. En su mente se arremolinaban imágenes sangrientas demasiado terribles. ¿Por qué no le había dicho lo que sentía por ella? Le habría encantado arrodillarse a sus pies para que estuviese a salvo.
Su brazo extendido tocó algo sólido. Pasó la mano y descubrió un travesaño con clavos. ¡Una escalera!
—¡Aquí está! —exclamó con más confianza de la que sentía. No le importaba si estaba en lo cierto o no, ni adonde guiaba aquella maldita escalera. Empezó a subir.
Mientras Danny y Coral se acercaban, él subió todos los peldaños.
—Ten cuidado —le advirtió Coral.
El tiroteo continuaba, tan cercano como para mantenerse alerta.
Al llegar a la parte superior encontró el asa interior de la trampilla. Rezando para que no estuviese cerrada o bloqueada por el cargamento, la agarró y empujó hacia arriba.
La trampilla se abrió con facilidad, cayendo hacia atrás con un sonoro golpe contra un pilar de madera.
Coral le indicó con un bufido que no hiciera tanto ruido, sin palabras, con tan sólo una protesta.
La divina luz les iluminó, cegándoles tras el tiempo transcurrido en la oscuridad total. Incluso se agradecía el olor a heno recién cortado, tras el tufo a sal y moho del casco.
Una enorme sombra se movió a su derecha. Se giró y vio que se le avecinaba un inmenso caballo, el mismo semental árabe que se escapara antes. El animal sacudió la cabeza y resopló hacia él. Tenía la mirada aterrada, y elevó una pezuña amenazadora, preparado para estampar de una coz al intruso contra los establos.
Omaha regresó al interior, maldiciendo su mala suerte. Había dado con el establo del caballo, e incluso divisó otros cuantos alrededor.
Volvió a centrarse en el animal, que tiraba de la cuerda que le sujetaba. Un caballo árabe asustado siempre sería mejor que un guardia armado, pero todavía tenían que salir de allí y llegar hasta la bodega donde se almacenaban las armas.
El miedo por Safia le hacía hervir la sangre. Si había llegado hasta allí…
Confiando en que las cuerdas sujetaran al caballo, salió por la trampilla, giró sobre sí mismo tumbado en el suelo y pasó bajo la valla que encerraba al semental.
Se puso en pie y se limpió el polvo de las rodillas mientras llamaba a los demás.
—¡De prisa!
Encontró una de las mantas del caballo, con luminosos colores rojos y amarillos, y la agitó ante el animal para mantenerle distraído mientras salían los demás. El caballo relinchó al detectar sus movimientos, pero en lugar de ponerse nervioso por los intrusos, empezó a tirar de las cuerdas hacia la manta de montar.
Omaha se dio cuenta de que debía reconocer su propia manta, y que por tanto pensaba que alguien iba a prepararle para cabalgar, para salir del establo. La alarma despertó el deseo de libertad del semental. Con cierto lamento, colocó la manta sobre la valla una vez que Danny y Coral llegaron a su lado. Los ojos asustados del caballo se cruzaron con los suyos, en busca de sosiego.
—¿Dónde están las armas? —preguntó Coral.
Omaha se dio la vuelta.
—Deberían estar allí —señaló al otro lado de la rampa que daba a la cubierta superior. Una serie de cajas apiladas de tres en tres y marcadas con la divisa de los Kensington se extendía a lo largo de la pared del fondo. Mientras Omaha se dirigía hacia allí, agachaba la cabeza con el estallido de cada disparo, una especie de intercambio de fuego, una descarga que rebotaba de un lado al otro. Aquel partido mortal parecía provenir del exterior de las puertas dobles que bloqueaban la rampa. Recordó la pregunta anterior de Danny. ¿Quién les atacaba? No se trataba de simples piratas, aquello parecía demasiado continuado, demasiado organizado, demasiado atrevido.
Al llegar a las cajas, buscó el listado de hojas grapadas. Él mismo se había encargado de organizar las provisiones, y sabía que había una caja con rifles y pistolas. La encontró y la abrió con una palanca. Danny sacó uno de los rifles.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Tú te quedas abajo —le ordenó Omaha, cogiendo una pistola Desert Tagle.
—¿Y tú? —preguntó de nuevo Danny.
Omaha ladeó la cabeza para escuchar los disparos mientras cargaba su arma en el suelo.
—Yo tengo que llegar hasta los demás y asegurarme de que se encuentran bien.
Pero en realidad sólo imaginaba a Safia, sonriente, más joven.
Le había fallado en otras ocasiones… pero no en aquélla.
Coral se levantó tras encontrar en la caja una pistola de su agrado. Cargó con rapidez y eficacia la recámara con balas 357 y, con un solo movimiento, colocó el cargador en su lugar. Una vez armada, se sintió más relajada, como una leona libre y dispuesta a dar caza a su presa.
Su mirada se cruzó con la de Omaha.
—Tenemos que regresar con los demás atravesando de nuevo el casco.
Se escucharon nuevos disparos en cubierta.
—Perderíamos demasiado tiempo —Omaha miró hacia la rampa, que daba directamente en el centro del tiroteo—. Tal vez haya otra posibilidad.
Coral arrugó la frente mientras escuchaba su plan.
—Espero que sea una broma —murmuró Danny.
Pero Coral asintió cuando Omaha terminó su explicación.
—Vale la pena intentarlo.
—Entonces, adelante —dijo Omaha—. Antes de que sea demasiado tarde.