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Kara le encontró a los pies de la escalera que conducía a la puerta de su jet privado. Se detuvo ante él, bloqueándole el paso y señalándole con el dedo índice rígido por la rabia que sentía.
—Quiero que quede clara una cosa, Dr. Crowe —le dijo con voz cortante—, una vez embarque en este avión usted no tendrá ninguna autoridad. Puede que se las haya arreglado para unirse a la expedición, pero sabe de sobra que yo no le he invitado.
—Eso deduje por la cálida recepción de la caterva de abogados que me envió —respondió el americano, acomodándose en el hombro su petate—, ¿quién me iba a decir que unos señores tan bien trajeados podrían armar una discusión así de encarnizada?
—Pues no sirvió de mucho, por lo que veo.
Crowe ofreció una sonrisa torcida por toda respuesta, y se encogió de hombros. Seguía sin dar explicaciones de por qué el gobierno estadounidense quería que él y su colega acompañaran a Kara en la expedición a Omán, pero de repente aparecieron todo tipo de impedimentos insalvables: financieros, legales e incluso diplomáticos. Y se complicaba aún más a causa del circo mediático que cubría el fallido intento de robo.
Kara siempre había considerado sus influencias como todopoderosas, pero parecían palidecer ante la presión que Washington ejercía sobre la expedición. Estados Unidos tenía intereses estratégicos en Omán, y a pesar de que ella había pasado semanas intentando encontrar una forma de saltarse aquellos controles, le impedían realizar el viaje a menos que cooperara.
Eso no significaba que no hubiese obtenido ciertas concesiones.
—De aquí en adelante —le aseguró con firmeza—, estará bajo mis órdenes.
—Comprendido.
Esa única palabra irritó aún más a Kara. Sin otra elección, se acercó a la escalerilla del avión. Él la miró desde el asfalto de la pista.
—Las cosas no tienen por qué ser así, Lady Kensington. Los dos buscamos lo mismo.
Ella le respondió con las cejas enarcadas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué buscamos, en concreto?
—Respuestas. Respuestas a misterios —la miró fijamente con sus ojos azules y taladrantes, insondables pero cálidos.
Por vez primera, Kara se dio cuenta de lo atractivo que era Painter. No tenía la belleza de un modelo, sino una masculinidad deslavazada que arrastraba con facilidad. Llevaba el pelo desarreglado, como una sombra trasnochadora, y con la cercanía, Kara percibía el almizcle de su loción de afeitado, con cierto aroma balsámico. ¿O acaso era su aroma corporal?
Le sostuvo la mirada, imperturbable, como el tono de su voz.
—¿Y qué misterio intenta descubrir, Dr. Crowe?
Él ni siquiera parpadeó.
—Esa misma pregunta podría hacerle yo, Lady Kensington. ¿Qué misterio intenta descubrir? Estoy seguro de que va más allá del interés meramente académico en viejas tumbas.
Kara arrugó la frente, con la mirada emborronada de rabia. Los presidentes de numerosas empresas multinacionales se desarmaban ante su presencia, pero Painter Crowe permanecía impertérrito.
Finalmente dio un paso al frente y se dispuso a subir la escalerilla del Learjet, no sin antes añadir un último comentario críptico.
—Parece que los dos tenemos secretos que no deseamos desvelar… al menos por el momento.
Kara le observó subir.
Tras Painter Crowe subió su compañera, la Dra. Coral Novak. Era una mujer alta, de músculos tonificados y vestida con un cómodo traje gris. Llevaba un petate a juego, con sus objetos personales. Las maletas y el equipo de los científicos ya habían sido cargados. Los ojos de la mujer inspeccionaron con atención la longitud de la aeronave.
Kara les siguió con la mirada mientras desaparecían en el interior. Aunque aseguraban ser un par de científicos contratados por el gobierno estadounidense, reconoció en ellos el sello militar: complexión atlética, mirada dura, marcadas arrugas en sus trajes. Se movían al unísono, con tranquilidad, uno de ellos a la cabeza, el otro vigilando las espaldas. Seguramente ni siquiera eran conscientes de ello.
Y también había que considerar la pelea del museo. Kara había escuchado el informe completo: el asesinato de Ryan Fleming, el intento de robo del corazón… De no ser por la intervención de aquella pareja, lo habrían perdido todo. A pesar del claro disimulo del Dr. Crowe, Kara le debía mucho, no sólo la seguridad del artefacto hallado. Miró hacia el otro lado del asfalto de la pista mientras se abría la puerta de la terminal.
Safia se apresuraba hacia el Learjet, arrastrando tras ella una maleta. Si los dos americanos no hubiesen estado en el museo aquella noche, no le cabía duda de que Safia no habría sobrevivido.
Aún así, su amiga no había salido indemne de aquella experiencia. El terror, el derramamiento de sangre y la muerte habían quebrado algo en su interior. Sus protestas sobre la expedición se disiparon de repente, pero se negaba a hablar sobre el cambio de opinión. Su única explicación fue una respuesta lacónica. Ya no importa.
Safia llegó hasta el avión.
—¿Soy la última en llegar?
—Ya están todos abordo —Kara alargó la mano para ayudarle con la maleta.
Safia bajó de golpe el asa extensible y la levantó ella misma.
—Ya la llevo yo.
Kara no dijo nada. Sabía lo que contenía la maleta: el corazón de hierro sobre un molde de poliestireno a medida. Safia no permitía que nadie se aproximara a él, no por protegerlo, sino más bien como si se tratara de una carga que sólo ella debiera soportar. La deuda de sangre le correspondía sólo a ella. Era su descubrimiento y su responsabilidad.
La culpabilidad la envolvía como una mortaja de duelo. Ryan Fleming era su amigo, y había muerto ante sus ojos, y todo por un fragmento de hierro que ella había desenterrado.
Kara suspiró y siguió a Safia escaleras arriba.
La historia de Tel Aviv volvía a reproducirse.
Nadie pudo entonces consolar a Safia… y las cosas no eran distintas ahora.
Kara se detuvo en la parte superior de las escaleras y echó un último vistazo hacia las alturas neblinosas y distantes de Londres, mientras el sol se elevaba sobre el Támesis. Buscó en su corazón algún sentimiento de pérdida y, sin embargo, lo único que encontró fue arena. Aquel no era su verdadero hogar, ni nunca lo había sido.
Le dio la espalda a Londres y se introdujo en el avión. Un hombre uniformado se asomó a la puerta de la cabina de mando.
—Señora, acabamos de recibir autorización de la torre de control. Despegamos cuando usted diga.
Kara asintió.
—De acuerdo, Benjamín.
Entró en la cabina principal a la vez que se cerraba la puerta de la nave. El Learjet estaba totalmente personalizado a sus necesidades. El interior de la cabina se encontraba recubierto de cuero y raíz de nogal, dividido en cuatro grupos de asientos. Sobre las mesitas laterales de éstos, y bien sujetos para que no se movieran, destacaban varios jarrones de cristal de Waterford con flores frescas. Una antigua barra de caoba, procedente de algún bar de Liverpool, decoraba la parte trasera de la cabina, y tras ella, un par de puertas abatibles marcaban la entrada al estudio privado y a la habitación de Kara.
Se permitió dibujar en su rostro una sonrisa de auto satisfacción al ver que Painter Crowe enarcaba una ceja mientras contemplaba el espacio. Claramente, no estaba acostumbrado a ese tipo de lujos con su sueldo de físico, a pesar de que trabajase para el gobierno. El camarero del avión le sirvió una bebida. Soda con hielo, al parecer. Los cubitos del vaso tintinearon al moverse.
—¿No hay cacahuetes ni almendras tostadas? —murmuró mientras el camarero pasaba—. Creí que viajábamos en primera.
A Kara se le amargó la sonrisa mientras le veía avanzar y sentarse junto a la Dra. Novak. Será desgraciado…
Los pasajeros fueron tomando asiento cuando el piloto anunció el despegue. Safia se sentó sola. Su estudiante, Clay Bishop, ya se había abrochado el cinturón al otro lado de la cabina, junto a una ventana. Escuchaba música a través de los auriculares del iPod que descansaba en su regazo, ignorando al resto de viajeros.
Preparada para el despegue, Kara cruzó hasta la barra, donde le esperaba su bebida habitual: una copa bien fría de Chardonnay, procedente de la bodega francesa llamada St. Sebastian. La primera vez que Kara degustó un sorbo de aquel vino fue el día que cumplió dieciséis años, la mañana de la caza. Desde entonces, todos los días levantaba una copa de aquel licor en honor a su padre. Hizo oscilar la copa de vino e inhaló su fresco aroma, con notas de melocotón y roble. Incluso después de tantos años, el aroma la devolvía inmediatamente a aquella mañana, tan llena de promesas.
Oía la risa de su padre, el aullido de los camellos en la distancia, el susurro del viento con el sol del amanecer. Tan cercano ahora… después de tanto tiempo…
Tomó un lento sorbo, ahogando la acuciante sequedad del vino en la boca. Le zumbaba la cabeza con intensidad por las dos píldoras que había tomado al despertar, hacía un par de horas. Sintió en los labios el temblor mínimo de sus dedos sobre el cristal de la copa. No se debía mezclar el alcohol con los fármacos, pero sólo era un poco de Chardonnay, y se lo debía a su padre.
Bajó la copa y encontró a Safia estudiándola. En su rostro ilegible, sus ojos resplandecían con preocupación. Kara afrontó con fijeza aquella mirada, hasta que Safia terminó por apartar los ojos y desviarlos hacia la ventanilla.
Ninguna de las dos tenía palabras para consolar a la otra. Ya no…
El desierto había robado una parte de sus vidas, una parte de sus corazones que sólo podrían recuperar regresando a sus arenas.
Omaha atravesó como un torbellino la puerta batiente del Ministerio de Patrimonio Nacional, casi golpeando en las narices a su hermano Danny, que le seguía detrás.
—Omaha, tranquilízate.
—Malditos burócratas… —Continuó su diatriba calle adelante—. Aquí necesitas un puñetero permiso hasta para limpiarte el culo.
—Pero has conseguido lo que querías —contrarrestó Danny en tono conciliador.
—Claro, y me ha llevado toda la condenada mañana. Además, la única razón por la que finalmente conseguimos el permiso para transportar gasolina en los Land Rovers, ¡para transportar gasolina, maldita sea!, es porque Adolf Caraculo quería irse a comer.
—Cálmate —Danny le cogió por el hombro y le arrastró hacia el bordillo para evitar que más caras se volvieran a mirarles.
—Y el avión de Safia… de Kara aterrizará —Omaha comprobó su reloj— en poco más de una hora.
Danny levantó una mano para llamar a un taxi, y un Mercedes blanco se acercó a ellos desde una parada cercana, deteniéndose junto al bordillo. Danny abrió la puerta y empujó a su hermano al interior. Afortunadamente tenía aire acondicionado. El mediodía de Mascate ya se acercaba a los cuarenta grados.
El frescor agradable del vehículo logró disminuir su irritación. Se inclinó hacia el cristal de Plexiglás entre los asientos traseros y el conductor para dar unos golpecitos.
—Al aeropuerto de Seeb.
El taxista asintió y se incorporó al tráfico sin señalizar, abriéndose paso entre el denso tráfico de esas horas.
Omaha se recostó en el asiento, junto a su hermano.
—Nunca te he visto así de nervioso —le dijo Danny.
—¿De qué hablas? ¿Nervioso? Estoy furioso.
Danny miró por la ventanilla.
—Claro… como si volver a ver a tu antigua prometida cara a cara no te hubiera hecho saltar los fusibles esta mañana.
—Safia no tiene nada que ver con esto.
—Ajá.
—No tengo ninguna razón para estar nervioso.
—Sigue repitiéndote eso, omaha.
—Cierra la boca.
—Ciérrala tú.
Omaha sacudió la cabeza. Habían dormido poquísimo desde su llegada hacía dos semanas. Tenían mil y un detalles que resolver para organizar una expedición en tan poco tiempo: permisos y papeleo; contratación de guardias, trabajo manual y medios de transporte; acceso a la base aérea de Thumrait; compra de agua potable, combustible, armas, sal y retretes móviles; organización del personal. Y todas esas tareas recaían sobre los hombros de los hermanos Dunn.
Los problemas en Londres habían atrasado la llegada de Kara; de no ser así, los preparativos habrían ido mucho más rápido. Lady Kensington era una persona reverenciada en Omán, la Madre Teresa de la filantropía. A lo largo de todo el país se podía encontrar su nombre en las placas de museos, hospitales, colegios y orfanatos, y su corporación ayudaba a conseguir contratos muy lucrativos, como los referentes a petróleo, minerales y agua dulce para el país y para su pueblo.
Pero tras el incidente del museo, Kara había pedido a los hermanos que trataran de pasar desapercibidos, que mantuviesen su implicación en la expedición tan en secreto como fuese posible.
Así que Omaha se había gastado un sueldo en aspirinas.
El taxi cruzó el distrito empresarial de Mascate y continuó a través de las estrechas calles que bordeaban los muros de piedra de la ciudad vieja, siguiendo a un camión cargado de pinos que dejaba tras él una estela de finas hojas.
Árboles de Navidad. En Omán.
Tal era la apertura del país a occidente, un país musulmán que celebraba el nacimiento de Cristo. La actitud omaní podía atribuirse al actual jefe de estado, el sultán Qaboos bin Said. Educado en Inglaterra, el sultán había abierto su país a un mundo más amplio, otorgando numerosos derechos civiles a su pueblo y modernizando la infraestructura de la nación.
El taxista encendió la radio, y una melodía de Bach se derramó por los altavoces Bose. La música favorita del sultán. Por decreto real, a mediodía sólo podría emitirse música clásica. Omaha comprobó su reloj.
Era casi la una.
Miró por la ventanilla. No debía estar mal eso de ser sultán.
Danny habló de repente.
—Creo que nos siguen.
Omaha le miró para comprobar si bromeaba, pero Danny seguía mirando por encima de su hombro.
—El BMW gris, cuatro coches detrás de éste.
—¿Estás seguro?
—Es un BMW —respondió Danny con firmeza. Su hermano, deseoso de convertirse en yuppi, sentía fascinación por los coches de ingeniería alemana y los conocía a la perfección—. He visto ese mismo coche aparcado más abajo en la calle de nuestro hotel, y luego de nuevo en la entrada del aparcamiento del museo de historia natural.
Omaha entrecerró los ojos.
—Podría ser una coincidencia… tal vez un coche de la misma marca.
—Cinco cuarenta-i. Llantas cromadas, cristales tintados, incluso…
Omaha le interrumpió.
—Vale, vale, te creo.
Pero si verdaderamente les estaban siguiendo, una pregunta quedaba en el aire. ¿Por qué?
Recordó la sangre y la violencia en el Museo Británico. Incluso los periódicos del país hablaban del incidente. Además, Kara le había pedido que fuese tan precavido como pudiera, que pasara desapercibido. Se inclinó hacia el cristal.
—Gire a la derecha por la próxima —ordenó al taxista en árabe, esperando perder al otro coche o confirmar que les seguía.
Pero el taxista le ignoró y continuó recto. Omaha sintió una punzada de pánico repentina. Probó a abrir la puerta. Bloqueada.
Pasaron de largo la salida hacia el aeropuerto mientras Bach continuaba manando de los altavoces.
Tiró de nuevo de la manivela para abrir la puerta.
Mierda.
Safia miraba fijamente el libro que descansaba sobre su regazo, ciega a las palabras escritas en él. No había pasado de página en la última media hora. La tensión le tenía los nervios a flor de piel, los músculos agarrotados y un sordo dolor de cabeza que hacía que también le dolieran los dientes.
Miró al cielo azulado y bañado por el sol. Ni una sola nube. Un lienzo en blanco. Como si dejara una vida de camino a otra. Y en muchos aspectos, así era.
Abandonaba Londres, su piso, las paredes de piedra del Museo Británico, todo lo que había considerado seguro durante los últimos años. Pero esa seguridad había demostrado ser una ilusión, tan frágil que en una sola noche se hizo añicos.
La sangre volvió a teñir sus manos a causa de su trabajo.
Ryan…
Safia no lograba borrar de su mente el brillo momentáneo de sorpresa en los ojos del guardia cuando la bala le arrebató la vida. Aún semanas más tarde, a veces sentía la necesidad de lavarse la cara varias veces, incluso en mitad de la noche. La pastilla de jabón y el agua fría no conseguían limpiarle el recuerdo de la sangre.
Y aunque Safia reconocía la naturaleza ilusoria de la seguridad londinense, la ciudad se había convertido en su casa. Había hecho amigos y colegas, tenía una librería favorita, un teatro donde proyectaban películas antiguas, incluso una cafetería donde se servía el mejor capuccino al caramelo. Su vida estaba definida por las calles y los trenes de Londres.
Y también estaba Billie. Safia se había visto obligada a dejar el gato con Julia, una botánica paquistaní que vivía de alquiler en el piso de debajo del suyo. Antes de irse, Safia le había susurrado promesas en su oreja de felino, promesas que esperaba poder cumplir.
Aún así, Safia sentía que la preocupación le calaba hasta la médula. Parte de aquella ansiedad resultaba inexplicable, como una abrumadora sensación de fatalidad. Pero no era así. Miró a su alrededor. ¿Y si todos terminaban como Ryan, amortajado en la morgue de la ciudad, y enterrado más tarde en un frío cementerio mientras caían las primeras nieves del invierno?
Sencillamente, sería incapaz de soportarlo.
La remota posibilidad le helaba las entrañas, y le dolía hasta respirar cuando pensaba en ello. Le temblaban las manos. Safia intentaba combatir la oleada de pánico, sentía su familiar proximidad y se esforzaba por respirar, se centraba en el exterior, lejos de su propio centro de terror.
Al otro lado de la cabina, el zumbido de los motores había hecho que todos reclinaran los asientos e intentaran dormir unas horas mientras volaban hacia el sur. Incluso Kara se había retirado a su habitación, pero no a dormir, porque oía un mudo susurro a través de la puerta; debía estar preparando la llegada y solucionando los últimos detalles. ¿Dormía alguna vez esa mujer?
Un ruido llamó la atención de Safia hacia el otro lado. Como por arte de magia, Painter Crowe apareció junto a su asiento. Llevaba un vaso bajo de agua helada en una mano, y en la otra, una copita de cristal rebosante de un líquido rojizo. Bourbon, a juzgar por el aroma que desprendía.
—Bébete esto.
—Yo no…
—Bébetelo. Pero no a tragos pequeños, sino de golpe.
Levantó la mano y tomó el vaso, más preocupada por derramar el whisky que por deseo de aceptar la oferta. No habían hablado desde aquella noche maldita, a excepción de un breve comentario para darle las gracias por rescatarla.
Se sentó junto a Safia y señaló la bebida.
—Venga.
En lugar de discutir, Safia levantó la pequeña copa y se bebió de un trago su contenido, que le quemó garganta abajo, despejándole la nariz y asentándose con ferocidad en su estómago. Le pasó la copa, y él se la cambió por el vaso de agua.
—Soda con limón, bébelo a sorbos.
Safia obedeció, sujetando el vaso con ambas manos.
—¿Mejor?
Asintió con la cabeza.
—Estoy bien.
Él la miró fijamente, medio apoyado en un hombro para verla de frente. Ella mantuvo la mirada apartada, intentando centrarse en la longitud de sus piernas extendidas. Él cruzó las suyas, exponiendo los tobillos. Calcetines negros de rombos.
—No es culpa tuya —le dijo.
Ella se incorporó en el asiento. ¿Era tan evidente que se sentía culpable? Sintió que el rubor le subía a las mejillas.
—No lo es —le repitió, con un tono de voz que no intentaba sosegarla, como habían hecho colegas, amigos, incluso el psicólogo policial.
La voz de Painter estaba teñida de una naturalidad sencilla y sobria.
—Ryan Fleming se encontraba en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Nada más.
Safia le miró un instante, antes de volver a apartar la mirada. Sintió su calor, como el del bourbon, cálido y masculino. Y sintió la fuerza necesaria para hablar, para objetar.
—Ryan no habría estado allí… si… si yo no me hubiera quedado a trabajar hasta tan tarde.
—Una mierda.
Aquella irreverencia la sobresaltó. Painter continuó.
—El Sr. Fleming estaba en el museo para controlarnos a nosotros. A Coral y a mí. Su presencia aquella noche no tuvo nada que ver contigo ni con tu descubrimiento del artefacto. ¿Nos culpas a nosotros?
Una pequeña parte de ella sí lo hacía. Sin embargo, Safia negó con la cabeza, sabiendo a quién debía culpar en última instancia.
—Los ladrones iban tras el corazón, mi descubrimiento.
—Estoy seguro de que no es el primer intento de robo en el museo. Creo recordar un hurto de media noche de un busto etrusco hace unos meses. Los ladrones se colaron por el tejado.
Safia mantuvo la cabeza agachada.
—Ryan era un jefe de seguridad que hacía su trabajo. Y del mismo modo, conocía bien los riesgos.
A pesar de que no quedó completamente convencida, al menos el nudo del estómago empezó a ceder. Aunque tal vez fuera por el alcohol. La mano de Painter tocó la de Safia.
Ella se estremeció, pero él no retiró la suya. Tomó la mano de Safia entre las suyas; ella sintió su tacto cálido, frente al frescor del vaso de agua.
—Puede que Lady Kensington no esté de acuerdo con nuestra presencia en la expedición, pero quería decirte que no estás sola. Estamos juntos en esto.
Safia asintió lentamente, antes de deslizar la mano de entre las suyas, incómoda por la intimidad y las atenciones de un hombre al que apenas conocía. Aún así, descansó su mano sobre la otra, sintiendo su calor.
Él se recostó en el asiento, tal vez adivinando su incomodidad. Le brillaban los ojos con una chispa de diversión.
—Tú mantente ahí… Sé de buena mano que eres muy buena en eso.
Safia se recordó colgada del techo del museo. ¡Qué pinta debía tener! Una sonrisa espontánea se le dibujó en las comisuras de los labios, la primera desde aquella horrible noche.
Painter la estudió con una expresión que parecía decir: Así me gusta. Se puso en pie.
—Debería intentar dormir un poco… y tú también.
Pensando en cómo podría siquiera cerrar los ojos en ese momento, Safia le observó cruzar a zancadas el suelo enmoquetado de la cabina hasta llegar a su asiento. Levantó un dedo y se tocó la mejilla mientras se desvanecía su sonrisa. Aún sentía la calidez del bourbon en su interior, como ayudándole a buscar su propio centro. ¿Cómo podía algo tan sencillo aportarle tanto alivio?
Pero Safia intuía que la razón no era tanto el alcohol como su amabilidad. Casi había olvidado lo que era aquello. Había pasado tanto tiempo desde… desde…
Omaha se agachó, apoyando la espalda en su asiento, y la emprendió a patadas con la sección divisora del taxi. Pero sus talones no lograron romperla. Era como si le diese patadas a una plancha de acero. Debía ser cristal a prueba de balas. Con frustración, estampó el codo sobre la ventanilla lateral.
Atrapados. Secuestrados.
—Todavía nos siguen —confirmó Danny, señalando con la cabeza al BMW, cincuenta metros detrás de ellos, en el que se veían varias figuras oscuras en los asientos delanteros y traseros.
El taxi atravesó una zona residencial de casas de estuco y piedra, todas pintadas en distintos tonos de blanco. El reflejo del sol resultaba cegador. El otro coche mantuvo el ritmo tras ellos. Omaha giró la cara hacia el frente.
—Leyh? —espetó en árabe. «¿Por qué?».
El taxista siguió ignorando sus palabras, estoico y mudo, abriéndose camino entre las estrechas callejuelas con una habilidad asombrosa.
—Tenemos que salir de aquí —decidió Omaha—. Hay que probar suerte en estas calles.
Danny había desviado su atención hacia la puerta y miraba fijamente el panel lateral.
—Ton coup-on-gles, Omaha? —Su hermano le hablaba en francés, en un claro intento de evitar que el conductor les entendiese.
Danny le extendió la mano por lo bajo, para que el taxista no le viera, y Omaha rebuscó en su bolsillo. ¿Para qué querría Danny su couple-on-gles, su cortauñas? Decidió preguntarle también en francés.
—¿Tienes pensado salir cortando de aquí o qué?
Danny no le miró, sólo inclinó la cabeza hacia el frente.
—Ese malnacido nos ha encerrado utilizando el bloqueo de puertas para niños, que evita que se puedan abrir desde atrás.
—¿Y qué?
—Que vamos a utilizar ese mismo dispositivo de seguridad para salir del coche.
Omaha encontró el cortaúñas, que llevaba enganchado al llavero, y se lo pasó a Danny.
—¿Qué piensas…?
Danny le hizo un gesto para que callara, abrió el cortaúñas y extrajo la pequeña lima.
—Todas las revistas hablan de la gran sensibilidad de los sistemas de seguridad de los Mercedes. Hay que tener cuidado incluso al extraer el Panel de acceso.
¿El panel de acceso?
Antes de que pudiera preguntar, Danny se giró hacia él.
—¿Cuándo quieres salir de aquí?
Ahora mismo no estaría mal, pensó Omaha, pero miró hacia delante y vio un enorme zoco, o mercado al aire libre, que hervía de compradores. Miró hacia abajo para hablar.
—El mercado de delante sería perfecto, podríamos perdernos entre los puestos, y librarnos también del BMW que nos sigue.
Danny asintió.
—Pues prepárate.
Se sentó en posición erguida e introdujo la pequeña lima por debajo de tres letras impresas en el alféizar de la ventana lateral trasera: SRS. Safety Restraint System. El doble sistema de inflado.
—¿Airbag? —preguntó Omaha, olvidando hablar en francés esa vez.
—Airbags laterales —explicó Danny—. Cuando alguno de los airbags se despliega, por seguridad, todos los bloqueos se desactivan para permitir que el personal de rescate de urgencia pueda acceder al vehículo.
—Así que vas a…
—Casi hemos llegado al zoco —susurró Danny.
El conductor disminuyó la velocidad al atravesar la entrada al mercado, debido al bullicio de comerciantes y compradores de mediodía.
—Ahora —murmuró Omaha.
Danny introdujo la lima por debajo del panel SRS y lo removió en el interior, como un dentista que tuviera dificultades para extraer una muela. Pero no ocurrió nada.
El sedán pasó el zoco y comenzó a ganar velocidad.
Danny se acercó más al panel, perjurando en voz baja. Error. Con un reventón similar al estallido de un cohete, el airbag lateral se accionó, golpeando a Danny en la cara y derrumbándole hacia atrás con un soberano revés a traición.
Se disparó la alarma del coche, y el conductor frenó.
Danny se llevó la mano a la nariz, que empezaba a sangrarle, pero Omaha no le dejó tiempo para comprobar si se había roto algo; alcanzó la manivela de la portezuela al otro lado de su hermano y probó a abrirla. El bloqueo se había desactivado. Dando gracias a Dios por la tecnología alemana, le empujó fuera del coche.
—¡Fuera! —gritó.
Danny cayó al exterior, lanzado por Omaha, y los dos aterrizaron en el alquitrán de la calle, rodando varios pasos hacia un lado. El coche derrapó ligeramente delante de ellos y terminó por detenerse.
Omaha logró ponerse en pie y tiró de Danny con un brazo, impulsado por el miedo. Se encontraban a tan sólo unos pasos del mercado.
Pero el BMW aceleró a toda potencia, y a continuación se detuvo al llegar al mercado.
Omaha esprintó hacia los puestos, remolcando a Danny.
Se abrieron tres puertas, y varias figuras oscuras y enmascaradas salieron del vehículo, armados con relucientes pistolas de platino. De repente, un rifle giró en el aire para apuntarles.
Omaha llegó al límite del zoco y no logró esquivar por completo a una mujer con una cesta de pan y dátiles, que saltaron por los aires.
—Perdón —murmuró mientras se introducía en el mercado.
Danny le venía pisando los talones, manchado de sangre desde la nariz hacia abajo. ¿Se la habría roto? Avanzaron por la callecilla central del laberíntico mercado. Los tejados de junco resguardaban carros y casetas, cargados de rollos de seda y algodón de Cachemira, fanegas de granadas y pistachos, cubos de hielo llenos de cangrejos y pescado blanco, barriles de encurtidos y granos de café, manojos de flores recién cortadas, losas cubiertas de pan y cecina. El aire olía a cocinas de aceite, que chisporroteaban con especias que quemaban en los ojos. Los callejones apestaban a cabra y sudor, otros desprendían un dulzor empalagoso. Incienso y miel.
Y en aquel alboroto se abarrotaban una muchedumbre de árabes y visitantes de otros países. Pasaban junto a rostros de todos los colores, con los ojos bien abiertos, unos cubiertos por los velos, otros no. Escuchaban voces que les hablaban en árabe, hindú e inglés.
Omaha se apresuraba con Danny por el arco iris de tenderetes y ruidos, serpenteando para abrirse paso, rápido como una flecha. ¿Les seguirían los perseguidores? ¿Les esperarían delante? No había forma de saberlo. Lo único que podía hacer era continuar corriendo.
En la distancia, el aullido de las sirenas de la policía omaní se elevaban sobre la cacofonía de la muchedumbre. Llegaba el apoyo… ¿pero resistirían lo suficiente como para sacar partido de ello?
Omaha echó la vista atrás mientras descendían por un estrecho y recto bazar. En el otro extremo apareció un enmascarado, moviendo la cabeza como un radar en busca de los hermanos. Era fácil verle, porque la gente se apartaba de él, dejándole el espacio abierto. Pareció oír las sirenas; a él también se le estaba acabando el tiempo.
Omaha no pensaba ponérselo fácil. Arrastró a Danny con la riada de gente. Giraron una esquina y se toparon con un puesto de cestas de junco y vasijas de arcilla. El dueño, vestido con una túnica, echó una ojeada al rostro sangrante de Danny y les hizo un gesto para que se acercaran, hablándoles en árabe.
Había que tener una capacidad de comunicación colosal para encontrar refugio allí.
Omaha sacó la cartera y contó un puñado de billetes de cincuenta ríales omaníes. Diez en total. El vendedor miró el puñado de billetes, con un ojo entornado. ¿Aceptaba o no aquel trueque? Omaha se disponía a guardarlos cuando la mano del hombre le detuvo.
—Khalas! —declaró el tendero, cerrando el trato.
Omaha se ocultó tras una pila de cestas, y Danny tomó posición a la sombra de una enorme vasija de barro. Era lo suficientemente grande como para haber escondido a su hermano en el interior. Danny se sujetó la nariz, intentado detener el chorro de sangre, mientras Omaha echaba un vistazo hacia el callejón. El golpeteo de las sandalias y el rozar de las túnicas disminuyeron en unos segundos. Un hombre se acercó a la esquina, escudriñando con su rostro enmascarado en las cuatro direcciones.
Las sirenas de policía se acercaban al zoco, y el atacante giró la cabeza hacia ellas. Tendría que abandonar la búsqueda o arriesgarse a ser detenido.
Omaha sintió una oleada de confianza.
Hasta que su hermano estornudó.
El Learjet descendió en círculo sobre el agua, preparándose para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Seeb. Safia miraba por la ventanilla.
La ciudad de Mascate se extendía ante ella, aunque en realidad eran tres ciudades, separadas por las colinas en distintos barrios.
El más antiguo, llamado sencillamente la Ciudad Vieja, apareció a la derecha mientras el avión avanzaba en su giro. Los muros de piedra y los antiguos edificios yacían anidados al borde de una bahía de aguas azuladas y arenas blancas salpicadas de palmeras. Rodeada por los antiguos muros de la ciudadela, el lugar albergaba el Palacio Alam y las impresionantes y elevadísimas fortalezas de Mirani y Jalai.
Los recuerdos tapizaban todo lo que veía, tan tenues como los reflejos en las tranquilas aguas de la bahía. Acontecimientos olvidados hacía mucho que ahora volvían a tomar vida: los paseos por las callejuelas con Kara, su primer beso a la sombra de los muros de la ciudad, el sabor de los caramelos de cardamomo, la visita al palacio del sultán, toda temblorosa, con su thob nuevo hasta los pies.
Safia sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el aire acondicionado de la cabina. Su hogar y su tierra natal se le emborronaban en la mente. Tragedia y alegría.
El avión descendió en ángulo hacia el aeropuerto y la Ciudad Vieja se desvaneció, remplazada por el barrio de Mascate llamado Matrah, y el puerto de la ciudad. Un lado de los muelles hacía alarde de embarcaciones inmensas y modernas, mientras que el otro sólo exhibía dhows, los antiguos barcos de vela árabes con un solo mástil.
Safia fijó la mirada en la orgullosa hilera de mástiles de madera y velas plegadas, en marcado contraste con las monstruosidades de acero y diesel. Era aquello lo que describía, más que ninguna otra cosa, su país natal: lo antiguo y lo moderno, unidos, pero separados para siempre.
Ruwi, el tercer barrio de Mascate, era el menos interesante. Alejándose del puerto y de la ciudad hacia el interior, y apilada contra la cordillera, se elevaba el moderno centro empresarial, las oficinas comerciales de Omán. De hecho, era allí donde se encontraba la corporación de Kara.
El curso del avión acababa de trazar las vidas de Safia y Kara, desde la Ciudad Vieja hasta Ruwi, desde las niñas bulliciosas que jugaban en las calles a las vidas confinadas en oficinas empresariales y museos polvorientos.
Y ahora, el presente.
El avión se encaminó hacia la pista de aterrizaje y Safia se sentó en posición vertical. El resto de pasajeros continuaba observando el paisaje con asombro a través de la ventanilla.
Clay Bishop se encontraba al otro lado de la cabina, moviendo la cabeza en sincronía con las melodías de su iPod. Las gafas de montura negra se le deslizaban en el tabique nasal, y se las subía continuamente. Ese día vestía su uniforme habitual: tejanos y camiseta.
Delante de Clay se encontraban Painter y Coral, ambos mirando por la misma ventanilla lateral. Hablaban en voz baja. Ella señalaba y él asentía y se atusaba un remolino que se le había hecho al quedarse dormido.
Kara abrió las puertas plegables de su habitación privada y se detuvo en el umbral.
—Estamos aterrizando —le avisó Safia—, deberías sentarte.
Kara tamborileó los dedos con preocupación, pero cruzó hasta sentarse en el asiento vacío junto a Safia, dejándose caer con pesadez. No se molestó en abrocharse el cinturón.
—No consigo hacerme con Omaha —le dijo como introducción.
—¿Cómo?
—No responde al teléfono. Seguramente lo hace a propósito.
Eso no era lo habitual en Omaha, pensó Safia. Cierto era que en ocasiones se mostraba esquivo, pero cuando se trataba de trabajo, siempre actuaba con seriedad.
—Supongo que estará muy ocupado. Le has dejado colgado, solucionando un montón de problemas, y ya sabes lo territoriales y susceptibles que son los agregados culturales en Mascate.
Kara resopló su irritación.
—Más le vale que nos esté esperando en el aeropuerto.
Safia percibió el gran tamaño de sus pupilas a la luz del sol. Las dos mujeres se sentían agotadas e irritables al mismo tiempo.
—Si te dijo que estaría aquí, estará.
Kara enarcó una ceja como respuesta a aquella afirmación.
—¿Mister fiabilidad?
Safia sintió una punzada y el estómago se le retorció en dos direcciones. Cierto comportamiento reflejo le hacía querer defender a Omaha, como había hecho en el pasado. Pero el recuerdo del anillo que le devolvió en la palma de la mano le hizo un nudo en la garganta. Él jamás comprendió la intensidad de su dolor.
En realidad, ¿quién podría entenderla?
Tuvo que hacer un esfuerzo por no mirar hacia Painter.
—Más vale que te abroches el cinturón —aconsejó a Kara.
El estornudo de Danny resonó como un tiro, asustando a un par de palomas enjauladas de un tenderete cercano, que agitaron las alas contra los barrotes de bambú.
Omaha vio al enmascarado girarse y avanzar hacia su puesto. A un metro de distancia, Danny se tapó la nariz y la boca, y se agachó aún más tras la tinaja. La sangre le brotaba barbilla abajo. Omaha se puso en cuclillas, tenso, preparado para saltar. Su única esperanza se encontraba en el elemento sorpresa.
Las sirenas de policía aullaron de nuevo, taladrando las proximidades del mercado. Ojalá Danny hubiera podido contenerse un minuto más.
El tipo levantó el rifle, lo apoyó en el hombro y apuntó hacia el frente, avanzando en posición semi flexionada. Omaha cerró los puños; primero tendría que darle al rifle y levantarlo para después golpear al hombre por debajo.
Antes siquiera de moverse, el propietario del tenderete se arrastró hacia delante y entró en el campo de visión del tirador, con un ventilador en una mano y con la otra sonándose la nariz.
—Hasaseeya —murmuró mientras recolocaba varios cestos de mimbre sobre la pila que ocultaba a Omaha, maldiciendo su alergia al polen. Fingió sorprenderse al ver al atacante armado, levantó las manos, tiró por los aires el ventilador y cayó al suelo asustado.
El enmascarado maldijo en voz baja y le hizo un gesto con el arma para que se metiera detrás de su tenderete. El comerciante obedeció, ocultándose en la parte posterior y cubriéndose la cabeza con las manos.
En dirección a la entrada al mercado, un chirrido de frenazos anunciaba la llegada de la policía omaní, con las sirenas bramando ruidosamente.
El hombre armado giró la cabeza en aquella dirección e hizo lo único que podía hacer. Dio un paso hacia la enorme vasija que ocultaba a Danny e introdujo en ella el rifle. Tras echar un vistazo rápido a su alrededor, se quitó la máscara y la metió en el mismo sitio, antes de desaparecer con un giro de la capa color arena hacia las profundidades del mercado, con el claro objetivo de mezclarse con la masa humana.
Anónimo.
A excepción de un pequeño detalle: Omaha había visto la cara de aquella mujer. Piel de color moca, profundos ojos castaños, y el tatuaje de una lágrima debajo del ojo izquierdo.
Beduina.
Cuando consideró que había discurrido un periodo de tiempo seguro, salió de su escondite. Danny se arrastró hacia él, y Omaha ayudó a su hermano a levantarse.
En ese momento apareció el propietario, alisándose la túnica con unas palmaditas.
—Shuk ran —murmuró Danny con el rostro ensangrentado para darles las gracias.
Con la típica costumbre de auto inadvertencia entre el pueblo omaní, el hombre se encogió de hombros sin más.
Omaha sacó otro billete de cincuenta riales omaníes y se lo ofreció, pero el tendero cruzó los brazos, con las palmas hacia abajo.
—Khalas —el trato estaba cerrado, sería un insulto renegociarlo.
En su lugar, el viejo cruzó hacia la pila de cestas y eligió una.
—Para tú —le dijo—. Regalo mujer bonita.
—Bi kam? —Omaha preguntó el precio, mientras el tendero esbozaba una sonrisa.
—Para tú, sincuenta rial.
Omaha le devolvió la sonrisa, consciente de que el precio era abusivo, y le entregó el billete sin más.
—Khalas.
Mientras se alejaban del mercado y se encaminaban hacia la entrada, Danny preguntó con voz gangosa:
—¿Por qué diablos querían secuestrarnos esos tíos?
Omaha se encogió de hombros. No tenía la menor idea. Al parecer, Danny no había visto el rostro del perseguidor. No eran tíos, sino tías. Y ahora que se paraba a pensarlo, por la forma de moverse de los demás, era posible que todas fueran mujeres.
Omaha recordó de nuevo el rostro de la atacante, que resplandecía a la luz del sol.
El parecido era innegable. Podría haber sido hermana de Safia.