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—¿Dónde diablos está Safia? —preguntó Omaha al comprobar su reloj.
Habían pasado diez minutos de la hora en que se suponía que debían reunirse para la cena. La mujer que conoció en el pasado era dolorosamente puntual, tal como la aleccionaran en Oxford. Su extremada atención a los detalles era lo que hacía de ella una conservadora del Museo Británico tan consumada.
—¿No debería estar ya aquí? —insistió.
—Ordené que le preparasen un baño —anunció Kara mientras entraba en la sala—. Una de las sirvientas acaba de subirle ropa limpia.
Kara entró vestida con un resplandeciente thob omaní, un vestido tradicional de seda roja suelta, con bordados de oro en los dobladillos. Llevaba la melena castaña suelta y calzaba unas sandalias de Prada. Como siempre, con Kara había que diferenciar entre lo tradicional y las tendencias de moda más actuales.
—¿Un baño? —gruñó Omaha—. Entonces no se molestará en aparecer.
Safia adoraba el agua en todas sus formas: duchas, fuentes, grifos abiertos, lagos y corrientes, pero sobre todo, adoraba los baños. Omaha solía meterse con ella, atribuyendo su fijación a su pasado en el desierto.
Puedes sacar a una chica del desierto, pero no puedes sacar el desierto de la chica.
Ese recuerdo arrastró otros cuantos, que llegaron sin invitación alguna, como los largos baños compartidos, las piernas entrelazadas, la risa, los leves quejidos, el vapor en el agua y en la piel.
—Bajará en cuanto esté preparada —aseguró Kara, volviendo a centrar la atención de Omaha en la sala. Hizo un gesto de asentimiento al mayordomo—. Tomaremos una ligera cena omaní antes de marcharnos, en unas horas. Sentaos, por favor.
Cada cual encontró su asiento, dividido en líneas bien marcadas. Painter y Coral se sentaron en un lateral de la mesa, junto con el alumno de Safia, Clay. Danny y Omaha tomaron asiento en el otro lado. Por último, Kara se sentó en la silla que precedía la cabecera de la mesa.
Tras una señal imperceptible, los sirvientes comenzaron su desfile a través de las puertas de vaivén que daban al pasillo de la cocina. Llevaban consigo bandejas cubiertas, y algunos incluso las acarreaban con una sola mano por encima de la cabeza. Otros usaban los dos brazos para sujetar su peso.
Cuando todas las bandejas se encontraron alrededor de la mesa, a la altura de los comensales, un sirviente dio un pequeño paso atrás y los demás levantaron las tapas de las bandejas para mostrar los manjares que se servirían. Una coreografía perfecta.
Kara nombró cada plato.
—Maqbous… arroz sazonado con azafrán sobre un lecho de cordero. Shuwa… cerdo cocinado en hornos de arcilla. Mashuai… pescado a la brasa servido con arroz al limón.
Nombró un puñado de otros platos preparados al curry. Entre el delicioso festín también había bandejas repletas de unos delgados panes ovalados que Omaha conocía. El omnipresente pan rukhal de Omán, horneado sobre hojas de palmera quemadas.
Kara terminó con la presentación.
—Y por último, pastelillos de miel, uno de mis favoritos, con jarabe de los árboles nativos.
—¿Cómo? ¿No hay ojos de cordero? —musitó Omaha.
Kara le oyó.
—Esa exquisitez se puede preparar a petición de cada uno.
Omaha levantó una mano en signo conciliador.
—Esta vez pasaré.
Kara extendió la mano hacia los manjares.
—La tradición omaní dicta que cada uno se sirva lo que quiera. Buen provecho.
Sus invitados le tomaron la palabra y procedieron a servirse con las cucharas, los cucharones, los pinchos o las manos. Omaha llenó su taza de Kahwa, un tipo de café omaní cargado a rabiar. Los árabes no tomaban alcohol, pero desde luego no tenían ningún reparo con respecto a su adicción a la cafeína. Tomó un buen trago y suspiró. El sabor amargo del café estaba suavizado con cardamomo, que le confería un agradable y particular regusto.
La conversación se centró al principio en la calidad de los platos, sobre todo en forma de murmullos de sorpresa ante la ternura de la carne o el picante de las especias. Clay parecía contentarse con los pastelillos de miel. Kara apenas probó la comida, se mantenía atenta a los criados, guiándoles con un asentimiento o un giro de cabeza.
Omaha la estudió mientras bebía su kahwa.
Estaba más delgada, más consumida que la última vez que la vio. Todavía le brillaban los ojos, pero ahora parecían más febriles. Omaha sabía cuánto esfuerzo había invertido en aquel viaje. Y también sabía por qué. Safia y él habían compartido ciertos secretos… al menos por aquella época. Conocía la historia de Reginald Kensington. Su retrato colgaba de la pared, detrás de Kara. ¿Sentiría aún los ojos de su padre clavados en ella?
Omaha imaginó que no le habría ido mucho mejor si su propio padre se hubiese desvanecido en el desierto, tragado por las arenas hasta desaparecer de este mundo. Pero gracias a Dios, tenía que imaginar mucho para entender una pérdida así. Su padre, a los ochenta y dos años, aún trabajaba en la granja de la familia en Nebraska, y para desayunar tomaba cuatro huevos con bacon y una montaña de tostadas con mantequilla. Además, cada noche se fumaba un puro. Su madre estaba incluso más sana. Buen ganado, solía bromear su padre. Como mis chicos.
Mientras pensaba en su familia, la profunda voz de su hermano desvió su atención de Kara. Danny narraba su escapada de mediodía, utilizando el tenedor tanto como su propia voz para contar la historia. Omaha reconoció su tono de excitación al recordar los sucesos del día. Sacudió la cabeza mientras escuchaba las fanfarronadas y la bravuconería de su hermano pequeño. Omaha había sido igualito a él en el pasado. Inmortal. Armado con el escudo de la juventud.
Pero ya no.
Se quedó mirando sus propias manos, surcadas de arrugas y cicatrices, las manos de su padre. Prestó atención a la narración de Danny. En realidad no había sido una aventura tan grandiosa como éste relataba, sino un asunto peligrosamente serio.
Una voz le interrumpió.
—¿Una mujer? —preguntó Painter Crowe enarcando una ceja—. ¿Uno de los secuestradores era mujer?
Danny asintió.
—Yo no le vi la cara, pero mi hermano sí.
Omaha se encontró con los ojos del otro hombre mirándole fijamente, taladrándole con su color azulado. Concentraba la atención en él como un rayo láser infalible, con el entrecejo fruncido.
—¿Es eso cierto? —preguntó Crowe.
Omaha se encogió de hombros, desconcertado por su intensidad.
—¿Cómo era? —inquirió con rapidez.
Omaha respondió despacio, observando a aquella pareja.
—Era alta, de mi peso. Y por su forma de moverse, creo que tenía formación militar.
Painter miró a su compañera un instante, en el que parecieron intercambiar un mensaje mudo. Sabían algo que no habían contado a los demás. El científico volvió a mirar a Omaha.
—¿Y su apariencia?
—Morena, con ojos verdes. De descendencia beduina. Ah, y llevaba una pequeña lágrima tatuada a la altura de un ojo… el izquierdo.
—Beduina —repitió Painter—. ¿Estás seguro?
—He trabajado en esta región durante quince años, sé distinguir bien a los miembros de las tribus y los clanes.
—¿De qué tribu era la mujer?
—Eso es difícil de decir, no la vi más que un segundo.
Painter se recostó en la silla, claramente menos tenso tras las respuestas. Su compañera tomó uno de los pastelillos, lo colocó en su plato y se olvidó de él. No intercambiaron ninguna mirada entre ambos, pero parecía que algo había quedado zanjado.
—¿A qué viene ese interés? —preguntó Kara, poniendo voz a los pensamientos de Omaha.
Painter se encogió de hombros.
—Si se tratara de un secuestro al azar para exigir dinero, seguramente no tiene importancia. Pero si de alguna forma tuviese conexión con el atraco del museo, creo que todos deberíamos estar atentos a lo que ocurra.
Sus palabras sonaron bastante razonables, prácticas y científicas, pero Omaha percibió una razón más profunda tras el interés expresado.
Kara cambió de tema al mirar su Rolex de diamantes.
—¿Dónde está Safia? No puede estar todavía en la bañera.
Safia intentaba que su respiración fuera lo más leve posible.
No tenía fobia a las serpientes, pero había aprendido a respetarlas durante sus exploraciones en las polvorientas ruinas. Pertenecían al desierto tanto como la arena y el viento. Así que permaneció sentada en la bañera, inmóvil, mientras el agua se iba enfriando… o tal vez lo que sentía era el frío de su propio miedo.
La víbora de la alfombra enroscada alrededor de su pecho parecía haber encontrado un buen lugar donde descansar a remojo. Safia reconoció la rugosidad de su piel exterior. Era un espécimen extraño, y eso le creaba dificultades durante el cambio de piel.
De nuevo, un movimiento captó su atención al otro lado de la ventana. Pero cuando miró, sólo encontró oscuridad y quietud.
La paranoia solía preceder a los ataques de pánico, una ansiedad que consumía toda su energía y que veía peligro y amenaza donde no existía. Pero en ella, estos ataques solían estar provocados por estrés o tensión, no por una amenaza física. De hecho, la subida de adrenalina provocada por un peligro inminente solía funcionar como un excelente tapón para detener la cascada eléctrica de los episodios epilépticos. Aún así, la tensión de la espera había empezado a desgastar el revestimiento de ese tapón en Safia.
Los síntomas de la mordedura de esa víbora eran inmediatos y graves: ennegrecimiento de la piel, fuego en la sangre, convulsiones capaces de romper los huesos. No existía antídoto alguno.
Sus manos comenzaron a temblar ligeramente.
Ningún antídoto conocido.
Se obligó a tranquilizarse. Exhaló lentamente, observando de nuevo la serpiente. Inspiró otra vez, aún más despacio, percibiendo la dulzura del aire fresco. El aroma del jazmín, antes tan placentero, resultaba empalagoso en ese momento.
Unos golpecitos en la puerta la sobresaltaron, haciendo que se moviera ligeramente y creando varias ondas en el agua. La víbora levantó la cabeza, y Safia sintió que el cuerpo del animal se tensaba contra su cuerpo desnudo, alerta, recelosa.
—Señorita al-Maaz —escuchó una voz que la llamaba desde el pasillo.
No respondió.
La serpiente probó el aire con la lengua y levantó el cuerpo, acercando su cabeza triangular a la garganta de Safia.
—¿Señorita?
Era Henry, el mayordomo de la casa. Debía haber subido para comprobar si se había quedado dormida; los demás ya estarían en el comedor. No había reloj en el cuarto de baño, pero parecía que hubiese transcurrido toda la noche.
En medio del silencio, se escuchó el sonido de una llave introducida en la cerradura, seguido del crujido de la puerta exterior.
—¿Señorita al-Maaz…? —La voz sonó menos apagada—. He dicho a Liza que entre.
Para Henry, el siempre correcto mayordomo inglés, sería impensable entrar en el cuarto de una dama, sobre todo si ésta se encontraba en la bañera. Safia escuchó unos pasos apresurados en dirección al baño.
La conmoción agitó a la serpiente, que se elevó entre sus pechos como una adversaria ponzoñosa. Las víboras de la alfombra eran conocidas por su agresividad, y se decía que eran capaces de perseguir a un hombre hasta un kilómetro de distancia si éste las amenazaba.
Pero la serpiente, aletargada en el agua, no hizo ningún gesto de ataque.
—Hola —dijo una vocecilla tímida desde el otro lado de la puerta.
Safia no tenía forma de avisar a la sirvienta. Una chica joven asomó con la cabeza vergonzosamente agachada y la melena trenzada bajo un gorrito de encaje. A dos pasos de la bañera, murmuró:
—Siento interrumpir su baño, señorita.
Por fin levantó la mirada y se encontró con los ojos de Safia y con la serpiente, que se irguió sobre su cuerpo resbaladizo, siseando amenazante y enroscándose con anticipación. Cerró las escamas mojadas con un sonido similar al del papel de lija.
La sirvienta se llevó la mano a la boca, pero no logró sofocar un grito.
Asustada por el movimiento y el ruido, la serpiente saltó del agua y todo su cuerpo voló por encima del borde alicatado de la bañera, en dirección a la joven, demasiado asustada como para moverse.
Pero Safia sí que reaccionó.
Instintivamente, agarró a la víbora por la cola mientras saltaba, tiró de ella hacia atrás para alejarla de la chica y la hizo girar con toda su longitud. Pero no era un pedazo de cuerda sin vida.
En su mano, que agarraba con fuerza al reptil, notó que éste retorcía los músculos, y más que verla, sintió que la víbora se enroscaba para atacar a aquello que la sujetaba. Safia dio una patada, intentando incorporarse para ganar ventaja, pero los azulejos mojados del interior no ayudaban. El agua rebasó la bañera e inundó el suelo.
La víbora atacó hacia su muñeca, pero con un giro fugaz y un azote de brazo, consiguió que los colmillos no le llegaran a la carne. Aún así, la habilidosa combatiente se contorsionó para atacar de nuevo.
Safia logró ponerse en pie, y empezó a girar sobre la bañera, batiendo su brazo completamente estirado; utilizó la fuerza centrífuga para mantener la cabeza de la serpiente alejada de ella. El instinto le decía que la soltara en uno de los giros para que cayera lejos, pero eso no aseguraba el fin de la batalla. El baño era pequeño, y la agresividad de la víbora, notoria.
Así que restalló el brazo hacia el suelo. Una vez había utilizado un látigo. Se lo había regalado a Omaha de broma en Navidad, dada la insistencia de Kara en llamarle Indiana. En ese momento utilizó la misma técnica, chasqueando la muñeca con un ensayado giro.
La víbora, sorprendida por el movimiento, no logró reaccionar a tiempo. La longitud del animal respondió a las leyes de la vieja física y restalló por completo hacia adelante. La cabeza del reptil golpeó la pared de baldosas con un impacto tan poderoso que desportilló la cerámica, a la vez que salpicaba el cuarto de gotas de color carmesí.
El cuerpo se convulsionó un segundo en la mano de Safia, antes de caer sin fuerzas hacia abajo, con un mudo chapoteo en el agua de la bañera, a la altura de los muslos de Safia.
—¡Señorita al-Maaz!
Safia giró la cabeza y encontró al mayordomo, Henry, en la entrada del baño, asustado por el grito de la sirvienta y con una mano sobre el hombro de la aterrorizada chica.
Safia miró el cuerpo muerto de la serpiente y fue consciente de su propia desnudez. Debería haber sentido vergüenza e intentado taparse, pero en su lugar, sus dedos dejaron resbalar el cuerpo escamoso de la víbora y sus pies dieron un paso para salir de la bañera.
Sólo el temblor de los dedos la delataba.
Henry tomó una enorme toalla de algodón que colgaba de una rejilla caliente, la desdobló, dejó que Safia se acercara a ella y la envolvió en la tela con un abrazo.
A Safia empezaron a caérsele las lágrimas, y sintió que se le dificultaba dolorosamente la respiración.
A través de la ventana, la luna se había elevado, asomándose sobre el muro del palacio. Por una décima de segundo le pareció que algo oscuro revoloteaba por su superficie. Safia se asustó, pero ya había desaparecido.
Sería un murciélago, un depredador nocturno del desierto.
Aún así, su temblor aumentó mientras Henry la cogía en brazos con fuerza y la llevaba hasta la cama de la habitación contigua.
—Ya se encuentra a salvo —le susurró con un anticuado tono paternal.
Safia sabía que aquellas palabras no podían estar más lejos de la realidad.
El exterior, Cassandra se ocultaba entre los arbustos. Había observado a la conservadora del museo enfrentarse a la serpiente, moverse con agilidad y despacharla con presteza. Tenía la intención de esperar a que la mujer desapareciera, y luego huir con la maleta que contenía el corazón de hierro. La víbora había resultado ser una visita inesperada para ambas.
Pero a diferencia de la conservadora, Cassandra sabía que la presencia de la serpiente era deliberada, planeada.
Había observado una leve figura ante la ventana, bañada en plata por el reflejo de la luna. Otra presencia. Una que trepaba muros.
Cassandra había descendido y se había alejado, con la espalda pegada a la pared y una pistola en cada mano, dos Glocks negras gemelas que sacó de las pistoleras de los hombros. Vio una figura cubierta con una capa que se alejaba por encima del muro exterior.
Desapareció.
¿Un asesino?
Alguien más se había internado en el jardín con ella… sin que se enterase.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida?
La rabia aceleró su pensamiento, y en un instante reorganizó los planes de la noche. Con la conmoción en el cuarto de la conservadora, las posibilidades de huir con el artefacto se reducían visiblemente.
Pero el ladrón de la capa… eso era un asunto totalmente distinto. Ya la habían informado sobre el intento de secuestro de Omaha y Daniel Dunn, aunque no estaba muy claro si el ataque había sido simplemente cuestión de mala suerte: el momento equivocado, el lugar equivocado. O si tal vez se trataba de algo con más significado, un ataque calculado, un intento de pedir rescate a la Corporación Kensington.
Y ahora, la amenaza de muerte a la conservadora.
No podía ser pura casualidad, debía haber alguna conexión, algo que el Gremio desconociera, una tercera parte implicada en todo aquello. ¿Pero cómo y por qué?
Su cabeza pensaba a una velocidad de vértigo.
Cassandra apretó las manos alrededor de las pistolas. Sólo había una forma de saberlo.
Cruzó los brazos, guardó las armas en las pistoleras y desenganchó la pistola de garfio de su cinturón. Apuntó a un objetivo, apretó el gatillo y escuchó el silbido del cable de acero disparado hacia el frente. Ya se encontraba en movimiento cuanto el garfio de arpeo se clavó en el reborde del muro. Se agarró al cabrestante retráctil, y para cuando llegó a la pared, el cable de acero se había tensado y tiró de su peso hacia arriba. Sus zapatos de suela blanda escalaron la pared mientras el motor del arma rebobinaba el cabrestante.
Al llegar a la parte superior, se sentó a horcajadas y se guardó el garfio de arpeo de nuevo en el cinturón. Mientras miraba hacia abajo, se colocó las gafas de visión nocturna. El oscuro callejón se inundó de verdes y blancos luminosos.
Al otro lado, una figura encapuchada escapaba sigilosamente por el muro más alejado, en dirección a una calle vecina. El asesino.
Cassandra se puso en pie sobre el parapeto de cristales rotos y corrió en dirección al ladrón, que debió oírla, ya que apretó el paso entre las sombras.
¡Demonios…!
Cassandra llegó a un punto de la pared donde se elevaba otra palmera del jardín por encima del muro. Sus hojas frondosas se movían ampliamente con el viento, ocultando ambos lados del muro y bloqueándole el paso.
Sin disminuir el ritmo, Cassandra mantuvo un ojo en su presa, y al llegar al árbol, arremetió contra él, se agarró a unas hojas y saltó los seis metros de muro. La rama cedió ante su peso, y las hojas se rompieron entre sus manos enguantadas, pero la contención temporal bastó para amortiguar la caída. Aterrizó en el callejón flexionando las rodillas para que absorbieran el impacto y salió disparada tras la presa, que se desvaneció en el cruce de una calle.
Cassandra subvocalizó en sus controles, y en sus gafas apareció de repente un mapa superpuesto de la ciudad. Sólo un ojo entrenado podía interpretar aquella mezcolanza de callejuelas. En la Ciudad Vieja, las calles se trazaban sin ton ni son, convirtiendo el entorno en un laberinto de callejones y vías adoquinadas.
Si el ladrón lograba escapar de aquella maraña…
Cassandra apretó el paso. Tenía que aminorar la marcha del otro. Su pantalla digital le mostraba una calle lateral a menos de treinta metros, antes de que apareciera toda una nueva maraña de callejuelas. Sólo tenía una posibilidad.
Apretó el gatillo.
El siseo del cable acompañó al garfio en su bajo arco a lo largo del callejón, y pasó justo sobre el hombro de su objetivo.
Cassandra accionó el retractor para rebobinar el cabrestante a la vez que tiraba hacia atrás con su propio brazo, como si hubiera pescado un pez.
Los garfios se engancharon en el hombro de la figura, haciendo que girara a la vez que sacudía las piernas.
Cassandra se permitió una sonrisa de satisfacción. Pero saboreó la victoria demasiado pronto. Su adversario continuó girando, desliando la capa, hasta que se liberó de ella con una habilidad que sorprendería al propio Houdini. La luz de la luna bañó la figura como el sol de mediodía bajo las gafas de visión nocturna.
Una mujer.
Aterrizó con gracia felina sobre una mano, dio un salto y se quedó en cuclillas. Haciendo volar su melena morena, corrió calle abajo.
Cassandra perjuró y siguió corriendo. Una parte de ella admiraba la habilidad de su objetivo, el desafío. La otra quería meterle un tiro en la espalda por alargar su tarea nocturna. Pero necesitaba respuestas.
Persiguió a la mujer, de movimientos ágiles y seguros. En el instituto, Cassandra había sido campeona de esprínter, algo que no hizo más que mejorar durante su riguroso entrenamiento en las Fuerzas Especiales. Al ser la primera mujer en las tropas del ejército, necesitaba ser rápida.
Su objetivo huyó tras otra esquina.
A esas horas de la noche, las calles estaban vacías, a excepción de unos cuantos perros, que dormitaban en la oscuridad, y otros cuantos gatos, que paseaban a la luz de la luna. Una vez que el sol se ponía, la Ciudad Vieja cerraba sus puertas y ventanas a cal y canto, sumiendo las calles en la oscuridad. Ocasionalmente se escuchaba el eco de fragmentos de música o risas, procedentes de los patios interiores. Varias luces tornaban por los balcones superiores, protegidos de cualquier intrusión mediante barrotes.
Cassandra comprobó la lámina digital y esbozó una delgada sonrisa. La madriguera de callejones hacia la que su presa había huido era complicada, pero terminaba, sin salida alguna, en la torre que flanqueaba el antiguo fuerte de Jalai. Y la fortaleza amurallada no tenía ninguna entrada por ese lateral.
Cassandra mantuvo el ritmo, mientras su mente planeaba el asalto. Extrajo una de las Glocks, y con la otra mano accionó la radio.
—Necesito evacuación en diez minutos —subvocalizó—, localizadme por GPS.
La respuesta fue lacónica.
—Afirmativo. Evacuación en diez minutos.
Tal como habían planeado, el subcomandante del equipo enviaría un trío de viejas motos, equipadas con silenciadores, neumáticos de caucho duro y motores trucados. Los automóviles tenían poca movilidad en los estrechos pasos de la Ciudad Vieja, por lo que las motocicletas se adaptaban mucho más a la región. Ésa era la mejor de las competencias de Cassandra: adaptar la herramienta adecuada para el trabajo adecuado. Para cuando tuviera a su presa acorralada, el equipo de apoyo andaría pisándole los talones. Sólo tenía que mantener a la mujer a raya. Si mostrara resistencia, una bala en la rodilla acallaría su espíritu.
Por delante, un flash de piernas blanquecinas en sus gafas de visión nocturna alertaron a Cassandra de que su objetivo disminuía el paso, que las distancias se acortaban. Seguramente se había dado cuenta de que había caído en una trampa.
Cassandra la siguió sin perderla de vista.
Por fin, tras un último recodo, un estrecho callejón reveló la torre de la fortaleza de Jalai. Las fachadas de ambos lados se elevaban formando un cañón cuadrangular.
La mujer, que se había desprendido de la capa, llevaba tan sólo un vestido suelto blanco. Permaneció de pie en la base del muro vertical de arenisca del fuerte, mirando hacia arriba. La apertura más cercana se encontraba a diez metros de altura. Si la mujer intentaba escalar por las fachadas y tejados contiguos, Cassandra le quitaría la idea con un par de tiros certeros de su Glock. Dio un paso hacia el callejón, bloqueando la salida.
La mujer sintió su presencia y se dio la vuelta para mirarla cara a cara. Cassandra se levantó las gafas; con la luz de la luna le bastaba, y además, en los lugares cerrados prefería la visión natural.
Con la Glock claramente apuntando hacia el frente, fue disminuyendo distancias.
—No te muevas —le dijo en árabe.
Ignorando la orden, la mujer relajó un hombro, y el vestido se deslizó por su cuerpo, hasta descansar en los tobillos, mostrando su desnudez en plena calle. Tenía las piernas largas, los pechos del tamaño de una manzana y el cuello esbelto, pero no parecía intimidada por su desnudez, algo muy extraño en Arabia. Su pose desprendía cierto aire de nobleza, como la estatua griega de una princesa árabe. El único elemento decorativo que llevaba era un diminuto rubí debajo del ojo izquierdo. Una lágrima.
La mujer habló por vez primera, con lentitud y en tono de aviso. Pero sus palabras no eran árabes. Dado su extenso conocimiento lingüístico, Cassandra hablaba con fluidez una docena de idiomas, y entendía bastante bien otro puñado. Giró levemente la cabeza para escuchar sus palabras, reconociendo cierta familiaridad, pero sin lograr identificar el idioma.
Antes de que Cassandra pudiera hacer nada, la mujer desnuda sacó los pies descalzos del vestido y retrocedió hasta las sombras del muro. Al pasar de la luz de la luna a la oscuridad, su forma se desvaneció en un suspiro.
Cassandra dio un paso al frente, manteniendo la distancia entre las dos, y fijó la vista en el muro. Nada.
Se bajó las gafas de visión nocturna. Las sombras se deshicieron, dejando paso al muro de arenisca. Miró a un lado y a otro. La mujer no se encontraba allí.
Cassandra se acercó al muro, pistola en mano, y lo registró en siete pasos, con un brazo extendido para tocar la pared y asegurarse de que era real, sólida. Con la espalda pegada contra la pared, observó a continuación el callejón con sus gafas especiales. Ni un movimiento, ni rastro de la mujer.
Imposible.
Era como si se hubiese desvanecido, como si se hubiese convertido en una sombra, en un verdadero genio del desierto. Cassandra miró de nuevo la ropa en el suelo. ¿Desde cuándo llevaban capa los fantasmas?
El sonido de la gravilla y el leve rugido de un motor llamaron su atención hacia la entrada del callejón, y al instante apareció una motocicleta, flanqueada por otras dos. El equipo de apoyo.
Tras una comprobación final, Cassandra se acercó hasta ellos. Dio varias vueltas más en círculos y al llegar a la moto principal preguntó a su piloto:
—¿Has visto a una mujer desnuda de camino aquí?
La mirada del conductor enmascarado expresaba confusión.
—¿Desnuda?
Cassandra percibió la negación en su voz.
—No importa.
Se subió a la moto, detrás del piloto. La noche había sido todo un descalabro. Sabía que algo extraño se estaba tramando ahí afuera, y necesitaba tiempo para averiguarlo.
Dio un par de palmaditas en el hombro del conductor, que giró en círculo la moto y partió, seguido de las otras dos, por el mismo camino que había venido, en dirección al almacén vacío que habían alquilado en el muelle como base de operaciones en Mascate. Era hora de finalizar la misión asignada, y habría sido más fácil con el corazón de hierro en las manos. Pero contaban con un plan de emergencia para las eventualidades, y pronto eliminarían al equipo de expedición de Crowe.
Su mente acelerada repasaba todos los detalles que quedaban por solucionar, a pesar de que le costaba concentrarse. ¿Qué había sido de aquella mujer? ¿Acaso existía una puerta secreta en el fuerte, una que desconociera su servicio de inteligencia? Ésa era la única explicación posible.
Mientras reflexionaba sobre los extraños acontecimientos, las palabras de la desconocida continuaban sonando en su cabeza, y las revoluciones apagadas de la moto le ayudaron a centrarse.
¿Dónde había escuchado aquel idioma antes?
Echó la vista atrás, hacia la antigua fortaleza de Jalai, con sus torres elevadas hacia la luna por encima de las bajas construcciones de la ciudad. Una estructura del pasado, de una era perdida.
En ese instante lo recordó. La familiaridad del lenguaje no era moderna, sino antigua.
En su cabeza repitió las palabras, poderosas y cargadas de advertencia. Aunque no las comprendía, sabía qué era lo que había escuchado. Una lengua muerta.
Arameo.
El idioma de Jesucristo.
—¿Cómo ha podido colarse? —preguntó Painter. Se encontraba en pie ante la entrada al baño, mirando fijamente el cuerpo flotante de la serpiente muerta entre los pétalos de jazmín.
Todos los comensales habían oído el grito de la sirvienta y habían subido corriendo, pero el mayordomo les detuvo hasta que Kara ayudó a Safia a vestirse.
Kara respondió a su pregunta sentada en la cama, junto a su amiga.
—Esas malditas se cuelan por todas partes, incluso por las instalaciones de la fontanería. La habitación de Safia ha estado cerrada muchos años, tal vez hubiera anidado dentro, y al airear el cuarto y limpiarlo, debe haberse inquietado, y después el agua de la bañera la habrá atraído.
—Es la muda —susurró Safia con voz quebrada.
Kara le había dado un tranquilizante, y aunque sus efectos trababan la lengua de Safia, parecía más calmada que cuando llegó el grupo. La melena aún húmeda se le pegaba a la piel, y ya empezaba a volverle el color a la cara.
—Cuando las serpientes mudan de piel, buscan el agua.
—Entonces lo más probable es que viniera del exterior —añadió Omaha. El arqueólogo se encontraba bajo el arco que daba al estudio, mientras que el resto esperaba aún en el pasillo.
Kara dio una palmada a Safia en la rodilla y se levantó.
—En cualquier caso, ya ha pasado todo. Más vale que nos preparemos Para partir.
—Seguro que podemos atrasarlo un día más —sugirió Omaha, echando un vistazo a Safia.
—No —Safia se esforzó por desenredar su lengua del efecto sedante—. Estoy bien.
Kara asintió.
—Nos esperan en el puerto a medianoche.
Painter levantó una mano.
—No nos has dicho cómo vamos a viajar —comentó, tuteándola ya, en tono más pacífico.
Kara ignoró sus palabras haciendo un gesto con la mano, como aireando su mal olor.
—Ya lo veréis cuando lleguemos; tengo mil detalles de última hora que atender. —Pasó con rapidez junto a Omaha y salió de las habitaciones. Sus palabras parecieron seguirla mientras se dirigía a los demás en el pasillo—. Nos reuniremos en el patio en una hora.
Omaha y Painter quedaron frente a frente en el cuarto, uno a cada lado de Safia. Ninguno de los dos se movió, inseguro de si sería correcto acercarse a Safia para confortarla. El asunto quedó zanjado por Henry cuando apareció bajo el arco, cargado de ropa doblada.
Henry asintió ligeramente ante los dos hombres.
—Señores, he llamado a una criada para que ayude a la señorita al-Maaz a vestirse y a preparar sus cosas. Si son ustedes tan amables… —Hizo un gesto hacia la puerta, indicando que salieran.
Painter dio un paso hacia Safia.
—¿Seguro que estás bien para viajar?
Ella asintió con un esfuerzo.
—Gracias, estaré bien.
—De todas formas, me quedaré en el pasillo, por si me necesitas. Aquello arrancó a Safia una mínima sonrisa, que Painter agradeció con otra idéntica.
—No es necesario —agradeció de nuevo.
Painter se giró para salir.
—Lo sé, pero de todas formas me quedaré en la puerta.
Painter encontró el rostro de Omaha estudiándole, con los ojos ligeramente entornados y la expresión tensa. Tenía ciertas sospechas, no cabía duda, pero también se percibía cierta rabia bajo su superficie.
Cuando Painter cruzó el cuarto hacia la salida, Omaha no le dejo espacio para pasar, por lo que tuvo que esquivarle y salir de lado.
A la vez, Omaha se dirigió a Safia.
—Has sido muy valiente, cielo.
—Sólo era una serpiente —respondió ella mientras se ponía en pie para coger la ropa que le ofrecía el mayordomo—. Y ahora tengo mucho que hacer antes de irnos.
Omaha suspiró.
—De acuerdo, entiendo —siguió a Painter hacia la puerta.
Los demás ya se habían marchado, y el pasillo estaba vacío.
Painter salió y se quedó montando guardia junto a la puerta. Cuando Omaha pasó ante él, se aclaró la garganta y le habló.
—Omaha…
El arqueólogo se detuvo y le miró de reojo.
—Esa serpiente —comenzó Painter, siguiendo el hilo de una conversación inacabada—, has dicho que venía del exterior, ¿por qué?
Omaha se encogió de hombros y retrocedió un pequeño paso.
—Pues no estoy seguro, pero a las víboras egipcias les gusta el sol de la tarde, sobre todo cuando están mudando de piel, así que no creo que haya estado todo el día en el interior.
Painter fijó la mirada en la puerta cerrada. Ese cuarto daba al este, por lo que sólo recibía la luz de la mañana. Si el arqueólogo estaba en lo cierto, la serpiente había tenido que recorrer un tramo enorme desde su escondrijo al sol hasta la bañera.
Omaha le leyó el pensamiento.
—¿Crees que alguien la ha metido en el cuarto?
—Tal vez me esté volviendo paranoico, pero no es la primera vez que alguien intenta acabar con Safia, ¿no es así?
Omaha frunció el entrecejo, y las arrugas de su frente traslucieron una expresión cansada.
—Aquello fue hace cinco años, en Tel Aviv. Además, si alguien ha metido la serpiente, no pueden haber sido esos mismos hijos de perra.
—¿Por qué no?
Omaha sacudió negativamente la cabeza.
—Ese grupo extremista fue erradicado por los comandos israelíes un año después. Borrado del mapa, para ser exactos.
Painter conocía los detalles, sabía que el mismo Omaha había ayudado a los israelíes a dar caza a los extremistas, gracias a sus contactos en la zona.
Omaha murmuró más para sí que para Painter, con tono amargo.
—Después pensé que Safia se sentiría aliviada… que regresaría…
No es tan fácil, amiguito. Painter ya había calado bastante bien a Omaha. Imaginaba que abordaba los problemas de frente, que se echaba sobre ellos sin mirar atrás. Y eso no era lo que Safia necesitaba. Dudaba incluso de que Omaha lograra comprenderlo alguna vez. Sin embargo, Painter percibió un pozo de soledad dentro de aquel hombre, un pozo que los años pasados habían llenado de arena. Así que intentó ayudar.
—Ese tipo de traumas no se superan con…
Omaha le interrumpió con brusquedad.
—Sí, claro, eso ya lo he oído antes. Muchas gracias, pero no eres mi terapeuta. Ni el suyo —se alejó por el pasillo con paso decidido, mientras le dedicaba una última advertencia burlona—. A veces, amigo doctor, una serpiente no es más que una serpiente.
Painter suspiró.
Una figura salió de las sombras de una arcada cercana. Coral Novak.
—Ese hombre tiene algo pendiente.
—Como todos.
—He escuchado sin querer vuestra conversación —le dijo—. ¿Hablabas por hablar o de veras crees que hay una tercera parte involucrada en esto?
—No me cabe duda de que alguien más quiere tomar parte en el juego.
—¿Cassandra?
Painter bajó la cabeza lentamente.
—No, una variable desconocida.
Coral puso mala cara, lo que consistió en apretar la comisura de los labios de la manera más imperceptible.
—Eso no es bueno.
—No… no lo es.
—Y en cuanto a la conservadora —Coral continuó, señalando con la barbilla hacia la puerta—, parece que te has metido muy bien en el papel del atento científico civil.
Painter percibió un sutil aviso en su voz, la preocupación de que tal vez estuviese cruzando la línea entre la profesionalidad y lo personal.
Coral continuó.
—Si alguien más está metiendo las narices en esto, ¿no deberíamos estar buscando pruebas en el exterior?
—Exacto, por eso vas a salir al jardín ahora mismo.
Coral enarcó una ceja.
—Yo tengo que montar vigilancia aquí —respondió a la pregunta no planteada.
—Entiendo —Coral dio la vuelta para marcharse—. ¿Pero tu guardia es por el bien de la misión o de la mujer?
Painter endureció la voz con su tono de comando.
—En este caso en concreto, las dos son lo mismo.
Safia miraba descuidadamente el paisaje por la ventanilla. Los dos comprimidos de diazepam le embotaban la cabeza, y las luces de las farolas de las calles no eran más que borrones fosforosos, retazos de luz sobre el cielo de medianoche. Los edificios se ocultaban en la oscuridad, pero por delante, un halo de luz señalaba los muelles de Mascate. El puerto comercial era un lugar activo veinticuatro horas al día, iluminado por los focos exteriores y las lámparas de sodio de los almacenes.
Tras doblar una esquina, el puerto apareció en su campo de visión. La bahía estaba casi vacía, la mayoría de las lanchas de aceite y los buques portacontenedores habían atracado antes de la puesta de sol. Durante la noche se llevaba a cabo su descarga del contenido y la carga de la nueva mercancía. Incluso en ese momento, varias grúas hidráulicas y contenedores tan grandes como un coche se movían de un lado al otro por el aire, como un mecano de tamaño gigantesco. Más allá, cerca del horizonte, un crucero mastodóntico flotaba en las aguas oscuras como un pastel de cumpleaños con las velas encendidas, sobre un telón de fondo cubierto de estrellas.
La limusina se alejó de la conmoción de los muelles hacia el lado más alejado del puerto, donde atracaban los buques de vela árabes más tradicionales. Durante miles de años, los omaníes habían surcados los mares, desde África hasta la India, a bordo de aquellos dhows, navíos con un sencillo casco de planchas de madera y su distintiva vela triangular. Sus formas variaban desde las poco profundas badan hasta las baghlah para la pesca de altura. El orgulloso despliegue de antiguos navíos se alineaba en lo más alejado del puerto, apilados uno junto a otro, con las velas plegadas y los mástiles apuntando al cielo, entre marañas de cuerda.
—Casi hemos llegado —murmuró Kara a Safia desde el otro lado de la limusina. El único ocupante, además del conductor y un guardaespaldas, era Clay Bishop, que resopló levemente al oír las palabras de Kara, medio adormilado.
Tras ellos venía la segunda limusina con todos los americanos: Painter y su compañera, Omaha y su hermano.
Safia se incorporó. Kara no le había dicho aún cómo viajarían a Salalah, sólo que se dirigían al puerto, por lo que dedujo que navegarían en alguna embarcación. Salalah era una ciudad costera, como Mascate, y el trayecto entre ambas ciudades resultaba casi más sencillo por mar que por aire. El transporte, tanto de cargamento como de pasajeros, se realizaba de día y de noche, y tanto en ferrys de motor diesel como en hidroplanos veloces como un rayo. Considerando la urgencia de Kara por ponerse de camino, Safia supuso que utilizarían la embarcación más rápida posible.
La limusina giró al atravesar las puertas de la entrada, seguida del otro vehículo, y continuó muelle abajo, desfilando ante la tira interminable de dhows. Safia conocía la terminal habitual de pasajeros. Pero se dirigían a un muelle diferente.
—Kara… —se dirigió a su amiga.
La limusina atravesó el tramo final del muelle. Ante ellos, iluminada por las farolas y entre una barahúnda efervescente de transportistas y trabajadores del puerto, se elevaba una visión majestuosa. Por el alboroto y las velas desplegadas dedujo que aquél sería su medio de transporte.
—No… —murmuró Safia.
—Sí —aseguró Kara, con un tono de muy poco agrado.
—¡Madre de Dios! —exclamó Clay, pegando la cara a la ventanilla para ver mejor.
Kara comprobó el reloj.
—No pude negarme al ofrecimiento del sultán.
La limusina se detuvo transversalmente al final del embarcadero. Se abrieron las puertas. Cuando Safia salió, se mareó ligeramente al contemplar aquellos mástiles de cien metros de altura. La longitud del navío doblaba la de los mástiles.
—El Shabab Ornan —susurró sobrecogida.
Aquel clíper de elevadísimos palos era el orgullo del sultán, el embajador marítimo del país por todo el mundo, el recuerdo de su pasado náutico. Guardaba el diseño tradicional inglés de un trinquete con aparejos de cruz; tanto del mástil principal como del de popa ondeaban velas cuadradas y de balandro. Construido en 1971 con pino uruguayo y roble escocés, presumía de ser el velero más grande de su era en el mundo de la navegación, y todavía estaba en servicio. Durante los pasados treinta años había dado la vuelta al mundo con su participación en carreras y regatas.
Presidentes, primeros ministros, reyes y reinas se habían paseado por su cubierta. Y ahora el sultán se lo prestaba a Kara para su transporte personal a Salalah. Ese detalle, más que ningún otro, demostraba la altísima estima que el sultán sentía por la familia Kensington.
Safia comprendía bien por qué no había podido negarse. Incluso tuvo que contener un pequeño arranque de júbilo, sorprendida por cierto burbujeo que sentía en la barriga. La preocupación por las serpientes y las dudas insidiosas parecieron atenuarse. Tal vez sólo fuera el efecto de las pastillas, pero prefería creer que se trataba del olor salado de la brisa del mar, que conseguía aclararle tanto la cabeza como el alma. ¿Cuándo fue la última vez que se había sentido así?
Para entonces, la otra limusina había aparcado también. Los americanos abrieron los ojos de par en par al salir.
Sólo Omaha se mostró impasible, ya que Kara le había informado del cambio de medio de transporte. Aún así, ver la embarcación en persona le afectó un poco, a pesar de que intentara ocultarlo.
—Genial, esta expedición va a convertirse en la película de Simbad el marino.
—Ya sabes, adonde vayas de los tuyos haya… —murmuró Kara.
Cassandra contemplaba la embarcación desde el otro lado del puerto. El Gremio había conseguido aquel almacén mediante sus contactos con un traficante de vídeos pirateados en el mercado negro. La mitad posterior de la oxidada estructura estaba repleta de pilas de DVD y cintas de vídeo VHS de contrabando.
No obstante, el resto del almacén cumplía con todos sus requisitos. Aquel antiguo taller mecánico todavía tenía su propio atracadero y muelle seco interior. El agua golpeaba rítmicamente las pilas cercanas, perturbada únicamente por la estela de las barcas de pesca que pasaban en dirección al mar.
El movimiento hacía oscilar los navíos atracados que habían entrado la semana anterior. Algunos habían llegado desarmados, y habían sido armados allí mismo; los otros arribaron de noche por mar. En el atracadero se mecían tres balleneros de Boston, y atadas a cada uno de ellos había un grupo de resplandecientes motos acuáticas negras, armadas con rifles de asalto, montados sobre plataformas giratorias, por deseo expreso del Gremio. Además, el embarcadero contaba con la lancha de mando de Cassandra, un hidroplano capaz de salir disparado a velocidades superiores a los cien nudos.
Su equipo de doce hombres se afanaba con los últimos preparativos. Todos eran antiguos miembros de las Fuerzas Especiales, como ella misma, pero aquellos hombres duros y decididos jamás habían sido contratados por Sigma. No porque les faltase inteligencia. Tras ser expulsados de las Fuerzas, la mayoría había terminado en grupos mercenarios o paramilitares de todo el mundo, donde aprendieron nuevas habilidades y se volvieron incluso más duros y astutos. De entre todos ellos, el Gremio había elegido a los más adaptables, a los que demostraban una inteligencia más afilada y la mayor de las lealtades a su equipo, características que Sigma apreciaba. Solo que en el caso del Gremio, existía otro criterio fundamental: aquellos hombres no tenían el menor reparo en matar, independientemente de cuál fuese su objetivo.
El segundo al cargo se acercó a Cassandra.
—Mi capitán.
Ella mantuvo la atención fija en la imagen de las cámaras del exterior. Contaba las personas a bordo, mientras el equipo de Painter subía a la embarcación y saludaba a los oficiales omaníes. Todos parecían estar ya en la nave. Se incorporó y respondió.
—Sí, Kane.
John Kane era el único no estadounidense del equipo. Había servido en la élite de las SAS australianas, las Fuerzas Aéreas Especiales. El Gremio no limitaba su talento al interior de las fronteras americanas, dado que operaba a escala internacional. Con su metro noventa y cinco de altura, Kane era un tipo de musculatura sólida. Llevaba siempre la cabeza rapada, a excepción de una pequeña perilla negra.
En realidad, el equipo estaba formado por hombres de Kane, que se encontraban en el Golfo en el momento en que el Gremio solicitó sus servicios. La organización contaba con personal esparcido por todo el mundo, células independientes que ignoraban la más mínima información sobre los demás, y que estaban preparados para obedecer al Gremio en el momento en que su ayuda fuese requerida.
Cassandra había sido enviada para activar aquella célula particular y para dirigir la misión, asignación que había obtenido dado su conocimiento de Sigma, el adversario del Gremio en aquella operación. Sabía cómo operaba Sigma, conocía sus estrategias y procedimientos, y además, poseía un conocimiento íntimo de su jefe, Painter Crowe.
—Estamos preparados, todo cargado y a punto —le informó Kane.
Cassandra asintió y comprobó su reloj. El Shabab Ornan tenía planeado zarpar en cuanto llegara la medianoche. Esperarían una hora entera antes de comenzar la persecución. Volvió a mirar al monitor y realizó varios cálculos en su cabeza.
—¿La Argus? —preguntó.
—Se comunicó por radio hace unos minutos. Preparada y en posición. Patrulla nuestra zona de ataque para asegurarse de que no haya intrusos.
La Argus era un submarino de cuatro plazas, capaz de depositar a los buzos en el agua sin salir a la superficie. Sus motores de propulsión mediante peróxido y sus lanzadores de minitorpedos la convertían en una nave increíblemente rápida.
Cassandra volvió a asentir. Todo estaba en su lugar.
Ningún miembro del Shabab viviría para ver amanecer.
Medianoche.
Henry se encontraba en medio del cuarto de baño, observando el gorjeo del desagüe. Se arremangó la camisa y se enfundó un par de guantes de goma amarillos.
Suspiró. Cualquiera de las mujeres podría haber realizado aquella tarea sin dificultad, pero estaban tan estremecidas por la conmoción de la noche que se sintió en la obligación de sacar los restos de la víbora de la mansión. En última instancia, el bienestar de los invitados del palacio recaía sobre sus hombros, y ya tenía bastante con sentir que había fallado en la ejecución de su deber aquella noche. A pesar de que el grupo de Lady Kensington había partido, consideraba responsabilidad suya el deshacerse de la serpiente para corregir su error.
Dio un paso al frente, se agachó y con cautela alargó el brazo hacia el cuerpo del reptil, que flotaba formando una ese sobre el agua. Se diría incluso que se retorcía ligeramente con la fuerza que ejercía el agua al colarse por el desagüe.
A Henry le temblaban los dedos; aquel maldito bicho parecía estar vivo.
Apretó la mano enguantada.
—Un poco de compostura, viejo miedoso.
Tras respirar profundamente, agarró la víbora por la parte central del cuerpo, a la vez que rechinaba los dientes y se retorcía en una mueca de disgusto.
—Menudo pastel… —exclamó con el acento irlandés de su juventud.
Rezó una muda oración a San Patricio para dar gracias por que aquellos bichos no existieran en Irlanda.
Sacó la forma inerte de la bañera para introducirla en un cubo con una bolsa de plástico en su interior. Se giró, sujetando la serpiente con el brazo estirado, colocó la cola sobre el recipiente e introdujo el cuerpo del animal, que se fue enrollando en su espiral natural.
Al depositar la cabeza sobre el cuerpo, volvió a sorprenderle el aspecto de vida de la criatura. Sólo la relajación de su boca abierta delataba su estado.
Henry comenzó a levantarse, pero giró de nuevo la cabeza, al ver algo que no tenía sentido.
—¿Qué es esto?
Se giró y alcanzó un peine de plástico del tocador. Tomó con cuidado el cráneo del reptil, utilizó el peine para abrir más aún su boca y confirmó lo que había observado.
—¡Qué extraño! —murmuró.
Hurgó de nuevo con el peine para asegurarse.
Aquella serpiente no tenía colmillos.