aivull y ogeuf
A Harry Masterson le quedaban treinta minutos de vida.
Si lo hubiera sabido, habría apurado el último pitillo hasta el filtro. Pero en lugar de hacerlo, tiró el cigarro tras sólo tres caladas y deshizo con la mano la nubecilla de humo que flotaba ante su cara. Si le pillaran fumando fuera de la sala de descanso de los guardias, ese desgraciado de Fleming, el encargado de la seguridad del museo, le metería un marrón de cuidado. Y él ya estaba en periodo de prueba por haber llegado dos horas tarde a su turno la semana anterior.
Harry maldijo en voz baja y se guardó en el bolsillo la colilla. Ya se lo terminaría en el siguiente descanso… si es que conseguían descansar esa noche.
El estrépito de un trueno resonó en las paredes de mampostería. La tormenta invernal había empezado justo al llegar la medianoche, comenzando con una desenfrenada descarga de granizo a la que siguió un diluvio, que amenazaba con engullir a Londres bajo el Támesis. Los rayos bailoteaban en zigzag, atravesando toda la amplitud del horizonte. Según la sección meteorológica de la página web de la BBC, se trataba de una de las tormentas eléctricas más feroces de la última década. La mitad de la ciudad sufría un apagón total, que no hacía más que realzar la espectacular descarga de relámpagos.
Y para colmo de Harry, la mala suerte quiso que esa mitad de la ciudad sumida en la oscuridad fuera la que incluía el Museo británico, en Great Russell street. Aunque contaban con generadores de emergencia, se había convocado a la totalidad de la plantilla de seguridad para que prestaran apoyo de protección adicional en las propiedades del museo. No tardarían más de media hora en llegar. Pero Harry, que tenía asignado el turno de noche, ya se encontraba en su puesto cuando se produjo el apagón. Y a pesar de que las cámaras de vigilancia continuaban operativas en el panel de operaciones, Fleming ordenó a todos los guardias que procedieran de inmediato a realizar un barrido de seguridad a lo largo de los cuatro kilómetros de vestíbulos del museo. Y eso significaba dividirse.
Harry tomó su linterna y la enfocó hacia el fondo del pasillo. Odiaba las rondas nocturnas, cuando el museo se encontraba en penumbra. La única iluminación existente se colaba a través de las ventanas, procedente de las farolas de la calle. Pero con el corte eléctrico, hasta las farolas se habían apagado. El museo se había sumido en una oscuridad plagada de sombras macabras, únicamente interrumpida por el carmesí de las luces de emergencia.
Harry hubiera necesitado otra mínima inyección de nicotina para templar sus nervios, pero ya no podía demorar más sus obligaciones. Al encontrarse en lo más bajo de la jerarquía de guardias nocturnos, se le había asignado la inspección de los pasillos del ala norte, el punto más alejado del centro de vigilancia subterránea. Pero nadie le había prohibido que tomara un atajo. Dando la espalda al largo pasillo que tenía ante él, cruzó hacia la puerta que conducía al Gran Atrio de la reina Isabel II.
Este patio central, de casi una hectárea, se encontraba justo en medio del Museo británico. En el centro del atrio, con su espléndida cúpula de cobre, se elevaba la sala de Lectura, de forma redonda, una de las más selectas bibliotecas del mundo. En lo más alto, la totalidad del patio había sido cercada por un descomunal techo geodésico, obra de Foster & Partners, creando así la mayor plaza cubierta de Europa.
Tras utilizar su llave maestra, Harry se introdujo en el espacio cavernoso. Al igual que el resto del museo, el patio también se hallaba sumido en la oscuridad. La lluvia tamborileaba sobre el elevado techo de cristal. Aún así, los pasos de Harry producían un eco sordo en el espacio abierto. Otro rayo rasgó la negrura del cielo, y el techo, dividido en un millar de vidrios triangulares, se iluminó un instante con su luz cegadora. La oscuridad regresó después al museo, y con ella, el repiqueteo de la lluvia.
Le siguió el rugido del trueno, que retumbó en el pecho de Harry y en los cristales del techo. El guardia se agachó unos centímetros, temiendo que la inmensa estructura se viniera abajo.
Enfocando el haz de su linterna hacia el frente, cruzó el patio, en dirección al ala norte. Rodeó la sala de Lectura central, justo antes de que cayera un nuevo rayo e iluminara el espacio durante unos instantes. Las gigantescas estatuas, engullidas por la oscuridad, aparecieron como salidas de la nada. El León de Cnidos erguía sus patas junto a la enorme cabeza de una estatua procedente de la Isla de Pascua. Al momento, la oscuridad volvió a devorar a estos guardianes, mientras el rayo se desvanecía en el firmamento.
Harry sintió un escalofrío que le puso la carne de gallina.
Aligeró la marcha, maldiciendo a cada paso.
—Malditos armatostes de mierda… —Su letanía le ayudó a tranquilizarse.
Llegó a las puertas del ala norte y las atravesó, siendo recibido por la familiar mezcla de moho y amoníaco. Se alegraba de volver a estar rodeado por paredes sólidas. Paseó el haz de su linterna a lo largo del vestíbulo. Todo parecía estar en orden, pero se le había ordenado que comprobara cada una de las galerías del ala. Realizó un cálculo mental rápido. Si se daba prisa, podría completar el circuito a tiempo para otro cigarrito rápido. Con aquella atrayente promesa de nicotina, inició el recorrido por la sala, siempre precedido de la luz de su linterna.
El ala norte había acogido en sus salas la exposición del aniversario del museo, una colección etnográfica que representaba un recorrido completo de los logros de la humanidad, a lo largo de las diversas eras y culturas. Atravesó la galería egipcia, con sus momias y sarcófagos. Se apresuró a través de las otras galerías culturales: celta, bizantina, rusa y china. La entrada a cada conjunto de salas se encontraba protegida por una reja de seguridad, pero debido a la falta de electricidad, todas las rejas se habían bajado automáticamente.
Harry divisó por fin el fondo del vestíbulo.
La mayoría de las colecciones de las galerías, transferidas desde el Museo de la Humanidad para la celebración del aniversario, se exponían allí de manera temporal. Pero las piezas de arte del fondo de la galería llevaban en el museo desde siempre, por lo que recordaba Harry. Se trataba de la exposición árabe, una colección de valor incalculable que contaba con antigüedades procedentes de todos los rincones de la península arábiga. La galería había sido encargada y sufragada por una sola familia, una familia que se hizo rica gracias a sus operaciones petrolíferas en la región. Se decía que las donaciones para mantener una galería así de forma permanente en el Museo británico superaban los cinco millones de libras anuales.
Uno tenía que respetar ese tipo de dedicación.
O tal vez no.
Con un bufido ante tal desperdicio de jugoso dinero, Harry pasó el haz de su linterna por la placa conmemorativa grabada que se encontraba sobre la puerta de entrada: galería Kensington. También conocida como «El ático de la arpía».
Aunque Harry no se había encontrado nunca con Lady Kensington, por lo que había oído decir a los empleados, quedaba claro que el más mínimo desaire a su galería, como polvo en una vitrina, una mancha en una cartulina informativa o una antigüedad que no estuviese colocada en la posición exacta, recibía la más dura reprimenda. La galería era su proyecto personal, y nadie resultaba inmune a su cólera. El huracán de su ira ocasionaba despidos, incluyendo la destitución de un antiguo director.
Esa preocupación fue la que hizo que Harry permaneciera en su puesto ante la reja de seguridad de la galería unos segundos más de lo normal. Con la linterna revisó el vestíbulo con una meticulosidad no habitual en él, pero todo parecía en orden.
Al darse la vuelta para marcharse, linterna en mano, un movimiento atrajo su atención por el rabillo del ojo.
Se quedó helado, con la linterna apuntando hacia el suelo.
En las profundidades de la Galería Kensington, en una de las salas principales, un resplandor azulado deambulaba lentamente, haciendo que las sombras se desplazaran a su paso.
Otra linterna… había alguien en la galería…
Harry sintió que el corazón se le salía por la garganta. Un robo. Se apoyó contra la pared de al lado, mientras sus dedos buscaban con dificultad la radio. Un trueno retumbó con oquedad sonora a lo largo de las paredes.
Consiguió pulsar el botón de su radio.
—Tengo un posible intruso en el ala norte. Solicito órdenes.
Esperó a que su jefe de turno respondiera. Puede que Gene Johnson fuera un imbécil, pero había trabajado como oficial en las Fuerzas Aéreas, y conocía muy bien su trabajo.
La voz respondió a su llamada, pero los fallos de señal se comieron la mayoría de las palabras, posiblemente a causa de la interferencia de la tormenta eléctrica.
—… posible… seguro?… y espera a que… las rejas forzadas?
Harry desvió la mirada a las rejas de seguridad bajadas. Obviamente, debería haber comprobado si las habían forzado. Cada galería tenía una sola puerta al pasillo. La otra forma de entrar a las salas selladas era a través de las elevadas ventanas, pero estaban protegidas contra intrusión o robo. Y aunque la tormenta hubiera cortado el suministro eléctrico, los generadores de emergencia mantenían la red de seguridad en funcionamiento. No se había disparado ninguna alarma en el puesto de mando central.
Harry imaginó que Johnson ya habría conectado las cámaras de su ala, centrándose en las de la Galería Kensington. Se atrevió a echar un vistazo al interior de las cinco salas. El resplandor continuaba moviéndose en el interior de la galería. Su ruta parecía casual, no como el rumbo decidido de un ladrón. Comprobó la reja de seguridad. La lucecita verde del bloqueo electrónico confirmaba que no había sido forzada.
Volvió a fijarse en el resplandor. Tal vez no fuera más que la luz del faro de algún coche, que se hubiera colado a través de las ventanas de la galería.
La entrecortada voz de Johnson por la radio le sobresaltó.
—No registro nada en el vid… la cámara cinco no funciona. Quédate quieto… otros de camino. —El resto de palabras desapareció con las interferencias de la tormenta eléctrica.
Harry permaneció junto a la reja. Otros guardias de apoyo venían en su ayuda. ¿Y si no se tratara de un intruso? ¿Y si no fuera más que el barrido de unos faros? Ya se encontraba en la cuerda floja con Fleming, lo último que necesitaba era quedar como un idiota.
Se arriesgó y levantó la linterna.
—¡Eh, tú! —gritó.
No se produjo ninguna retirada precipitada, tan sólo la continuación de su lento divagar. Ningún ladrón podía tener tanta sangre fría.
Harry cruzó al otro lado de las rejas electrónicas y utilizó su llave maestra para desconectarla. Los sellos magnéticos quedaron abiertos. Levantó la reja lo suficiente como para colarse por debajo y entró en la primera sala. Se puso en pie y levantó la linterna de nuevo. Se negaba a que un instante de pánico momentáneo pudiera causarle el bochorno posterior. Debería haber investigado antes de hacer saltar la alarma.
Pero el daño ya estaba hecho, y lo mejor sería intentar ahorrarse más problemas resolviendo el misterio por sí mismo. Por si acaso, volvió a apelar a un posible intruso.
—¡Seguridad! ¡No se mueva!
Pero su grito no produjo ningún efecto. El resplandor siguió su camino, serpenteante pero continuado, a través de la galería.
Echó una mirada al otro lado de la reja. Los demás llegarían en un minuto.
—Maldita sea —murmuró en voz baja.
Se apresuró hacia el interior de la galería, en busca de la luz, y decidido a averiguar la causa antes de que llegaran los demás.
Con apenas un rápido vistazo, pasó junto a tesoros de importancia imperecedera y valor incalculable: vitrinas de cristal que contenían tablillas de arcilla del rey asirio Asurbanipal; descomunales estatuas de arenisca que databan de antes de los persas; espadas y armas de todas las eras; objetos de marfil fenicio que representaban vetustos reyes y reinas; incluso un ejemplar de la primera edición de Las mil y una noches, todavía con su título original, Hazar Afsanah.
Harry barrió con la linterna las salas, avanzando de una dinastía a otra, de los tiempos de las cruzadas al nacimiento de Cristo, de las glorias de Alejandro Magno a la era del rey salomón y la reina de Saba.
Por fin llegó a la sala más alejada, y una de las de mayor tamaño. Ésta contenía objetos de más interés para un naturalista, procedentes de la misma región: piedras y joyas excepcionales, restos fosilizados y herramientas del Neolítico.
La fuente del resplandor se hizo más clara. Cerca del centro de la cámara abovedada, una esfera de luz azul, de medio metro de altura, flotaba perezosamente por la habitación. Su brillante superficie parecía estar cubierta por una llama de queroseno azul centelleante.
Mientras Harry la observaba, el globo atravesó una vitrina de cristal como si fuese aire. Se quedó atónito. Percibió cierto olor a azufre, provinente de la bola de luz azulina.
A continuación, el globo rodó sobre una de las luces de seguridad rojas, apagándola con un ligero crepitar que hizo a Harry retroceder un paso. Seguramente, la cámara cinco habría corrido la misma suerte en la sala que había dejado atrás. Miró hacia la cámara de esa sala, todavía en funcionamiento.
Como si percibiera su atención, Johnson volvió a hablar por la radio, pero esta vez, por alguna razón, sin interferencia alguna.
—Harry, creo que deberías salir de ahí.
Pero el guardia permaneció inmóvil, en parte por miedo y en parte por asombro. Además, fuese lo que fuese aquel fenómeno, se estaba alejando de él, flotando hacia la esquina oscura de la sala.
El resplandor del globo iluminó un trozo de metal contenido en una vitrina. Se trataba de un fragmento de hierro rojizo, del tamaño de un ternero, un ternero recostado. La cartulina informativa lo describía como un camello. El parecido quedaba un poco turbio, pero Harry comprendió la supuesta representación. El objeto había sido encontrado en el desierto.
El resplandor se mantuvo inmóvil en el aire sobre el camello de hierro.
Harry retrocedió un paso y levantó la radio.
—¡Dios mío!
La brillante bola de luz cayó, atravesando el cristal y aterrizando sobre el camello. Su resplandor se apagó tan rápido como una vela extinguida.
La repentina oscuridad cegó a Harry durante un instante. Apuntó con la linterna. El camello de hierro continuaba allí, en el interior de su vitrina, intacto.
—Se ha ido.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Qué diablos era eso?
Johnson respondió con matices de incredulidad en su voz.
—Una puñetera bola de luz, tal vez procedente de la tormenta, no tengo ni idea. He oído historias de tipos que han visto cosas similares al atravesar los truenos de una tormenta a bordo de aviones de combate. La tormenta debe haberlo enviado hasta ahí. ¡Pero diablos, cómo brillaba!
Pues ya no brilla más, pensó Harry con un suspiro, mientras sacudía la cabeza. Fuese lo que fuese, al menos le había ahorrado el bochorno y las burlas de los compañeros.
Bajó la linterna, pero aunque había apartado la luz, el camello de hierro continuaba resplandeciendo en la oscuridad, con un color rojizo intenso.
—¿Y ahora qué diablos pasa? —murmuró Harry, levantando de nuevo la radio. En su dedo sintió una fuerte descarga de electricidad estática. Maldiciendo entre dientes, sacudió el dedo y se acercó el aparato a la boca—. Aquí pasa algo raro. No creo que…
El resplandor del hierro comenzó a brillar con fuerza. Harry cayó hacia atrás, mientras el hierro empezaba a fluir por la superficie del camello, como si una lluvia ácida lo estuviese derritiendo. Y no fue el único en darse cuenta.
La radio rugió en su mano.
—¡Harry, sal de ahí corriendo!
No protestó. Giró sobre sus talones, pero ya era demasiado tarde.
La vitrina saltó en pedazos. Varios fragmentos de cristal, cortantes como cuchillos, se le clavaron en el costado izquierdo, mientras otro afilado pedazo le cortaba en la mejilla. Pero no llegó a sentir el dolor de los cortes, ya que una onda de calor descomunal y abrasadora le golpeó por detrás, quemándole y consumiendo todo el oxígeno.
Un grito jamás pronunciado se ahogó entre sus labios.
La explosión que se produjo a continuación arrancó el cuerpo de Harry del suelo y lo lanzó a través de toda la galería. Pero sólo huesos en llamas alcanzaron la reja de seguridad, fundiéndose sobre la parrilla de acero.
Safia al-Maaz se despertó con un ataque de pánico. Se oían sirenas por todas las direcciones, y el resplandor de las luces rojas de emergencia iluminaba intermitentemente las paredes de su habitación. El terror se apoderó de ella, impidiéndole respirar; un sudor frío que transpiraba a través de su piel tensa comenzó a perlarle la frente. Sus dedos agarrotados oprimían las sábanas contra la garganta. Incapaz de pestañear, se encontró atrapada un instante entre el pasado y el presente.
Sirenas estridentes, sirenas que retumban en la distancia… y aún más cercanos, los gritos de los heridos, los moribundos, su propia voz fundida en el coro de dolor y desconcierto…
El sonido de los megáfonos inundaba las calles cercanas a su casa.
—¡Llamad a los bomberos! ¡Que se aleje todo el mundo!
Voces en inglés… ni en árabe ni en hebreo…
El estruendo de abajo pasó de largo ante su edificio y se alejó en la distancia.
Las voces de los equipos de emergencia la hicieron regresar a su cama, al presente. Se encontraba en Londres, no en Tel Aviv. Un suspiro largo y ahogado se escapó de sus labios, mientras las lágrimas le inundaban los ojos. Se las enjugó con dedos temblorosos.
Un ataque de pánico.
Se incorporó y permaneció sentada bajo el edredón unos segundos más. Todavía sentía ganas de llorar. Todas las veces ocurría lo mismo, se dijo a sí misma, pero las palabras no servían de nada. Se cubrió los hombros con el edredón de lana, sin abrir los ojos, escuchando el latido desbocado de su corazón en los oídos. Practicó los ejercicios de respiración y relajación que le había enseñado su terapeuta, e inspiró en dos tiempos y expiró en cuatro, dejando que la tensión se disipara con cada exhalación. Su piel fue recuperando lentamente el calor.
Un pesado bulto aterrizó en su cama, acompañado de un ligero sonido, como el de una bisagra oxidada; extendió la mano y recibió a cambio un ronroneo.
—Ven aquí, Billie —susurró a su gato persa, negro y rollizo.
Billie apoyó la cabeza sobre la palma de la mano y frotó la parte inferior de la barbilla contra los dedos de Safia, antes de dejarse caer pesadamente sobre sus muslos, como si alguien cortara de repente los hilos invisibles que sujetaran al gato. Las sirenas debían haber interrumpido su ronda nocturna por el piso.
El animal continuó ronroneando encantado sobre el regazo de Safia, y aquello, más que los ejercicios de respiración, sí que conseguía relajar los músculos de sus hombros. Sólo entonces se dio cuenta de que se encontraba encogida, como si temiera la acometida de un puñetazo que no llegara nunca. Se obligó a mantener una postura vertical y estiró el cuello.
Todavía se escuchaban las sirenas y la conmoción a media manzana de su edificio. Necesitaba ponerse en pie, averiguar qué estaba ocurriendo. Sencillamente, necesitaba moverse; el pánico se había transformado en energía nerviosa.
Movió las piernas hacia un lado, deslizando a Billie con cuidado sobre el edredón. El ronroneo cesó un instante, antes de ser retomado al quedar claro que no le estaban echando de la cama. Billie había nacido en las calles de Londres. Cuando lo encontró no era más que un gatito callejero, una maraña de pelo y saliva, y a pesar de su ayuda, le había mordido en la yema del pulgar. Sus amigos le dijeron que llevara al animal a un refugio para gatos, pero Safia sabía que un sitio así no era mejor que un orfanato. Así que lo colocó sobre la funda de un almohadón y lo llevó a la clínica veterinaria de la zona.
Habría sido muy sencillo abandonarlo aquella noche, pero a ella también la abandonaron una vez, como al gato. Y también alguien se había hecho cargo de ella. Al igual que Billie, había sido domesticada, aunque no por completo, por lo que sentía preferencia por los lugares salvajes y las esquinas perdidas del mundo.
Pero todo terminó con una explosión durante un luminoso día de primavera.
Todo fue culpa mía… Los gritos y el llanto volvieron a llenar su cabeza, mezclándose con las sirenas del presente.
Con dificultad para respirar, Safia alcanzó la lamparita de noche, una pequeña imitación de Tiffany con forma de libélulas de vidrios de colores. Pulsó el interruptor varias veces, pero la bombilla no se encendió. Se había ido la luz. La tormenta debía haber cortado la corriente eléctrica.
Tal vez fuera ésa la causa de tanta conmoción, ¿por qué no iba a ser algo tan sencillo como eso?
Se levantó de la cama, descalza pero cubierta con un cálido camisón de franela hasta las rodillas. Cruzó el cuarto hacia la ventana y separó las hojas de la persiana veneciana para ver las calles. Su piso se encontraba en la cuarta planta.
Abajo, la habitual tranquilidad de su circunspecta calle, decorada con farolas de hierro y amplias aceras, parecía más bien un campo de batalla surrealista. Los coches de policía y de bomberos abarrotaban la avenida, y las nubes de humo desafiaban a la lluvia, que al menos había pasado de feroz tormenta a la llovizna rutinaria de Londres. Dado que las farolas estaban apagadas, la única iluminación procedía de las sirenas de los vehículos de emergencia. No obstante, un resplandor rojizo, más profundo, centelleaba a través del humo y la oscuridad.
¡Fuego!
El corazón de Safia volvió a desbocarse; se le cortó la respiración, no por los antiguos temores, sino por los nuevos miedos del presente. ¡El museo! Tiró de las cuerdas de la persiana con fuerza, rompiéndolas, y forcejeó con la cerradura de la ventana de guillotina. La subió con fuerza y se inclinó para asomarse a la lluvia, sin notar apenas las gotas heladas.
El Museo Británico se encontraba a un corto paseo de su piso. La visión la dejó boquiabierta. La esquina noreste del museo se había desmoronado, convertida ahora en ruinas abrasadas. Las llamas titilaban al otro lado de las destrozadas ventanas superiores, a través del denso humo. Los bomberos, protegidos con mascarillas respiratorias, tiraban de las mangueras y apuntaban con sus chorros a lo más alto, mientras otros comenzaban a desplegar escaleras desde la parte posterior de sus vehículos.
Aún así, lo peor de todo era la nube de humo que se elevaba desde un agujero en la segunda planta de la esquina noroeste. Los escombros y los bloques de cemento ennegrecido cubrían el suelo de la calle. No había oído la explosión, o tal vez la hubiese confundido con un trueno de la tormenta. Pero aquello no lo podía haber causado el azote de un rayo.
Parecía más bien la explosión de una bomba… quizás fuese un ataque terrorista.
No… otra vez no.
Sintió que le flaqueaban las rodillas. El ala norte… su ala. Sabía que el humo procedía de la galería del fondo. Todo su trabajo, toda una vida de investigación, la colección, un millar de antigüedades de su tierra natal. No alcanzaba a comprender, y esa incredulidad volvía aún más irreal la visión, como un mal sueño del que despertaría de un momento a otro.
Regresó a la seguridad y la cordura de su cuarto. Le dio la espalda a los gritos y a las luces. En la oscuridad, las libélulas de colores volvieron a la vida; se quedó mirándolas, incapaz de comprender lo que ocurría por un instante, hasta que se dio cuenta de que había vuelto la luz.
En ese momento sonó el teléfono de su mesilla de noche, sobresaltándola con el timbre.
Billie levantó la cabeza del edredón, con las orejas alerta por el sonido.
Safia se apresuró hacia el teléfono y cogió el auricular.
—¿Sí?
La voz sonaba adusta, profesional.
—¿Dra. al-Maaz?
—S-sí.
—Le habla el Capitán Hogan. Ha ocurrido un accidente en el museo.
—¿Un accidente? —Fuese lo que fuese lo ocurrido, no se trataba de un simple accidente.
—Sí. El director del museo me ha pedido que la llame para que se persone aquí de inmediato. ¿Podría estar en el museo en menos de una hora?
—Sí, Capitán. Acudiré de inmediato.
—De acuerdo. Daré su nombre al personal de seguridad para que le dejen atravesar el bloqueo.
Escuchó un pequeño chasquido cuando el capitán colgó al otro lado de la línea.
Safia echó un vistazo a su habitación. Billie aporreaba la cama con la cola, en evidente irritación felina por las interrupciones de la noche.
—No tardaré mucho —murmuró, insegura de que fuera a ser cierto. Las sirenas seguían ululando en el exterior.
El pánico que la había despertado se negaba a desvanecerse por completo. Su visión del mundo, la seguridad de su puesto de trabajo en las sobrias salas de un museo se habían venido abajo. Cuatro años antes había huido de un mundo en el que las mujeres se ataban explosivos al pecho. Había huido a la seguridad y el orden de la vida académica, cambiando el trabajo de campo por el de oficina, sustituyendo picos y palas por ordenadores y hojas de cálculo. Había excavado su pequeño nicho en el museo, desde el que se sentía segura. Se había convertido en su hogar.
Pero el desastre había logrado encontrarla.
Le temblaban las manos. Tuvo que sujetarse una con la otra para evitar un nuevo ataque. Nada le apetecía más que volver a meterse en la cama y cobijarse bajo el edredón.
Billie la miraba fijamente, y en sus ojos se reflejaba la luz de la lamparita.
—No pasa nada. Todo va bien —dijo Safia en voz baja, más para sí misma que para el gato. Pero ninguno de los dos se quedó convencido.
Thomas Hardey odiaba ser molestado mientras trabajaba en los crucigramas del New York Times. Formaba parte de su ritual dominical, que también incluía una copa generosa de whisky escocés de cuarenta años y un puro de excelente calidad. El fuego crepitaba en la chimenea.
Se recostó en su sillón orejero de cuero y se quedó mirando el crucigrama a medio terminar, mientras apretaba una y otra vez el pulsador de su bolígrafo Montblanc.
Enarcó una ceja al fijarse en la casilla 19 vertical, una palabra de cinco letras.
—Diecinueve. La suma de todo.
Mientras sopesaba la respuesta, el teléfono de su escritorio sonó. Suspiró y se subió las gafas de lectura de la punta de la nariz hasta el nacimiento del pelo. Seguramente se trataría de algún amigo de sus hijas, que llamaría para contarle cómo le había ido la cita del fin de semana. Al inclinarse hacia el aparato, percibió que la luz de la línea cinco parpadeaba. Sólo tres personas tenían ese número: el presidente, el director de la Jefatura Conjunta del Estado Mayor y el segundo al mando en la Agencia Nacional de Seguridad, su subdirector.
Dejó caer el periódico sobre su regazo y pulsó el botón rojo de la línea. Con este simple movimiento, un código algorítmico variable cifraría la comunicación.
Levantó el auricular.
—Al habla Hardey.
—Director.
Se incorporó, cauteloso. No reconocía la voz, y conocía las voces de las tres personas que tenían su número privado como si fueran las de sus propios hijos.
—¿Quién es usted?
—Tony Vicar. Lamento molestarle a estas horas.
Thomas revisó en marcha su Rolodex mental. Almirante Anthony Vicar. Al instante conectó el nombre a cinco letras: DARPA. La Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa. El departamento supervisaba la rama de investigación y desarrollo para el Departamento de Defensa. Su lema era Ser los primeros en llegar. En lo referente a avances tecnológicos, Estados Unidos no aceptaba un segundo puesto.
Nunca.
Percibió una creciente sensación de temor.
—¿En qué puedo ayudarle, Almirante?
—Se ha producido una explosión en el Museo Británico de Londres.
Vicar continuó explicando la situación detalladamente. Thomas comprobó su reloj, habían pasado treinta minutos desde la explosión. La capacidad organizativa de Vicar para recopilar tanta información en un periodo de tiempo tan corto resultaba abrumadora.
Una vez que el almirante finalizó, Thomas le planteó la pregunta más evidente.
—¿Y qué interés tiene DARPA en la explosión?
Vicar le respondió.
Thomas sintió que la temperatura del cuarto descendía diez grados.
—¿Está seguro?
—Ya tengo un equipo asignado en la zona, que se encargará de responder a ello. Pero necesitaré la colaboración del MI5 británico… o mejor aún…
La alternativa quedó pendida en el aire, jamás pronunciada en una comunicación encriptada.
Thomas comprendía ahora el carácter clandestino de la llamada. El MI5 era el equivalente británico a su propia organización. Vicar quería que los suyos lanzaran una cortina de humo para que el equipo de DARPA lograra entrar y salir como una exhalación, antes de que nadie sospechara del descubrimiento. Y eso incluía a la agencia de inteligencia británica.
—Comprendo —respondió finalmente Thomas. Ser los primeros en llegar. Rezó para estar a la altura de aquella misión—. ¿Ya tiene un equipo preparado?
—Lo estará a primera hora de la mañana.
Dada la falta de información más detallada, Thomas supo de inmediato quién se haría cargo de aquello. Dibujó un símbolo griego en el margen del periódico ∑.
—Les dejaré el camino despejado —respondió al teléfono.
—Muy bien.
La línea se cortó.
Thomas colgó el auricular, planeando ya lo que debía hacer. Tendría que trabajar con rapidez. Bajó la vista al crucigrama inacabado: 19 vertical.
Una palabra de cinco letras para la suma de todo. Qué apropiado.
Tomó el bolígrafo y rellenó lo huecos con la respuesta en mayúsculas.
SIGMA.
Safia se detuvo ante la barricada, una especie de armazón amarillo y negro con forma de A. Se mantuvo cruzada de brazos, ansiosa, helada. El humo invadía el aire. ¿Qué había ocurrido? Tras la barricada, un policía sujetaba en la mano su cartera y comparaba la foto con la mujer que tenía ante él.
Sabía que le estaba costando reconocerla. En la mano, la identificación del museo le devolvía la imagen de una aplicada mujer de treinta años, de piel de caramelo, melena de ébano recogida en una perfecta trenza sobre la nuca y ojos verdes tras unas gafas de lectura de montura negra. En contrate, ante el joven guardia aparecía una mujer empapada, desaliñada, con el pelo suelto aplastado en largos mechones contra la cara. Tenía la mirada perdida y confundida, centrada más allá de las barreras, más allá de la histeria del personal y los equipos de emergencia.
Los periodistas salpicaban la zona, identificables por la aureola de sus cámaras. Varias furgonetas de equipos televisivos habían aparcado entre la acera y la calzada, y también divisó dos vehículos militares británicos entre los equipos de emergencia, junto con el personal que montaba guardia, rifle en mano.
No se descartaba la posibilidad de un ataque terrorista, por lo que había oído rumorear a la multitud y a un reportero al que tuvo que esquivar para llegar a la barricada. Además, no pocos le dedicaban miradas de sospecha, al ser la única árabe en la calle. Contaba con experiencia de primera mano sobre terrorismo, pero no de la manera que aquellos tipos sospechaban. Tal vez estuviera malinterpretando las reacciones a su alrededor; cierto tipo de paranoia, denominado hiperansiedad, era una secuela muy común tras un ataque de pánico.
Safia continuó avanzando a través de la multitud, respirando profundamente y centrándose en su propósito. Lamentó haber olvidado el paraguas. Había salido del piso inmediatamente después de la llamada, con el tiempo justo de ponerse unos pantalones caqui y una blusa blanca con detalles florales. Se puso un abrigo Burberry que le llegaba hasta las rodillas, pero con las prisas, el paraguas a juego se quedó en el perchero junto a la puerta. Al llegar a la planta baja del edificio y salir apresuradamente a la lluvia, cayó en la cuenta de su olvido. Pero la ansiedad no le permitió volver a subir a la cuarta planta a buscarlo.
Necesitaba saber qué había ocurrido en el museo. Había pasado los últimos diez años creando la colección, y los pasados cuatro años al cargo de proyectos de investigación para el museo. ¿Cuánto de todo aquello había quedado reducido a cenizas? ¿Qué podría salvarse?
En el exterior, la lluvia arreció hasta convertirse en un aguacero constante, pero al menos el cielo nocturno había perdido su furia. Para cuando llegó al punto de control de seguridad improvisado, se había empapado hasta los huesos.
Sintió un escalofrío mientras el guardia quedaba satisfecho con su identificación.
—Puede proceder. El inspector Samuelson la espera.
Otro policía la acompañó a la entrada sur del museo. Safia levantó la vista hacia la fachada de pilares. Mostraba la solidez de la cámara acorazada de un banco, algo de lo que jamás se había dudado.
Hasta esa noche…
La condujeron a través de la entrada y bajaron una serie de escaleras. Atravesaron varias puertas que rezaban sólo personal del museo. Sabía adonde la conducían. A la sala de seguridad subterránea.
Un agente armado hacía guardia ante la puerta. Asintió al verles aproximarse, claramente esperando su llegada, y les abrió la puerta.
Su escolta la llevó hasta otro compañero suyo: un hombre de raza negra vestido de civil, con un corriente traje azul. Era varios dedos más alto que Safia, con el pelo completamente gris y un rostro que se asemejaba al cuero gastado. Percibió en sus mejillas la sombra gris de una barba sin afeitar; seguramente le habían sacado de la cama.
Le extendió la mano con firmeza.
—Inspector Geoffrey Samuelson —se presentó con la misma rigidez de su mano—. Gracias por haber venido tan pronto.
Safia asintió, demasiado nerviosa para mediar palabra.
—Le ruego que me siga, Dra. al-Maaz, necesitamos su ayuda en la investigación de la causa de la explosión.
—¿Mi ayuda? —logró pronunciar.
Atravesó la sala de descanso, atestada de personal de seguridad. Parecía que la plantilla al completo, incluyendo a los miembros de todos los turnos, se encontrara reunida allí. Reconoció a varios hombres y mujeres, pero ahora la miraban como si fuera una desconocida. Sus conversaciones entre murmullos quedaron silenciadas a su paso. Debían saber por qué la habían hecho llamar, pero no parecía que tuvieran más datos que ella. Aún así, el silencio denotaba cierta sospecha.
Enderezó la espalda, mientras la irritación teñía su ansiedad. Esas personas eran sus colegas, trabajaban con ella, si bien estaban al tanto de su pasado.
Dejó caer los hombros cuando el inspector la condujo por el pasillo hasta la sala del fondo. Sabía que en ella se encontraba el «nido», como lo llamaba la plantilla, un cuarto con forma oval cuyas paredes se hallaban completamente cubiertas por los monitores de las cámaras de seguridad. En el interior, la sala se hallaba casi vacía.
Reconoció al encargado de seguridad, Ryan Fleming, un hombre bajito pero fornido, de edad media. Se le distinguía con facilidad por su calva pelada y su nariz aguileña, que le había hecho ganarse el apodo de «el águila calva». Se encontraba de pie junto a un hombre larguirucho, vestido con un inmaculado uniforme militar y un arma en el costado. Ambos aparecían inclinados sobre los hombros de un técnico sentado ante un banco de monitores. El grupo se giró hacia ella al entrar.
—La Dra. Safia al-Maaz, conservadora de la Galería Kensington —presentó Fleming. Se incorporó y le hizo un gesto con la mano para que se acercase.
Fleming formaba parte de la plantilla desde que Safia asumió su puesto. Como guardia por aquel entonces, había ido ascendiendo hasta convertirse en el jefe de seguridad. Cuatro años antes, había frustrado el robo de una escultura preislámica de su galería. Gracias a su diligencia, se había ganado su puesto actual. Los Kensington sabían cómo recompensar a los que hacían un buen trabajo. Desde entonces, se había mostrado especialmente protector de Safia y de su galería.
Se unió al grupo ante el banco de monitores, seguida por el inspector Samuelson. Fleming le puso la mano en el hombro, con ojos dolidos.
—Lo siento mucho. Su galería, su trabajo…
—¿Cuánto se ha perdido?
Fleming parecía angustiado. Sin más, señaló uno de los monitores. Safia se inclinó hacia la pantalla, que transmitía en directo. En blanco y negro, observó la imagen de la sala principal del ala norte. El humo enturbiaba la visión, y unos hombres, protegidos con mascarillas, trabajaban en el ala. Había unos cuantos reunidos en torno a la reja de seguridad que conducía a la Galería Kensington, y parecían estar observando una figura adherida al metal, una forma esquelética y descarnada, como un espantapájaros consumido.
Fleming sacudió la cabeza.
—En breve el coronel obtendrá autorización para identificar los restos, pero estamos convencidos de que se trata de Harry Masterson, uno de mis hombres.
La estructura de huesos todavía humeaba. ¿Y eso había sido antes un hombre? Safia sintió que el mundo se estremecía a su alrededor, y dio un paso atrás. Fleming la sujetó. Una deflagración de una magnitud tan potente como para quemar la carne humana y no dejar más que los huesos era algo que escapaba a su comprensión.
—No lo entiendo —farfulló—. ¿Qué ha ocurrido aquí?
El hombre vestido de azul militar le respondió.
—Esperamos que usted pueda arrojar cierta luz al respecto —se giró hacia el técnico de imagen—. Rebobine a cero cien.
El técnico asintió.
El militar, con rostro serio e inhóspito, se volvió hacia Safia mientras el otro obedecía la orden.
—Soy el Comandante Randolph, representante de la división antiterrorista del Ministerio de Defensa.
—¿Antiterrorista? —Safia miró a los demás a su alrededor—. ¿Esto lo ha causado una bomba?
—Eso todavía está por determinar, señorita —explicó el comandante.
El técnico se movió en su asiento.
—Preparado, señor.
Randolph le hizo un gesto para que mirase al monitor.
—Nos gustaría que echara un vistazo a esto. Lo que está a punto de ver es material clasificado, ¿entiende lo que le digo?
Safia no lo entendía, pero asintió.
—Adelante —ordenó Randolph.
En la pantalla, una cámara mostró la parte trasera de la Galería Kensington. Todo se encontraba en orden, aunque el espacio aparecía sumido en la oscuridad, únicamente iluminado por las luces de emergencia.
—Esta grabación se tomó minutos después de la una de la madrugada —añadió el comandante.
Safia distinguió una nueva luz, que flotaba en una de las salas contiguas. Al principio parecía que hubiese entrado alguien con una linterna en la mano. Pero pronto quedó claro que la luz se movía sola.
—¿Qué es eso? —preguntó.
El técnico le respondió.
—Hemos estudiado la cinta con distintos filtros. Parece ser un fenómeno llamado rayo globular. Se trata de una especie de globo de plasma, que flota por sí solo, proyectado por la tormenta. Es la primera vez en la historia que se logra grabar esta maldita rareza.
Safia había oído hablar de tales anomalías atmosféricas. Bolas de aire cargado, luminiscente, que viajaban con trayectoria horizontal por encima de la tierra. Aparecían en llanuras amplias, en los interiores de las casas, a bordo de los aviones, incluso en los submarinos. Pero raramente causaban daños. Volvió la mirada al monitor en directo y al osario humeante. Aquélla no podía ser la causa de la explosión.
Mientras reflexionaba al respecto, una nueva figura apareció en la grabación, un guardia.
—Harry Masterson —dijo Fleming.
Safia respiró profundamente. Si Fleming estaba en lo cierto, era el mismo hombre cuyos huesos aparecían calcinados en el otro monitor. Deseaba cerrar los ojos, pero no podía.
El guardia siguió el resplandor del rayo globular, con expresión tan desconcertada como la de los presentes en la sala. Levantó la radio hacia su boca para informar, pero la grabación no tenía audio.
En ese instante, la descarga esférica se detuvo sobre una vitrina que descansaba sobre un pedestal, y que contenía una figura de hierro. La figura cayó, atravesando el vidrio, y desapareció. Safia parpadeó, sin que ocurriera nada en la imagen.
El guardia siguió hablando por la radio… hasta que, de repente, algo le alarmó. Se dio la vuelta a la vez que la vitrina explotaba hacia el exterior, y un instante después, una segunda explosión lo tiñó todo de una luminosidad cegadora, antes de que la pantalla se apagara.
—Rebobine cuatro segundos —ordenó el comandante Randolph.
La imagen se congeló y los fotogramas fueron retrocediendo. La sala volvió a aparecer, justo antes de la explosión, y la vitrina retomó su forma entorno a la figura de hierro.
—Congele la imagen.
La grabación se detuvo, vibrando ligeramente en la pantalla. El artefacto de hierro se veía con claridad dentro de su expositor. De hecho, con demasiada claridad. Parecía brillar con luz propia.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó el comandante.
Safia miró fijamente el antiquísimo artefacto. Ahora comprendía por qué la habían hecho llamar a esa reunión. Ninguno de los presentes comprendía lo que había ocurrido. Nada tenía sentido alguno para ellos.
—¿Es una escultura? —preguntó el comandante—. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?
Safia leía en su mente una acusación encubierta. ¿Habría introducido alguien en el museo una bomba oculta en una escultura? Y de ser así, ¿quién sería el principal sospechoso de cooperación en tal artimaña? ¿Quién, sino alguien de dentro? Alguien relacionado con una explosión en el pasado.
Sacudió la cabeza ante las preguntas y acusaciones mudas.
—No… no es una escultura.
—¿Qué es, entonces?
—Esa figura de hierro es un fragmento de meteorito… descubierto en el desierto omaní a finales del siglo XIX.
Safia sabía que la historia del artefacto databa de mucho antes. Durante siglos, los mitos árabes hablaban de una ciudad perdida, cuya entrada estaba guardada por un camello de hierro. La riqueza de dicha ciudad se suponía más allá de todo entendimiento. Tal era su opulencia, que se decía que la entrada estaba cubierta de perlas negras, como si fueran guijarros sin mayor importancia. Mucho más tarde, en el siglo XIX, un guía beduino condujo a un explorador británico hasta ese lugar, pero no encontró la ciudad perdida, sino un fragmento de meteorito medio enterrado en la arena, que se parecía vagamente a un camello. De hecho, las perlas negras resultaron ser no más que fragmentos de simple cristal, que se formaron con el impacto calorífico del meteorito en aquellas tierras.
—Este meteorito con forma de camello ha pertenecido a la colección del Museo Británico desde su fundación… aunque había estado olvidado en los sótanos de seguridad hasta que lo encontré en el catálogo y lo añadí a la colección.
El inspector Samuelson rompió el silencio.
—¿Cuándo se produjo esta inclusión?
—Hace dos años.
—Así que lleva aquí bastante tiempo —señaló el inspector, con una rápida mirada al comandante, como si la respuesta sentenciase alguna discrepancia anterior.
—¿Un meteorito? —masculló el comandante sacudiendo la cabeza, como descontento de que su teoría conspiratoria quedase descartada—. No tiene sentido.
Cierta conmoción llamó la atención de todos hacia la puerta. Safia vio al director del museo, Edgar Tyson, irrumpir en la sala de seguridad. Este hombre, de habitual imagen pulcra, llevaba esa noche un traje arrugado, que combinaba con su expresión preocupada. Se mesaba su pequeña perilla canosa. Safia no se había percatado hasta ese momento de su evidente ausencia. El museo era la vida y el sustento de aquel hombre.
Pero la razón de su ausencia pronto se hizo evidente. De hecho, venía pisándole los talones. Una mujer irrumpió en la sala, su empaque casi precediendo su figura, como la calma que precede a la tempestad. Alta, de casi un metro noventa, vestía un abrigo de cuadros escoceses hasta los pies que goteaba agua, pero aún así, su melena rubia rojiza, cortada a la altura de los hombros, se veía seca y perfectamente peinada en suaves rizos que parecían oscilar con vida propia. Por lo visto, ella no había olvidado el paraguas.
El comandante Randolph se enderezó, dando un paso al frente y presentándola, con un tono de voz repentinamente respetuoso.
—Lady Kensington.
La mujer le ignoró y registró con la vista la habitación, hasta que sus ojos se encontraron con los de Safia. Un destello de alivio.
—Safi… ¡Gracias a Dios! —Se apresuró a su lado y la envolvió con un fuerte abrazo, murmurando entrecortadamente a su oído—. Cuando me enteré… tú trabajas hasta tarde tantas noches. Y no lograba localizarte por teléfono…
Safia respondió a su abrazo, sintiendo cierto temblor en los hombros de su amiga. Se conocían desde que eran niñas, y habían estado más unidas que si hubieran sido hermanas.
—Estoy bien, Kara —respondió abrazada a ella.
Le sorprendió la profundidad del auténtico miedo que percibió en ella, generalmente tan fuerte. No había sentido una demostración así de cariño por su parte desde hacía mucho, desde la muerte del padre de Kara, cuando aún eran niñas.
Kara seguía temblando.
—No sé qué habría hecho si te hubiera perdido. —Sus brazos se aferraron alrededor de Safia, tanto por necesidad como por consuelo.
A Safia se le empañó de lágrimas la mirada. Recordó otro abrazo similar, otras palabras similares. No voy a perderte.
A los cuatro años, la madre de Safia había fallecido en un accidente de autobús. Al ser ya huérfana de padre, fue internada en un orfanato, un lugar horrible para una niña mestiza. Un año después la corporación Kensington sacó a Safia de allí para que se convirtiera en la compañera de juego de Kara, con quien incluso compartía habitación. Apenas recordaba aquel día, sólo que un señor alto llegó a recogerla.
Se trataba de Reginald Kensington, el padre de Kara.
Dado su parecido en edad y en naturaleza alocada, Kara y Safia se convirtieron en las mejores amigas en cuestión de días, compartiendo sus secretos por la noche y jugando entre las palmeras, escapándose al cine, contándose sus sueños entre susurros bajo las sábanas. Fue una época maravillosa, como un verano dulce y eterno.
Después, a los diez años, la devastadora noticia: Lord Kensington anunció que Kara viajaría a Inglaterra a estudiar durante dos años. Angustiada, Safia no pudo ni excusarse de la mesa. Echó a correr hacia su habitación, presa del pánico y con el corazón destrozado por tener que regresar al orfanato, como un juguete que vuelven a guardar en su caja. Pero Kara la encontró. No voy a perderte, le prometió entre lágrimas y abrazos. Convenceré a papá para que vengas conmigo.
Y Kara se mantuvo fiel a su promesa.
Safia pasó dos años en Inglaterra con Kara. Estudiaron juntas, como hermanas, como buenas amigas. Cuando regresaron a Omán, se habían hecho inseparables. Terminaron su educación juntas en Mascate, y todo fue maravilloso hasta que un día Kara regresó de un viaje de caza, regalo de cumpleaños, quemada por el sol y delirando.
Su padre no había regresado con ella.
Muerto en una sima en la arena, había sido la versión oficial, pero el cuerpo de Reginald Kensington no fue hallado jamás.
Desde ese día, Kara nunca fue la misma. Seguía manteniendo a Safia a su lado, pero más por deseo familiar que por verdadera amistad. Kara se enfrascó en los estudios para terminar su educación y hacerse cargo de las numerosas empresas y operaciones de su padre. A los diecinueve años, se graduó en Oxford.
La jovencita demostró ser una experta en finanzas, triplicando el valor de la red de propiedades de su padre mientras finalizaba la universidad. La Kensington Wells Incorporated continuó creciendo, extendiéndose a otros campos: aplicaciones informáticas, patentes de desalinización, emisiones televisivas. Aún así, Kara jamás desatendió el manantial del que emanaba toda la riqueza de su familia: el petróleo.
En tan sólo el último año, la Kensington Wells superó a la Halliburton Corporation en la obtención de contratos petrolíferos.
Y al igual que las operaciones petrolíferas de la familia Kensington, tampoco descuidó a Safia. Kara continuó sufragando su educación, incluyendo sus seis años en Oxford, donde Safia se doctoró en arqueología. Al graduarse, trabajó para la Kensington Wells Inc., y finalmente se hizo cargo de la supervisión del mimado proyecto de Kara en el museo, una colección de antigüedades de la Península arábiga, empezada por su padre. E igual que con lo demás, el proyecto también prosperó bajo el auspicio de Kara, llegando a convertirse en la mayor colección monotemática de todo el mundo. Hacía dos meses, la familia real de Arabia Saudí había intentado comprarla para devolverla a tierras árabes, y según el rumor, la oferta había sido de cientos de millones.
Pero Kara la rechazó. La colección significaba mucho más que dinero. Constituía un memorial a su padre. Aunque su cuerpo no fue hallado nunca, ésa era su tumba, esa ala entera en el Museo Británico, rodeada de las riquezas y la historia de Arabia.
Por encima del hombro de su amiga, Safia fijó la mirada en el monitor que mostraba en directo lo que quedaba de su duro trabajo: ruinas humeantes. Ella era la única capaz de imaginar lo que esa pérdida significaba para Kara. Lo tomaría como una profanación a la tumba de su padre.
—Kara —comenzó Safia, intentando suavizar el golpe que iba a sufrir al oírlo de boca de alguien que había compartido su pasado—. La galería… ha desaparecido.
—Lo sé. Edgar ya me lo ha dicho —la voz de Kara perdió el timbre vacilante.
Se separó de Safia, como si de repente se sintiera atontada. Miró al resto de personas en el cuarto, y el familiar tono de mando regresó a su boca.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Quién ha provocado todo esto?
El hecho de perder la colección poco después de rechazar la oferta de los árabes despertó una clarísima sospecha en Kara.
Sin dudarlo, el técnico mostró la grabación a Lady Kensington. Safia recordó la advertencia anterior sobre la confidencialidad de lo que revelaba la cinta. Nadie pronunció una palabra al respecto ante Kara: el dinero tenía sus privilegios.
Safia ignoró las imágenes del monitor y se dedicó a estudiar a Kara, temiendo el alcance devastador que el suceso podría tener en ella. Por el rabillo del ojo percibió la explosión final, antes de que el monitor se quedara en blanco. Durante el visionado, la expresión de Kara se había mantenido imperturbable, una pura máscara de concentración marmórea, Atenea con semblante pensativo.
Pero al final, los ojos de Kara se cerraron lentamente. No por horror, ni por angustia, pues Safia conocía a la perfección cada una de las expresiones de Kara, sino por puro y profundo alivio. Los labios de su amiga se movieron en un suspiro entrecortado, una única palabra, captada tan sólo por sus oídos.
—Por fin…