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Horas después de que Kara desapareciera como un vendaval, Safia se sentó en la oscuridad de su oficina. La única luz del cuarto procedía de una lámpara de mesa con la pantalla verde, que emitía una luz color lima sobre su escritorio de nogal, iluminando un mar de papel y periódicos manoseados. ¿Cómo podía esperar Kara que estuviese preparada para partir hacia Omán en una semana? Sobre todo después de la explosión en el museo. Había tantas cosas que atender…
No podía marcharse y punto. Kara tendría que entenderlo, sin más. Y si no lo hacía, no era problema suyo. Ella tenía que hacer lo que fuera mejor para sí misma, se lo había repetido su terapeuta en incontables ocasiones. Le había costado cuatro años recuperar una especie de normalidad en su vida, seguridad en sus días, poder dormir sin pesadillas. Aquélla era su casa, y no pensaba renunciar a ello tan sólo para perder el tiempo en el interior de Omán.
Y luego estaba el espinoso tema de Omaha Dunn…
Safia masticaba inconscientemente la goma de borrar de su lapicero, su única comida en las últimas doce horas. Sabía que debería irse, picar alguna cosa en algún bar de la esquina e intentar dormir unas horas. Además, había dejado solo a Billie durante todo el día, y haría falta mucha atención y una lata de atún para aliviar sus sentimientos heridos.
Sin embargo, Safia no podía moverse.
No conseguía dejar de darle vueltas a su conversación con Omaha, y un antiguo dolor le latía con fuerza en la boca del estómago. Ojalá no hubiera respondido a aquella llamada…
Conoció a Omaha diez años atrás en Sojar, cuando ella tenía veintidós años, acababa de terminar su carrera en Oxford y llevaba a cabo una disertación sobre la influencia del Imperio Parto en el sur de Arabia. Él se encontraba retenido en la misma ciudad costera, en espera de que el gobierno omaní le diese la aprobación para entrar en una sección remota de un territorio en disputa.
—¿Hablas inglés? —fueron las primeras palabras que dedicó a Safia.
Ella trabajaba sentada ante una pequeña mesa, en la terraza de una posada con vistas al Mar de Omán. Era un lugar frecuentado por numerosos estudiantes que realizaban investigaciones en aquella zona, porque era barato y servía el único café decente de los alrededores.
Irritada por la interrupción, le respondió cortante.
—Como ciudadana británica, espero hablar inglés mejor que usted, señor.
Al levantar la vista descubrió a un joven, de pelo rubio rojizo, ojos de un azul intenso y barba de varios días, vestido con unos pantalones caquis, el típico pañuelo omaní a la cabeza y una sonrisa avergonzada.
—Perdóname —respondió—. Pero me he dado cuenta de que tienes un ejemplar de Arqueología y epigrafía árabe. Me preguntaba si me permitirías echar un vistazo a un artículo.
Safia tomó el libro.
—¿Qué artículo?
—Omán y los Emiratos, en el mapa de Tolomeo. Voy de camino a la zona fronteriza.
—¿Ah, sí? Pensaba que esa región estaba prohibida a los extranjeros.
De nuevo, una sonrisa, sólo que esta vez con cierto punto de picardía.
—Me has cazado. Debería haber dicho que espero poder dirigirme a la zona fronteriza, estoy esperando la respuesta del consulado.
Safia se acomodó en la silla y le miró con detenimiento, dirigiéndose a él en árabe.
—¿Y qué piensas hacer allí?
Sin inmutarse, Omaha le respondió también en árabe.
—Espero poder poner fin a las disputas demostrando las antiguas rutas tribales de los Duru y confirmar así un precedente histórico.
Ella continuó en árabe e intentó comprobar su conocimiento de la geografía de la región.
—Deberás tener cuidado en Umm al-Samim.
—Sí, las arenas movedizas —afirmó con un asentimiento de cabeza—. He leído que es una zona muy traicionera.
Sus ojos resplandecieron con entusiasmo. Safia terminó por ceder y prestarle el ejemplar de la publicación.
—Es el único del Instituto de Estudios Árabes, tengo que pedirte que lo consultes aquí.
—¿Del IEA? —Omaha dio un paso hacia ella—. Es la organización sin ánimo de lucro de Kara Kensington, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
—Llevo mucho tiempo intentando ponerme en contacto con alguna autoridad del centro. Para lubricar los engranajes con el gobierno omaní, ya sabes. Pero ese lugar es más duro que una piedra, como su patrocinadora, Lady Kensington, la mujer más rara y más seca de la tierra.
—Ajá —respondió Safia con una evasiva.
Tras realizar las presentaciones, él le preguntó si podía compartir la mesa con ella para leer el artículo; ella empujó una silla en su dirección.
—He oído que el café es muy bueno aquí —comentó mientras tomaba asiento.
—El té es mucho mejor —le refutó—, pero claro, yo soy británica.
Continuaron en silencio un buen rato, mientras leían sus respectivas publicaciones, mirándose furtivamente de vez en cuando y tomando a pequeños sorbos sus bebidas. Finalmente, Safia observó que se abría la puerta de la terraza para dejar paso a su invitada. Le hizo un gesto con el brazo.
Él se volvió cuando ésta llegó a la mesa, y no pudo evitar abrir los ojos de par en par.
—Dr. Dunn —comentó Safia—, permíteme presentarte a Lady Kara Kensington. Te alegrará saber que también habla inglés.
Safia percibió que las mejillas del chico se enrojecían; le había pillado con la guardia bajada, y sospechaba que eso no era algo frecuente en él. Los tres pasaron el resto de la tarde charlando, debatiendo los acontecimientos del momento en Arabia, y más tarde, la historia del país. Kara se fue al atardecer, porque tenía una cena de negocios temprana con la cámara de comercio de la región, pero no se marchó sin antes comprometerse a ayudar al Dr. Dunn en su expedición.
—Supongo que al menos te debo una cena —señaló Omaha.
—Y supongo que yo debo aceptar.
Esa noche disfrutaron de una cena deliciosa, compuesta de pescado a las ascuas y un pan especiado llamado rukhal. Hablaron hasta que el sol desapareció y el cielo se cubrió de estrellas.
Ésa fue su primera cita. La segunda no tendría lugar hasta seis meses más tarde, después de que Omaha saliera por fin de una cárcel yemení en la que fue recluido por entrar en un emplazamiento musulmán sagrado sin permiso. A pesar del contratiempo penal, continuaron viéndose de vez en cuando, en cuatro de los siete continentes. Un día de Nochebuena, de vuelta en Lincoln, Nebraska, en casa de los padres de él, Omaha se había arrodillado junto al sofá para pedirle que se casara con él, y ella jamás se había sentido más feliz.
Pero un mes más tarde, todo cambió en un abrir y cerrar de ojos.
Eludió ese último recuerdo y se levantó del escritorio para despejarse un poco. Su oficina estaba demasiado cargada, y necesitaba caminar, estar en movimiento. Le sentaría bien notar el aire en la cara, aunque fuera el frío húmedo del invierno londinense. Buscó su abrigo y cerró con llave la puerta de la oficina.
El despacho de Safia se encontraba en la segunda planta, y las escaleras para bajar se encontraban en el otro extremo del ala, cerca de la galería Kensington, lo que significaba que tendría que volver a pasar por la zona de la explosión. No era algo que le apeteciera especialmente, pero no le quedaba elección.
Se encaminó por el oscuro pasillo, iluminado únicamente por ocasionales luces rojas de seguridad. Solía gustarle pasear por el museo vacío, resultaba un lugar tan pacífico después del bullicio diario de visitantes. A menudo recorría las galerías, deteniéndose ante las vitrinas y los expositores, sopesando la historia que contenían.
Pero ya no era así. Esa noche no.
Habían colocado extractores por todo el ala norte, como torretas de guardia sobre postes elevados, que ronroneaban ruidosamente en su intento en vano por deshacerse del hedor de la madera y el plástico quemados. Otros tantos radiadores se esparcían por el suelo, con sus cables naranjas serpenteantes, para secar las paredes y las galerías, una vez que las bombas habían logrado extraer las aguas hollinadas y sucias. El pasillo resultaba sofocante, como el calor húmedo de los trópicos. La tira de ventiladores removía el aire con una lentitud agobiante.
Sus tacones resonaban sobre el suelo de mármol a su paso por las galerías que contenían las colecciones etnográficas del museo: celta, rusa, china. El daño provocado por la explosión aumentaba con la aproximación a su galería: paredes ahumadas, cintas policiales, pilas de yeso y cristales rotos.
Al pasar la apertura que daba a la exposición egipcia, escuchó un tintineo apagado tras ella, como si alguien caminara sobre vidrios rotos. Se detuvo y miró por encima de su hombro. Por un momento le pareció percibir un haz de luz en la galería bizantina. Fijó la mirada en la zona durante un momento, pero todo se encontraba sumido en la oscuridad.
Intentó contener el pánico creciente. Desde que comenzaran los ataques, tenía verdaderas dificultades para distinguir lo real de lo falso. El corazón le latía en la garganta, y el vello de los brazos se le erizó cuando uno de los ventiladores giratorios pasó su corriente de aire sobre ella, gruñendo asmáticamente.
Habrían sido los faros de algún coche al pasar por el exterior, intentó creer.
Tragándose la ansiedad, se dio la vuelta y se encontró de repente con una figura oscura acercándose por el pasillo exterior a la Galería Kensington.
Safia saltó hacia atrás.
—¿Safia? —la figura levantó una linterna de mano y la apuntó hacia ella, cegándola con su haz luminoso—, Dra. al-Maaz.
Ella soltó un suspiro de alivio y se adelantó unos pasos, protegiéndose los ojos con la mano.
—¿Ryan…? —Era el jefe de seguridad, Ryan Fleming—, pensaba que te habías ido a casa.
Él sonrió y apartó la luz de la linterna.
—Iba a hacerlo cuando recibí un mensaje del Director Tyson. Parece que un par de científicos estadounidenses ha insistido en revisar el lugar de la explosión. —La acompañó hacia la entrada de la galería.
En el interior, dos personas vestidas con monos de trabajo azules e idénticos se movían por la oscura galería. La única iluminación con la que contaban procedía de un par de lámparas de pie situadas en cada sala, arrojando una luz débil. Los instrumentos de los investigadores resplandecían en la penumbra. Parecían contadores Geiger. En una mano, cada uno de ellos llevaba una unidad base compacta con una pequeña pantalla de ordenador iluminada, y en la otra, unos lectores negros de varilla, de un metro de longitud, conectados a la unidad base mediante un cable enroscado. Trabajaban despacio y al unísono en una de las salas de la galería, pasando sus instrumentos sobre las paredes chamuscadas y los escombros.
—Físicos del ITM —explicó Fleming—. Llegaron en el vuelo de esta noche, y vinieron directamente aquí desde el aeropuerto. Deben tener alguna influencia, porque Tyson insistió en que les recibiera y me encargara de cualquier cosa que necesitaran. De inmediato, me ordenó nuestro querido director. Venga, se los presentaré.
Safia, todavía algo asustada, intentó irse.
—La verdad es que tengo que volver a casa.
Pero Fleming ya había entrado en la galería, y uno de los investigadores, un hombre alto y de complexión rubicunda, le dirigió la mirada, antes de mirarla a ella.
Bajó su lector y se apresuró hacia Safia.
—Dra. al-Maaz, qué buena suerte —le ofreció una mano—. Esperaba tener ocasión de hablar con usted.
Safia le estrechó la mano.
—Soy el Dr. Crowe —se presentó—. Painter Crowe.
Percibió su mirada, atenta y penetrante, de color lapislázuli, y su melena negra como el ébano que le llegaba hasta los hombros. Nativo americano, adivinó Safia, aunque esos ojos azules la desorientaban un poco. Tal vez sólo fuese por el apellido. Crowe. Quizás fuese hispano. Tenía una sonrisa generosa, a la vez que reservada.
—Le presento a mi colega, la Dra. Coral Novak.
La mujer estrechó la mano de Safia como por obligación, con un mínimo asentimiento de cabeza. Parecía ansiosa por volver al trabajo. Ambos científicos no podían ser más distintos. A diferencia de su compañero, moreno y atractivo, la mujer parecía carecer de pigmentación en la piel, como si fuera una sombra pálida y resplandeciente bajo la luz, como la nieve recién caída. Tenía los labios delgados y la mirada gris metálica. Llevaba el pelo, de un color rubio claro natural, bastante largo, pe la misma altura que Safia, se la veía ágil y ligera, a pesar de cierta solidez en su cuerpo, que pudo sentir en aquel firme apretón de manos.
—¿Qué es lo que buscan? —preguntó Safia, dando un paso atrás.
Painter levantó de nuevo el lector.
—Comprobamos las lecturas de radiación.
—¿Radiación? —No pudo ocultar su sorpresa.
Crowe se echó a reír, pero no con tono condescendiente, sino afectuoso.
—No se preocupe. Buscamos una lectura específica, una que suelen dejar los rayos al caer sobre tierra firme.
Safia asintió.
—Perdonen, no quería entretenerles. Un placer conocerles. Si puedo facilitarles en algo su investigación, no duden en decírmelo —se volvió para alejarse, pero Painter dio un paso hacia ella.
—Dra. al-Maaz, en realidad yo quería hablar con usted. Tengo unas cuantas preguntas que tal vez podamos discutir durante la comida, si le parece bien.
—Me temo que estoy muy ocupada —sus ojos se cruzaron con los de él y se sintió atrapada, incapaz de mirar hacia otro lado. Leyó la decepción en su ceño fruncido—. Tal… tal vez podamos organizar algo. Búsqueme por la mañana en mi despacho, Dr. Crowe.
Painter asintió.
—De acuerdo.
Safia apartó la mirada, a la vez que Ryan Fleming le ahorraba una situación más embarazosa.
—La acompañaré a la salida.
Safia le siguió hasta el pasillo, evitando mirar atrás. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan ridícula, tan aturullada… por un hombre. Debían ser los efectos de su conversación con Omaha.
—Tendremos que usar las escaleras, los ascensores no funcionan.
Se mantuvo a corta distancia de Fleming.
—Qué tipos tan raros, estos americanos —continuó descendiendo los peldaños hasta el primer piso—. Siempre tienen prisa. Ya ve, tenían que venir a estas horas de la noche; insistían en que las lecturas podrían deteriorarse, que tenían que tomarlas esta misma noche.
Safia se encogió de hombros al llegar al piso inferior, y atravesó un corto pasillo hasta la puerta de salida de los empleados.
—No creo que sea tan idiosincrásico de los americanos como de los científicos en general. Somos una panda de neuróticos.
Él asintió con una sonrisa.
—Ya me he dado cuenta.
Utilizó su llave maestra para desbloquear la puerta, de forma que no saltara la alarma. Empujó la puerta con el hombro, salió y la mantuvo abierta para que Safia pasara. Tenía los ojos fijos en ella, con timidez.
—Yo me preguntaba, Safia… Que si tuviera un rato libre… tal vez…
El disparo sonó poco más que una nuez al partirse, y la parte derecha de la cabeza de Ryan explotó contra la puerta, salpicándola de sangre y materia gris. Varios trozos de hueso rebotaron en la puerta metálica y en el suelo del pasillo.
Tres enmascarados se abalanzaron hacia el interior antes siquiera de que el cuerpo de Ryan golpeara el suelo. Empujaron a Safia contra la pared, sujetándola por el cuello y casi ahogándola, mientras una mano le tapaba la boca.
De repente, una pistola le oprimía en el centro de la frente.
—¿Dónde está el corazón?
Painter estudiaba la aguja roja de su escáner, que se había disparado hasta la sección naranja de la escala al pasar la varilla detectora por una de las vitrinas destrozadas de la exposición. Una lectura importante. El dispositivo estaba diseñado por los laboratorios nucleares de White Sands. Los escáneres de radar X eran capaces de detectar un nivel muy bajo de radiación, y esos dispositivos en concreto estaban especialmente calibrados para detectar una lectura única sobre la descomposición de aniquilación de antimateria. Cuando un átomo de materia y otro de antimateria colisionaban y se destruían, la reacción liberaba energía pura. Y eso era lo que sus detectores eran capaces de olisquear.
—Estoy captando una lectura especialmente fuerte —le dijo su compañera con un tono práctico que se ceñía al trabajo.
Painter cruzó la sala hasta llegar a su lado. Coral Novak era nueva en Sigma, reclutada desde la CIA hacía sólo tres años. Aún así, en aquel corto periodo de tiempo había obtenido un doctorado en física nuclear y ya era cinturón negro en seis disciplinas de artes marciales. Su coeficiente se salía de los gráficos, y poseía un conocimiento casi enciclopédico sobre una amplísima variedad de temas.
Había oído hablar de Novak, por supuesto, e incluso la había conocido en una reunión de distrito, pero sólo dispusieron del corto trayecto desde Washington a Londres para conocerse un poco mejor, y eso no era tiempo suficiente para que dos personas reservadas entablaran una relación más allá de la estrictamente profesional. No podía evitar compararla con Cassandra, lo que aumentaba sus reticencias. Ciertas características similares en ambas mujeres habían despertado en él ligeras sospechas, aunque por otro lado, unas cuantas diferencias le hacían plantearse la competencia de su nueva compañera. No tenía sentido, y lo sabía.
El tiempo acabaría resolviéndolo todo.
Al colocarse a su lado, Novak señaló con su varilla de detección una urna de bronce derretida.
—Comandante, más vale que compruebes esto, la lectura llega hasta la zona roja.
Painter lo confirmó con su propio escáner.
—Caliente, caliente, no cabe duda.
Coral se arrodilló y examinó la urna con los guantes puestos, girándola con cuidado. Algo sonó en el interior, y levantó la vista hacia él.
Él le dio permiso para que investigara. Coral introdujo la mano por la boca de la urna, rebuscó y sacó un fragmento de roca del tamaño de un dedal. Lo movió sobre la palma de su mano. Uno de los lados estaba ennegrecido por la explosión, y el otro mostraba un color rojo metálico. No era roca… era hierro.
—Un fragmento de meteorito —afirmó Coral, manteniéndolo en el aire para que Painter le pasara el escáner. La señal indicaba que ese objeto era la fuente de las fuertes lecturas—. Y fíjate en mi lectura secundaria. Además de bosones Z, como es de esperar a causa de la aniquilación de antimateria, esta muestra emite unos niveles muy bajos de radiaciones alfa y beta.
Painter arrugó la frente; no estaba demasiado puesto en física.
Coral colocó la muestra en un recipiente de plomo.
—El mismo esquema de radiación que se encuentra en el uranio en descomposición.
—¿Uranio? ¿Cómo el utilizado en las centrales nucleares?
Coral asintió.
—Sin purificar. Tal vez haya algunos átomos atrapados en el hierro meteórico —continuó estudiando las lecturas, mientras se dibujaba un pliegue en la frente, algo espectacular en aquella mujer estoica.
—¿Qué es? —preguntó él, mientras la chica toqueteaba su escáner.
—En el vuelo hasta aquí he revisado los resultados de las investigaciones de DARPA, y me preocupaba algo referente a sus teorías sobre una forma estabilizada de antimateria atrapada en el meteorito.
—¿No crees que eso sea posible?
Resultaba plausible, sin lugar a dudas. La antimateria se aniquilaba siempre y de manera instantánea al entrar en contacto con cualquier forma de materia, incluso con el oxígeno del aire. ¿Cómo podría existir en algún estado natural?
Coral se encogió de hombros sin levantar la vista.
—Incluso aunque aceptara esa teoría, me planteo por qué la antimateria llegó a estallar en ese momento. ¿Por qué esa tormenta eléctrica en particular desencadenó la explosión? ¿Por pura casualidad? ¿O tal vez haya alguna otra razón?
—¿Qué opinas?
Novak señaló hacia su escáner.
—El uranio en descomposición es como un reloj, libera la energía de forma establecida, predecible, a lo largo de milenios. Tal vez algún umbral crítico de radiación del uranio provocara que la antimateria empezase a desestabilizarse, y esa inestabilidad podría haber propiciado que el golpe de la descarga eléctrica desencadenara la explosión.
—Como una especie de temporizador en una bomba.
—Un temporizador nuclear establecido hace milenios.
Una idea bastante perturbadora. Pero la arruga de la frente de Coral no desapareció; le preocupaba otra cosa.
—¿Qué más? —preguntó Painter. Se sentó en cuclillas y le miró por vez primera.
—Si hay alguna otra fuente de antimateria, algún tipo de filón madre, podría encontrarse también en proceso de desestabilización. Si esperamos poder encontrarlo algún día, más vale que no arrastremos los pies. Ese mismo temporizador nuclear podría avanzar cuenta atrás en este momento.
Painter fijó la mirada en el recipiente de plomo.
—Y si no encontramos ese filón madre, perderemos toda posibilidad de descubrir esa nueva fuente de energía.
—O peor aún —Coral desvió la mirada hacia la estructura chamuscada de la galería—, esto podría repetirse, pero en una escala masiva.
Painter se permitió un tiempo para asumir ese pensamiento aleccionador.
En el denso silencio, se escuchó una escaramuza de pies, procedente de las escaleras cercanas. Se giró. Le llegó el sonido de una voz, unas palabras sordas que reconoció como las de la Dra. al-Maaz.
Una sensación de advertencia se apoderó de él. ¿Para qué regresaría la conservadora del museo?
En ese instante escuchó unas palabras más graves, en tono de orden, y de una persona desconocida.
—Tu despacho, llévanos de inmediato.
Algo no iba bien. Recordó el destino de los dos funcionarios de Ciencias de la Defensa, ejecutados en las habitaciones de su hotel, y miró rápidamente a Coral, que escuchaba con los ojos entornados.
—¿Armas? —susurró Painter.
No habían tenido tiempo de conseguir pistoleras para el costado, en ese país británico tan asustadizo. Coral se agachó y se levantó el camal del pantalón para revelar la vaina de un cuchillo. No tenía ni idea de que lo tuviera. Habían llegado en un vuelo comercial para mantener sus tapaderas. Seguramente habría ocultado el arma en la maleta, recuperándola al ir al baño en Heathrow.
Extrajo el puñal de dieciocho centímetros, una belleza de acero y titanio, alemana, a juzgar por su aspecto. Se la ofreció.
—Guárdala tú —le susurró, antes de tomar una pala de mango largo, que descansaba en una pila cercana de herramientas utilizadas por el equipo forense.
Los pasos se aproximaron a la entrada. Ignoraba si se trataría simplemente de la seguridad del museo, pero no pensaba correr ningún riesgo.
Painter explicó su plan a Coral mediante señas, antes de apagar la lámpara cercana, sumiendo la entrada en la oscuridad. La pareja tomó posiciones a ambos lados de la entrada al ala devastada. Painter se colocó en el punto más cercano a la escalera, oculto tras unos palés de madera. Entre los listones podía observar sin ser visto. Al otro lado de la entrada, Coral se escondía agachada tras un trío de pedestales de mármol.
Painter mantenía una mano en el aire. A mi señal.
Desde su escondite, mantenía la vista fija en la puerta. No tuvo que esperar demasiado. Una figura se deslizó con rapidez a través de ella y tomó posición flanqueando la escalera. Llevaba una máscara y un rifle de asalto en el hombro.
Definitivamente, no era un guardia de seguridad del museo.
¿Cuántos otros habría?
Apareció una segunda figura, vestida y armada igual.
Revisaron el vestíbulo. El único sonido perceptible era el zumbido de los ventiladores. Entre ellos dos apareció un tercer enmascarado, que llevaba a Safia sujeta por el brazo y con una pistola clavada en sus costillas.
Las lágrimas corrían por el rostro pálido de Safia, que temblaba a cada paso, mientras tiraban de ella hacia delante. Se esforzaba por respirar, jadeando.
—Está… está guardado en mi oficina —señaló con la mano libre hacia el fondo del vestíbulo.
Su captor hizo un gesto a sus compañeros para que continuaran.
Painter se deslizó hacia atrás, realizó contacto visual con su compañera y le señaló en silencio sus posiciones. Ella asintió y cambió de posición con un movimiento suave.
En el vestíbulo, los ojos de la conservadora del museo miraban hacia la entrada de la Galería Kensington, sabiendo que los científicos americanos se encontraban allí. ¿Haría algo que pasara inadvertido para avisarles?
Redujo el paso y suplicó bruscamente:
—¡Por favor, no me dispare!
Su captor la empujó hacia el frente.
—Pues haz lo que te decimos —le respondió.
Tropezó pero consiguió mantenerse en pie, mientras sus ojos seguían escudriñando la entrada a la galería. Los dos enmascarados se acercaban a ella.
Painter comprendió que su repentina súplica había sido un intento de avisar a los científicos, de hacer que se ocultaran, y eso aumentó su respeto por la conservadora.
El par de enmascarados armados continuó su camino, pasando ante el escondite de Painter y revisando, arma en mano, el interior de la galería destrozada. Al no descubrir nada, continuaron por el vestíbulo.
Un par de metros por detrás de los atacantes, el tercer hombre tiraba de Safia al-Maaz. La mujer echó un rápido vistazo a la galería, y Painter percibió el alivio en su rostro al encontrar las salas cercanas desiertas.
Cuando la pareja pasó ante sus puestos, Painter hizo una señal a su compañera. ¡Adelante!
Coral saltó más allá de las columnas de mármol, rodando por el suelo sobre su hombro y aterrizando de cuclillas entre los guardias y el captor de Safia.
Su repentina aparición sorprendió al hombre que sujetaba a Safia. Desvió el arma de las costillas de su cautiva: justo lo que Painter esperaba. No quería que a causa de un reflejo la conservadora resultara herida, algo que había ocurrido a veces al volarle la cabeza a alguien.
Painter se deslizó en las sombras y balanceó la pala en el aire con habilidad. La cabeza del delincuente se dejó caer hacia un lado, con los huesos rotos. Su cuerpo sin vida se desplomó, arrastrando a Safia al suelo con él.
—Quédate ahí —gritó Painter y dio un paso hacia Coral para ayudarle.
Pero no era necesario, su compañera ya estaba en movimiento. Pivotando sobre su brazo libre, Coral le soltó una brutal patada con las piernas al guardia más cercano en las rodillas, sacando de inmediato las piernas de debajo de él, a la vez que lanzaba el puñal, con una precisión asombrosa, para clavarlo en la base del cráneo del segundo guardia, sesgándole el tronco encefálico. El hombre cayó hacia el frente con un grito ahogado. Con una gracia fluida, Coral continuó su movimiento como una gimnasta que lleva a cabo una rutina mortal. Usando el grueso tacón de sus botas golpeó en la cara al primer hombre, que intentaba ponerse en pie, e hizo volar su cabeza hacia atrás, rebotando de nuevo hacia arriba al golpear el suelo de mármol.
Rodó hasta saltar sobre él, preparada para continuar con el daño físico, pero el tipo ya se encontraba inconsciente. Aún así, Coral se mantuvo alerta. El otro enmascarado se hallaba boca abajo. El único movimiento que procedía de él era el creciente charco de sangre sobre el suelo. Muerto.
Safia intentó liberarse de los brazos de su captor sin vida. Painter se apresuró a ayudarla, arrodillándose a su lado.
—¿Estás herida?
Se sentó, libre ya del cuerpo inerte, y también de Painter.
—N-no… Creo que no —pasó la mirada por la masacre, sin detenerse en ningún punto concreto, y una nota de lamento tiñó su voz— ¡Dios mío, Ryan! Le dispararon… junto a la puerta de abajo.
Painter clavó la mirada en las escaleras.
—¿Hay más atacantes?
Safia sacudió la cabeza.
—Yo… no lo sé.
Painter se acercó a ella.
—Dra. al-Maaz —le dijo con dureza para llamar su atención dispersa—. Escúcheme. ¿Había alguien más?
Safia respiró profundamente varias veces; le brillaba el rostro de temor. Con un escalofrío final, logró hablar en tono firme.
—Abajo no. Pero Ryan…
—Iré a comprobarlo —se volvió hacia Coral—. Quédate con la doctora, yo bajaré a ver lo que le ha ocurrido al guardia de seguridad.
Se agachó y recuperó la pistola de uno de los atacantes, una Walther P38. No era un arma que habría elegido de poder hacerlo, él prefería su Glock, pero en ese instante, el peso de la pistola resultaba perfecto entre sus manos.
Coral se acercó a él y tomó un rollo de cuerda que había apilado sobre los escombros para atar al prisionero que seguía con vida.
—¿Qué hay de nuestra tapadera? —susurró a Painter, echando un vistazo a la conservadora.
—Somos dos científicos con muchos recursos —le respondió.
—En otras palabras, la verdad —una levísima chispa de diversión asomó a los ojos de Coral cuando se daba la vuelta.
Painter se dirigió hacia las escaleras. Seguro que podría acostumbrarse a tenerla de compañera.
Safia le observó desvanecerse escaleras abajo; se movía en silencio, como si se deslizara sobre hielo. ¿Quién era ese hombre?
Un gruñido desvió su atención hacia la mujer, que tenía una rodilla clavada en la parte baja del último atacante. Para atarle las manos, había tirado de sus brazos hacia atrás con brutalidad, lo que provocó la queja del aún medio atontado enmascarado. Lo inmovilizó con rapidez y habilidad. O había trabajado en algo que incluía atar ganado, o aquella mujer no era una simple física. La curiosidad de Safia no fue más allá de esa sencilla observación.
Se concentró en su propia respiración; todavía parecía faltarle el oxígeno, a pesar del funcionamiento de todos los ventiladores. Tenía el cuerpo y la cara empapados de sudor.
Mantuvo su posición, apoyada contra la pared, con las rodillas levantadas y juntas, los brazos alrededor del pecho. Tuvo que forzarse a no mecerse, no quería parecer tan desquiciada, y ese pensamiento pareció calmarla. También se obligó a no mirar los cuerpos. Seguro que habría saltado la alarma, y pronto llegarían los de seguridad con sus porras, sus linternas y la confortante presencia de más gente.
Entretanto, el vestíbulo permanecía demasiado vacío, demasiado oscuro, demasiado húmedo. Se descubrió mirando hacia el hueco de la escalera. Ryan… Su mente volvió a recordar el momento pasado, como una película de cine mudo. Los atacantes buscaban el corazón de hierro, su propio descubrimiento, del que tan orgullosa se encontraba, y Ryan había perdido la vida por ello. Por ella. Otra vez no…
Un sollozo la hizo estremecer. Intentó contenerse, llevándose las manos a la boca y sintiendo un intenso ahogo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la mujer a un paso de ella.
Safia se hizo una bola, temblorosa.
—Está a salvo. El Dr. Crowe regresará con los de seguridad en cualquier momento.
Safia permaneció en su posición, encogida, intentando encontrar así un lugar seguro.
—Tal vez deba traer… —La voz de la científica se cortó con un grito ahogado.
Safia levantó la cara. La mujer dio un paso a un lado, totalmente recta, con los brazos paralelos al cuerpo y la cabeza hacia atrás. Parecía temblar de la cabeza a los pies, como en un ataque, como si se asfixiara.
Safia se movió hacia el otro lado, insegura, con las manos en las rodillas. ¿Qué estaba ocurriendo?
El cuerpo de la mujer se desplomó de repente sobre el suelo. En la penumbra del pasillo, una pequeña luz azulada crepitó en la base de su columna vertebral, produciendo que un hilito de humo saliera de su ropa. Se quedó totalmente inmóvil.
Aquello no tenía sentido. Pero tan pronto como la llama se desvaneció, Safia observó un fino cable, que se extendía desde la mujer boca abajo hasta una figura a unos tres metros en el fondo del vestíbulo.
Otro enmascarado. Empuñaba una extraña pistola en una mano, algo que Safia había visto en las películas… pero no en la vida real. Una Tazer. Un dispositivo silencioso y letal.
Safia continuó retrocediendo, mientras sus talones resbalaban sobre el suelo de mármol. Recordó su miedo inicial, al salir de la oficina. Le pareció oír a alguien, y luego vio una luz en la galería bizantina. No había sido fruto de su imaginación ansiosa.
La figura bajó la Tazer descargada y avanzó a zancadas hacia ella.
Safia se puso en pie mediante un impulso de pánico y adrenalina. Tenía la escalera ante ella. Si pudiera llegar hasta allí, bajar a la zona de seguridad…
Algo estalló en el suelo de mármol, justo a la derecha de los dedos de sus pies, algo que siseaba y emitía chispas azules. Un segundo disparo con la Tazer.
Safia se alejó de un salto y corrió hacia la escalera. La Tazer tardaría unos segundos en cargarse… a menos que el atacante tuviera otra arma. Al llegar a la boca de la escalera, esperaba recibir una descarga por la espalda. O simplemente un tiro. Pero no ocurrió nada, y desapareció en la oscuridad de aquel hueco.
Oyó unas voces abajo, unos gritos, un tiro ensordecedor en ese pequeño espacio. Lo único que podía hacer era escapar, seguir corriendo. Así que se dirigió hacia arriba, subiendo los escalones de dos en dos. Esa parte del museo no tenía una tercera planta; esas escaleras conducían al tejado.
Rodeó el primer rellano, agarrándose a la baranda para girar más rápido. En el siguiente descanso encontró una puerta, una salida de emergencia. Desde afuera no se podía abrir, pero desde dentro se abriría automáticamente, haciendo saltar la alarma, algo que podría beneficiarle en ese preciso instante. Rezó para que las puertas no estuvieran bloqueadas fuera de los horarios de apertura al público.
Tras ella escuchó unos pasos, en la entrada al hueco de la escalera.
Embistió contra la puerta, extendió los brazos y empujó la barra de emergencia.
Bloqueada.
Siguió golpeando en vano el acero de la puerta, sollozando. No…
Painter levantó las manos; la Walther P38 yacía a sus pies. Había estado muy cerca de recibir un tiro en la cabeza; de hecho, la bala le había quemado la piel de la mejilla al rozarle, con un silbido demasiado próximo. Pero por suerte consiguió esquivarla al tirarse al suelo rodando.
Intentó imaginar lo que la situación habría parecido. Él, arrodillado junto al cadáver de Ryan Fleming en la puerta de salida, arma en mano. Un trío de guardias de seguridad se le acercó y entonces comenzó el caos. Le costó un momento de desesperada negociación hasta llegar a ese punto muerto: el arma en el suelo y los brazos en alto.
—Han atacado a la Dra. al-Maaz —explicó de nuevo al guardia armado, mientras otro comprobaba el cuerpo y el tercero llamaba por la radio.
—Mi compañera y yo conseguimos contener a los atacantes arriba.
Ni una sola reacción del guardia armado, como si estuviese sordo. Sencillamente, le apuntaba con el arma, con la frente perlada de sudor.
El guardia que llevaba la radio se giró y habló a sus compañeros.
—Vamos dejarle atado en el nido hasta que llegue la policía, que viene de camino.
Painter miró hacia el hueco de la escalera y sintió una punzada de preocupación. Seguro que el tiro se había escuchado arriba, ¿se habrían escondido Coral y la conservadora del museo?
—Eh, tú —le increpó el guardia armado—, las manos en la cabeza. Muévete, por aquí.
El guardia giró la pistola hacia el pasillo, lejos de las escaleras. Era la única arma que portaban entre los tres, y el que la llevaba parecía no estar muy familiarizado con esos artilugios. La sujetaba sin fuerza, demasiado baja. Seguramente, era la única que tenían, y raramente llegarían a desenfundarla. Pero la reciente explosión tenía a todos nerviosos, demasiado alerta.
Painter entrelazó los dedos sobre su cabeza y se movió en la dirección indicada. Era necesario restablecer el control. Con las manos bien visibles, giró sobre sus talones, acercándose al guardia inexperimentado, y volviéndose a la vez, volcó su peso sobre la pierna derecha. Los ojos del guardia se alejaron de él medio segundo. Tiempo de sobra. Painter levantó la pierna izquierda y propinó una patada al guardia en la muñeca. El arma cayó resbalando por el pasillo.
En un rápido movimiento, Painter retomó la Walther abandonada en el suelo y apuntó con ella al trío asombrado.
—Ahora vamos a hacer las cosas a mi manera.
Desesperada, Safia empujó de nuevo la barra de seguridad de la puerta que daba al tejado, pero ésta se negaba a abrirse. Aporreaba débilmente con un puño la jamba cuando observó un pequeño teclado de seguridad en la pared, cerca de la puerta. Uno bastante viejo, no un escáner de tarjeta electrónica que solían utilizar; éste necesitaba un código. El pánico le zumbaba en los oídos como un mosquito inquieto.
Cada empleado tenía asignado un código por defecto, que podían cambiar a su antojo. El código era la fecha de nacimiento y Safia nunca se había molestado en cambiar el suyo. El sonido de unos pies le hizo darse la vuelta.
Su perseguidor apareció en el rellano inferior y se detuvo. Los dos se miraron a los ojos. El atacante ahora tenía una pistola en la mano, en lugar de la Tazer.
Con la espalda contra la puerta, Safia intentó con un dedo pulsar su fecha de nacimiento sobre el pequeño teclado. Tras muchos años de trabajo en el museo, estaba acostumbrada a teclear a ciegas en la calculadora para sacar cuentas.
Una vez hecho, empujó la barra de seguridad, que emitió un chasquido, pero no se abrió.
—Callejón sin salida —avisó el atacante, con la voz apagada—. Baja de ahí… o muere.
Apoyada contra la puerta, Safia cayó en el error que había cometido. Los códigos de seguridad se habían actualizado con el cambio de milenio, y los años ya no se definían con dos dígitos, sino con cuatro. Abriendo el puño, tecleó con rapidez los ocho números: dos para el día, dos para el mes y cuatro para el año.
El atacante dio un paso hacia ella, alargando el brazo con el que sujetaba la pistola en dirección de Safia.
Safia empujó la barra de emergencia con la espalda y, por fin, la puerta se abrió de par en par. El aire frío le golpeó en la cara al salir al tejado y lanzarse a un lado. Un tiro rebotó en la puerta de acero. Con desesperación, Safia cerró la puerta en las narices del hombre armado que arremetía contra ella.
No esperó. Insegura de si la puerta estaría de nuevo bloqueada, se apresuró a girar la esquina de la pequeña caseta de la salida de emergencia. La noche era demasiado clara, ¿dónde estaba la famosa niebla londinense cuando una la necesitaba? Buscó un lugar para esconderse.
Unas secciones de metal le ofrecieron cierta protección: conductos de ventilación, tubos de calefacción, sistemas eléctricos. Pero estaban aislados, y constituían protección escasa. El resto del techo del Museo Británico parecía el parapeto de un castillo, alrededor de un patio central de techo acristalado.
Un tiro sordo explotó tras ella, y la puerta cedió con un crujido. El atacante la había logrado abrir.
Safia corrió hacia la cubierta más cercana, un muro bajo que remataba el patio central, rodeando el techo de acero y cristal del Gran Atrio. Saltó por encima de él y se ocultó al otro lado. Sus pies descansaban sobre un borde metálico del techo geodésico de casi una hectárea, que se extendía desde su posición como una inmensa superficie de cristal, dividida en inmensidad de paneles de vidrio triangulares. Faltaban unos cuantos, sin duda destrozados con la explosión de la noche anterior, cuyos huecos habían tapado con láminas de plástico. El resto de paneles relucía como espejos a la luz de la luna, todos señalando hacia el centro, punto en el que la cúpula de cobre de la Sala de Lectura se elevaba desde el patio, como una isla en un mar de cristal.
Safia permaneció agachada, consciente de lo expuesta que estaba. Si el atacante buscaba al otro lado del muro, no habría lugar donde esconderse.
Escuchó el crujido de unos pasos sobre el suelo de gravilla. Dieron varias vueltas durante un momento, a continuación se detuvieron otro instante y finalmente continuaron. Sin lugar a dudas, al final se dirigirían al punto donde ella se encontraba.
No le quedaba elección. Se arrastró hasta colocarse en el tejado, y avanzó como un cangrejo por los paneles de cristal, esperando que pudiesen sujetar su peso. La caída de doce metros al duro suelo de mármol inferior podría resultar tan mortal como un disparo en la cabeza.
Si lograra llegar hasta la cúpula aislada de la Sala de Lectura, y esconderse detrás…
Uno de los paneles se agrietó bajo su rodilla como si fuera hielo quebradizo; debía haberse debilitado por la explosión. Rodó hacia un lado, a la vez que cedía debajo de ella, soltándose del marco de acero. Un momento más tarde, un estrepitoso ruido de cristales rotos retumbó en la cúpula, cuando el panel se destrozó sobre el suelo de mármol.
Necesitaba un escondite, un agujero en el que colarse. Miró hacia la derecha; ése era el único agujero.
Se giró de nuevo sobre el vacío marco metálico y, sin otro pensamiento que el de esconderse, coló las piernas por el hueco y se contoneó hasta colar también la barriga. Agarrándose a los bordes de acero, se dejó caer, colgada ahora de sus manos, a doce metros de altura.
Safia pendía con un suave balanceo, de cara al punto donde antes se ocultara tras el muro bajo. A través del cristal, la noche iluminada por las estrellas se veía clara y brillante. Vio al enmascarado echar un vistazo sobre el murete, revisando el techo geodésico.
Contuvo la respiración. Visto desde el exterior, el techo era un espejo plateado a la luz de la luna, lo que la hacía a ella invisible. Pero empezaba a sentir calambres en los músculos, y el afilado acero le cortaba en los dedos. Además, necesitaría cierta fuerza para volver a subir al tejado.
Bajó la vista hacia el patio oscuro: gran error. La altura era enorme, y la única iluminación de abajo provenía de un puñado de luces de seguridad cercanas a las paredes. Aún así, divisó los fragmentos rotos del panel de vidrio bajo sus pies; lo mismo ocurriría con sus huesos si se caía. Se aferró con más fuerza mientras el corazón le latía desbocado.
Despegó la mirada del suelo y miró hacia arriba, en el instante exacto en que el atacante saltaba el muro. ¿Qué estaba haciendo? Una vez superado el obstáculo, continuó por el tejado, manteniendo su peso sobre la estructura metálica. No cabía duda, iba a por ella. Pero, ¿cómo sabía que estaba allí?
Y entonces cayó en la cuenta. Todos los paneles rotos habían sido tapados con láminas de plástico, como dientes que faltaran en una sonrisa resplandeciente. Sólo quedaba un hueco al descubierto, por lo que el atacante debió suponer que su objetivo habría caído por él, y querría asegurarse de ello. Se movía con rapidez, a diferencia de Safia, cuyo miedo no le había permitido más que arrastrarse con pánico. Se acercaba al hueco donde se ocultaba Safia, con la pistola en la mano.
¿Qué podía hacer? No podía escapar a ninguna parte. Consideró la simple opción de dejarse caer, al menos tendría cierto control sobre su muerte. Las lágrimas comenzaron a rodarle mejilla abajo. Le dolían tanto los dedos… Lo único que tenía que hacer era soltarse, pero sus dedos se negaban a hacerlo, el pánico la hacía aferrarse al metal. Colgaba de la estructura, indefensa, mientras ese hombre atravesaba el último panel.
Por fin la divisó, dio un pequeño paso atrás y la miró fijamente, mientras una carcajada oscura y grave se le escapaba entre los labios.
En ese momento, Safia se dio cuenta de su error.
Un arma apuntaba a su cabeza.
—Dime la combinación…
Se escuchó el estruendo de un disparo, y el ruido de un cristal al romperse.
Safia gritó, perdió el equilibrio y quedó colgada de una sola mano. En ese momento divisó a la persona que había disparado desde el suelo. Una figura familiar. El americano.
Permanecía inmóvil, con los pies plantados en el mármol, apuntándola a ella.
Giró la cara hacia arriba. El panel de cristal donde su atacante se encontrara antes se había roto, pero la capa de seguridad impedía que los pedazos se cayeran. El ladrón había retrocedido con torpeza, lo que le hizo perder la pistola, que cayó por los aires y aterrizó sobre el panel destrozado. Corrió por el tejado, huyendo en dirección al muro.
Desde abajo, el americano disparaba una y otra vez, persiguiendo al enemigo por el techo de cristal. Pero éste andaba siempre un paso por delante. Por fin llegó al muro, lo saltó y se desvaneció.
El americano maldijo en voz alta. Se apresuró hacia donde Safia colgaba de un brazo, como un murciélago en las vigas del techo. Solo que ella no tenía alas.
—¿Puedes resistir? —le preguntó preocupado desde abajo.
—Me parece que no tengo elección —respondió Safia con vehemencia—. ¿Y ahora qué?
—Si balanceas los pies, tal vez logres colarlos por encima del siguiente marco metálico.
Comprendió lo que le decía. De repente comenzó a hablar para evitar echarse a llorar.
—Tu compañera… ¿está…
—Está bien. Se ha llevado un buen susto, la blusa se ha echado a perder, pero se recuperará.
Cerró los ojos con alivio. Gracias a Dios… No habría podido soportar una muerte más. No después de la de Ryan. Respiró varias veces profundamente.
—¿Estás bien? —le preguntó el americano, mirándola fijamente.
—Sí, pero… Dr. Crowe…
—Llámame Painter, me parece que esta noche ya hemos superado las formalidades.
—Creo que te debo la vida por segunda vez esta noche.
—Eso te pasa por andar tonteando conmigo.
Aunque no la veía, imaginaba una sonrisa irónica en su rostro.
—No me hace gracia.
—Pero te hará, más tarde —cruzó hacia el panel roto en el suelo y cogió la pistola.
Eso hizo que Safia recordara algo.
—Esa persona a la que disparabas… era una mujer.
Painter continuó examinando el arma.
—Lo sé.
Estudió el arma en la mano. Era una Sig Sauer de 45 mm, con cachas antideslizantes Hogue. No puede ser, pensó Painter. Contuvo la respiración mientras le daba la vuelta al arma. La retenida del cargador se accionaba con el pulgar derecho, una característica para delincuentes zurdos muy poco comunes.
Conocía el arma, y conocía a quien la empuñaba en el tejado.
Clavó la vista en el rastro de paneles quebrados.
Cassandra.