II
LA CAZA DEL ZORRO

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14 de noviembre, 07:04 am en la Costa Este
Ledyard, Connecticut

La paciencia es la clave de toda caza exitosa.

Painter Crowe se encontraba en su tierra natal, las tierras que la tribu de su padre llamara Mashantucket, la «tierra de los bosques». Pero en el lugar donde esperaba Painter no había árboles, ni cantaban los pájaros, ni susurraba la brisa al oído. Allí se escuchaba el repique de las máquinas tragaperras y el tintineo de las monedas, se aspiraba el hedor denso del tabaco y el aire sin vida continuamente reciclado del ambiente.

El Casino y centro vacacional Foxwoods era el complejo recreativo más grande del mundo; superaba todos los de Las Vegas e incluso los de Monte Carlo. Situado en las afueras de la sencilla aldea de Ledyard, Connecticut, el imponente complejo se alzaba de manera espectacular por encima de los espesos bosques de la reserva de Mashantucket. Además de las instalaciones de juegos, con sus seis mil máquinas tragaperras y cientos de mesas de apuestas, el complejo albergaba tres hoteles de talla internacional. La totalidad del complejo pertenecía a la tribu Pequot, quienes habían cazado en aquellas mismas tierras desde hacía más de diez mil años.

Pero por el momento, la cacería no apuntaba a un ciervo, ni a un zorro.

La presa de Painter era un científico informático chino, Xin Zhang.

Zhang, más conocido como Kaos, era un pirata informático y un descifrador de códigos de talento prodigioso, uno de los mejores de toda China. Tras la lectura de su informe, aquel exiguo hombre vestido de Ralph Lauren se había ganado el respeto de Painter. Durante los últimos tres años había orquestado una exitosa oleada de espionaje informático en tierras estadounidenses. Sus últimas adquisiciones: tecnología armamentística de plasma, robada de Los Álamos.

El objetivo de Painter se levantó por fin de la mesa de póquer Pai Gow.

—¿Desea retirarse ya, Dr. Zhang? —preguntó el jefe de mesa, de pie junto al tablero, como un capitán sobre la proa de su navío. Eran las siete de la mañana, y sólo quedaba aquel jugador… y sus guardaespaldas.

Dado el vacío del local a aquellas horas, Painter se veía obligado a espiar a su presa desde una distancia segura. No podía levantar sospechas, sobre todo a aquellas alturas del juego.

Zhang desplazó la montaña de fichas negras hacia la crupier, una mujer de mirada aburrida. Mientras ésta apilaba las ganancias de la noche, Painter estudió a su objetivo.

Zhang parecía ser el estereotipo del chino inescrutable. Su cara de póquer no daba la más mínima pista, ni un solo gesto idiosincrásico que revelara si jugaba una mano buena o mala. Sencillamente, se dedicaba a jugar.

Como en ese momento.

Nadie diría por su apariencia que ese hombre era un maestro del crimen, buscado en quince países. Vestía como el típico hombre de negocios occidental: un sobrio traje de raya diplomática hecho a medida, corbata de seda y Rolex de platino. Aún así, desprendía cierto aire de austeridad. Llevaba el pelo afeitado alrededor de las orejas y por la nuca, dejando sólo una escueta coronilla negra, al estilo de los monjes. Las gafas pequeñas, de lentes circulares ligeramente tintadas de azul, infundían a su rostro una expresión escrupulosa.

Por fin la crupier pasó las manos sobre la pila de fichas, mostrando dedos y palmas a las cámaras de seguridad ocultas tras los espejos de la cúpula acristalada del techo.

—Cincuenta mil dólares exactos —anunció.

El jefe de mesa asintió. La crupier dividió la cantidad en grupos de fichas por valor de mil dólares.

—Excelente suerte, señor —saludó el jefe de mesa.

Sin tan siquiera un asentimiento de cabeza, Zhang se marchó con sus dos guardaespaldas. Había pasado toda la noche apostando, y ya empezaba a despuntar el alba. El foro del Ciber Crimen comenzaría en tres horas. La conferencia cubría las tendencias más actuales sobre robos de identidad, protección de la infraestructura y muchos otros tópicos sobre seguridad.

Y en dos horas comenzaría el desayuno del simposio, organizado por Hewlett Packard, durante el cual Zhang realizaría la transferencia. Todavía desconocían quién era su contacto americano, y averiguarlo era uno de los objetivos principales de aquella operación. Además de conseguir los datos sobre seguridad, intentarían deshacerse del contacto estadounidense de Zhang, alguien relacionado con una oscura red que comerciaba con tecnología y secretos militares. La misión no podía fallar.

Painter siguió al grupo. Sus superiores de DARPA le habían seleccionado especialmente para aquel servicio, en parte por su experiencia en cuanto a microvigilancia e ingeniería informática, pero sobre todo por su capacidad de pasar inadvertido en Foxwoods.

Aunque era mestizo, Painter había heredado suficientes rasgos de su padre como para simular ser indio Pequot. No necesitó más que someterse a unas cuantas sesiones de rayos UVA para enriquecer su color y ponerse lentillas de color marrón para ocultar los ojos azules de su madre. Por lo demás, con su melena de color negro azabache hasta los hombros, en ese momento recogida en una coleta, se parecía mucho a su padre. Para terminar de completar su disfraz, vestía el uniforme del casino, con un bordado de la tribu Pequot en el bolsillo delantero, que representaba un árbol en la cima de una loma sobre un cielo despejado. Y además, ¿quién mira más allá del uniforme?

Desde su posición, Painter seguía a Zhang con cautela. En ningún momento miraba directamente al grupo, sino que les observaba periféricamente y utilizaba los obstáculos naturales en beneficio propio. Acechaba a su presa a través de las luces intermitentes de la selva de máquinas tragaperras y los amplios claros de las mesas de fieltro verde. Guardó la distancia y varió de ritmo y dirección.

El pequeño auricular del oído le zumbaba en idioma mandarín. Era la voz de Zhang, captada a través del microtransmisor. Zhang se dirigía a su habitación.

Painter se tocó el laringófono, el micro que llevaba en la garganta, con los dedos y subvocalizó en la radio.

—Sánchez, ¿me recibes bien?

—Alto y claro, comandante.

Su compañera en aquella misión, Cassandra Sánchez, se hallaba oculta en una suite al otro lado del pasillo de la de Zhang, desde donde dirigía el despliegue de vigilancia.

—¿Cómo va el dispositivo subdérmico? —le preguntó.

—Más nos vale que acceda a su ordenador pronto, el bicho se está quedando seco.

Painter frunció el ceño. El «bicho» era un micro que se le había implantado a Zhang el día anterior durante un masaje. La tez latina de Sánchez fue suficiente para hacerla pasar por india. Le había implantado el transmisor subdérmico la noche anterior, durante un masaje profundo, gracias al cual el pinchazo quedó encubierto por la presión de los pulgares en la piel de Zhang. Cubrió la pequeña marca del pinchazo con una fina capa anestésica de cemento quirúrgico. Para cuando finalizó el masaje, ya se había secado y sellado. El microtransmisor digital tenía una vida útil de doce horas.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—En el mejor de los casos… dieciocho minutos.

—¡Demonios!

Painter volvió a centrar su atención en la conversación de su presa.

El hombre hablaba en voz baja, para que sólo le oyeran sus guardaespaldas. Painter, que dominaba el mandarín, escuchaba con atención. Esperaba que Zhang diese alguna indicación sobre cuando iba a realizar la recuperación de los datos de las armas de plasma, pero no tardó en desengañarse.

—Que la chica esté preparada cuando yo salga de la ducha —ordenó Zhang.

Painter apretó el puño. La «chica» tenía trece años y era una esclava procedente de Corea del Norte. Su hija, había explicado a quienes se les ocurrió preguntar. De haber sido cierto, el incesto se habría añadido a la interminable lista de cargos de los que era culpable Zhang.

Para seguirles, Painter bordeó un puesto de cambio y recorrió una larga fila de máquinas tragaperras, paralelas al recorrido de su objetivo. La campana de una de las máquinas de un dólar anunció su premio gordo. El ganador, un hombre de mediana edad y vestido con un chándal, sonrió y miró a su alrededor, en busca de alguien con quien compartir su afortunado momento, pero sólo encontró a Painter.

—¡He ganado! —gritó jubiloso, con los ojos enrojecidos de llevar toda la noche jugando.

Painter asintió.

—Excelente suerte, señor —le respondió, repitiendo las palabras anteriores del jefe de mesa, y continuó su camino.

En aquel lugar no había verdaderos ganadores, a excepción del casino. Tan sólo con las máquinas tragaperras habían sacado ochocientos millones de dólares netos el año anterior. Por lo que parecía, la tribu de los Pequot había recorrido un largo camino desde sus negocios de arena y gravilla de los años 80.

Por desgracia, el padre de Painter se perdió aquel auge, al abandonar la reserva a principios de los 80 en busca de fortuna en la ciudad de Nueva York. Allí conoció a su madre, una ardiente italiana que terminaría por apuñalar hasta la muerte a su marido, tras siete años de matrimonio y el nacimiento de un hijo. Con su madre en el corredor de la muerte, Painter creció en distintos hogares de adopción, donde aprendió que lo mejor era guardar silencio y pasar desapercibido.

Aquella fue su primera formación en las artes del sigilo… pero no la última.

El grupo de Zhang entró en el ascensor del vestíbulo de la Torre Grand Pequot, tras mostrar la llave de su habitación al guardia de seguridad.

Painter cruzó el vestíbulo. Ocultaba la funda de su Glock 9 mm en la parte baja de la espalda, bajo la chaqueta del casino, y tuvo que resistir la tentación de sacarla y meterle un tiro a Zhang en la nuca, como si fuera una ejecución.

Pero eso no le permitiría lograr su objetivo: recuperar los datos esquemáticos y de investigación del cañón orbital de plasma. Zhang había conseguido robar la información de un servidor federal de seguridad, dejando a su paso un gusano. A la mañana siguiente, un técnico de Los Álamos llamado Harry Klein accedió al archivo, liberando sin saberlo al gusano, que procedió a devorar todas las referencias sobre el armamento, a la vez que defecaba una pista falsa que implicaba a Klein. Ese pequeño truco de prestidigitación informática costó a los investigadores dos semanas de seguimiento de una pista falsa.

Hizo falta que una docena de agentes de DARPA escudriñara en los rastros del gusano para descubrir la verdadera identidad del ladrón: Xin Zhang, un espía que trabajaba como técnico para Changnet, una empresa de telecomunicaciones de Shanghai que había logrado elevarse hasta lo más alto. Según los servicios de inteligencia de la CIA, los datos robados se encontraban en el ordenador portátil que había en la habitación de Zhang. El disco duro había sido conectado a un dispositivo en cadena, con un elaborado sistema de defensa mediante encriptación. El más mínimo error al intentar acceder al ordenador provocaría el borrado de todos los datos, un riesgo demasiado grande, ya que al gusano de Los Álamos no había logrado sobrevivir ni un solo dato.

Las peores consecuencias eran que los datos robados avanzarían el programa de China ni más ni menos que cinco años. Los archivos contenían varios avances extraordinarios, así como innovaciones punteras en su campo. Evitar todo aquello quedaba en manos de DARPA. Su objetivo, obtener la contraseña de Zhang y recuperar los datos.

Y el tiempo se estaba agotando.

Painter observó en el reflejo de una rueda de la fortuna cómo Zhan y sus guardaespaldas entraban en el ascensor exprés que les conduciría hasta sus suites privadas, en lo más alto de la torre.

Painter activó el laringófono al tocarlo con los dedos y susurró:

—Van hacia arriba.

—Oído. Preparada y a tus órdenes, comandante.

Tan pronto como las puertas se cerraron, Painter se apresuró a entrar en el ascensor contiguo, que habían inutilizado precintando la entrada con varias bandas amarillas de plástico, sobre las que se leía en letras negras: fuera de servicio. Painter se coló entre ellas, a la vez que pulsaba con energía el botón de subida. Mientras las puertas se cerraban, entró veloz en el receptáculo y se tocó la garganta.

—¡Todo en orden! ¡Adelante!

Sánchez le advirtió como respuesta:

—¡Sujétate bien!

Se apoyó contra el panel de caoba, con las piernas abiertas, a la vez que las puertas terminaban su silencioso cierre. En ese momento, el ascensor salió disparado hacia las alturas. Sus músculos se tensaron. Vio los números de las plantas iluminarse en sucesión cada vez más rápida. Sánchez había modificado el cableado para obtener la máxima aceleración en aquella máquina, además de ralentizar el ascensor de Zhang un veinticuatro por ciento, lo suficiente como para que nadie lo percibiera.

Cuando el ascensor de Painter llegó a la planta treinta y dos, deceleró con una sacudida, dejando a Painter en el aire un segundo, antes de que sus pies volvieran a tocar el suelo. Las puertas comenzaron a abrirse y él salió, con cuidado de no arrancar las cintas que bloqueaban también esa entrada. Comprobó el ascensor de Zhang. Le quedaban tres plantas para llegar a la suya. Debía actuar con rapidez.

Se apresuró por el pasillo hacia las habitaciones, hasta encontrar el número de la de Zhang.

—¿Posiciones? —susurró.

—La chica está esposada a la cama, y hay dos guardias jugando a las cartas en el salón.

—Recibido —Sánchez había colocado cámaras lápiz en los conductos de calefacción de las habitaciones. Painter cruzó el pasillo y utilizó su llave para entrar en la suite opuesta.

Cassandra Sánchez permanecía acurrucada entre equipos de vigilancia electrónica y monitores, como una araña en su red. Vestida totalmente de negro, desde las botas hasta la blusa, incluyendo la funda y el cinturón de su 45 Sig automática, todo hacía juego con la vestimenta. Había personalizado su pistola con cachas antideslizantes Hogue y la había preparado para manipular la retenida del cargador con el pulgar derecho, de manera que pudiera acomodar la mano izquierda en el arma. Era una tiradora de puntería mortífera, entrenada, al igual que Painter, en las Fuerzas Especiales, antes de ser reclutada por Sigma.

Sus ojos le saludaron con el destello característico del final del juego.

Se le aceleró la respiración al verla, al observar aquellos pechos apretados bajo la fina blusa de seda, que se le ajustaba al cuerpo a causa de la pistolera del hombro. Tuvo que obligarse a levantar la vista para mantener el contacto adecuado. Habían sido compañeros durante los últimos cinco años, pero últimamente sus sentimientos hacia ella habían aumentado. Las comidas de negocios se convirtieron en copas después del trabajo, y finalmente en largas cenas privadas. Aún así, todavía no habían cruzado ciertas líneas, una distancia que mantenían tentadoramente.

Ella pareció leerle la mente, y apartó la mirada con tranquilidad.

—Ya era hora de que ese cabrón subiera —espetó, dirigiendo de nuevo su atención a los monitores—. Y más vale que abra esos archivos en el próximo cuarto de hora, o… ¡Mierda!

—¿Qué? —Painter se acercó a ella.

Cassandra señaló uno de los monitores, que mostraba una sección transversal tridimensional de los niveles superiores de la Torre Grand Pequot. Una pequeña X roja brillaba en la estructura.

—¡Está bajando!

La X marcaba la trayectoria del microtransmisor insertado en Zhang, y estaba descendiendo las distintas plantas de la torre.

Painter apretó el puño.

—Algo debe haberle alertado. ¿Se ha producido alguna comunicación con su habitación desde que entró en el ascensor?

—Ni un silbido.

—¿El ordenador continúa allí?

La chica señaló otro monitor, que mostraba una imagen en blanco y negro de la suite de Zhang. El maletín del ordenador continuaba sobre la mesita de café. De no haber sido por la encriptación, habría sido sencillo entrar en el cuarto y arrebatarles el ordenador. Pero necesitaban los códigos de Zhang. El dispositivo que habían instalado registraría cada una de las teclas que pulsara, obteniendo así la totalidad del código. Una vez conseguido, podrían capturar al chino y a sus hombres.

—Tengo que volver a bajar —decidió Painter. El dispositivo de localización había sido construido a tan pequeña escala que sólo alcanzaba un radio de doscientos metros, lo que hacía necesario que hubiese alguien cerca de él en todo momento—. No podemos perderle.

—Si sabe lo que intentamos…

—Lo sé.

Corrió hacia la puerta. Zhang tendría que ser eliminado. Perderían los archivos, pero al menos los datos armamentísticos no llegarían a China. Aquél era el segundo plan. Habían pensado en todas las opciones. Incluso habían instalado una pequeña granada electromagnética en el interior de una de las rejillas de ventilación de la suite. Si llegara el momento, la activarían, y el dispositivo desencadenaría un impulso electromagnético que activaría las autodefensas del ordenador, que a su vez borrarían todos los datos. China no debía hacerse con aquella información.

Painter se apresuró por el pasillo y entró en el ascensor precintado mientras hablaba por el laringófono.

—¿Puedes bajarme antes que él?

—Más vale que te sujetes los huevos —obtuvo por respuesta.

Antes de poder siquiera seguir su consejo, el aparato se dejó caer hacia abajo. Sintió la ingravidez durante un largo trecho, con el estómago casi en la boca. El ascensor descendía en caída libre, y Painter intentaba a la vez evitar el pánico y contener la bilis. A continuación, el receptáculo alcanzó el suelo repentinamente. Sin forma alguna de mantenerse en pie, Painter cayó de rodillas, a la vez que la máquina completaba la parada final con un suave deslizamiento para encajar en su lugar.

Las puertas se abrieron de inmediato y Painter se puso en pie con dificultad. Treinta plantas en menos de cinco segundos, aquello debía ser todo un récord. Salió al vestíbulo y dirigió la mirada a los números de la parte superior del ascensor exprés en el que había entrado Zhang. Se encontraba a una planta de distancia.

Painter dio varios pasos hacia atrás, quedando lo suficientemente cerca como para cubrir la puerta, pero no demasiado como para despertar sospechas en su papel de guardia de seguridad del casino.

Las puertas se abrieron al llegar a la planta baja.

Painter echó un vistazo indirectamente, a través del reflejo en las puertas metálicas del ascensor de enfrente. Oh no… Se giró y se acercó al ascensor. El ascensor estaba vacío.

¿Se habría bajado Zhang en otra planta? Entró en el espacio vacío. Imposible. Éste era uno de los ascensores exprés, sin paradas entre la planta baja y las suites superiores. A menos que hubiese realizado una parada de emergencia y forzado las puertas para escapar.

En ese instante Painter descubrió pegado al panel del fondo un pequeño fragmento brillante de plástico y metal. ¡El microtransmisor!

Painter sintió que el corazón le palpitaba con fuerza en su pecho. Centró la vista en el pequeño dispositivo electrónico adherido al panel. Lo despegó y lo examinó de cerca. Zhang se la había jugado. ¡Dios mío!

Se llevó la mano al micro de la garganta.

—¡Sánchez!

Su corazón continuaba latiendo desbocado. No obtuvo respuesta alguna.

Se dio la vuelta y pulsó de un puñetazo el botón del ascensor, en el que únicamente se leía suites. Las puertas se cerraron con suavidad. Painter se movía en el diminuto compartimiento como si fuese un león enjaulado. Probó otra vez la radio, de nuevo sin obtener respuesta.

—¡Maldita sea!

La maquinaria comenzó su ascenso. Painter estrelló el puño contra la pared de caoba, que se agrietó bajo sus nudillos.

—¡Muévete, hijo de puta!

Pero sabía que ya era demasiado tarde.

2:38 pm GMT
Londres, Inglaterra

De pie en el vestíbulo, a varios pasos de la entrada a la Galería Kensington, Safia sintió que no podía respirar. La dificultad no provenía de la fetidez del humo, del aislamiento quemado ni de las pequeñas llamas que todavía ardían en algunos mazos de cables. Provenía de la espera. Llevaba toda la mañana observando la entrada y salida de inspectores de todas las agencias y departamentos británicos. Ella tenía denegado el acceso. Sólo personal autorizado.

Los civiles no podían atravesar las cintas amarillas ni los cordones de barricadas, y mucho menos las miradas de desconfianza de la policía militar.

Pasado medio día le permitieron por fin entrar, ver en persona los restos de la catástrofe. En aquel instante sintió que una gigantesca mano de piedra se aferraba en torno a su pecho, que una jaula aprisionaba la paloma presa del pánico en que se había convertido su corazón.

¿Qué encontraría? ¿Qué se habría salvado?

Se sentía afligida hasta lo más profundo, desconsolada, tan devastada como la propia galería. Su trabajo en el museo constituía mucho más que su vida académica. Después de Tel Aviv, había logrado restablecer su corazón en aquel lugar. A pesar de haber salido de Arabia, todavía no la había abandonado. Seguía siendo la hija de su madre. Había reconstruido Arabia en Londres, una Arabia anterior a los terroristas, un relato tangible de la historia de su tierra, sus maravillas, su época antigua y sus misterios milenarios. Rodeada de aquellas antigüedades, atravesando las galerías, seguía escuchando el crujir de la arena bajo sus pies, sintiendo la quemazón del sol en su rostro, saboreando la dulzura de los dátiles recién cogidos de las palmeras. Aquélla era su casa, un lugar seguro.

Pero había mucho más; su dolor era más profundo. Allí había construido su hogar, no sólo para sí misma, sino también para la madre que apenas recordaba. A veces, cuando trabajaba hasta altas horas de la noche, Safia percibía un vaguísimo aroma a jazmín en el aire, recuerdo de su infancia, de su madre. Aunque no podían compartir la vida, al menos disfrutaban de aquel lugar común, de su trocito de hogar.

Y ahora no quedaba nada.

—Ya podemos entrar.

Safia se estremeció. Miró a Ryan Fleming. El jefe de seguridad se había mantenido en vela con ella, aunque tenía pinta de haber echado una cabezadita.

—Me quedo contigo —le había dicho.

Safia se obligó a respirar profundamente y asintió. Fue lo único que logró hacer para demostrar agradecimiento por su amabilidad y su compañía. Siguió al resto del personal del museo al interior. Habían accedido a ayudar con la catalogación y documentación de los contenidos de la galería, algo que les llevaría semanas.

Safia avanzaba hacia delante, a la vez atraída y asustada por lo que encontraría. Rodeó la segunda barricada. El juez de instrucción había ordenado que quitasen la reja de seguridad, algo que Safia agradeció; no tenía ningún deseo de ver los restos de Harry Masterson.

Al llegar a la entrada dio un paso hacia el interior y miró a su alrededor.

A pesar de la preparación mental a la que se había auto sometido, y a pesar de la visión del lugar que proporcionaban las cámaras de seguridad, no estaba preparada para lo que encontró.

La luminosa galería se había convertido en un ennegrecido sistema cavernoso, en cinco cámaras de piedra carbonizada. Se le cortó la respiración, a la vez que escuchó gritos ahogados a su espalda.

La explosión había reducido todo a la nada. Las placas de los tabiques se habían incinerado hasta los mismísimos bloques de la base. No quedaba nada en pie, excepto un único jarrón babilónico en el centro de la galería. Intacto hasta la altura de la cintura, a pesar de estar chamuscado, permanecía en posición vertical. Safia había leído informes de tornados en los que había ocurrido lo mismo: pese a la devastación total, a veces quedaba una bicicleta en pie, descansando sobre su apoyo, intacta en medio de la catástrofe.

No tenía sentido. Nada de aquello lo tenía.

El lugar todavía apestaba a humo, y un par de dedos de agua cubrían el suelo, los restos del aluvión de las mangueras.

—Vas a necesitar unas botas —le dijo Fleming, cogiéndola por el brazo y guiándola hasta una fila de botas de agua. Ella le siguió, como atontada—. Y un casco.

—¿Por dónde empezamos? —masculló alguien.

Una vez debidamente equipada, Safia atravesó la galería, moviéndose en una especie de sueño, de forma mecánica, sin pestañear. Cruzó las diferentes salas, y al llegar a la galería más alejada, algo crujió bajo el tacón de su bota. Se agachó, rebuscó en el agua y encontró una piedra en el suelo. En su superficie se distinguía el grabado de varias líneas de escritura cuneiforme. Se trataba de un fragmento de una tablilla asiria, que databa de la antigua Mesopotamia. Se irguió de nuevo y contempló las ruinas de la Galería Kensington.

Sólo entonces se percató de la presencia de los demás. Extraños en su propio hogar. Sus compañeros trabajaban en grupitos, hablando entre murmullos, como si se encontraran en un cementerio.

Los inspectores de construcción examinaban la infraestructura, mientras que los investigadores del incendio tomaban lecturas con extraños dispositivos de mano. Un grupo de ingenieros municipales discutía en una esquina sobre presupuestos y ofertas, y varios policías montaban guardia junto a la sección de la pared exterior que se había venido abajo. Los obreros ya estaban bloqueando la apertura con puntales y tablones.

A través del boquete, Safia veía los rostros asombrados de los curiosos que se amontonaban en la calle, tras el cordón de seguridad. Demostraban una insistencia increíble, considerando que la llovizna de la mañana se había convertido con el paso de las horas en aguanieve. Los destellos de las cámaras centelleaban a través de la penumbra. Turistas.

Un arrebato de ira la despertó de su letargo. Quería echarlos a todos de allí. Aquella era su ala, su hogar. La rabia le ayudó a centrarse, devolviéndola a la realidad. Ahora tenía un deber, una obligación.

Safia volvió su atención hacia los eruditos y estudiantes del museo, que habían comenzado a cribar los restos. Resultaba alentador verles dejar a un lado su celo profesional y ponerse a trabajar codo con codo.

Safia regresó a la entrada, dispuesta a organizar a aquéllos que se habían prestado voluntarios. Pero al alcanzar la primera galería, un grupo mayor apareció en la entrada. Al frente divisó a Kara, vestida con ropa de trabajo y con un casco rojo que mostraba la insignia de la Kensington Wells. Dirigía a un equipo de unos veinte hombres y mujeres hacia el interior de la galería, todos vestidos igual y con cascos idénticos al suyo.

Safia se detuvo ante ella.

—¿Kara?

No la había visto en todo el día. Se había desvanecido con el director del museo, supuestamente para coordinar los distintos equipos de investigación de los bomberos y la policía. Al parecer, unos cuantos cientos de millones de libras le otorgaban cierta autoridad.

Kara hizo una señal a los hombres y mujeres en la galería.

—¡Todo el mundo a trabajar! —Se volvió hacia Safia—. He contratado a mi propio equipo forense.

Safia vio al grupo dividirse, como un pequeño ejército, entre las distintas salas. En lugar de armas, iban cargados con herramientas científicas.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué haces todo esto?

—Para averiguar lo que ha ocurrido —Kara observó cómo su equipo se disponía a trabajar.

Los ojos le brillaban con un resplandor febril, con una determinación feroz. Safia no había visto aquella mirada en su rostro desde hacía mucho tiempo. Algo había despertado en Kara el ímpetu antiguo que le había faltado todos estos años. Sólo existía una razón para desatar en ella aquella determinación exaltada.

Su padre.

Safia recordaba la mirada en los ojos de Kara después de contemplar la grabación de la explosión. Aquel alivio final. La única frase pronunciada. Por fin

Kara avanzó por la galería. Su equipo ya había comenzado a extraer muestras de distintas superficies: plástico, cristal, madera, piedra. Kara se cruzó con un par de hombres cargados con detectores de metal, con los que barrían el suelo en busca de lecturas. Uno de ellos sacó un fragmento de bronce derretido de entre los escombros. Lo colocó a un lado.

—Quiero que encontréis hasta el último pedazo de meteorito —les ordenó.

Los trabajadores asintieron y continuaron con la búsqueda.

Safia se unió a Kara.

—¿Qué estás de verdad buscando aquí?

Kara se giró hacia ella, con los ojos inyectados de determinación.

—Respuestas.

Safia leyó cierta esperanza tras la mueca en la boca de su amiga.

—¿Sobre tu padre?

—Sobre su muerte.

4:20 pm

Kara se dejó caer sobre una silla plegable en el vestíbulo. El trabajo continuaba en la galería. Los extractores ronroneaban con su vibración incesante. Los murmullos y las conversaciones de los trabajadores del ala apenas alcanzaban sus oídos. Había salido a fumarse un cigarrillo. Ya hacía mucho que lo había dejado, pero necesitaba mantener las manos ocupadas en algo. Le temblaban los dedos.

¿Tenía fuerzas para seguir adelante con todo aquello? Tenía la fuerza de la esperanza. Safia apareció en la entrada, la vio y caminó en dirección a ella, pero Kara le hizo un gesto de alejamiento, señalando el cigarrillo.

—Sólo necesito un momento.

Safia se detuvo, la miró con detenimiento y terminó por asentir y regresar al interior de la galería.

Kara dio otra calada, llenándose los pulmones de humo frío, que no sirvió para tranquilizarla demasiado. Ella también se sentía trastornada, la adrenalina de toda la noche comenzaba a hacer estragos. Se quedó mirando la placa de bronce colocada junto a la galería; mantenía cierto parecido con su padre, el fundador de la galería.

Kara expiró una nube de humo que le empañó la visión. Papá

En algún sitio de la galería, algo cayó con un golpe sonoro, un ruido similar al de un balazo, un recuerdo del pasado, de una caza a través de las arenas del desierto.

Kara se sumergió en el pasado.

Era el día que había cumplido dieciséis años.

La caza había sido el regalo de su padre.

El oryx de Arabia huía a toda velocidad, subiendo la duna empinada. El pelaje blanco del antílope destacaba crudamente sobre las rojas arenas. Las únicas dos imperfecciones en su nívea piel eran una mancha negra en la punta de su cola y una máscara del mismo color en los ojos y el hocico. Una estela de color carmesí le goteaba desde el anca herida.

Mientras luchaba por escapar, las pezuñas del oryx se hundían en las profundidades de las arenas sueltas. La sangre fluía con más rapidez cuando alcanzó de una patada la cresta del montículo, y un par de finos cuernos cortaron el aire inmóvil, a la vez que los músculos del cuello se le desgarraban con cada doloroso metro ganado.

Cuatrocientos metros más atrás, Kara escuchó el eco de un grito por encima del rugido de su moto de arena, un todo terreno con tracción a las cuatro ruedas y gruesos neumáticos. Con frustración, agarró el manillar del vehículo, que volaba sobre la cumbre de la duna monstruosa, quedándose un instante en el aire, levantada del sillín, mientras la moto rebasaba la cresta del montículo.

La rabia con que sellaba los labios quedaba oculta bajo el pañuelo que la protegía de la arena, a juego con su conjunto de safari de color caqui. La melena rubia, trenzada en la parte posterior, ondeaba al aire como la cola de una yegua salvaje.

Su padre la seguía en otra moto, con el rifle cargado a la espalda y con el pañuelo dejado caer alrededor del cuello. Tenía la piel tostada, del color del cuero de una silla de montar, y los cabellos de un tono gris arenoso. Cruzó su mirada con la de Kara.

—¡Estamos cerca! —le gritó, por encima del rugido de los motores. Aceleró su vehículo y tomó velocidad, descendiendo la duna a barlovento.

La niña se apresuró tras él, inclinada sobre el manillar de la moto, y seguida de cerca por su joven guía beduino. Había sido Habib quien les guió hasta su presa, y también había sido su tiro habilidoso el que hirió al oryx. Aunque impactada por su precisión al disparar a un antílope a la carrera, Kara se había enfurecido al saber que el objetivo del disparo había sido herir al animal, no matarlo.

—Para que pierda velocidad… por la niña —había explicado Habib.

Kara se sintió herida por la crueldad… y por el insulto. Desde que tenía seis años había ido de caza con su padre. No le faltaba habilidad en aquella labor, y prefería un tiro limpio. Herir al animal a propósito resultaba innecesariamente despiadado.

Pisó el acelerador, escupiendo una nube de arena a su paso.

Algunos, sobre todo en Inglaterra, se escandalizaban al enterarse de cómo la estaban educando, como si fuera un chico, sobre todo al no tener madre. Pero Kara sabía que su educación iba mucho más allá. Al haber recorrido medio mundo, había sido criada sin pretensiones de diferenciación entre hombres y mujeres. Había aprendido a defenderse a sí misma, a luchar con puños o puñal.

Al llegar a la base de la duna, Kara y su guía dieron alcance a su padre, cuya moto se había atascado en una ciénaga de arena suelta donde se revolcaban los camellos, una zona que succionaba como si se tratara de arenas movedizas. Le adelantaron con una nube de polvo.

Su padre aceleró el vehículo, logrando salir de la ciénaga, y ascendió la siguiente duna, una descomunal montaña de arena roja de doscientos metros de altura.

Kara alcanzó la cresta justo antes que Habib, disminuyendo ligeramente la velocidad para observar lo que había abajo. Y tuvo suerte. El otro lado de la duna se precipitaba hacia la parte inferior abruptamente, como un precipicio, terminando en una amplia planicie de arena. Podría haber rodado cuesta abajo sin darse cuenta.

Habib le hizo un gesto para que se parase, y ella obedeció, sabiendo que sería mejor detenerse que seguir. Dejó el motor a ralentí. Ahora que se había detenido sentía que el calor se desplomaba sobre sus hombros como una pesada carga, pero apenas reparó en ello, ya que la imagen que se extendía ante ella la dejó sin aliento.

El paisaje más allá de la duna resultaba espectacular. El sol, cercano a su puesta, templaba la arena, convirtiéndola en un puro cristal. Los espejismos del calor resplandecían en charcas luminosas, produciendo la ilusión de encontrarse ante inmensos lagos de agua, falsa promesa de un paisaje implacable.

Aún así, fue otra visión la que dejó a Kara petrificada. En el centro de la planicie, un embudo de arena se levantaba en espiral desde lo más profundo, desvaneciéndose en una nube de polvo en las alturas. Un diablo de arena.

Kara había visto ese fenómeno otras veces, incluyendo tempestades de arena mucho más violentas, capaces de aparecer de la nada y desvanecerse con la misma rapidez. Pero, por alguna razón, aquella visión la marcó profundamente. La naturaleza solitaria de la tempestad, su quietud imperturbable en medio de la planicie, había algo misterioso y extraño en ello.

Escuchó a Habib mascullar a su lado, con la cabeza agachada, como en situación de oración. Su padre se unió a ellos, llamando de nuevo la atención de Kara hacia él.

—¡Allí está! —dijo, jadeando y señalando hacia la base de la empinada cuesta.

El oryx luchaba por atravesar la llanura de arena, cojeando ahora con gran dificultad. Habib levantó la mano, interrumpiendo su rezo.

—No, no vamos a continuar.

El padre de Kara frunció el ceño.

—¿De qué hablas?

El guía mantuvo la vista fija en el paisaje, ocultando sus pensamientos tras unas gafas de sol del Afrika Korps y un shamag, pañuelo omaní que servía para protegerle la cabeza.

—No vamos a continuar —repitió Habib con voz sorda—. Ésta es la tierra de los nisnases, las arenas prohibidas. Debemos regresar.

Su padre se echó a reír.

—Tonterías, Habib.

—¿Papá? —preguntó Kara.

Él negó con la cabeza y procedió a explicarle.

—Los nisnases son los monstruos de las profundidades del desierto. Genios malignos que acechan en las arenas.

Kara volvió a mirar el rostro ilegible de su guía. El «Sector Vacío» de Arabia, el desierto de Rub al-Khali, era la mayor masa arenosa del mundo, empequeñeciendo incluso al soberbio Sahara, y las historias fantásticas que se extendían por la región eran tan numerosas como descabelladas. Pero algunas gentes aseguraban que eran ciertas, incluyendo, al parecer, a su propio guía. Su padre aceleró el motor del vehículo.

—Te prometí ir de caza, Kara, y no pienso decepcionarte. Pero si prefieres regresar…

Kara dudó un instante, mirando a Habib y a su padre alternativamente, sopesando miedo y determinación, mitología y realidad. En las profundidades del desierto feroz, todo parecía posible.

Miró al animal, que huía cojeando a través de las tórridas arenas, sufriendo a cada paso, recorriendo un trayecto marcado por el dolor. Kara sabía lo que tenía que hacer. Toda aquella sangre y agonía habían empezado por ella, y era ella quien pondría fin a la angustia. Se recolocó el pañuelo para protegerse de la arena y aceleró.

—Hay un camino más sencillo para bajar, ve por la izquierda —Kara recorrió la cresta del montículo hacia una sección más suavizada de la pared de la duna.

No le hacía falta mirar por encima de su hombro para ver la amplia sonrisa de satisfacción y orgullo de su padre. Brillaba tras ella con tanta fuerza como el propio sol, y sin embargo, en aquel momento no le proporcionaba calor alguno.

Fijó la mirada en la planicie, más allá del oryx solitario, en la amenazante espiral arenosa. Aunque esos diablos de arena eran comunes en aquellas tierras, su visión la desconcertaba por extraña; no se había movido ni un centímetro.

Al llegar a la suave pendiente, Kara inclinó la moto cuesta abajo, hacia la llanura. Era bastante empinada, y tanto ella como el vehículo patinaron hacia abajo, pero la niña consiguió mantener la estabilidad de la moto sobre la arena suelta. Al llegar a la base, las ruedas ganaron tracción y aceleró hacia el animal.

Escuchaba la moto de su padre pisándole los talones, y ese ruido también llegó a su presa, que apuró el paso, zarandeando la cabeza en agonía.

No quedaban más de trescientos metros, pronto le darían caza. En aquella superficie plana, sus motos alcanzarían al animal, y un tiro rápido y limpio pondría fin a su miseria, dando la caza por terminada.

—¡Intenta ponerse a cubierto! —le indicó su padre, señalando con un brazo—. ¡Quiere llegar a la tempestad de arena!

Su padre la adelantó, y Kara le siguió, con la cabeza agachada. Perseguían a una criatura herida a la que la desesperación otorgaba una rapidez inusual. El oryx trotaba hacia la tormenta, en dirección al mismísimo centro.

Maldijo en voz baja y continuó acelerando con Kara tras él, arrastrada por la estela de su padre.

Al acercarse a la tormenta de arena, descubrieron una depresión profunda en el suelo. Las dos motos se detuvieron justo al borde. El diablo de arena se alzaba desde el centro de la fosa, como si escarbara en el desierto, arrastrando la arena hasta lo más alto. La columna de polvo debía tener casi cincuenta metros de altura, y el hueco de la base, casi cuatrocientos.

Un volcán humeante en medio de la arena.

Los rastros de energía azul que atravesaban al diablo crepitaban con un silencio desconcertante. Kara percibió un olor parecido al del ozono. Se encontraban ante un fenómeno exclusivo de las tempestades de arena en los desiertos secos: la electricidad estática.

Ignorando lo que veía, su padre se dirigió hacia lo más bajo de la depresión.

—¡Allí está!

Kara miró hacia abajo. Cojeando por las arenas de la fosa, el oryx alcanzó la zona de polvo más denso, el ciclón centrífugo cercano al centro.

—¡Prepara el rifle! —le indicó su padre.

Kara permaneció inmóvil, incapaz de moverse.

El oryx alcanzó el borde del diablo, con patas temblorosas y rodillas flaqueantes, pero luchó por llegar al refugio más denso de la espiral de arena.

Su padre maldijo de nuevo pero condujo la moto cuesta abajo.

Temerosa, Kara se mordió el labio inferior y empujó su moto hacia abajo, en dirección a él. Tan pronto como se aventuró hacia las profundidades, sintió la tensión de la energía estática atrapada en la fosa. Se le erizó el vello de la piel bajo la ropa, incrementando su miedo. Disminuyó la velocidad y las ruedas traseras se hundieron en la arenosa cuesta.

Su padre alcanzó la parte inferior y detuvo la moto con un giro lateral, que casi le cuesta una caída. Pero se mantuvo sobre su asiento, girándose para coger el rifle que llevaba al hombro.

Kara escuchó el estampido del fusil Marlin, y buscó con la mirada el oryx, pero ya había desaparecido en la nube de arena, y sólo divisó su silueta, una sombra que se sacudió y terminó por caer.

Un disparo certero. ¡Su padre lo había logrado!

Kara sintió una repentina oleada de insensatez. Había dejado que el miedo se apoderase de ella, lo que le había costado perder su lugar en la caza.

—¡Papá! —le llamó, dispuesta a deshacerse en elogios, orgullosa de su obstinado pragmatismo en aquella caza.

Pero un grito repentino estranguló todas sus palabras. Procedía del diablo de arena, como si saliera de algún profundo infierno, un terrible grito de agonía. La oscura sombra del oryx se retorció en el corazón del diablo, empañada por el remolino de arena, antes de que la garganta del animal se desgarrara en un gemido agonizante. Lo estaban asesinando.

Su padre, todavía a horcajadas sobre la moto, intentó darle la vuelta al vehículo. Levantó la vista hacia ella.

—¡Kara! ¡Sal de aquí corriendo!

Pero no podía moverse. ¿Qué estaba pasando?

El grito desgarrado se cortó, y le siguió un olor apestoso a carne y pelo quemado que salía de la fosa y se elevaba sobre ella, produciéndole náuseas. Vio a su padre luchar con la moto, pero las ruedas derrapaban, atascadas en la arena.

Sus ojos repararon en Kara, petrificada todavía en el mismo lugar.

—¡Kara! ¡Vete! —Agitó un brazo en el aire para enfatizar sus palabras—. ¡Cielo, corre!

Y entonces la niña sintió el movimiento bajo la arena. Al principio no fue más que un suave tirón, como si la gravedad hubiera aumentado de repente. Las partículas de arena comenzaron a bailotear y a rodar hacia abajo, formando al instante riachuelos, pequeñas sendas ondulantes en dirección al diablo de arena.

Su padre también lo sintió. Le dio más puño a la moto, pero las ruedas resbalaban, levantando nubes de polvo. Volvió a gritar a su hija.

—¡Maldita sea, corre!

Aquel grito la sobresaltó. En raras ocasiones gritaba su padre, y desde luego, nunca presa del pánico. Arrancó a toda potencia, ahogando el acelerador. Horrorizada, contempló cómo la columna de polvo se ensanchaba, alimentada por inexplicables corrientes de arena y acercándose peligrosamente hacia el lugar donde su padre continuaba clavado.

—¡Papá! —gritó para avisarle.

—¡Vete, hija! —Terminó por abandonar la moto, por pura fuerza de voluntad, y trató de rodear el ciclón, tragando arena.

Kara siguió su ejemplo. Dio la vuelta, aceleró e intentó subir la cuesta en diagonal. Bajo la moto, la arena tiraba de ella hacia el agujero, como si se encontrase en un remolino que quisiera tragársela. Kara necesitó poner en práctica todas sus habilidades para luchar contra la arena.

Cuando alcanzaba el reborde de la depresión, miró hacia atrás por encima del hombro. Su padre seguía en el fondo, con la cara embarrada por el sudor y la arena y concentrado en salvarse. Sobre él, el remolino se iba aproximando, como una torre salpicada de chispas de electricidad estática. Cubría ya todo el suelo.

Kara fue incapaz de apartar la mirada. En el centro del diablo de arena, la oscuridad incrementaba y se extendía, creando una masa negra e inmensa, únicamente iluminada por las partículas de electricidad estática. El olor a carne quemada todavía impregnaba el aire. La advertencia anterior de su guía tiñó su corazón de un terror repentino.

Los fantasmas negros… los nisnases.

—¡Papá!

Pero su padre se hallaba rodeado por las corrientes del remolino, cada vez más fuertes, cada vez más profundas, que le impedían escapar. El borde de la columna terminó por barrerle en su crecida. En ese instante, la mirada de Kara se cruzó con la de su padre, desesperado, no por él, sino por ella.

Corre, articuló justo antes de desaparecer, de desvanecerse en el interior oscuro del diablo.

—¡Papá…!

Se escuchó un grito terrorífico.

Antes de poder reaccionar, la columna de arena explotó hacia fuera con una fuerza cegadora. Kara se vio arrancada de su sitio y arrastrada por los aires. Cayó al suelo, dando una voltereta tras otra. El tiempo parecía no transcurrir, hasta que de pronto el suelo se elevó y la detuvo. Algo le golpeó el brazo, pero apenas sintió el latigazo de dolor. Fue dando vueltas sobre la arena, hasta detenerse boca abajo.

Permaneció así durante varios segundos, incapaz de moverse, pero el miedo por su padre la hizo ponerse de lado. Volvió la vista atrás, hacia el volcán humeante que se abría en la arena.

El diablo había desaparecido. Se había esfumado, dejando el aire impregnado de polvo sucio. Con gran esfuerzo logró sentarse, jadeando y sujetándose el brazo herido. Nada tenía sentido. Miraba en todas direcciones.

La arena reposaba inmóvil a su alrededor, sin rastros, sin huella, intacta. Había desaparecido todo: la fosa de arena, el oryx herido, la moto de cross.

Contempló las arenas vacías.

—Papá…

Un grito procedente de la galería devolvió a Kara al presente. El cigarrillo, olvidado entre sus dedos, se había consumido hasta el filtro. Se levantó y lo aplastó.

—¡Aquí! —repitió el grito. Era uno de sus técnicos—. ¡He encontrado algo!

8:02 am en la Costa Este
Ledyard, Connecticut

Painter Crowe se mantuvo agachado sobre el suelo del ascensor mientras las puertas se abrían en la planta superior de la Torre Grand Pequot. A la espera de una emboscada, apuntaba con su Glock, cargada y con el dedo puesto en el gatillo.

El exterior del ascensor estaba vacío. Permaneció a la escucha, conteniendo la respiración durante varios segundos. Nada, ni una voz, ni un paso. A lo lejos se oía una televisión que bramaba con el tema de apertura de Buenos días América. No era un día particularmente bueno para él.

Poco a poco se levantó, arriesgándose a mirar al exterior y cubriéndose con el arma. Nada. Se quitó los zapatos y colocó uno perpendicular a la puerta para mantenerla abierta, en caso de una retirada precipitada. Dio tres pasos, descalzo, hasta alcanzar la pared opuesta, y comprobó la zona.

Todo en orden.

Maldijo la falta de personal. Pese a que contaba con la ayuda de los guardias de seguridad del hotel y de la policía local, que controlaba ya todas las salidas, se había prescindido de más agentes federales como medida de respeto a la soberanía india.

Además, se suponía que la misión no sería más que una simple operación de pesca. En el peor de los casos, tendrían que destruir los datos de la investigación para que no cayesen en manos de china.

Y ahora todo se había ido al infierno. Sus equipos no habían servido de nada. Pero en ese momento sentía un miedo mucho mayor.

Cassandra.

Rezó por estar equivocado, pero no guardaba muchas esperanzas de encontrarla con vida.

Se deslizó a lo largo del vestíbulo del ascensor, que se abría en mitad del pasillo. Las habitaciones numeradas se extendían a ambos lados. En posición agachada, comprobó la izquierda y la derecha. Vacío. Ni rastro de Zhang y sus guardaespaldas.

Avanzó pasillo adelante, con todos los sentidos aguzados. Al escuchar el chasquido de una puerta, se dio la vuelta, apoyó una rodilla en el suelo y apuntó con el arma. No era más que uno de los huéspedes del hotel. Al otro lado del pasillo apareció una señora mayor, vestida con un albornoz. Recogió del suelo su ejemplar del USA Today y volvió a entrar, sin tan siquiera reparar en la presencia de aquel hombre, pistola en mano.

Painter se giró de nuevo. Dio una docena de pasos hasta llegar a la puerta de la suite y comprobó el pomo. Cerrado. Buscó con una mano la llave, mientras con la otra apuntaba a la puerta de Zhang, al otro lado del pasillo. Pasó la tarjeta de apertura por el cierre electrónico. La luz verde parpadeó.

Abrió la puerta de par en par, ocultándose al mismo tiempo en la pared del pasillo. Ni un disparo. Ni un grito.

De un salto, cruzó el quicio de la puerta y se detuvo a un metro de la entrada, con las piernas separadas y en posición de disparo. Tenía una visión clara del salón y de la habitación. Vacíos.

Se apresuró a comprobar la habitación y el baño. Ni un rehén… ni rastro de Cassandra. Regresó al equipo electrónico y comprobó los monitores, que aún mostraban varias imágenes del interior de la suite de Zhang. Los guardaespaldas se habían marchado, llevándose el ordenador. Sólo quedaba un ocupante en la suite.

—Dios mío… no…

Corrió hacia la puerta dejando a un lado toda precaución. Recorrió el pasillo a gran velocidad y utilizó la llave maestra que abría todas las puertas de aquella torre, irrumpiendo en la suite y dirigiéndose con prisa hacia la habitación.

Ella colgaba desnuda de una cuerda, atada al ventilador del techo. La cara ya se le había amoratado por encima del nudo, y los pies, que luchaban por soltarse en la pantalla, pendían ahora con flaccidez.

Guardándose el arma y con un solo movimiento, Painter saltó sobre una silla y brincó en el aire. En un abrir y cerrar de ojos, sacó un cuchillo de una funda que llevaba en la muñeca y sesgó la cuerda de un solo tajo. Aterrizó en el suelo con pesadez, tiró el cuchillo y atrapó el cuerpo desfallecido. Con un rápido giro de cadera, la dejó caer sobre la cama, mientras él se desplomaba de rodillas a su lado y se apresuraba a desatar el nudo.

—¡Maldita sea!

La cuerda se le había clavado en la carne del cuello, pero el nudo terminó por ceder. Abrió la lazada y comprobó el cuello con dedos cautelosos. No estaba roto.

¿Seguiría aún con vida? Como respuesta, una sacudida y un grito ahogado recorrieron su pequeño cuerpo hasta alcanzar la boca.

Painter agachó la cabeza, aliviado. La niña abrió los ojos de par en par, perdida y presa del pánico. Varios accesos de tos se apoderaron de ella, e intentó apartar con los brazos a un enemigo invisible.

Él intentó tranquilizarla, hablando en mandarín.

—Estás a salvo; quédate tumbada, estás a salvo.

La niña parecía incluso menor de trece años. Su cuerpo desnudo mostraba magulladuras en lugares donde una niña no debería estar lastimada.

Zhang había abusado toscamente de ella, antes de colgarla de aquella soga para hacerle perder tiempo y distraerle durante su huida.

Se sentó sobre los talones. La niña comenzó a sollozar y se acurrucó en una bola. No la tocó; sabía que eso era lo mejor que podía hacer.

El sensor del comunicador que llevaba en el oído le pitó.

—Comandante Crowe —era el jefe de seguridad del hotel—, hay un tiroteo en la salida de la torre norte.

—¿Zhang? —se puso en pie y se apresuró hacia el balcón.

—Sí, señor. Me informan de que lleva a su compañera como escudo. Tal vez esté herida. Varios hombres están de camino.

Abrió los ventanales, pero eran ventanas de seguridad, y sólo se abrieron lo suficiente como para que pudiera asomar la cabeza.

—Necesitamos levantar controles de carretera.

—Espere.

Escuchó el chirrido de unas ruedas. Una limusina Lincoln apareció a toda velocidad por el aparcamiento de servicio, en dirección a la torre. Era el coche privado de Zhang, y acudía a recogerle.

La voz del jefe de seguridad irrumpió de nuevo.

—Acaba de aparecer en la salida norte. Todavía lleva a su compañera.

La Lincoln alcanzó la esquina de la torre. Painter regresó al interior.

—¡Levanten el maldito control de carretera!

Pero no les daría tiempo. Había avisado hacía menos de cuatro minutos, y además, los equipos de seguridad del casino trataban principalmente con alborotadores borrachos, conductores ebrios o colocados y ladrones de poca monta, nada relacionado con asuntos de seguridad nacional.

Sólo él tenía alguna oportunidad de detenerles.

Se agachó a recoger el cuchillo del suelo.

—Quédate aquí —le dijo amablemente en mandarín.

Salió corriendo hasta el salón y con la punta del cuchillo forzó la rejilla de ventilación, que saltó, haciendo caer varios tornillos al suelo. Metió la mano y alcanzó el dispositivo negro del interior. La granada electromagnética tenía el tamaño y la forma aproximada de un balón de fútbol.

Sujetando el dispositivo con seguridad, corrió hacia la puerta de la suite y salió al exterior. Todavía descalzo, aceleró pasillo abajo sobre el suelo enmoquetado, a la vez que analizaba en su cabeza un esquema de coordenadas, tratando de averiguar dónde quedaba la salida norte en relación con aquella planta.

Hizo un cálculo aproximado y se decidió por ocho puertas más adelante. Sacó la tarjeta de apertura de seguridad e irrumpió en el cuarto tan pronto como la luz verde parpadeó.

—¡Seguridad! —gritó, cruzando la habitación.

Una señora mayor, la misma que se asomara antes al pasillo, leía el USA Today sentada tranquilamente. Lanzó el periódico por los aires y se aferró el albornoz a la garganta.

Was ist los? —preguntó en alemán.

Painter llegó junto a la ventana a la vez que le respondía que no se preocupara.

Nichts, sich ungefähr zu sorgen, fraulein —contestó.

Abrió la ventana, pero al igual que antes, sólo logró asomar la cabeza por la apertura. Miró hacia abajo.

La limusina esperaba abajo, en punto muerto. La puerta trasera del sedán se cerró de repente, a la vez que sonaban varios tiros. Las balas alcanzaron el lateral del coche, que salió rechinando ruedas y dejando una estela de humo, pero el vehículo estaba blindado, era todo un tanque de construcción americana.

Painter se echó hacia atrás y sacó el dispositivo similar a un balón por la ventana. Pulsó el botón de activación y lanzó la granada hacia abajo con todas sus fuerzas, esperando un milagro.

Metió corriendo el brazo. Las ruedas del sedán dejaron de chirriar y cogieron tracción. Painter pidió ayuda a los espíritus de sus ancestros. El alcance del impulso electromagnético era de sólo veinte metros. Contuvo la respiración. ¿Cómo era ese dicho? La distancia sólo cuenta en el juego de la herradura y con las granadas de mano.

Aún con la respiración contenida, escuchó por fin la explosión sorda de la granada. ¿Habría estado suficientemente cerca?

Volvió a asomar la cabeza por la ventana.

La limusina se encontraba cerca de la esquina de la torre, pero en lugar de girar, viró bruscamente, perdió el control y se estrelló contra una fila de coches aparcados de frente. El morro del vehículo saltó sobre el capó de un Volkswagen Passat y se detuvo en esa posición.

Painter suspiró.

Eso era lo bueno de los impulsos electromagnéticos. No hacían ninguna discriminación a la hora de freír un sistema informático u otro. Como por ejemplo el de la limusina.

Más abajo, el personal de seguridad uniformado hizo su aparición por la salida norte y en un instante rodeó el coche inutilizado.

Was ist los? —repitió la señora alemana tras él.

Se dio la vuelta y cruzó con brío la habitación.

Etwas abfall gerlade entleeren —le respondió, señalando que sólo había salido a tirar la basura.

Atravesó corriendo el pasillo hasta llegar al recibidor del ascensor. Recogió los zapatos de entre las puertas y pulsó el botón de la planta baja.

Su proeza había detenido la huida de Zhang, pero sin duda también habría borrado los datos del ordenador, aunque aquélla no fuese su principal preocupación.

Cassandra.

Tenía que llegar hasta ella.

En cuanto se abrieron las puertas, atravesó apresurado la planta de la sala de juego, donde en ese momento reinaba un caos total. El tiroteo no había pasado desapercibido, a pesar de que algunos jugadores no se habían levantado de sus máquinas y seguían pulsando los botones de las tragaperras con obstinada decisión.

Cruzó hacia la salida norte y atravesó una serie de barricadas, enseñando su identificación y frustrado por que no le permitieran pasar. Por fin localizó a John Fenton, jefe de seguridad, y le llamó. Fenton indicó a Painter que se dirigiera hacia la salida destrozada. Los cristales rotos crujían bajo sus pies, y el aire aún estaba impregnado de pólvora.

—No entiendo cómo ha podido chocarse el coche —dijo Fenton—, hemos tenido suerte.

—No ha sido suerte —respondió Painter, y le habló de los impulsos electromagnéticos y de su alcance de veinte metros—. Algún que otro huésped tendrá problemas para arrancar el coche esta mañana. Y seguro que en las primeras plantas me he cargado los aparatos de televisión.

Painter observó cómo el personal de seguridad local se hacía cargo de todo. Además, una fila de coches de policía de color gris marengo, con las luces de las sirenas encendidas, atestaban las plazas de aparcamiento, rodeando el lugar de los hechos. La Policía Tribal.

Painter revisó la zona. Los guardaespaldas de Zhang se encontraban de rodillas, con las manos detrás de la cabeza. Dos cuerpos yacían en el suelo, con los rostros cubiertos por las chaquetas del personal de seguridad. Los dos eran hombres. Painter se acercó a ellos y levantó una de las chaquetas. Otro guardaespaldas, al que le faltaba media cara. No hizo falta que comprobara la identidad del segundo. Reconoció los pulidos zapatos de cuero de Zhang.

—Se pegó un tiro —le dijo una voz familiar de entre un grupo de guardias de seguridad y médicos de urgencias—, para evitar ser capturado.

Painter se dio la vuelta y vio a Cassandra dar un paso al frente. Se la veía pálida, con la sonrisa apagada. Sólo llevaba puesto el sujetador, y mostraba un vendaje en el hombro izquierdo.

Con un gesto de barbilla, la chica señaló un maletín negro a un par de metros de distancia. El ordenador de Zhang.

—Así que hemos perdido los datos —asumió—. El impulso electromagnético los ha borrado.

—Tal vez no —respondió Cassandra con una sonrisa burlona—. El interior del maletín está recubierto con una pantalla electrostática. Debería haber quedado aislado de los impulsos.

Suspiró con alivio. Los datos estaban a salvo. No se había perdido todo… eso, claro, si es que lograban averiguar el código de acceso. Caminó hacia Cassandra. Ella le sonrió con picardía, con los ojos todavía centelleantes, pero él sacó su Glock y la apretó contra la frente de la chica.

—Painter, ¿qué diablos…? —Dio un paso atrás.

Él la siguió, sin bajar el arma ni un solo instante.

—Dime el código.

Fenton apareció a un lado.

—¿Comandante?

—No se meta en esto —interrumpió al jefe de seguridad y centró toda su atención en Sánchez—. Cuatro guardaespaldas y Zhang. Todo el mundo tiene cartas en el asunto. Si Zhang sabía que se encontraba bajo nuestra vigilancia, es muy posible que alertara a su contacto en la conferencia, de modo que pudieran huir juntos y completar el intercambio.

Cassandra intentó mirar los cuerpos, pero él se lo impidió con el arma.

—¿No pensarás que he sido yo? —preguntó, con una sonrisa a medias.

Él señaló con la mano libre hacia los cuerpos, sin bajar el arma.

—Sé reconocer el artesano trabajo de una cuarenta y cinco, como esa Sig Sauer que llevas.

—Zhang me la arrebató. Painter, te estás confundiendo. Yo…

Se metió la mano libre en el bolsillo y sacó el dispositivo que encontró adherido a la pared del ascensor. Lo sostuvo ante los ojos de Sánchez, pero ella se irguió y se negó a mirarlo.

—No hay sangre, Cassandra, ni el menor rastro. Lo que significa que no se lo implantaste, como era tu misión.

De repente, el rostro de la chica se endureció.

—El código del ordenador.

Cassandra le miró fijamente, con una frialdad totalmente imparcial.

—Sabes que no puedo.

Buscó en la cara de aquella desconocida algún rastro de la compañera que conocía, pero había desaparecido. No advirtió remordimiento, ni tampoco culpa, únicamente determinación. No tenía ni el tiempo ni el estómago para hacerla hablar. Hizo un gesto a Fenton.

—Que sus hombres la esposen y la mantengan bajo vigilancia constante.

Mientras la esposaban, Cassandra le llamó. Habló con palabras muy claras.

—Painter, vigila bien tu espalda. No tienes ni idea del suplicio en el que acabas de entrar.

Él cogió el maletín del ordenador y se alejó caminando.

—Estás nadando en aguas profundas, Painter, justo en medio de los tiburones, y acabarán por darte caza.

Ignorándola, cruzó hacia la entrada norte. La verdad es que tenía que admitir una cosa: no había manera de entender a las mujeres.

Antes de desaparecer en el interior, una figura alta, con sombrero de sheriff, le bloqueó el paso. Se trataba de uno de los miembros de la Policía Tribal.

—¿Comandante Crowe?

—Sí.

—Tiene una llamada urgente a la espera, señor, nos la han pasado de nuestras oficinas.

Frunció el ceño.

—¿De quién?

—Del almirante Vicar, señor. Puede hablar con él en una de nuestras radios.

A Painter le resultó muy extraño. El almirante Toni «el Tigre» Vicar era el director de DARPA, su comandante en jefe. No había hablado nunca con él, tan sólo había leído su nombre en las cartas y los memorandos. ¿Acaso habrían llegado hasta Washington las noticias de lo ocurrido allí?

Se dejó guiar hasta uno de los vehículos grises aparcados, con las luces de emergencia aún en marcha, y aceptó la radio.

—Comandante Crowe al habla. ¿En qué puedo ayudarle, señor?

—Comandante, le necesitamos de vuelta en Arlington de inmediato. Un helicóptero se encuentra de camino para recogerle.

En ese mismo momento, escuchó el repiqueteo del helicóptero en la distancia.

El almirante Vicar continuó.

—Será sustituido por el comandante Giles. Póngale al tanto de la situación actual de su operación y persónese aquí tan pronto como aterrice en Dulles. Encontrará un coche esperándole.

—Sí, señor —respondió, pero la conexión ya se había cortado.

Salió del coche y se quedó mirando al helicóptero gris verdoso que batía los cielos sobre los bosques cercanos, sobre la tierra de sus ancestros. Percibió cierta sensación de recelo, lo que su padre solía llamar «la desconfianza de los ojos de los blancos». ¿Para qué le habría llamado el almirante Vicar tan repentinamente? ¿Cuál sería la urgencia? No pudo evitar recordar las palabras de Cassandra. Estás nadando en aguas profundas, Painter, justo en medio de los tiburones, y acabarán por darte caza.