IV
LOS RÁPIDOS

sodipar sol

15 de noviembre, 07:02 am
Río Yangtsé, China

—¡No me llames Indiana Jones! —gritó al micrófono de su teléfono por satélite para que hacerse oír por encima del ruido del motor de su lancha—. Kara, sabes que me llamo Omaha… ¡Doctor Omaha Dunn!

Un suspiro de desesperación respondió a sus gritos.

—¿Omaha? ¿Indiana? ¿Qué diablos importa? Todos esos nombres americanos vuestros suenan igual.

Se agachó tras el timón, navegando a toda velocidad por el sinuoso cañón del río. Ambas orillas del cenagoso Yangtsé estaban rodeadas por acantilados, y sus aguas corrían veloces y zigzagueantes por el tramo que se conoce, no en vano, como los Desfiladeros. En pocos años, la presa de las Tres Gargantas inundaría toda la región, hasta una profundidad de sesenta metros, pero por el momento, las rocas sumergidas y los peligrosos rápidos constituían un riesgo constante al atrepellarse las aguas entre las estrechas paredes. Pero las rocas y los rápidos no eran el único peligro.

Una bala resonó en el casco de la embarcación, un tiro de aviso. Sus perseguidores acortaban la distancia desde un par de lanchas Scimitar 170 negras, condenadamente rápidas.

—A ver, Kara, ¿qué quieres? —su embarcación golpeó una gran ola y saltó por los aires un instante. Omaha saltó de su asiento, agarrándose con fuerza al timón de su lancha con la mano.

Detrás de él se escuchó un grito de sorpresa, a lo que respondió:

—¡Agárrate bien!

Un quejido dio respuesta a su aviso.

—¡Ahora me lo dices!

Echó un rápido vistazo atrás, para comprobar si su hermano menor, Danny, se encontraba bien. Le vio en el suelo de popa, con la cabeza empotrada en un pequeño armario de suministros detrás del asiento trasero. Más allá, las dos motoras negras continuaban su persecución.

Omaha tapó el auricular del teléfono con la mano.

—Saca la escopeta.

Su hermano logró sacar la cabeza del cajón, además del arma, y se subió las gafas con el dorso de la muñeca.

—¡La tengo!

—¿Y las balas?

—Ah, sí —Danny volvió a meter la cabeza tras el asiento, mientras Omaha sacudía la suya con gesto desaprobador.

Su hermano era un conocido paleontólogo, que había logrado aprobar el doctorado con tan sólo veinticuatro años, pero con frecuencia demostraba ser un cabeza de chorlito. Omaha volvió a llevarse el auricular al oído.

—Kara, ¿de qué va todo esto?

—¿Qué ocurre ahí? —preguntó, por toda respuesta.

—Nada, pero estamos un poco ocupados. ¿Para qué has llamado?

Se produjo una larga pausa, que no supo si atribuir a la comunicación por satélite entre Londres y China o a un mero silencio por parte de Kara. No había visto a Kara Kensington en cuatro años. No desde que rompiese su compromiso con Safia al-Maaz. Sabía que no se trataba de una llamada sin más; Kara sonaba seria y cortada, lo que le hizo preocuparse por Safia. No podía terminar la llamada hasta saber si estaba bien.

Kara habló por fin.

—Estoy preparando una expedición a Omán, y me gustaría que dirigieras el equipo de campo, ¿te interesa?

Por poco cuelga el teléfono; no era más que una llamada de negocios.

—No, gracias.

—Escucha, es importante… —percibió tensión en su voz.

—A ver, cuéntame de qué va —gruñó.

—Nos reuniremos en Mascate en una semana. No puedo darte más datos por teléfono, pero se trata de un descubrimiento trascendental, que podría reescribir la historia de toda la Península Arábiga.

Antes de poder responder, Danny se presentó a su lado.

—He cargado los dos cañones —le ofreció el arma a Omaha—. Pero no sé cómo vas a detenerles únicamente con balas de sal.

—Yo no, tú —señaló el teléfono—. Apunta al casco, haznos ganar un poco de tiempo, ahora tengo las manos ocupadas.

Danny asintió y se dio la vuelta, a la vez que Omaha volvía a acercarse el auricular para escuchar a Kara refunfuñar.

—… pasa? ¿Qué es todo eso de los tiros?

—Tranquila, estamos cazando ratas de río y…

La explosión del tiro le interrumpió.

—¡Mierda! —maldijo Danny al fallar.

Kara continuó.

—¿Qué me dices de la expedición?

Danny volvió a cargar el arma.

—¿Disparo otra vez?

—¡Sí, maldita sea!

—Fantástico —decidió Kara, malinterpretando su arrebato—. Nos vemos en Mascate en una semana, ya sabes dónde.

—¡Espera! Yo no…

Pero ya se había cortado la comunicación. Tiró al suelo el auricular, Kara sabía muy bien que no había aceptado participar en la expedición, pero como siempre, había sacado ventaja de la situación.

—¡Le he dado a un timonel en la cara! —gritó Danny sorprendido—, se dirige a la orilla, pero ten cuidado, la otra lancha se acerca por estribor.

Omaha miró a su derecha, la elegante Scimitar negra se aproximaba a toda velocidad paralela a ellos. Cuatro tipos con uniformes grises, antiguos soldados, se mantenían agachados en la borda. Levantaron un megáfono, que empezó a farfullar en mandarín, con un tono impositivo, algo que venía a decir «disminuya la velocidad… o es hombre muerto». Para enfatizar su petición, asomaron un lanzacohetes que apuntaba en dirección a su lancha.

—Me parece que esta vez no van a servir de nada las balas de sal —avisó Danny, hundiéndose en el otro asiento.

Como no le quedaba otra opción, Omaha disminuyó la velocidad y agitó un brazo en señal de derrota.

Danny abrió la guantera de la embarcación, donde guardaban tres huevos de tiranosaurio fosilizados y perfectamente conservados, que valían su peso en oro. Descubiertos en el Desierto del Gobi, su supuesto destino era un museo de Pekín, pero por desgracia, a aquel tesoro no le faltaban admiradores. Muchos eran los coleccionistas que vendían ese tipo de artículos en el mercado negro por sumas exorbitantes.

—Espera —susurró Omaha a su hermano.

Danny cerró la guantera.

—No, por favor, no hagas lo que creo que estás pensando.

—A mí no me roba nadie, y por estas tierras no hay más asaltatumbas que yo.

Activó el gatillo que protegía la carga de nitrógeno de los pulsorreactores incorporados en el turbopropulsor Hamilton 212. Había rescatado aquella motora de un vendedor de confecciones de Nueva Zelanda, una lancha que había paseado a los turistas a través de río Black Rock hasta las afueras de Auckland.

Fijó los ojos en el siguiente meandro del retorcido río. Treinta metros. Con un poco de suerte…

Pulsó el botón, y el gas nitroso se filtró hasta el turbopropulsor, prendiendo los pulsorreactores. Los tubos de escape gemelos comenzaron a escupir llamaradas, acompañadas por el ruido ronco de los reactores. La proa de la embarcación se levantó, sumergiendo en el agua la popa.

Todo aquello provocó los gritos de los ocupantes de la otra lancha que, cogidos por sorpresa, no fueron lo suficientemente rápidos como para disparar el lanzacohetes.

Omaha aceleró a toda potencia, disparando la lancha a través del agua como un torpedo de cromo y aluminio.

Danny corrió a abrocharse el cinturón de su asiento.

—¡Ay Dios mío!

Omaha permaneció en su posición, ante el timón y con las rodillas semiflexionadas, para sentir el equilibro de la lancha bajo sus pies. Alcanzaron la curva del río, y se arriesgó a echar un vistazo a sus perseguidores.

La otra embarcación aceleraba hacia ellos, con claras dificultades para darles alcance. Pero el enemigo contaba con una ventaja, y una llamarada indicó que el lanzacohetes acababa de escupirles una granada, una RPG 69, comprada en el mercado negro chino y con un radio letal de veinte metros. No hacía falta que se encontraran cerca.

Omaha giró abruptamente hacia la derecha, inclinando el bote hacia arriba por babor. Apenas rozaban la superficie del agua cuando consiguieron surcar el recodo del río.

La granada propulsada por cohete pasó de largo, a punto de rozar la popa.

Tan pronto como atravesó el ángulo del río, Omaha enderezó la lancha y se lanzó hacia el centro del río, mientras la explosión abría un boquete en la pared del acantilado del lado opuesto, provocando el derrumbamiento de rocas de todos los tamaños, entre una nube de humo y polvo.

A duras penas consiguió incrementar la velocidad de los propulsores, rozando el agua como si la lancha se deslizara sobre una superficie de hielo.

Tras él, no tardó en salir del recodo humeante la embarcación perseguidora, en la que se preparaban para disparar de nuevo el lanzacohetes.

Omaha no podía concederles otra oportunidad de dar en el blanco, y por suerte, los Desfiladeros estaban por la labor de ayudarles. Los recovecos del río les mantenía fuera de la mira del dispositivo de lanzamiento, pero también obligaba a Omaha a cortar la alimentación de los turbopropulsores y a disminuir la velocidad de su propia motora.

—¿Crees que podremos dejarles atrás? —preguntó Danny.

—Me parece que no tenemos elección.

—¿Y por qué no les entregamos los huevos? No valen tanto como nuestras vidas.

Omaha sacudió la cabeza ante la ingenuidad de su hermano. Los dos medían casi un metro noventa, y ambos tenían el pelo rubio rojizo, pero parecía que a Danny le hubieran unido los huesos con alambre, mientras que Omaha era de complexión ancha y de carácter más duro, curtido por los avatares del mundo, con la piel tostada por el sol de los siete continentes; los diez años que les separaban habían hecho mella en su rostro: el contorno de sus ojos arrugado por el sol, la frente cubierta de surcos por fruncir el entrecejo mucho y sonreír poco.

Su hermano, sin embargo, seguía pareciendo una tablilla en blanco sobre la que escribir, impecable, suave, sin una sola marca. Había terminado su programa doctoral hacía sólo un año, devorando sus años de estudios en Columbia como si fuesen una carrera contra reloj, y Omaha sospechaba que parte de las prisas de Danny por terminar los estudios tenían que ver con el deseo de unirse a su hermano mayor en sus andanzas por el ancho mundo.

Pues bien, ahí lo tenía: días interminables, pocas duchas, tiendas de campaña apestosas, suciedad y sudor en cada rincón de su cuerpo. ¿Y todo para qué? ¿Para permitir que unos ladrones hurtaran su descubrimiento?

—Pero si les damos los huevos…

—Danny, nos matarían de todos modos —sentenció Omaha, maniobrando para salvar otra curva del río—. Estos tipos no dejan rastro tras ellos.

Danny miró hacia la popa.

—Entonces nos toca correr.

—Tan rápido como podamos.

Volvieron a escuchar el gemido del motor de la Scimitar cuando salió del recodo y empezó a acortar distancias. Necesitaba más velocidad, y esperaba poder llegar a un tramo recto en el río lo suficientemente largo como para accionar al máximo los turbopropulsores, pero no demasiado largo como para que sus perseguidores tuviesen ocasión de apuntarles con el lanzagranadas.

Peleó con la lancha hacia un lado y hacia el otro para atravesar una zona estrecha y de curvas muy pronunciadas, pero la preocupación evitó que viera una roca oculta en el agua. La lancha chocó contra ella, se quedó detenida por un instante y finalmente se liberó de nuevo, con un estruendoso chirrido del aluminio.

—Eso no puede haber sido bueno —comentó Danny.

En efecto, no lo era. Los surcos de la frente de Omaha se pronunciaron aún más al sentir en los pies un temblor persistente en la lancha. Incluso en aguas calmadas. Algo no iba bien.

De nuevo se escuchó el motor de la Scimitar. Cuando Omaha salió de otra curva, divisó a sus perseguidores a tan sólo setenta metros de ellos. Volvió a girarse y escuchó a Danny gruñir. Delante de ellos, el río hervía, cubierto de una revuelta espuma blanca. Un tramo del río entre elevadas paredes de roca, un tramo recto, demasiado recto. Si hubiera tenido la oportunidad de virar hacia la orilla, lo habría hecho, pero no les quedaba más opción que continuar garganta abajo, estudiar las corrientes y permanecer alerta a las rocas. Dibujó el plano del río en su cabeza.

—Danny, no te va a gustar esto.

—¿El qué?

A un cuarto de camino de los rápidos, giró la lancha en círculo cerrado como un torbellino, hasta apuntar con la proa río arriba.

—¿Qué estás haciendo?

—La lancha está hecha polvo —espetó—, y no hay forma de dejarles atrás. Así que vamos a tener que enfrentarnos a ellos.

Danny echó un vistazo al rifle.

—¿Balas de sal contra un lanzacohetes?

—Lo único que necesitamos es el elemento sorpresa.

Eso, y una sincronización perfecta. Acelerando la lancha, se dirigió río arriba, siguiendo su mapa mental: bordear esa bajada, rodear la zona de aguas turbulentas, mantenerse alejado de la roca que divide la corriente, permanecer en la parte tranquila. Se dirigió hacia una ola permanente y obstinada que lamía una roca erosionada por la constante corriente de agua.

El ruido del motor de la otra lancha se hacía cada vez más audible.

—Aquí vienen —Danny se recolocó las gafas.

Por encima de una ola, Omaha divisó la popa de la Scimitar saliendo del recodo. Movió el pulgar, levantó la cubierta del alimentador de gas nitroso y giró el inyector a su posición máxima. Era en ese momento o nunca.

La Scimitar terminó la curva y los vio. Debieron creer que luchaban por mantenerse a flote, con la embarcación girada corriente arriba a causa de los rápidos o de algún remolino.

La otra lancha disminuyó la velocidad, pero el impulso y la corriente arrastraron a la Scimitar hasta los rápidos. Ahora se encontraban a tan sólo diez metros de ellos, demasiado cerca como para utilizar el lanzacohetes, porque eso pondría en riesgo el barco y sus propias vidas.

Un callejón sin salida momentáneo. O eso parecía.

—¡Agárrate bien! —le avisó Omaha mientras pulsaba con todas sus fuerzas el inyector de gas.

Fue como si alguien hubiese hecho estallar una caja de TNT bajo la popa. La lancha se lanzó hacia delante, chocando contra la ola obstinada y golpeando la roca oculta debajo. La proa saltó sobre la roca plana, hundiendo la popa en el agua, mientras los pulsorreactores despedían el armazón aluminizado hacia arriba. Volaron por encima de la ola, a toda velocidad y escupiendo fuego.

Danny empezó a gritar, al igual que Omaha.

La lancha voló sobre la Scimitar, pero como ésa no es la condición natural de las embarcaciones, el gas nitroso se cortó en el aire, las llamas se apagaron y la motora se vino abajo, aterrizando sobre la fibra de vidrio del bote enemigo.

La sacudida golpeó a Omaha en el trasero con fuerza, el agua saltó por la borda y le empapó por completo, pero enseguida, la lancha volvió a subir a flote.

—¡Danny!

—Estoy bien —Danny seguía amarrado a su asiento, y con gesto perplejo.

Arrastrándose hacia el frente, Omaha echó un vistazo por encima de la baranda.

La lancha enemiga yacía deshecha en pedazos que flotaban en distintas direcciones, y entre ellos, divisó un cuerpo boca abajo. La sangre manchaba de regueros rojizos las aguas cenagosas, y un olor a combustible invadía el aire. Pero al menos, la corriente les alejaba del siniestro hacia aguas más seguras, en caso de que la barca explotara.

Omaha descubrió a dos hombres agarrados a unos restos de la lancha, dirigiéndose hacia los rápidos furiosos, con sus flotadores improvisados. Parecían haber perdido el interés en los huevos de dinosaurio.

Al volver a su asiento, comprobó el motor, que se ahogó un par de veces hasta dejar de funcionar por completo. Nada que hacer. El armazón estaba retorcido, la quilla agujereada, pero al menos se mantenían a flote, así que sacó los remos.

Danny se desabrochó el cinturón y tomó uno de ellos.

—¿Y ahora qué?

—Ahora a llamar para que nos ayuden antes de que la otra lancha venga a investigar.

—¿Y a quién piensas llamar?

12:05 am GMT

Safia envolvía cuidadosamente el corazón en un papel libre de ácidos cuando sonó el teléfono que había sobre el banco. Era el móvil de Kara, lo había dejado allí antes de volver a ir al baño. Para refrescarse, había dicho a Safia y a Clay. Pero Safia sabía la verdadera razón: más pastillas.

El teléfono continuaba sonando.

—¿Quieres que responda? —se ofreció Clay, mientras plegaba el trípode.

Safia suspiró y lo cogió; tal vez fuera importante.

—¿Sí? —respondió al abrir la tapa.

Se produjo una larga pausa.

—¿Sí? —repitió—. ¿Dígame?

Alguien, desde muy lejos, se aclaró la garganta.

—¿Safia? —le preguntó con tono suave y sorprendido una voz que ella conocía muy bien.

Se quedó pálida como si hubiera oído un fantasma.

—¿Omaha?

—Yo… yo quería hablar con Kara… No sabía que también estabas ahí.

Safia se esforzó por liberar su lengua de la sorpresa y pronunciar unas palabras que sonaron duras.

—Kara se encuentra… indispuesta, en este momento. Si esperas un poco, te la…

—¡Espera! Safia…

Ella se detuvo, a punto de bajar el teléfono, y sujetándolo como si hubiese olvidado cómo usarlo. Con el teléfono alejado del oído, la voz de Omaha sonaba diminuta.

—Yo… tal vez… —intentaba elegir las palabras, hasta que logró plantear una pregunta neutral—. Si estás ahí con ella, seguro que sabes de qué va todo esto. ¿En qué tipo de expedición me ha metido a la fuerza?

Safia se acercó el auricular al oído; podría soportar hablar de trabajo.

—Es una larga historia, pero puede que hayamos dado con algo. Algo extraordinario, y parece apuntar a un posible cambio en la historia de Ubar.

—¿Ubar?

—Exacto.

De nuevo, otra pausa más o menos larga.

—Así que esto tiene que ver con el padre de Kara.

—Sí, y por una vez, puede que Kara haya dado con algo importante.

—¿Te unirás a la expedición? —le preguntó con tono inexpresivo.

—No, seré de más ayuda desde aquí.

—¡Tonterías! —las siguientes palabras se desbordaron por el auricular con fuerza, y Safia tuvo que volver a alejarse el auricular del oído—. Tú sabes más de Ubar y su historia que ninguna otra persona de este mundo. ¡Tienes que venir! Si no por Kara, al menos por ti.

Una voz la sorprendió a sus espaldas, una voz que había escuchado las súplicas de Omaha.

—Tiene toda la razón —aseguró Kara, bordeándola para ponerse delante de ella—. Si vamos a resolver este jeroglífico, y muchos otros que podamos encontrarnos, te necesitamos allí.

Safia se sintió atrapada entre su amiga y el teléfono. Kara le arrebató el móvil.

—Omaha, Safia viene con nosotros.

Ella abrió la boca para protestar, pero Kara la interrumpió.

—Esto es demasiado importante —dijo, hablando tanto para Omaha como para Safia, con un brillo vidrioso en la mirada, a causa del subidón de adrenalina provocado por los fármacos—. Y no pienso aceptar un no por respuesta… de ninguno de los dos.

—Cuenta conmigo —accedió Omaha en un suspiro electrónico—. De hecho, no me vendría mal un poco de ayuda para salir de ésta.

Kara levantó el auricular, convirtiendo la conversación en privada. Escuchó durante un momento, y a continuación asintió a la vez que hablaba.

—¿Pero alguna vez no estás en problemas, Indiana? De acuerdo, tengo las coordenadas de tu GPS. En menos de una hora os recogerá un helicóptero —cerró la tapa del teléfono de golpe—. De verdad que estás mucho mejor sin él.

—Kara…

—Tú vienes. Dentro de una semana. Me lo debes. —Y se marchó como un torbellino.

Tras un momento un tanto extraño, Clay se atrevió a romper el silencio.

—A mí no me importaría ir.

Safia frunció el entrecejo. Ese estudiante no tenía ni la menor idea de lo que ocurría en el mundo real. Aunque tal vez eso fuera bueno. De repente, tuvo la sensación de haber empezado a hurgar en algo que más valdría dejar encerrado para siempre.