VII
LA CIUDAD VIEJA

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2 de diciembre, 05:34 pm
Aeropuerto Internacional de Seeb

Painter mantenía el paso tras el traqueteo del carrito que transportaba el equipo y el resto de equipaje. El calor que desprendía la pista de aterrizaje parecía evaporar el oxígeno del aire, dejando únicamente una humedad pesada que abrasaba los pulmones. Se abanicaba con la mano, no para intentar refrescarse, algo imposible en aquel clima, sino únicamente para remover el aire lo suficiente como para que se volviera respirable.

Por fin podían salir del avión, después de cuatro horas confinados en el interior como resultado de las elevadas medidas de seguridad tras el intento de secuestro de uno de los miembros del equipo de Kara Kensington. Al parecer, el asunto se había resuelto lo suficiente como para permitirles desembarcar.

Coral caminaba tras él, inspeccionándolo todo con mirada recelosa. El único efecto que parecía tener en su compañera aquel calor de media tarde era el rastro perlado de sudor en una de sus perfiladas cejas. Se había cubierto la melena rubia con un pañuelo crema que le había proporcionado Safia, una prenda típicamente omaní llamada lihaf.

Painter entornaba los ojos para poder ver.

El sol arrojaba espejismos deslumbrantes sobre el aeródromo y se reflejaba en todas las superficies, incluso en el monótono edificio gris al que se dirigía aquel desfile. La guardia aduanera omaní, uniformada de azul, escoltaba al grupo, mientras que una pequeña delegación enviada por el sultán flanqueaba los laterales.

Éstos resplandecían con sus impolutos vestidos tradicionales omaníes: una túnica blanca sin cuello y de mangas largas, llamada dishdasha, cubierta por una capa negra, ribeteada con bordados de oro y plata. También llevaban turbantes de algodón de distintos tonos y diseños, y cinturones de cuero con adornos plateados. De cada cinturón colgaba una khanjar envainada, la daga tradicional del país. En ese caso eran dagas Saidi de plata u oro puro, una marca del rango, los Rolex de la cuchillería omaní.

Kara, seguida por Safia y su alumno, mantenía una acalorada discusión con los guardias. Al parecer, la avanzadilla de su expedición en el país, formada por el Dr. Omaha Dunn y su hermano, se encontraba detenida por la policía. Pero de momento, los detalles sobre el frustrado secuestro eran los básicos.

—¿Y Danny se encuentra bien? —preguntó Safia en árabe.

—Sí, está bien, señora —le aseguró uno de los guardias—. La nariz ensangrentada, nada más. Ya ha sido atendido, confíe en nosotros.

Kara habló directamente al oficial jefe.

—¿Y cuánto tardaremos en ponernos de camino?

—Su majestad, el sultán Qaboos, ha dispuesto personalmente su transporte a Salalah. No habrá más contratiempos. De haber sabido antes que usted les acompañaría en persona…

Kara interrumpió su frase.

Kif, kif. Eso me da igual ya. Siempre y cuando no suframos más retrasos, claro.

El oficial le hizo una reverencia por toda respuesta. El respeto que le mostraban era muestra más que evidente de la influencia que Lady Kensington tenía en Omán. Esto es lo que se llama pasar desapercibidos, pensó Painter.

Volvió la mirada hacia la compañera de Kara. La preocupación afloraba en los ojos de Safia. El momento de paz que había disfrutado hacia el final del vuelo se desvaneció nada más escuchar las complicaciones que habían tenido Omaha y su hermano. Se aferraba a su bolsa de mano con ambas manos, rehusando dejar su precioso contenido en el carrito de los equipajes.

Aún así, una chispa de determinación resplandecía en sus ojos esmeralda, o tal vez fuera el reflejo de las motas doradas en ellos. Painter la recordó colgada del tejado de cristal del museo. En ese instante percibió un pozo de fortaleza en ella, oculto en las profundidades de su persona, pero presente. Incluso la tierra parecía reconocerlo. El sol, que brillaba con dureza sobre casi todo lo existente en Omán, la inundaba con un halo de luminosidad, como si le diese la bienvenida, bañando en bronce cada uno de sus rasgos. Su belleza, antes muda, resplandecía ahora como una joya sobre el engaste adecuado.

Por fin llegaron al edificio privado de la terminal, y las puertas se abrieron para darles la bienvenida a un oasis de comodidades y aire acondicionado. La sala VIP. No obstante, su estancia en el oasis pareció breve. Las rutinas aduaneras se resolvieron con apremio a causa de la comitiva del sultán. Un rápido vistazo a los pasaportes, los visados sellados y sin más los cinco se dividieron para subir a las dos limusinas negras: Safia, su estudiante y Kara en una, Coral y Painter en la otra.

—Parece que no aprecian mucho nuestra compañía —comentó Painter mientras subía al inmenso vehículo con su compañera.

Se acomodó en el asiento de atrás. Coral se sentó a su lado.

En la parte delantera, junto al conductor de la limusina, un irlandés fornido hacía guardia, con un arma prominente en una pistolera del hombro. Painter observó también un par de vehículos de escolta, uno delante de la limusina de Kara y otro detrás de la suya. Evidentemente, tras el intento de secuestro, no escatimaban en seguridad.

Painter se sacó un teléfono móvil del bolsillo. El teléfono contenía un chip de conexión satélite con acceso a la red de seguridad DOD, equipado con una cámara fotográfica de dieciséis megapíxeles de carga y descarga instantánea.

Imposible salir de casa sin él.

Extrajo el pequeño auricular y se lo colocó, mientras el micrófono pendía de la línea a la altura de sus labios. Esperó a que el teléfono por satélite transmitiera una señal de protocolo de intercambio codificada que atravesaba el planeta entero hasta llegar a una sola persona.

—Comandante Crowe —respondió por fin la voz de Sean McKnight, su superior inmediato y director de Sigma.

—Señor, hemos aterrizado en Mascate y nos dirigimos al complejo Kensington. Querría saber si ha recibido más información con respecto al ataque a la avanzadilla de la expedición.

—Disponemos ya del informe preliminar de la policía. Al parecer fueron raptados en plena calle, con un taxi falso. Parece el típico secuestro al azar, una forma muy común de exigir dinero en esa parte del mundo.

Aún así, Painter distinguió una nota de sospecha en la voz de McKnight. Primero los problemas en el museo… y después aquello.

—¿Cree que tiene algo que ver con Londres?

—Es demasiado pronto para saberlo.

Painter recordó la ágil figura esfumándose tras el muro del museo. Aún sentía el peso de la Sig Sauer de Cassandra en la mano. Dos días después de su arresto en Connecticut, había desaparecido. La furgoneta policial que la transfería al aeropuerto sufrió una emboscada, dos hombres fallecieron y Cassandra Sánchez se desvaneció. Painter pensó que nunca la volvería a ver. ¿Qué conexión tendría con todo aquello? ¿Y por qué?

McKnight continuó.

—El almirante Vicar se ha coordinado con la Agencia de Seguridad Nacional para reunir más información. Dispondremos de más datos en un par de horas.

—Muy bien, señor.

—Comandante, ¿está la Dra. Novak con usted?

Painter miró a Coral, que contemplaba el paisaje exterior. Sus ojos impasibles no dejaban entreverlo, pero estaba seguro de que trataba de memorizar la ruta. Por si acaso.

—Sí, señor, está aquí.

—Hágale saber que los investigadores de Los Álamos descubrieron partículas de uranio en descomposición en esa muestra de hierro meteórico que hallaron en el museo.

Painter recordó la preocupación de su compañera por las lecturas del escáner sobre la muestra.

—También apoyan su hipótesis de que la radiación de la descomposición del uranio podría haber actuado como una especie de reloj nuclear, desestabilizando lentamente la antimateria hasta que se hizo susceptible a la descarga eléctrica.

Painter se incorporó en su asiento y habló por el receptor del teléfono.

—La Dra. Novak también propuso que esa misma desestabilización podría estar ocurriendo en la fuente principal de antimateria, si es que existe.

—Exacto, los investigadores de Los Álamos han expresado por su parte la misma preocupación. De ahí que su misión se haya vuelto crítica. Se han asignado recursos adicionales. Si existe esa fuente principal, es imprescindible descubrirla pronto, o tal vez todo podría estar perdido.

—Entendido, señor —Painter recordó las ruinas de la galería del museo, los huesos del guardia derretidos en la rejilla de acero. Si había un filón madre de esa antimateria, la pérdida podría superar con creces lo estrictamente científico.

—Lo que me lleva al último punto, comandante. Sí que disponemos de información vital que concierne a su operación. De la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica. Advierten de que un sistema tormentoso grave se está desarrollando en el sur de Irak, y que sopla hacia Arabia.

—¿Una tormenta eléctrica?

—De arena. Con vientos de casi cien kilómetros por hora. Una tormenta devastadora que destruye de todo lo que encuentre a su paso. Ha ido dejando incomunicadas ciudad tras ciudad, enterrando las carreteras que encuentra en su camino. La NASA confirma su ruta hacia Omán.

Painter parpadeó.

—¿La NASA? ¿Qué tamaño…

—El suficiente para ser visto desde el espacio. Le envío una imagen por satélite.

Painter miró la pantalla digital del teléfono, que fue llenándose, línea a línea, desde la parte superior. Se trataba de un mapa climático a tiempo real de Oriente Medio y la Península Arábiga. Los detalles eran asombrosos: la costa, los mares azules cubiertos de nubes salteadas, las ciudades diminutas. Y una mancha nebulosa inmensa que bordeaba el Golfo Pérsico. Parecía un huracán, pero sobre la tierra. Una oleada de color marrón rojizo se extendía más allá del golfo.

—Las previsiones meteorológicas esperan que la tormenta aumente en gravedad y tamaño en su trayecto hacia el sur —McKnight seguía hablando mientras la imagen se actualizaba en la pantalla. La mancha de la tempestad de arena se había extendido sobre una ciudad costera, arrasándola—. Se dice que se trata de la tormenta del siglo por esas tierras. Un sistema de alta presión en el Mar de Omán está provocando vientos monzónicos terribles, atraído por una zona de bajas presiones en el desierto de Rub al Khali. La tempestad de arena llegará a los desiertos del sur como un tren de mercancías, donde se alimentará de las mareas monzónicas para crear un mega sistema tormentoso.

—Dios mío.

—Será peor que el infierno.

—¿Para cuándo se espera?

—La tormenta llegará a la frontera omaní hacia mediodía de mañana, y según los cálculos, el sistema tormentoso durará de dos a tres días.

—Eso atrasará la expedición.

—Lo menos posible.

Painter percibió el tono de orden en las palabras del director. Levantó la cabeza y miró hacia la otra limusina. Un retraso. A Kara Kensington no le iba a hacer ninguna gracia.

7:48 pm

—Cálmate —insistía Safia.

Se encontraban todos reunidos en el patio de los jardines de la finca Kensington. Los elevados muros de piedra caliza, con el enlucido algo desconchado, databan del siglo XVI, al igual que los frescos idílicos de parras trepadoras que enmarcaban marinas y paisajes arqueados. Tres años antes, el trabajo de restauración mostró los frescos en todo su esplendor, y ésa era la primera vez que Safia contemplaba con sus propios ojos el resultado final. Varios restauradores del Museo Británico habían supervisado los detalles en el terreno, mientras Safia lo controlaba desde Londres a través de cámaras digitales e Internet.

Los píxeles de las fotografías no habían hecho justicia a la riqueza de los colores. Los pigmentos azulados procedían de cáscaras de moluscos machacadas, y los rojos, de raíz de rubia prensada, como se hiciera tradicionalmente en el siglo XVI.

Safia contempló el resto de los jardines, el lugar donde había jugado de niña. Líneas de baldosas rojas cocidas al sol delimitaban los espacios, entre lechos de rosas arqueados, setos recortados y plantas perennes artísticamente dispuestas. Un jardín inglés, vestigios de Gran Bretaña en el centro de Mascate. En contraste, cuatro enormes palmeras combadas decoraban las esquinas, refrescando con su sombra una buena parte de los jardines.

Los recuerdos se montaban sobre la realidad, desencadenados por el intenso perfume del jazmín y la profunda fragancia arenosa de la ciudad vieja. Los fantasmas se deslizaban sobre las baldosas moteadas, sombras de un pasado distante.

En el centro del patio, una fuente tradicional omaní, revestida de azulejos y con una pila octogonal borboteaba y reflejaba los rayos tardíos del sol. Safia y Kara solían nadar en la piscina de la fuente, especialmente los días de polvo y calor, una práctica no muy bien acogida por su padre. Safia escuchaba aún su bravata divertida, haciendo eco en las paredes del jardín, cuando regresaba de trabajar y las encontraba chapoteando en la fuente. Parecéis un par de focas encalladas. A veces incluso se quitaba los zapatos y se metía con ellas en el agua.

Kara pasó ante la fuente casi sin mirarla, y la amargura de sus palabras volvió a centrar la atención de Safia en el presente.

—Primero, la aventurita de Omaha… y ahora la maldita tormenta. Para cuando nos pongamos de camino, media Arabia sabrá de nuestra expedición, y no tendremos ni un solo momento de tranquilidad.

Safia la siguió, dejando que los demás se encargasen de descargar el equipaje. Painter Crowe había anunciado las nefastas noticias climatológicas a su llegada, manteniendo una expresión neutral.

—Lástima que no pueda comprar el buen tiempo —había comentado autosuficiente. Parecía disfrutar aguijoneando a Kara. Pero después de todos los muros que Kara había levantado para impedir que los dos americanos tomaran parte en la expedición, Safia no podía reprocharle su comportamiento.

Continuó con Kara hacia los arcos de la entrada al antiguo palacio, una estructura de tres plantas de piedra caliza tallada y embaldosada. Las plantas superiores estaban adornadas por balcones resguardados del sol, y soportados por elaboradas columnas. Las superficies interiores de los balcones estaban cubiertas de azulejos de color azul mar, produciendo un efecto refrescante tras el cegador reflejo del sol.

Kara no parecía encontrar bienestar alguno en el regreso a casa; tenía el rostro tenso y las mandíbulas apretadas.

Safia le tocó el brazo, preguntándose hasta qué punto la brusquedad de su enfado se debería a la frustración y hasta dónde estaría producido por los fármacos.

—La tormenta no es ningún problema —le aseguró su amiga—. Tenemos planeado viajar hasta Salalah para examinar la tumba de Nabi Imran primero, y se encuentra en la costa, lejos de la tempestad de arena. Estoy segura de que pasaremos allí al menos una semana.

Kara respiró profundamente.

—Aún así, el problema con Omaha… Yo esperaba poder pasar desapercibida y…

Cierto alboroto en la puerta distrajo su atención. Las dos se giraron para ver lo que ocurría.

Un coche de policía omaní, con las luces giratorias encendidas pero en silencio, se detuvo junto a las limusinas. Se abrieron las puertas traseras y salieron dos hombres.

—Hablando del rey de Roma… —murmuró Kara.

De repente, Safia sintió que se le cortaba la respiración, que el aire se volvía pesado.

Omaha

El tiempo comenzó a discurrir a cámara lenta, al ritmo de los latidos apagados de su corazón. Había esperado tener un poco más de tiempo para prepararse, para adaptarse, para templarse antes de verle. Sintió la urgencia de huir, y dio un paso atrás.

Kara le puso la mano en la parte baja de la espalda, a modo de apoyo.

—Todo irá bien —le susurró.

Omaha esperó a su hermano antes de cruzar juntos entre la fila de limusinas. La cara de Danny lucía dos ojos amoratados, y la nariz entablillada y vendada. Omaha sujetaba a su hermano por el codo. Llevaba un traje azul, con la chaqueta colgada del brazo libre, la camisa blanca arremangada hasta los codos, manchada de suciedad y sangre seca. Detuvo la mirada un instante en Painter Crowe, observándole de arriba a abajo y dedicándole un cauteloso saludo con la cabeza.

Luego se giró en dirección a Safia. Al verla, abrió los ojos de par en par y disminuyó el paso. Se le congeló la expresión una décima de segundo, antes de que una sonrisa empezara a dibujársele, primero titubeante, después firme. Se apartó unos mechones desgarbados de la cara, como si no se creyera lo que veían sus ojos.

Sus labios se movieron en silencio pronunciando su nombre, y en el segundo intento logró vocalizar la palabra.

—Safia… ¡Dios mío! —Se aclaró la garganta y se apresuró hacia ella, abandonando por un momento a su hermano.

Antes de que ella pudiera detenerle, él llegó a su lado y la abrazó con fuerza. Omaha olía a sal y sudor, una mezcla tan familiar como el desierto. Su abrazo la rodeaba con fuerza.

—Me alegro tanto de verte —le susurró en el oído.

Los brazos de Safia dudaron en devolverle el abrazo.

Él se enderezó y dio un paso atrás antes de que llegara a decidirse, mostrando sus mejillas ligeramente sonrojadas.

Safia no logró articular una sola palabra en ese momento, y desvió la mirada hacia el otro lado de Omaha. Danny rodeó a su hermano y ofreció una sonrisa dolorida. Parecía que le hubieran atracado.

Safia señaló con la mano su nariz entablillada, agradecida por el momento de distracción.

—Creía… creía que no te la habías roto.

—No ha llegado a fracturarse —aseguró Danny, con un ligero acento de Nebraska en la voz, a causa de su reciente estancia en la granja de la familia—. La tablilla es sólo de apoyo.

Paseó la mirada entre Safia y Omaha, guardándose para sí una sonrisa.

Se produjo un momento extraño e incómodo, y en ese instante apareció Painter, con la mano extendida. Se presentó, estrechando la mano de los dos hermanos, y mirando tan sólo unas décimas de segundo hacia Safia para asegurarse de que estaba bien. Ella se dio cuenta de que su propósito era darle un poco de tiempo para recuperarse.

—Ésta es mi compañera, la Dra. Coral Novak, física, licenciada por Columbia.

Danny se enderezó, tragando saliva visiblemente mientras disimuladamente se fijaba en el cuerpo de la mujer.

—Yo me gradué allí. En Columbia, sí, eso es —farfulló.

Coral miró a Painter, como pidiendo permiso para hablar, y aunque él no le dio confirmación alguna, respondió, de todas formas.

—¡Qué pequeño es el mundo!

Danny abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor y volvió a cerrarla. Sus ojos siguieron a la física, que se hacía a un lado. A continuación se les unió Clay Bishop. Safia hizo las presentaciones pertinentes encontrando cierto solaz en las rutinas de la etiqueta.

—Y éste es mi alumno en prácticas, Clay Bishop.

El chico estrechó la mano de Omaha entre las suyas, con gran efusividad.

—Señor, he leído su tratado sobre las rutas comerciales persas durante la época de Alejandro Magno. Espero poder tener oportunidad de discutir sus investigaciones sobre la frontera entre Irán y Afganistán.

Omaha se giró hacia Safia y Kara.

—¿Me ha llamado «señor»?

Kara interrumpió las presentaciones, haciéndoles un gesto para que se dirigieran hacia el palacio, mientras sus modernos tacones de Fendi resonaban sobre las viejas baldosas.

—No os acomodéis demasiado aquí. Nos iremos en cuatro horas.

—¿Otro vuelo? —preguntó Clay Bishop, acallando un quejido.

Omaha le dio una palmadita en el hombro.

—No exactamente. Algo bueno tenía que salir del embrollo de esta tarde —señaló a Kara con la cabeza—. Es bueno tener amigos en los altos cargos, sobre todo amigos con lindos juguetitos.

Kara frunció el entrecejo.

—¿Todo preparado?

—Los equipos y los suministros ya han sido desviados hacia allí.

Safia miró a ambos. De camino al palacio, Kara había realizado varias llamadas furiosas a Omaha, al Consulado británico y al personal del sultán Qaboos. Fuera cual fuera el resultado, no parecía complacer a Kara tanto como a Omaha.

—¿Y qué hay de los Fantasmas? —preguntó Kara.

—Se reunirán con nosotros allí —respondió Omaha con un asentimiento de cabeza.

—¿Fantasmas? —preguntó Clay.

Antes de que ninguno pudiera responder, llegaron al vestíbulo que conducía hacia el ala sur, el ala de los invitados.

Kara saludó al mayordomo que les esperaba, un británico de pura cepa con el cabello gris aceitado, las manos a la espalda y un uniforme blanco y negro.

—Henry, por favor, conduzca a los invitados a las habitaciones.

Un asentimiento rígido y leve.

—Sí, señora —sus ojos se desviaron un instante hacia Safia, pero mantuvo un gesto impasible. Henry era el mayordomo de palacio cuando Safia vivía allí de niña—. Acompáñenme, por favor.

El grupo le siguió, pero Kara interrumpió un instante.

—La cena se servirá en la terraza en treinta minutos. —Sonó más a orden que a invitación.

Safia dio un paso hacia los demás.

—¿Adonde vas? —preguntó Kara, cogiéndola por el brazo—. Tu antigua estancia está aireada y preparada.

Se giró y caminó hacia la parte principal de la casa.

Safia miró a su alrededor cuando los demás se hubieron ido. Poco había cambiado. Durante muchos años, aquella propiedad había hecho las veces tanto de museo como de residencia. Viejos cuadros colgaban en las paredes, herencia de los Kensington que databan del siglo XIV. En el centro de la sala destacaba una enorme mesa antigua de caoba, importada de Francia, al igual que el candelabro de Baccarat de seis brazos que colgaba sobre ésta. Safia celebró allí su decimosegundo cumpleaños. Recordaba las velas, la música, la alegría de la fiesta. Y la risa. En aquella casa siempre se escuchaban risas. Sus pasos resonaron al rodear la larga mesa.

Kara la guió hacia el ala privada de la familia.

A los cinco años, Safia fue trasladada del orfanato a la propiedad para que fuese la compañera de juegos de Kara. Era la primera vez que disfrutaba de un cuarto para ella sola… y con baño propio. Aún así, la mayoría de las noches las pasaba acurrucada con Kara en la habitación de ésta, susurrando sueños de futuro que jamás se cumplirían.

Se detuvieron ante la puerta. De repente, Kara la abrazó con fuerza.

—Es fantástico volver a tenerte en casa.

Safia le devolvió aquel cálido y genuino abrazo, sintiendo de nuevo a la niña que se ocultaba en aquella mujer, su querida y vieja amiga. En casa. En ese instante preciso, casi se lo creía.

Kara se apartó de ella, con la mirada vidriosa al reflejo de los apliques de la pared.

—Omaha…

Safia respiró profundamente.

—Estoy bien. Pensaba que estaría preparada. Pero al verle… Él no ha cambiado nada.

—Eso es cierto —respondió Kara frunciendo la frente.

Safia sonrió y le dio otro abrazo rápido.

—Estoy bien, de veras.

Kara le abrió la puerta.

—Pedí que te prepararan la bañera, y encontrarás ropa limpia en el armario. Te veo en la cena. —Se alejó caminando pasillo adelante. Pasó su cuarto y continuó hacia las puertas dobles y talladas de nogal al final del pasillo, hacia el cuarto que perteneciera al dueño de la finca, a su padre.

Safia se dio la vuelta y entró en su propia habitación. Ante ella, el pequeño vestíbulo, aunque de techo elevado, daba a la sala de juegos que hizo también las veces de estudio. Allí preparó sus exámenes del doctorado. Olía a jazmín, su flor y su perfume favoritos.

Cruzó la sala hacia el dormitorio. La cama con su baldaquín de seda parecía haber permanecido intacta desde que dejó Tel Aviv hacía tantos años. Aquel recuerdo doloroso se suavizó cuando sus dedos acariciaron uno de los pliegues de la seda de Cachemira. En el lado opuesto se encontraba el armario, cercano a la ventana que se abría a un jardín interior sombreado, lúgubre con la luz del sol poniente. Los helechos plantados habían crecido bastante desde la última vez que se asomó a la ventana. Incluso había unos cuantos hierbajos, que tocaron un pozo de sensaciones de pérdida que Safia no creía tan profundo.

—¿Por qué había regresado? ¿Por qué se había marchado?

No parecía lograr conectar el pasado y el presente.

Un leve tintineo de agua desvió su atención hacia el baño contiguo. No quedaba mucho tiempo antes de la cena. Se despojó de la ropa, dejándola caer en el suelo y se aproximó hacia la bañera de azulejos, estrecha pero profunda. El vapor del agua se elevaba como un susurro inaudible. O tal vez fuesen los pétalos de jazmín blanco que flotaban en la superficie, perfumando toda la cámara.

Aquella visión le arrancó una sonrisa cansada.

Cruzó hasta la bañera, y aunque no se veía el escalón oculto en el agua, pisó sobre él con decisión, instinto de un pasado que tal vez no se hubiera perdido por completo. Se acomodó en el agua tibia, hundida en ella hasta la barbilla y apoyada contra los azulejos, mientras su melena se enredaba con los pétalos de jazmín.

Algo más allá de los músculos doloridos se relajó y terminó por soltarse.

Cerró los ojos.

Estaba en casa…

8:02 pm

El guardia patrullaba el callejón, linterna en mano, iluminando con su haz el camino adoquinado. Con su otra mano encendió una cerilla contra el muro de piedra caliza de la finca Kensington. La pequeña llama se encendió con un siseo. En las densas sombras que proyectaba una palmera sobre el muro, una figura vestida de negro trepaba con sigilo a tan sólo unos pocos metros.

La luz de la linterna devoró las sombras y amenazó con exponer a la misteriosa escaladora. Cassandra oprimió el gatillo de la pistola lanza garfios. El leve sonido de su engrasado mecanismo pasó desapercibido entre los ladridos de un perro callejero, uno de tantos en Mascate. Sus pies, enfundados en unas silenciosas zapatillas, volaron por encima del muro cuando el cable de acero tiró de su cuerpo hacia delante, al rebobinarse en la pistola que llevaba en la mano. Cuando llegó a la parte superior, utilizó su impulso para lanzarse sobre el muro, tendiéndose rápidamente sobre él.

Los fragmentos afilados de vidrio que ribeteaban el muro para evitar la presencia de intrusos no lograron penetrar el traje ni los guantes negros ultra ligeros de Kevlar, pero sí que le presionaban sobre la sien derecha. La máscara le protegía todo el rostro, a excepción de la franja abierta de los ojos. En la frente llevaba amarradas unas gafas antirreflejantes de visión nocturna, preparadas para su uso. Sus lentes eran capaces de grabar toda una hora de retransmisión digital, y estaban conectadas a un microrreceptor parabólico de escucha oculta.

Diseño del propio Crowe.

Eso arrancó a Cassandra una sonrisa. Le encantaba aquella ironía. Utilizar las propias herramientas de ese bastardo en contra suya.

Cassandra observó al guardia desvanecerse tras una esquina de la finca. Soltó el garfio y lo bloqueó en la boca del arma. Rodó sobre su espalda, extrajo el cartucho de aire comprimido utilizado del mango del arma e introdujo uno nuevo, que sacó de su cinturón. Una vez preparada, se dio la vuelta y se arrastró a lo largo del parapeto recortado del muro, en dirección al edificio principal.

El muro exterior no estaba unido a la residencia, sino que daba la vuelta a todo el edificio a una distancia de diez metros. El estrecho espacio estaba decorado con jardines más pequeños, algunos separados por setos para formar zonas más íntimas, salpicadas de fuentes. El eco del borboteo del agua la acompañó a lo largo del parapeto.

Momentos antes había estudiado los esquemas de seguridad proporcionados por el Gremio para asegurarse de que fuesen precisos. Sabía que no debía fiarse del papel y la tinta. Había comprobado personalmente la posición de cada cámara, los horarios de los guardias y la distribución del palacio.

Oculta de nuevo bajo las hojas de otra palmera, avanzó lentamente hacia una sección del palacio iluminada. Un pequeño patio rodeado de columnas encuadraba unas ventanas arqueadas que daban a un comedor alargado. Las velas, delicadamente talladas con forma de flor, flotaban en unos cuencos de plata sobre la mesa, mientras otras cuantas decoraban la mesa sobre unos elaborados candelabros. Sus luces se reflejaban en el cristal y la porcelana fina. Varias figuras se entremezclaban ante la mesa cubierta con un mantel de hilo, y los sirvientes iban y venían llenando los vasos de agua y las copas de vino.

Totalmente paralela al suelo para ocultar su silueta, Cassandra se colocó las gafas digitales sobre los ojos. No necesitó activar la visión nocturna, sencillamente ajustó el amplificador telescópico para ver las imágenes más de cerca. Su pequeño auricular bullía con la conversación amplificada, de volumen minúsculo a causa de la digitalización. Tenía que mantener la cabeza muy quieta para fijar el receptor parabólico en la conversación.

Conocía a todos los presentes.

El desarreglado estudiante, Clay Bishop, tomaba tranquilamente un vino junto a una de las ventanas. Una sirvienta se ofreció a llenarle la copa, y él se negó con un gesto agradecido.

La, shuk-ran —murmuró. No, gracias.

Detrás de él, dos hombres atacaban una bandeja de entrantes tradicionales omaníes, pedazos de carne en su jugo, queso de cabra, olivas y dátiles en tajadas. El Dr. Omaha Dunn y su hermano, Daniel. Cassandra sabía que habían logrado escapar antes por los pelos. Un trabajo bastante descuidado por parte de los secuestradores.

Aún así, fijó en ellos la mirada. Sabía que no debía desestimar jamás a un oponente; el camino estaba plagado de posibles derrotas. Tal vez esa pareja pudiera representar alguna amenaza a tener en cuenta.

Omaha mordisqueaba un hueso de aceituna.

—Mientras estabas en la ducha —comentó, chupando el hueso—, comprobé el parte meteorológico en las noticias locales.

La tempestad de arena se había cerrado sobre la ciudad de Kuwait, descargando una duna sobre la avenida principal. El hermano pequeño articuló un sonido evasivo, no parecía estar interesado en prestarle atención. Su mirada seguía a una rubia esbelta que entraba por el lado opuesto de la habitación.

Coral Novak, miembro de Sigma, su sustituta.

Cassandra centró la atención en su adversaria. La frialdad de la mujer parecía demasiado ensayada, sobre todo considerando lo fácil que le había resultado cogerla desprevenida en el museo. Cassandra entornó los ojos con disgusto.

¿Y ésta es la elegida para sustituirme junto a Painter? ¿Alguien con tan poca experiencia para Sigma? Con razón había muchas cosas que cambiar.

Painter apareció detrás de la mujer. Esbelto, vestido con pantalones negros y camisa también negra, elegante, pero informal. Incluso desde su puesto en el muro, Cassandra le vio estudiar la sala, circunspecto, por el rabillo del ojo. Se fijaba en todos los detalles, analizándolos, haciendo sus cálculos.

Apretó los dedos sobre los fragmentos de vidrio del muro.

Era él quien la había descubierto, quien había amenazado su puesto en el Gremio, quien la había hecho caer de nuevo. Llevaba años preparándose a la perfección, cultivando su papel como jefe, ganándose la confianza de su compañero… y puede que al final algo más allá de la lealtad.

La rabia se fue acumulando en su pecho, removiendo la bilis. Él le había costado todo, la había hecho desaparecer del punto de mira, limitando su papel a operaciones que requerían del anonimato total. Se levantó de su puesto de vigilancia y continuó recorriendo el muro. Tenía una misión. Una antes desbaratada por Painter, en el museo. Sabía cuánto había en juego.

Pero esa noche no fallaría.

Nada podía detenerla.

Cassandra siguió hacia el ala más alejada del palacio, hacia una luz solitaria en la oscuridad de la parte posterior del edificio. Se puso en pie y corrió el tramo final; no podía arriesgarse a perder su objetivo.

Por fin se detuvo ante una ventana que miraba a un jardín descuidado. A través del cristal empañado de vapor, una mujer sola descansaba en la bañera. Cassandra escudriñó el resto de habitaciones. Vacías. Prestó atención al ruido. Silencio total.

Satisfecha, apuntó con el garfio a un balcón superior. Por el oído izquierdo, escuchó a la mujer murmurar. Sonaba como adormilada, disgustada: «No… otra vez no».

Cassandra accionó el gatillo del arma. Los garfios volaron en el aire hacia la lejanía, enroscando un fino cable de acero a su paso con un leve siseo. Los garfios traspasaron la balaustrada del balcón del tercer piso. Tras bloquearlos con un pequeño tirón, Cassandra se balanceó desde el muro hasta el jardín de abajo. El viento silbaba a su paso, y los perros del vecindario ladraban en un callejón cercano. Aterrizó sin romper ni una sola hoja y se apoyó en la pared junto a la ventana, con la cabeza ligeramente inclinada para escuchar si saltaba la alarma.

Silencio.

Comprobó la ventana. La habían dejado abierta un par de dedos, y al otro lado vio a la mujer murmurar entre sueños.

Perfecto.

8:18 pm

Safia se encuentra en la sala de espera de un enorme hospital. Sabe lo que está a punto de suceder. Al otro lado divisa a una mujer que camina con cierta cojera y entra en la planta. Lleva la cara y el cuerpo cubiertos con un burka. El bulto es ahora evidente bajo la túnica de la mujer. …no como antes.

Safia trata de cruzar la sala de espera, desesperada por evitar lo que está a punto de ocurrir. Pero los niños se arremolinan a sus pies, trepando por ellas, agarrándose a sus brazos. Ella intenta apartarlos, pero se echan a llorar.

Se detiene, sin saber si consolar a los pequeños o seguir adelante.

Al otro lado, la mujer desaparece entre la multitud más allá del mostrador.

Safia ya no la ve, pero una de las enfermeras levanta el brazo y señala en dirección a Safia. Escucha su nombre.

… como antes.

La multitud se separa. La mujer aparece iluminada con luz propia, angelical, con la túnica hinchada a modo de alas.

No, murmura Safia en silencio. No encuentra el aire suficiente para hablar, para avisar.

Y entonces, una explosión cegadora, toda luz, sin sonido. La visión regresa en un instante, pero no la audición.

Se encuentra de espaldas, contemplando las llamaradas que se extienden por el techo. Oculta su rostro al calor, pero éste lo cubre todo. Gira la cabeza y vea los niños esparcidos por el suelo, en llamas, o aplastados bajo bloques de piedra. Uno está sentado de espaldas a una mesa boca abajo, pero le falta la cara. Otro estira el brazo hacia ella, pero sin mano, tan sólo un muñón sangrante.

Safia se da cuenta ahora de por qué no puede oír. Porque el mundo se ha convertido en un grito que se extiende hacia el infinito. El grito no sale de los niños, sino de su propia boca.

Y entonces algo…

… le toca.

Safia se despertó sobresaltada en la bañera, ahogándose con el mismo grito. Un grito que siempre había estado en su interior, intentando salir. Se tapó la boca, temblando y sollozando, guardándoselo todo dentro. Tiritaba en el agua fría, abrazada a su cuerpo. Con fuerza. Esperando que el ataque de pánico pasara.

Sólo ha sido un sueño

Ojalá pudiera creerlo. Había resultado demasiado convincente, demasiado vivido. Todavía tenía el sabor a sangre en la boca. Se limpió una ceja pero continuó temblando. Quería culpar al cansancio por su reacción, por la pesadilla, pero era mentira. Era ese lugar, esa tierra, el volver a casa. Eso, y Omaha…

Cerró los ojos, pero el sueño la esperaba a tan sólo un latido de distancia. No era una simple pesadilla. Todo aquello había ocurrido. Todo aquello había sido culpa suya. El imán local, un dirigente musulmán, había intentado evitar que Safia excavara unas tumbas en las colinas de las afueras de Qumran. Pero ella no le había escuchado, demasiado confiada en el pretexto de la pura investigación.

El año anterior, Safia había pasado seis meses descifrando una única tablilla de arcilla, que sugería que había un alijo de pergaminos ocultos en ese emplazamiento, tal vez otro sepulcro de los famosos Manuscritos del Mar Muerto. Dos meses de excavaciones le dieron la razón. Descubrió cuarenta urnas, que contenían una amplia biblioteca de escrituras en arameo, el gran descubrimiento del año.

Pero tuvo que pagar por ello un precio muy alto.

Un grupo fundamentalista fanático se ofendió ante la profanación de un lugar sagrado para los musulmanes, especialmente por una mujer, una mestiza, una con lazos con Occidente. Sin saberlo en ese momento, Safia se convirtió en su blanco.

Pero fueron las vidas y la sangre de niños inocentes los que pagaron el precio de su rabia y su orgullo desmedido.

Ella fue una de los tres únicos supervivientes. Un milagro, decían los periódicos, era un milagro que no perdiera la vida en el ataque.

Safia rezó para que no hubiera más milagros de ese tipo en su vida. El precio a pagar era demasiado alto.

Safia abrió los ojos, con los puños aún cerrados. Una sensación tibia de rabia fue dejando paso a la culpa y el dolor. Su terapeuta le había dicho que aquélla era una respuesta perfectamente natural. Se permitiría sentir aquella furia. Aún así, se sentía avergonzada por su rabia, tan indigna.

Se enderezó en la bañera, desbordando el agua, que salpicó el suelo de gotas y pétalos de jazmín. Los pétalos restantes chapotearon alrededor de su cuerpo desnudo.

Bajo el agua, algo le rozó la rodilla, algo suave como una flor, pero más pesado. Safia tensó el cuerpo, como un conejillo en alerta.

Las aguas se asentaron, pero la capa de pétalos de jazmín ocultaba las profundidades de la bañera. Hasta que observó que la lenta forma de una s deshacía la superficie floral.

Safia se quedó de piedra.

La serpiente asomó la cabeza entre los pétalos, con unos cuantos pegados a su piel marrón. Los ojos grises del reptil se volvieron negros al bajar el párpado protector interno. Parecía mirarla directamente a la cara.

Safia conocía ese tipo de serpientes por la reveladora cruz blanca sobre la cabeza. Echis pyramidum. La víbora de la alfombra. Todos los niños de Omán la conocían. La señal de la cruz significaba allí muerte, en lugar de la salvación cristiana. La serpiente era un reptil omnipresente en la región, se la encontraba en lugares arenosos o colgada de las ramas de los árboles. Su veneno era tanto hemotóxico como neurotóxico, una combinación fatídica que hacía que la picadura resultara mortal en menos de diez minutos. Y la capacidad de la víbora para picar era tan inmensa y rápida que uno no tenía ni tiempo de alejarse.

La serpiente de un metro de longitud se arrastraba por la bañera en dirección a Safia, que no se atrevía a moverse, por riesgo a provocarla. Debía haberse deslizado en el agua al quedarse dormida, buscando humedad para hidratar su piel.

El animal llegó hasta su vientre, se elevó un poco más sobre el agua y le enseñó su lengua viperina. Safia sintió un cosquilleo en la piel mientras se deslizaba aún más cerca. Se le puso la carne de gallina, pero se obligó a no temblar.

Al no sentirse amenazada, la víbora encalló en su vientre, se deslizó sobre él y lentamente subió hasta su pecho izquierdo. Se detuvo para volver a sacarle la lengua. Su piel escamada era tibia, no fría, y sus movimientos musculares y duros.

Safia se obligó a mantener sus propios músculos tensos, rígidos. No se atrevía a respirar, pero… ¿cuánto tiempo podría contener el aliento?

La serpiente parecía disfrutar en su nueva ubicación, inmóvil sobre el pecho. Su comportamiento también parecía extraño. ¿Por qué no notaba la presencia de Safia, el latido de su corazón?

Vete… deseó con todas sus fuerzas. Si pudiera correr hasta una esquina de la habitación, esconderse, si tuviera oportunidad de salir de la bañera…

Sintió que la aguda necesidad de respirar empezaba a dolerle con fuerza en el pecho, a presionarle en el interior de los ojos. Por favor, vete

La víbora probó el aire con su lengua roja. Sintiera lo que sintiera, pareció contentarla, y se apoyó sobre la piel de Safia a descansar.

La visión de Safia empezó a cubrirse de pequeñas estrellas, tanto por la falta de oxígeno como por la tensión. Si se movía, moriría. Y si se atrevía a respirar…

En ese momento un leve movimiento en las sombras desvió su mirada hacia la ventana. La condensación del vapor empañaba la ventana, enturbiando la visión del exterior. Pero no le cabía la menor duda.

Había alguien al otro lado del cristal.