III
ASUNTOS DEL CORAZÓN

nozaroc led sotnusa

14 de noviembre, 05:55 pm GMT
Londres, Inglaterra

—¡Aquí! ¡He encontrado algo!

Safia se giró y se encontró con un hombre armado con un detector de metales que llamaba a su compañero. ¿Y ahora qué? La pareja había estado sacando de entre las ruinas fragmentos de estatuas de bronce, quemadores de incienso de hierro y monedas de cobre. Safia chapoteó por la sala para ver lo que habían descubierto. Tal vez fuese importante.

Kara, que también había oído el grito, apareció en la entrada del ala, al otro lado de la galería, y se unió a ellos.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó con férrea autoridad.

—No estoy seguro —respondió el hombre mientras señalaba con la cabeza hacia el detector—, pero capto una lectura muy fuerte.

—¿Un fragmento de meteorito?

—Ni idea, está bajo este bloque de piedra.

Safia vio el bloque que una vez formara el torso y los miembros inferiores de una estatua de arenisca, volcada de espaldas. A pesar de que los miembros superiores y la cabeza hubiesen desaparecido en la explosión, reconoció la figura. La estatua, de tamaño natural, mantuvo una vez guardia en una tumba de Salalah. Databa del año 200 a. de C., y describía a un hombre con un objeto alargado, levantado a la altura de su hombro. Algunos pensaban que se trataba de un rifle, pero en realidad era una lámpara funeraria de incienso, que sostenía sobre el hombro.

La destrucción de la estatua constituía una trágica pérdida. Lo único que quedaba de ella era el torso y las dos piernas rotas, y aún así, éstas estaban tan dañadas por la explosión de calor que la arenisca se había derretido, solidificándose después en una capa de cristal sobre la superficie.

En ese momento, otros miembros del equipo forense de Kara, armados con sus cascos rojos, se reunieron alrededor de la figura.

El hombre que había realizado el descubrimiento señaló con el detector de metales la deteriorada estatua.

—Tendremos que levantar el bloque para ver lo que hay debajo.

—Adelante —asintió Kara—. Necesitaremos palancas.

Dos hombres se alejaron hacia el alijo de herramientas de trabajo, a la vez que Safia daba un paso al frente de manera protectora.

—Kara, espera, ¿no reconoces esta estatua?

—¿A qué te refieres?

—Fíjate bien. Es la estatua que descubrió tu padre. La que encontró enterrada en aquella tumba de Salalah. Tenemos que intentar conservar todo lo que podamos.

—No me importa —Kara la apartó a un lado por el codo—. ¿Qué hay más importante que una posible pista sobre lo que le ocurrió a mi padre aquí debajo?

Safia intentó atraerla hacia ella y bajó el tono de voz.

—Kara… ¿de veras crees que esto tiene algo que ver con la muerte de tu padre?

Kara hizo una señal con el brazo a los hombres, armados con palancas.

—Dadme una.

Safia se quedó donde estaba. Con la mirada perdida recorrió las otras salas de la galería, contemplándolo todo con una nueva luz. Su trabajo, la colección, los años que había pasado inmersa en el estudio… ¿Acaso para Kara constituía mucho más que una galería en memoria de Reginald Kensington? ¿Acaso había sido a la vez una búsqueda? Una forma de reunir material de investigación en un solo lugar, de determinar lo que verdaderamente le ocurrió a su padre en el desierto muchos años atrás.

Safia recordó la historia de su niñez junto a Kara, cuando ésta le contó, entre lágrimas, que creía que algún poder sobrenatural había matado a su padre. Safia conocía los detalles.

Los nisnases… los fantasmas de las profundidades del desierto.

Incluso de niñas, Kara y ella habían investigado aquellas historias, habían averiguado todo lo posible sobre la mitología de los nisnases. La leyenda contaba que eran los únicos restos de un pueblo que una vez habitó una inmensa ciudad en medio del desierto. Se la conocía por muchos nombres: Iram, Wabar, Ubar, la ciudad de los mil pilares. Incluso podían encontrarse referencias a su derrumbamiento en el Corán, en los cuentos de Las mil y una noches y en la Biblia. Fundada por los bisnietos de Noé, Ubar era una ciudad rica pero decadente, poblada de habitantes malignos involucrados en prácticas oscuras. Su rey desafió las advertencias de un profeta llamado Hud, y el puño de Dios golpeó la ciudad, haciéndola desaparecer bajo las arenas, para no volver a ser vista jamás, convertida en una verdadera Atlántida del desierto. Posteriormente, las leyendas narraban que la ciudad continuaba oculta bajo las arenas, vigilada por los muertos, que todos los ciudadanos se habían convertido en piedra y que los límites de la ciudad se hallaban plagados de genios demoníacos y, aún peor, de los nisnases, criaturas salvajes dotadas de un poder mágico y perverso.

Safia pensaba que Kara habría descartado aquellos mitos como meras fábulas, especialmente cuando los investigadores habían atribuido el fallecimiento de su padre a la repentina apertura de una sima en medio del desierto. No era extraño que por esas tierras aparecieran aquellas depresiones en la arena, aquellas trampas mortales que se tragaban al caminante desprevenido y a los camiones solitarios. El lecho de roca de las profundidades del desierto era en su mayoría de piedra caliza, una roca porosa poblada de cavernas, desgastes causados por la bajada del nivel freático. Con frecuencia, estas cavernas se venían abajo, a menudo acompañadas del fenómeno descrito por Kara: una columna densa y turbia de polvo sobre un remolino de arena.

A unos pasos de ella, Kara agarró una de las palancas, dispuesta a añadir su esfuerzo al de los demás. Al parecer, la explicación de los geólogos no la había terminado de convencer.

Safia debería habérselo imaginado, sobre todo dada la pertinaz insistencia de Kara en la antigua Arabia, el uso de sus millones para hurgar en el pasado, para acumular objetos de todas las épocas, y contratar a los mejores expertos, incluyéndola a ella.

Cerró los ojos, preguntándose cuánto de su propia vida habría estado guiada por una búsqueda infructuosa, qué influencia habría tenido Kara en la elección de sus estudios, en sus proyectos de investigación en el museo. Sacudió la cabeza, era demasiado en lo que pensar en aquel momento. Ya lo resolvería más tarde.

Abrió los ojos y caminó hacia la estatua, bloqueando el paso de los demás.

—No puedo dejar que sigáis adelante.

Kara la apartó a un lado, hablándole con un tono de voz calmado y lógico.

—Si hay aquí un fragmento de meteorito, su obtención es más importante que unos cuantos arañazos en una estatua rota.

—¿Importante para quién? —Safia intentó mantener el mismo comportamiento imperturbable de Kara, pero de su pregunta se desprendió sin querer una acusación—. Esta estatua es uno de los pocos objetos que quedan de su era en Arabia. Aún destrozada, su valor sigue siendo incalculable.

—El meteorito…

—… puede esperar —Safia interrumpió a su benefactora—. Al menos hasta que hayamos apartado la estatua a un lugar seguro.

Kara fijó en ella una mirada férrea que derrotaba a la mayoría de hombres. Pero Safia supo resistir al desafío, conocía a la niña que hubo antes de aquella mujer. Dio un paso hacia ella y le quitó la palanca, sorprendida del ligero temblor en los dedos de la otra.

—Sé lo que esperas encontrar —le susurró.

Ambas conocían la historia del meteorito con forma de camello, del explorador británico que lo descubrió, de cómo vigilaba, supuestamente, la entrada a una ciudad perdida, enterrada bajo la arena.

Una ciudad llamada Ubar.

Y ahora había explotado bajo las más extrañas circunstancias.

—Debe haber alguna conexión —murmuró Kara, repitiendo sus palabras de momentos antes. Safia conocía una forma de disipar aquella esperanza.

—Sabes muy bien que Ubar ya ha sido encontrada. —Dejó que las palabras se asentaran.

En 1992, Nicolás Clapp, un arqueólogo aficionado, descubrió la ciudad utilizando un radar por satélite que conseguía penetrar en el suelo. Fundada en el año 900 a. de C. y ubicada en uno de los escasos abrevaderos, la antigua ciudad había sido un importante punto comercial en la Ruta del Incienso, sirviendo de enlace entre las arboledas de incienso de las montañas omaníes costeras y las ricas ciudades del norte. Con el paso de los siglos, Ubar fue creciendo y prosperando. Hasta que, un día sin más, la mitad de la ciudad se derrumbó hacia el fondo de una sima, y quedó abandonada a las arenas a causa de las supersticiones de sus habitantes.

—Aquello no era más que un punto comercial —continuó.

Kara sacudió la cabeza, pero Safia no supo si interpretarlo como la negación a su última afirmación o como la resignación a la realidad. Safia recordaba la excitación de Kara al enterarse del descubrimiento de Clapp. Ocupó la portada de numerosos periódicos de todo el mundo: se descubre una legendaria ciudad perdida en Arabia. Kara se apresuró a acudir a aquel terreno para ayudar en las excavaciones. Pero tal como Safia le había recordado, tras dos años de trabajos, en los que no hallaron más que unos cuantos utensilios y restos de rebaños, el yacimiento quedó declarado como un simple enclave comercial.

Ni tesoros inconmensurables, ni mil pilares, ni fantasmas malignos… lo único que quedaba era el recuerdo doloroso que perseguía a los vivos.

—Lady Kensington —interrumpió el hombre que portaba el detector de metales—, tal vez la Dra. al-Maaz esté en lo correcto sobre no mover este armatoste.

Ambas mujeres desviaron su atención hacia la abatida estatua. La rodeaban dos miembros del equipo con detectores, sosteniéndolos a los lados del cuerpo de la figura. Los detectores de metal pitaban al unísono.

—Estaba equivocado —continuó el primer hombre—, sea lo que sea lo que detectan los sensores, no se encuentra debajo de la piedra.

—¿Y entonces dónde se encuentra? —preguntó Kara, irritada.

Dentro de la piedra —respondió el hombre.

Se produjo un momento de silencio, que terminó por romper Kara.

Espiral de arena que resplandecía con descargas eléctricas de una luz azulada similar. Y luego se produjo la explosión… y otra muerte. Debía haber alguna conexión entre pasado y presente.

¿Pero cuál? ¿Acaso había dado con otro callejón sin salida, como tantas veces en el pasado?

Alguien llamó a la puerta con los nudillos, desviando su atención de la imagen del espejo.

—Kara, estamos preparados para proceder al examen.

Era Safia, y en su voz percibió preocupación. Sólo ella comprendía la carga que soportaba en ese momento el corazón de Kara.

—Salgo en un instante.

Introdujo el frasco de píldoras de nuevo en su bolso y lo cerró. El subidón inicial de energía inducido por el fármaco borró de un plumazo su desesperación. Ahuecándose el pelo una vez más, cruzó el baño hacia la puerta, abrió el pestillo y salió a una de las más hermosas dependencias de investigación: la famosa Sala de los Arcos del Museo Británico.

Construida en 1839, la cámara abovedada de varias plantas, ubicada en la sección oeste del museo, mantenía su diseño Victoriano: galerías dobles de estanterías repletas de libros, pasarelas y escaleras de hierro labrado, pilares arqueados que creaban hornacinas. La estructura ósea del lugar había sido testigo de la presencia de eminencias como Charles Darwin, Stanley o Livingston, de científicos de la Real Academia de las Ciencias británica, en la época en que los investigadores llevaban chaqués de cola y se reunían afanosos entre pilas de libros y tablillas antiguas. El departamento del Oriente Próximo Antiguo utilizaba esta sala, jamás abierta al público, como centro de estudio y archivo reservado.

Pero ese día, vacía de las presencias habituales, a excepción de un selecto puñado de investigadores, la sala servía de depósito provisional. Desde el otro lado de la sala, Kara contempló el cadáver de piedra, decapitado y sin brazos, apoyado sobre unas parihuelas con ruedas. Eran los restos de la antigua escultura hallada en el ala este. Safia había insistido en que se rescatase de los escombros y se llevara allí, lejos de posibles daños.

Dos lámparas de halógeno iluminaban el cuerpo, y sobre un banco cercano de la biblioteca descansaba todo un despliegue de herramientas, organizado como la mesa de un cirujano, con escalpelos, pinzas y fórceps, junto con martillos y pinceles de distintos tamaños.

Lo único que faltaba era el cirujano.

Safia se coló unos ajustados guantes de látex, unas gafas protectoras y un ceñido mandil.

—¿Preparada?

Kara asintió.

—Vamos a abrirle el pecho a la vieja —manifestó un joven, con el habitual entusiasmo burdo de un americano.

Kara, familiarizada con todo el personal que trabajaba en la galería, conocía a Clay Bishop, un estudiante graduado por la Universidad de Northwestern que jugueteaba con una cámara de vídeo digital colocada sobre un trípode, como si fuera el cámara del grupo.

—Un poco de respeto, Sr. Bishop —le advirtió Safia.

—Perdón —se disculpó con una mueca, que no ocultaba ningún verdadero remordimiento. Para ser un demacrado espécimen de la Generación X, no le faltaba encanto. Vestía téjanos, una camiseta de estilo vintage del grupo The Clash y unas Reebok, que en su día debieron ser blancas, aunque puede que ese dato no fuera más que un rumor. Se enderezó y estiró los brazos, dejando al aire una franja de barriga desnuda, y se pasó una mano por la barba rojiza de varios días. El único atisbo de diligencia estudiosa en el chico era un par de gruesas gafas de montura negra, lo suficientemente poco actuales como para resultar modernas.

—Todo preparado, Dra. al-Maaz.

—Muy bien —Safia dio un paso bajo los halógenos, colocándose junto a la mesa de las herramientas.

Kara dio la vuelta para ver desde el otro lado, uniéndose a la otra persona presente en aquella autopsia: Ryan Fleming, el jefe de seguridad. Debía haber llegado cuando ella fue al baño. La saludó con un ligero movimiento de la cabeza, pero se tensó al tener cerca a Kara, como la mayor parte del personal del museo.

Fleming se aclaró la garganta mientras Safia realizaba unas mediciones.

—He bajado en cuanto me he enterado del descubrimiento —murmuró a Kara.

—¿Por qué? —preguntó ésta—. ¿Es acaso una cuestión preocupante para la seguridad del museo?

—No, es simple curiosidad —señaló la escultura con la cabeza—. No todos los días encontramos una estatua con un corazón oculto en su interior.

En eso tenía toda la razón, aunque Kara sospechaba que era un asunto del corazón diferente el que había atraído a Fleming hasta allí. Sus ojos examinaban con más detenimiento a Safia que a la estatua.

Kara ignoró aquel enamoramiento de cachorro y centró su atención en la estatua. Bajo la capa de cristal, un resplandor carmesí más profundo atraía la luz de las lámparas.

Se inclinó para mirar más de cerca. Aunque el corazón parecía tener un tamaño natural y anatómico correcto, debía estar esculpido en algún tipo de mineral, ya que los detectores del equipo forense habían revelado su presencia. Aún así, Kara casi creía que lo vería latir si esperaba lo suficiente.

Safia se agachó hacia la estatua con una herramienta de punta de diamante. Con sumo cuidado, marcó en el cristal un cuadrado perfecto alrededor del corazón oculto.

—Quiero fragmentar la estatua lo menos posible.

A continuación adhirió un dispositivo de base succionadora sobre el cristal y agarró con fuerza el asa del aparato.

—Espero que la fase intermedia entre el cristal y la piedra de arenisca sea frágil.

Safia tomó una maza de goma y golpeó con firmeza los lados internos del cuadro de vidrio que había marcado, y sobre las líneas trazadas fueron apareciendo pequeñas grietas. Cada pequeño golpe hacía estremecer ligeramente a los presentes; incluso Kara se dio cuenta de repente de que tenía los puños apretados.

Sólo Safia era capaz de mantener la calma. Kara conocía la propensión de su amiga a sufrir ataques de pánico en situaciones estresantes, pero cuando Safia trabajaba en su elemento, se mostraba más dura que los diamantes del corta vidrios… e igual de incisiva. Trabajaba con una tranquilidad casi budista, y con una concentración extraordinaria. Pero no escapaba a su percepción ese brillo en los ojos de Safia. Entusiasmo. Hacía mucho tiempo que Kara no le veía aquella chispa en la mirada, aquel recuerdo de la mujer que una vez fuera Safia.

Tal vez todavía quedara esperanza.

—Con esto creo que basta —dijo Safia.

Dejó la maza en su sitio y utilizó un pequeño pincel para limpiar las astillas y mantener la superficie de trabajo inmaculada. Una vez satisfecha con el proceso, agarró el asa del dispositivo de succión y aplicó un poco de presión, primero en una dirección, después en la otra, meciendo suavemente el cuadrado, antes de levantarlo, con sumo cuidado, extrayendo el bloque limpio de vidrio.

Kara se acercó más y miró hacia el interior del pecho abierto de la estatua. El corazón se veía incluso más detallado de lo que imaginaba. Todas las formas aparecían bien definidas, incluyendo pequeñas arterias y venas de la superficie. Descansaba en un lecho de arenisca, como si la escultura se hubiera formado alrededor del corazón, como una perla en el interior de una ostra.

Safia liberó cuidadosamente el vidrio del succionador y le dio la vuelta. En la superficie se percibía la huella perfecta de la parte superior del corazón. Se giró hacia la cámara.

—Clay, ¿estás grabando bien todo esto?

Agachado tras la cámara, Clay daba mínimos saltitos sobre sus talones.

—¡Colega, esto es una pasada!

—Lo interpretaré como un sí —Safia colocó el vidrio sobre la mesa de la biblioteca.

—¿Y qué hay del corazón?

Safia se dio la vuelta miró en el interior del pecho abierto. Introdujo un pequeño pincel de mango metálico y lo golpeó contra el corazón. Todos oyeron el tintineo.

—Metal, sin duda alguna. Yo diría que bronce, por el color rojizo.

—Suena casi hueco —comentó Clay, girando el trípode de la cámara para obtener un mejor plano de la cavidad del pecho—. Vuelve a golpearlo.

Safia negó con la cabeza.

—Más vale que lo deje. Fíjate en cómo la arenisca recubre el corazón en algunas zonas. Está bien encajado, y creo que deberíamos dejarlo así para que lo vean otros investigadores in situ antes de continuar.

Kara no se había atrevido a respirar en el último minuto. El pulso le martilleaba en los oídos, y no era por las anfetaminas. ¿Acaso nadie se había percatado?

Antes de abrir siquiera la boca, se escuchó una puerta abrirse en el extremo más alejado de la Sala Arqueada. Todos se sobresaltaron con el ruido. Los pasos se fueron acercando. Dos hombres.

Safia enfocó la lámpara halógena hacia el fondo del pasillo.

—Director Tyson.

—Edgar —Kara dio un paso al frente—. ¿Qué haces aquí?

El director del museo se hizo a un lado para revelar la identidad de su acompañante, el inspector de homicidios de la Oficina Central de Londres.

—El inspector Samuelson se encontraba conmigo cuando me llegó la noticia del asombroso descubrimiento. Como casi habíamos terminado, me preguntó si podía acompañarme para ver por sí mismo el increíble hallazgo. Por supuesto, cómo negarme a tal petición, teniendo en cuenta toda la ayuda que nos ha prestado.

—Indudablemente —Kara asintió con su tono más diplomático, ocultando un fogonazo de irritación—. Justo a tiempo.

Les hizo un gesto para que se aproximaran al depósito improvisado, dejándoles su espacio vacío. Su descubrimiento tendría que esperar un poco más.

Fleming saludó con un gesto a su jefe.

—Creo que ya he visto suficiente, más vale que vaya a comprobar el turno de noche —dio un paso para alejarse, no sin antes volverse hacia Safia—. Gracias por haberme permitido observar.

—Siempre que quieras —respondió ella con tono distante, distraída por el corazón al descubierto.

Kara notó cómo el jefe de seguridad contemplaba a Safia un instante más, antes de darse la vuelta y marcharse, herido. Como siempre, Safia sólo tenía ojos para su trabajo, razón por la que había dejado escapar a hombres mucho mejores que Fleming.

El inspector Samuelson dio un paso para ocupar el lugar dejado por el jefe de seguridad. Llevaba la chaqueta colgada de un brazo y las mangas de la camisa arremangadas.

—Espero que esto no constituya ningún tipo de intrusismo.

—En absoluto —aseguró Safia—, se trata de un afortunado descubrimiento.

—Tanto mejor.

El inspector se agachó sobre la estatua. Kara estaba convencida de que la razón de su presencia no era la mera curiosidad. Las coincidencias son siempre causas de investigación.

Edgar observaba por detrás del inspector.

—Sencillamente extraordinario, ¿verdad? Este descubrimiento atraerá la atención del mundo entero.

Samuelson se incorporó.

—¿De dónde procede esta estatua?

—La descubrió mi padre —explicó Kara.

Samuelson la miró, enarcando una ceja.

Kara percibió que Edgar daba un paso atrás, con los ojos clavados en el suelo; se trataba de un tema muy delicado.

Safia se quitó las gafas de protección y continuó con la explicación, aliviando a Kara de aquella necesidad.

—Reginald Kensington había financiado un equipo de investigación para que supervisara las excavaciones para la construcción de un nuevo mausoleo en una tumba, en la ciudad costera omaní de Salalah. Descubrió esta estatua enterrada junto a la vieja tumba. Se trataba de un descubrimiento extraño: una estatua preislámica datada del año 200 a. de C. en un estado tan impecable. La tumba había sido venerada durante dos milenios, y aún así, el emplazamiento no había sido arrollado ni profanado. En fin, es una verdadera tragedia que un artefacto tan extraordinariamente conservado haya quedado destruido.

Samuelson no se inmutó.

—Pero su destrucción queda justificada con este descubrimiento. No se puede decir lo mismo del pobre Harry Masterson.

—Por supuesto —asintió Safia apurada—, no pretendía implicar que… que su muerte no haya sido una verdadera tragedia. Tiene usted toda la razón.

Samuelson echó un vistazo a las personas reunidas, pasando la mirada de uno a otro, y entreteniéndose algo más en estudiar al estudiante, Clay Bishop. Viese lo que viese en él, lo consideró irrelevante y volvió a mirar la estatua.

—Ha mencionado una tumba cercana al lugar donde se encontró esta estatua.

—Sí, la tumba de Nabi Imra.

—¿Quién era, un faraón?

Safia sonrió.

—No se trataba de una tumba egipcia. —Al igual que Kara, Safia sabía que el inspector se estaba haciendo el tonto—. En Arabia, la mayoría de las tumbas famosas son las que señalan las sepulturas de personajes importantes de la Biblia o del Corán. En este caso, la de un personaje que aparece en ambos.

—¿Nabi Imran? No recuerdo haber escuchado ese nombre en mis clases de religión.

—En realidad era bastante importante. Seguro que ha oído hablar de la Virgen María.

—No mucho —respondió el inspector, con un tono tan sincero que arrancó otra sonrisa a Safia, que había intentado alargar intencionadamente la revelación.

—Nabi Imran era el padre de María.

1:54 pm en la Costa Este
Arlington, Virginia

Painter Crowe se encontraba sentado en la parte trasera de un Mercedes S500 plateado, que se deslizaba con suavidad por la carretera interestatal 66, procedente del aeropuerto internacional de Dulles y en dirección a Washington. Pero el objetivo no se encontraba tan lejos. El conductor, un tipo taciturno del tamaño de un defensa de fútbol americano, accionó el intermitente y se desvió por la salida de Glebe, en Arlington. A menos de un kilómetro de distancia se hallaba el cuartel general de DARPA.

Comprobó su reloj. Tan sólo un par de horas antes se encontraba en Connecticut, enfrentándose a la compañera en quien había confiado durante los cinco últimos años. Intentaba alejar sus pensamientos de Cassandra, pero su cabeza no dejaba de darle vueltas al tema.

Ambos habían sido reclutados a la vez de las Fuerzas Especiales: él, de los SEALS, un cuerpo de élite de la marina, y ella, de las Tropas de Asalto del ejército de tierra, DARPA les había elegido para formar un nuevo equipo, altamente secreto, dentro de la organización, cuyo nombre en código era Sigma. La mayor parte de los miembros de DARPA desconocían su existencia. Los objetivos de Sigma eran la investigación y el ataque, un equipo encubierto y militarizado de agentes técnicamente entrenados y enviados a situaciones de alto riesgo, para obtener, o proteger, nuevas tecnologías e investigaciones. Mientras que la Fuerza Delta había sido creada como un escuadrón antiterrorista, Sigma surgió para proteger y mantener la superioridad tecnológica de Estados Unidos.

A cualquier precio.

Y ahora él recibía aquella llamada desde el cuartel general.

Debía ser una nueva misión, ¿pero por qué tanta urgencia?

El sedán continuó por North Fairfax Drive y se detuvo en la entrada del aparcamiento. Tras toda una serie de comprobaciones de seguridad por parte del personal del centro, se dirigieron a una plaza vacía. Otro hombre, un tipo fornido e inexpresivo, dio un paso al frente y abrió la puerta.

—Comandante Crowe, por favor, sígame.

Painter fue conducido hasta el edificio principal y escoltado hasta las dependencias oficiales del director, donde se le pidió que esperase a que un ayudante anunciara su llegara. Painter fijó la mirada en la puerta cerrada.

El almirante Tony Vicar había sido director de DARPA todo el tiempo que Painter llevaba de servicio allí. Antes de ocupar aquel cargo, había sido director de la Agencia de Alerta Informativa, el ala encargada de la recopilación de información e inteligencia de DARPA, de importancia crítica tras los atentados del 11-S y dedicada al control del flujo de datos entre redes informáticas, en busca de tramas, actividades y transacciones económicas terroristas. La habilidad del almirante, su experiencia y su gestión ecuánime le habían llevado hasta la dirección de DARPA.

Se abrió la puerta. Su escolta le hizo un gesto para que entrara, apartándose a un lado para dejarle libre el trayecto. Una vez en el interior, la puerta se cerró tras él.

La sala estaba cubierta de paneles de madera de caoba oscuros, y olía ligeramente a tabaco de pipa. En el centro destacaba un escritorio también de caoba. Tras él, Tony Vicar «El Tigre» se levantó para darle la mano. Era un hombre enorme; no es que estuviese obeso, sino que parecía que los músculos que una vez perfilaran su fornido cuerpo se hubieran ablandado un poco al superar la barrera de los sesenta. Aún así, lo único blando en aquel hombre era la carne. Sus ojos simulaban dos diamantes azules, y tenía el pelo lacio y plateado. Su férrea garra sorprendió a Painter al estrecharle la mano. Le hizo una seña para que se sentara en una de las dos sillas de cuero.

—Tome asiento. He llamado a McKnight, no tardará en llegar.

Sean McKnight era el fundador y director de Sigma, superior inmediato de Painter y ex miembro de los SEALS, doctorado además tanto en física como en tecnología de la información. Si Vicar había llamado a McKnight, en esa partida sólo jugaban los mejores. Ocurriera lo que ocurriera, debía ser algo importante.

—¿Puedo preguntar la razón de esta reunión, señor?

El almirante se recostó en su sillón.

—Me he enterado de ciertos hechos desagradables ocurridos en Connecticut —respondió, evitando la pregunta—. Los chicos de la Agencia de Tecnología Avanzada esperan con impaciencia la llegada del ordenador del espía. Con suerte, tal vez podamos recuperar los datos sobre el armamento de plasma.

—Siento que no lográramos… que no lograra obtener la contraseña.

El almirante se encogió de hombros.

—Al menos ese chino no meterá la mano en los datos; ha realizado usted un buen trabajo.

Painter se guardó la pregunta sobre su antigua compañera. Lo más probable es que Cassandra fuera de camino a un emplazamiento de seguridad donde sería sometida a interrogatorio. Y de ahí en adelante, a saber. Tal vez Guantánamo, Fort Leavenworth u otra cárcel militar. Pero aquello ya no era de su incumbencia, a pesar de que todavía sentía cierta punzada. En realidad, no tenía por qué sentir remordimientos sobre el destino de Cassandra.

—Y con respecto a su pregunta —continuó el almirante, haciéndole regresar al presente—, la Oficina de Ciencias de la Defensa nos ha informado de cierto suceso. Anoche se produjo una explosión en el Museo Británico de Londres.

Painter asintió, pues había escuchado las noticias de la CNN de camino allí.

—Un rayo.

—Eso es lo que se ha comunicado.

Painter sintió la negación y se estiró en su asiento. Pero antes de recibir más información, la puerta se abrió, y Sean McKnight entró en la sala como un vendaval. Tenía el rostro sonrojado y una ceja humedecida, como si hubiera llegado corriendo.

—Lo hemos confirmado —le dijo al almirante.

Vicar asintió con un gesto mínimo.

—Tome asiento. En tal caso, no disponemos de mucho tiempo.

Mientras su jefe se sentaba en la silla de cuero que quedaba libre, Painter le miró de reojo. McKnight llevaba veintidós años trabajando con DARPA, incluyendo un periodo como director de la Agencia de Proyectos Especiales. Uno de esos «proyectos especiales» había sido la creación de Sigma. Había reunido a un equipo de operativos especializados en tecnología y con intensa formación militar, «músculos y cerebro», como solían decir, capaces de trabajar con precisión quirúrgica en temas de tecnologías clasificadas sobre seguridad y protección.

El resultado fue Sigma.

Painter había sido uno de los primeros miembros reclutados, elegido por McKnight tras haber llevado a cabo una misión en Irak con una pierna rota. Durante la recuperación, McKnight le enseñó la importancia de afinar su mente tanto como su cuerpo, sometiéndole a una formación académica intensiva más dura que su formación en demolición submarina, necesaria para convertirse en un miembro de los SEALS. No había una sola persona en el planeta a quien Painter tuviera en más estima.

Y verle allí, tan agitado…

McKnight se sentó en el borde de la silla, con la espalda recta. Parecía que hubiera dormido con su traje negro antracita puesto, aparentando totalmente los cincuenta y cinco años que tenía: ojos arrugados por la preocupación, labios apretados y cabello entre rubio y canoso despeinado.

Sin duda, algo no iba bien.

El almirante Vicar giró el monitor de plasma de su escritorio hacia Painter.

—Comandante Crowe, primero debería ver esta grabación.

Painter se acercó al monitor, preparado para hallar respuesta a sus preguntas. En la pantalla se abrió la imagen de una grabación de vídeo en blanco y negro.

—Es la cámara de seguridad del Museo Británico.

Permaneció inmóvil mientras visionaba las imágenes. En pantalla apareció un guardia que entraba en una galería del museo. No duró mucho. En cuanto la explosión puso fin a la grabación, Painter se incorporó en su asiento. Sus dos superiores le estudiaban.

—Esa esfera luminosa —comenzó, despacio—, si no me equivoco, es un rayo globular.

—En efecto —confirmó Vicar—. Es la misma evaluación que llamó la atención de un par de investigadores del Instituto de Ciencias para la Defensa, que se encontraban en Londres. Los rayos globulares no han sido grabados nunca.

—Ni han resultado ser tan destructivos —añadió McKnight.

Painter recordó una charla a la que asistió durante su periodo de formación en Sigma sobre ingeniería eléctrica. Se conocía la existencia de los rayos globulares desde la época de los griegos clásicos; mucha gente los habían visto, en lugares distintos. Las teorías de su formación barajaban que se tratara de plasma en flotación libre, causado por la ionización del aire durante las tormentas eléctricas, o tal vez fuera la vaporización de dióxido de silicio de la tierra, producido por la explosión del rayo en el suelo.

—¿Y qué ha ocurrido en el Museo Británico? —preguntó.

—Esto. —El almirante Vicar extrajo un objeto de debajo de su escritorio y lo colocó sobre su carpeta. Parecía un fragmento de roca ennegrecido, del tamaño de una pelota de béisbol—. Lo hemos recibido esta misma mañana, enviado con urgencia en un reactor militar.

—¿Qué es?

El almirante le hizo un gesto, concediéndole permiso para cogerlo. Al tomarla entre las manos, encontró el objeto inusualmente pesado. No era una roca, pero parecía lo suficientemente denso como para estar hecho de acero.

—Hierro meteórico —explicó McKnight—. Una muestra procedente de la explosión que acaba de visionar.

Painter dejó el fragmento de nuevo sobre el escritorio.

—No lo entiendo. ¿Me está diciendo que el meteorito fue el causante de la explosión, y no un rayo globular?

—Sí y no —respondió misteriosamente McKnight.

—¿Qué sabe de la explosión de Tunguska, en Rusia? —le preguntó Vicar.

El repentino cambio de tema cogió a Painter fuera de guardia. Enarcó una ceja mientras desempolvaba sus conocimientos de historia.

—No mucho. La caída de un meteorito en el año 1908, en algún punto de Siberia, provocó una gran explosión.

Vicar se acomodó en su asiento.

—«Grande» es un término insignificante. La explosión arrancó de raíz una masa forestal con un radio de sesenta y cinco kilómetros, un área superior a la mitad de Rhode Island. La energía liberada fue equivalente a dos mil bombas atómicas. Los caballos cayeron muertos a más de seiscientos cincuenta kilómetros de distancia. Grande es un término que no termina de abarcar el alcance de la explosión.

—Evidentemente, hubo muchos otros efectos secundarios —continuó McKnight—. Una tormenta magnética creó un vórtice de mil kilómetros de diámetro. Días después, el cielo nocturno todavía resplandecía a causa de la cantidad de polvo en el aire, lo suficientemente luminoso como para leer el periódico. El impulso electromagnético producido recorrió medio mundo.

—Dios mío —murmuró Painter.

—Los que presenciaron la explosión, a una distancia de cientos de kilómetros, informaron haber visto una especie de rayo de luz brillante en el cielo, tan brillante como el sol, que dejaba un rastro de colores irisados a su paso.

—El meteorito —dijo Painter.

El almirante Vicar sacudió la cabeza en gesto negativo.

—Ésa era una de las teorías. Un asteroide rocoso o un cometa. Pero esa teoría presenta varios problemas. En primer lugar, nunca se encontraron rastros del supuesto meteorito, ni siquiera rastros de polvo de iridio.

—Los meteoritos de tipo planetario suelen dejar un rastro de iridio —explicó McKnight—. Pero jamás se descubrió nada así en Tunguska.

—Ni tampoco cráter alguno —añadió el almirante.

McKnight asintió.

—La fuerza de la explosión fue de cuarenta megatones. Antes de aquel incidente, el último meteorito en acercarse siquiera a una fuerza así golpeó Arizona hace cincuenta mil años, y fue de tan sólo de tres megatones, un minucia en comparación con Tunguska, pero que dejó un cráter impresionante de kilómetro y medio de ancho por ciento cincuenta metros de profundidad. En tal caso, ¿por qué no se encontró allí ningún cráter, sobre todo cuando conocemos con toda certeza el epicentro de la explosión, dada la caída radial de los árboles a partir de la zona cero?

Painter no tenía respuesta a aquella pregunta… ni a la otra más inmediata en su mente: ¿Qué tenía que ver todo aquello con el Museo Británico?

McKnight continuó.

—Desde la época de la explosión, se han venido percibiendo interesantes consecuencias biológicas en la zona: un crecimiento acelerado de ciertos tipos de helecho, un aumento en el índice de mutaciones, incluyendo anomalías genéticas en las semillas y las agujas de los pinos, e incluso en las poblaciones de hormigas. Y los humanos no han escapado a sus efectos. Las tribus nativas de Evenk de la zona manifestaron anomalías en el factor Rh sanguíneo, clara indicación de una exposición a la radiación, casi con toda certeza de origen gamma.

Painter intentó centrar su pensamiento en una explosión sin cráter, con efectos atmosféricos inusuales y radiación residual de rayos gamma.

—¿Y qué causó todo eso?

La respuesta se la dio el almirante Vicar.

—Algo bastante pequeño. De unos tres kilos de peso.

—Eso es imposible —espetó.

El almirante se encogió de hombros.

—Si se tratara de un material ordinario…

El misterio pendió en el aire durante un instante interminable, hasta que McKnight rompió el silencio.

—Las investigaciones más recientes, de 1995, sugieren que lo que cayó en Tunguska fue, efectivamente, un meteorito. Pero un meteorito de antimateria.

Painter abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Antimateria?

Ahora comprendía por qué le habían citado. Aunque la mayoría de la gente consideraba la antimateria como una invención de ciencia-ficción, en la pasada década se había hecho realidad, gracias a la producción de partículas de antimateria en laboratorio. A la cabeza de tales investigaciones destacaban los laboratorios del CERN en Ginebra, Suiza.

Su laboratorio había estado produciendo antimateria durante casi dos décadas mediante el uso de un Anillo de Antiprotones de Baja Energía. Pero hasta la fecha, la producción de todo un año de antiprotones por parte de CERN sólo creaba la cantidad suficiente para hacer titilar una bombilla durante unos segundos.

Aún así, el tema de la antimateria resultaba intrigante. Un único gramo de antimateria podría producir una cantidad de energía equivalente a la de una bomba atómica. Por supuesto, primero habría que descubrir una fuente de antimateria barata y de gran disponibilidad. Y eso resultaba imposible.

Painter clavó los ojos en el fragmento de hierro meteórico que descansaba sobre el escritorio del almirante Vicar. Sabía que la capa superior de la atmósfera de la tierra se hallaba bajo el bombardeo constante de las partículas de antimateria de los rayos cósmicos, pero éstas quedaban inmediatamente aniquiladas al entrar en contacto con la materia atmosférica. Se había postulado que podría haber asteroides o cometas en el vacío del espacio, compuestos de antimateria y procedentes de la explosión del Big Bang.

Comenzó a atar cabos en su cabeza.

—¿Y la explosión en el Museo Británico…?

—Hemos examinado restos encontrados en la galería destrozada —explicó McKnight—, metales y maderas.

Painter recordó la afirmación de su jefe al entrar en el despacho. Lo hemos confirmado. De repente sintió un nudo en la boca del estómago.

—Los restos contienen indicios de radiación de bajo nivel que coincide con la de Tunguska.

—¿Me está diciendo que la explosión en el Museo Británico fue producida por una aniquilación de antimateria? ¿Que este meteorito es, en realidad, antimateria?

El almirante Vicar empujó el fragmento destrozado con un dedo.

—Por supuesto que no. Esto no es más que un fragmento de hierro meteórico sin mayor importancia.

—En tal caso, no lo entiendo.

McKnight habló.

—No podemos ignorar los indicios de radiación. Son demasiado exactos como para considerarlos simple casualidad. Ha tenido que ocurrir algo, y la única explicación es que, de alguna forma, el meteorito contenía antimateria en su interior, estabilizada de una manera que desconocemos. La descarga eléctrica del rayo globular la desestabilizó, creando un efecto dominó que desembocó en la explosión. La antimateria que hubiese presente, fuera cual fuera, se consumió en la deflagración.

—Y dejó esta estructura entre los escombros —finalizó el almirante, empujando suavemente el objeto metálico.

El silencio se adueñó de la habitación. Las implicaciones eran colosales.

El almirante Vicar tomó el fragmento de hierro.

—¿Se imagina el significado de todo ello, si se demostrase cierto? Una fuente de poder prácticamente ilimitada. Y si existe la más mínima pista, o mejor aún, muestra, que indique cómo lograrlo, es imperativo que no caiga en otras manos.

Painter se descubrió a sí mismo asintiendo.

—¿Y cuál es el siguiente paso?

El almirante le miró fijamente.

—No podemos permitir la filtración de una sola palabra sobre el tema, ni siquiera a nuestros propios aliados. Demasiados oídos equivalen a demasiadas bocas —hizo una señal para que McKnight continuara.

Su jefe respiró profundamente antes de hablar.

—Comandante, queremos que dirija un pequeño equipo en el museo. Su tapadera ha sido establecida como científico estadounidense especializado en la investigación de tormentas eléctricas. Deberá hacer todos los contactos posibles. Mientras se encuentre allí, su único objetivo será el de mantener los ojos abiertos y tomar nota de cualquier descubrimiento que pudiera realizarse. Desde aquí seguiremos investigando, y mantendremos a todos los departamentos movilizados. Si hiciera falta cualquier otro tipo de investigación en el museo, ese equipo estará formado por nuestros miembros.

—Sí, señor.

Painter atisbo un mínimo y significativo contacto visual entre el almirante Vicar y McKnight, una cuestión tácita entre ambos.

Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

El almirante volvió a asentir, y McKnight se giró hacia Painter.

—Existe un factor más a tener en cuenta. Tal vez no seamos los únicos trabajando desde este enfoque.

—¿A qué se refiere?

—Si recuerda, el director mencionó un par de investigadores del Instituto Científico para la Defensa, allí en Londres.

—Los que investigaban la aparición del rayo globular.

—Correcto. —Otra vez el contacto visual entre los dos superiores de Painter antes de que su jefe clavara la mirada en él—. Hace cuatro horas les encontraron muertos, como si hubieran sido ejecutados, en sus habitaciones. El lugar había sido saqueado, y varios objetos, robados. La Policía Metropolitana lo está barajando como homicidio por robo. El almirante Vicar se movió en su silla.

—Nunca he podido tragarme las coincidencias, me producen acidez.

McKnight asintió.

—No sabemos si los asesinos están relacionados con nuestra línea de investigación, pero queremos que usted y su equipo procedan como si así fuese. Vigilen sus espaldas y manténgase alerta. Painter asintió.

—Entretanto —continuó el almirante—, esperemos que no descubran nada significativo hasta que usted haya cruzado el charco.

9:48 pm GMT
Londres, Inglaterra

—Tienes que extraer el corazón.

Safia levantó la mirada de las mediciones que estaba realizando con un pequeño calibrador plateado. La Sala de los Arcos del museo permanecía inmersa en una penumbra total y en ella tan sólo quedaban tres personas: Kara, Clay y ella misma. Edgar y el inspector se habían marchado veinte minutos antes, al parecer, las mediciones de precisión y las anotaciones de minucias no despertaban su interés, sino que disminuían el asombro momentáneo sobre el origen de la estatua como escultura funeraria procedente de la tumba del padre de la Virgen María.

Safia regresó a sus mediciones.

—Lo extraeré al final.

No, esta noche.

Safia estudió a su amiga con detenimiento. Los halógenos iluminaban el rostro de Kara, exudando todo su color, pero Safia percibió el brillo metálico de su piel, las pupilas dilatadas: estaba colocada, otra vez las anfetaminas. Tres años antes, Safia era una de las pocas personas que sabía que el «mes vacacional» de Lady Kensington era en realidad una estancia en una exclusiva clínica de rehabilitación privada en Kent.

¿Cuánto tiempo llevaría consumiéndolas de nuevo? Echó una mirada rápida a Clay. No, no era un buen momento para enfrentarse a ella.

—¿Qué prisa hay? —insistió.

Los ojos de Kara escrutaron la habitación.

—Antes de que el inspector llegara, me di cuenta de algo —comenzó a explicar en voz más baja—. Me sorprende que aún no te hayas dado cuenta.

—¿El qué?

Kara se inclinó y señaló una de las secciones expuestas del corazón, en concreto, el ventrículo derecho.

—Fíjate en esta línea en relieve —la siguió con la punta del calibrador.

—Es una de las venas o arterias coronarias —explicó Safia, admirada por la maestría del trabajo.

—¿Seguro? —Kara volvió a señalar—. Observa lo perfectamente horizontal que es la sección superior, que desciende después en vertical a ambos lados, con un ángulo de noventa grados.

Siguió el curso del vaso sanguíneo, con los dedos temblorosos, como consecuencia de las anfetaminas.

Kara continuó.

—Todo en este corazón resulta tan extremadamente natural que incluso a Da Vinci le habría resultado difícil ser tan anatómicamente preciso —desvió la mirada hacia Safia—. A la naturaleza no le gustan los ángulos de noventa grados.

Safia se inclinó hacia el corazón, y recorrió con los dedos las líneas, como si tratase de leer en Braille. Las dudas se desvanecieron, dejando paso al asombro.

—Los extremos… terminan de manera abrupta… no giran para descender.

—Es una letra —dijo Kara.

—Árabe meridional epigráfico —coincidió, citando la antigua caligrafía de la región, la escritura que precedió al hebreo y al arameo—. Es la letra B.

—Y fíjate en lo que se ve en el ventrículo superior del corazón.

—La aurícula derecha —dijo Clay a sus espaldas.

Las dos le miraron.

—Empecé medicina sin saber que la visión de la sangre tenía efectos tan… negativos, digamos, en la comida de mediodía.

Kara volvió a mirar la escultura y señaló con el calibrador de nuevo.

—Una buena parte de la aurícula superior aún está recubierta de arenisca, pero creo que debajo se oculta otra letra.

Safia se agachó de nuevo y lo palpó con las yemas de los dedos. El extremo final de los vasos que se veían terminaba tan abruptamente como el primero.

—Tendré que trabajar con extremo cuidado.

Alargó la mano hacia las piochas, cinceles y pequeños martillos. Con las herramientas adecuadas en la mano, procedió a trabajar con la precisión de un cirujano. Con el martillo y el cincel rompió los fragmentos más grandes de la quebradiza arenisca, y a continuación tomó la piocha y el pincel para limpiar la zona. En cuestión de minutos, la aurícula derecha quedó al descubierto.

Safia clavó la vista en el entramado de lo que parecían ser vasos coronarios, que en realizad trazaban una letra perfecta.

Demasiado complejo como para considerarlo fruto de la casualidad.

—¿Qué letra es? —preguntó Clay.

—No tiene correspondencia directa en nuestro idioma —respondió Safia—, pero se pronuncia más o menos como wa… por lo que a menudo, en las traducciones aparece como w-a, o incluso como u, dado que ése es el sonido de su pronunciación. Aunque en realidad, el árabe meridional epigráfico no tiene vocales.

Las miradas de Kara y Safia se cruzaron.

—Tenemos que extraer el corazón —repitió—. Si hay más letras, seguramente se encontrarán en la cara opuesta.

Safia asintió. La cara izquierda aún se encontraba encerrada en el pecho pétreo de la estatua. Odiaba tener que volver a molestarla, pero la curiosidad la llevó a tomar de nuevo las herramientas sin discutir. Se puso a trabajar. Le costó cerca de media hora eliminar la capa de arenisca que retenía el corazón, pero por fin colocó el dispositivo de succión y sujetó el asa con ambas manos. Entonando una muda oración a los dioses de Arabia, tiró hacia arriba de modo constante, utilizando todos los músculos de los hombros.

Al principio parecía estar atascado, pero en realidad resultó que era más pesado de lo que creía. Con una decidida mueca de esfuerzo, levantó el corazón y lo liberó del pecho, derramando una lluvia de arenisca y fragmentos sueltos. Con los brazos totalmente estirados, giró el corazón hacia un lado y lo colocó sobre la mesa de la biblioteca.

Kara se acercó a su lado, mientras Safia acomodaba el corazón sobre una gamuza blanda para protegerlo, antes de soltar la prensa de succión. El corazón se movió ligeramente para acomodarse a su nueva posición, acompañado de un pequeño sonido de chapoteo.

Safia miró a los demás. ¿Lo habrían oído también?

—Ya te dije que creía que esa cosa estaba hueca —susurró Clay.

Safia acercó las manos y meció el corazón sobre la gamuza. Su centro de gravedad se balanceó con el movimiento, recordándole a una de esas bolas negras de billar que se utilizaban para predecir el futuro.

—Contiene algún tipo de fluido en el centro.

Clay dio un paso atrás.

—Fantástico. Más vale que no sea sangre, los únicos cadáveres que tolero son los que están disecados y amortajados como las momias.

—Está completamente sellado —le aseguró Safia mientras examinaba el corazón—. Ni siquiera encuentro manera de abrirlo, es como si el corazón de bronce estuviese forjado alrededor del líquido.

—Un acertijo dentro de otro —resolvió Kara, cambiando el sitio a Safia para comprobar el corazón por sí misma—. ¿Alguna letra más?

Safia se unió a ella para comprobarlo. Les costó tan sólo un momento orientarse y encontrar los dos ventrículos restantes. Pasó los dedos por el ventrículo más grande, el izquierdo. Parecía suave y limpio.

—Nada —resolvió Kara, tan sorprendida como frustrada—. Tal vez se haya desgastado hasta desaparecer.

Safia lo comprobó rigurosamente y limpió la superficie con un poco de alcohol isopropílico.

—No observo ninguna marca, ninguna huella, es demasiado suave.

—¿Qué hay de la aurícula izquierda? —preguntó Clay.

Safia asintió y le dio la vuelta al corazón. No tardó en ver una línea arqueada sobre la superficie de la aurícula.

—Es la letra R —susurró Kara, con un tono extrañamente asustado, antes de dejarse caer sobre una silla—. No puede ser.

Clay frunció el ceño.

—No lo entiendo. Las letras b, wa ó u, y r. ¿Qué palabra forman?

—Esas tres letras del alfabeto árabe meridional epigráfico deberían sonarle de algo, Sr. Bishop —intervino Safia—. Tal vez no en ese orden.

Tomó un lápiz y las dibujó, tal como deberían pronunciarse.

Clay arrugó la cara.

—El alfabeto árabe meridional se lee como el hebreo y el árabe, de derecha a izquierda, al contrario que en nuestra lengua, wabr… ubr. Pero las vocales interconsonánticas no se pronuncian.

El joven abrió unos ojos como platos.

—¡U-b-a-r! La ciudad perdida de Arabia, la Atlántida de las arenas.

Kara asintió.

—Primero explota un fragmento de meteorito que se suponía que guardaba las puertas de Ubar… y ahora encontramos ese nombre escrito en un corazón de bronce.

—Si es que es bronce —añadió Safia, aún inclinada sobre el corazón.

Kara salió de su sorpresa.

—¿A qué te refieres?

Safia levantó el objeto.

—Al sacar el corazón de la estatua me ha parecido demasiado pesado, sobre todo si está hueco y lleno de líquido. Observa la superficie del ventrículo que he limpiado con alcohol, el metal de la base es mucho más rojo.

Kara se incorporó, a la vez que la nueva posibilidad se asentaba en sus ojos.

—Crees que es hierro. Como el fragmento de meteorito.

Safia asintió.

—Y es posible que proceda del mismo hierro meteórico. Tendré que comprobarlo, pero en cualquier caso tampoco tiene sentido. En la época en que se esculpió la escultura, el pueblo árabe no sabía fundir y trabajar un hierro de esta calidad, ni mucho menos una obra de arte como ésta. Hay tantos misterios que no sé por dónde empezar.

—Tienes razón; en tal caso, ese aburrido puesto comercial excavado en el desierto en 1992 no tiene nada que ver con la realidad. Todavía queda algo por descubrir —exclamó Kara con ferocidad mientras señalaba el artefacto—. Como el verdadero corazón de Ubar.

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Cuál es el paso siguiente? No nos encontramos más cerca de averiguar algo nuevo sobre Ubar.

Clay continuaba examinando el corazón.

—Es un poco extraño que el ventrículo izquierdo no muestre ninguna letra.

—Ubar se deletrea con sólo tres letras —le explicó Safia.

—Entonces, ¿para qué utilizar un corazón con cuatro ventrículos y apuntar las letras en la dirección del flujo sanguíneo?

Safia se giró hacia él.

—Explícate.

—La sangre llega al corazón a través de la vena cava, en la aurícula derecha. La letra U —introdujo un dedo en el enorme vaso seccionado que conducía a la cámara superior derecha, y continuó trazando el recorrido en su lección de anatomía—. A continuación atraviesa la válvula auriculoventricular hasta el ventrículo derecho. La letra B. Desde ahí, la sangre sale hacia los pulmones a través de la arteria pulmonar, antes de regresar enriquecida con oxígeno a través de la vena pulmonar hasta la aurícula izquierda. La letra R. De esa forma se deletrea Ubar. ¿Pero por qué se detiene ahí?

—Tienes razón, por qué… —masculló Safia arrugando la frente.

Sopesó el misterio. El nombre de Ubar se deletreaba en la dirección en que viajaba la sangre, lo que parecía implicar un trayecto, un flujo hacia algo. De repente se le ocurrió una idea.

—¿Adonde llega la sangre una vez que sale del corazón?

Clay señaló un grueso vaso arqueado en la parte superior.

—A través de la aorta se dirige hacia el cerebro y hacia el resto del cuerpo.

Safia hizo rodar el pesado corazón, siguiendo la aorta hacia el punto en que terminaba, y mirando en el interior de aquel cabo, bloqueado por un tapón de arenisca. No se le había ocurrido limpiarlo porque estaba demasiado concentrada en la superficie de las cámaras.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Kara.

—Es como si la escritura apuntara hacia algún lugar —volvió a colocar el corazón en la mesa y comenzó a limpiar la arenisca del extremo final de la aorta, que se deshizo con facilidad. Se sentó al comprobar lo que había más allá de la arenisca.

—¿Qué es? —preguntó Clay, que miraba por encima del hombro de Safia.

—Algo más preciado que la propia sangre para los antiguos pobladores de Arabia —utilizó una piocha para extraer unos trozos cristalinos de resina seca, que cayeron sobre la mesa. Percibió el aroma dulzón que se desprendía de los cristales, conservado durante siglos en el interior del corazón, un aroma anterior a la época de Cristo.

—Incienso —exclamó Kara con asombro—. ¿Qué significa esto?

—Es una pista —respondió Safia volviéndose hacia su amiga—. Al igual que la sangre, la riquezas de Ubar, el incienso, también fluía en una dirección. La clave debe señalar hacia Ubar, hacia el siguiente paso en la ruta hacia su entrada.

—¿Y adonde apunta? —preguntó Kara.

Safia sacudió la cabeza.

—No estoy segura, pero el pueblo de Salalah es el inicio de la famosa Ruta del Incienso —jugueteó con los fragmentos de incienso—, y la tumba de Nabi Imran se encuentra allí.

Kara se incorporó.

—En tal caso, por ahí es por donde debemos empezar la búsqueda.

—¿Búsqueda?

—Debemos partir con una expedición de inmediato —Kara habló con rapidez, con los ojos extremadamente abiertos, pero no a causa de las anfetaminas, sino del entusiasmo. Tal vez todavía quedaba esperanza—. En una semana, como máximo. Mis contactos en Omán dispondrán todo lo necesario. Y necesitaremos a los mejores. Tú, por supuesto, y todo aquél lo suficientemente bueno.

—¿Yo? —preguntó Safia mientras el corazón le daba un vuelco—. Yo… yo no… No he hecho trabajo de campo en años.

—Tú vas a venir —aseguró Kara con firmeza—. Ya es hora de que dejes de esconderte entre estas viejas paredes y salgas al mundo.

—Yo puedo coordinar todos los datos desde aquí, no hago falta sobre el terreno.

Kara la miró fijamente, como a punto de ablandarse, al igual que en otras ocasiones. Y entonces habló, bajando la voz hasta un suspiro ronco.

—Safi, te necesito. Si de veras hay algo allí… una respuesta… —sacudió la cabeza, a punto de echarse a llorar—. Te necesito conmigo, yo no puedo hacer esto sola.

Safia tragó saliva, en evidente lucha interior. ¿Cómo iba a negarse a ayudar a su amiga? Fijó la mirada en el miedo y la esperanza que reflejaban los ojos de Kara, pero en su cabeza todavía resonaban los viejos gritos, y se sentía incapaz de silenciarlos. Aún tenía las manos manchadas con la sangre de los niños.

—Yo… no puedo.

En su rostro debió romperse algo, porque Kara terminó por ceder.

—Entiendo —pero por su tono de voz, no entendía nada. Nadie entendía nada.

Kara continuó.

—Pero tienes razón en una cosa. Necesitaremos a un arqueólogo de campo con experiencia. Y si tú no vienes, conozco a la persona adecuada.

Safia comprendió a quién se refería. No

Kara fingió ignorar su angustia.

—Tú sabes quién es la persona con más experiencia en esa región —rebuscó en su bolso hasta dar con el teléfono móvil—. Si queremos que la misión sea un éxito, necesitamos a Indiana Jones.