No me causa ningún placer escribir sobre la muerte de Angier. Ha sido el trágico clímax de una serie de acontecimientos que se acumularon durante más de dos años.
Me negué a dejar constancia de ninguno de ellos porque, lamento decirlo, amenazaban con renovar la antipatía que existía entre nosotros.
Tal como apunté en la primera parte de este diario, había alcanzado un agradable equilibrio y estabilidad en mi vida y en mi carrera, y no deseaba nada más. Sentía y sinceramente creía que si Angier realizaba cualquier tipo de ataque o tomaba cualquier tipo de represalia en mi contra, podía limitarme a no darle importancia. De hecho, tenía todas las razones para creer que las pistas falsas ofrecidas en la nota que Olive le entregó habían sido una medida definitiva entre nosotros. La intención de aquella nota era la de desviar su atención, y enviarlo en busca de un secreto que no existía. El hecho de que desapareciera de mi conciencia por más de dos años significaba que mi ardid había funcionado.
Sin embargo, poco tiempo después de terminar la primera parte de esta narración, tropecé por casualidad con una reseña en una revista sobre una actuación que tenía lugar en el Finsbury Park Empire. Rupert Angier tenía un número, y según todo el mundo era uno de los peores de la programación. La reseña únicamente lo mencionaba de pasada, observando que «es bueno saber que su talento no se ha disipado». Únicamente esto sugería que su carrera había sufrido una interrupción.
Dos o tres meses más tarde, todo había cambiado. Una revista de magia publicó una entrevista con él, con una fotografía de él que ocupaba toda una página. Uno de los periódicos hacía referencia en un artículo a «la reaparición del arte del prestidigitador», señalando que las numerosas actuaciones de magia estaban otra vez encabezando los programas de nuestros teatros de variedades. Se mencionaba el nombre de Rupert Angier, así como el de muchos otros.
Aún más tarde, debido a las demoras necesarias para producir tales cosas, una de las revistas de magia a las que estaba suscrito publicó un detallado artículo sobre Angier. Describía la actuación que realizaba en aquel entonces como un triunfante principio en el arte de la magia abierta. Su nuevo truco, llamado «En un abrir y cerrar de ojos», fue galardonado con una mención especial y aclamado por críticos expertos.
Se decía que establecía nuevos estándares de brillantez técnica, de tal forma que, a menos que el señor Angier en persona quisiera revelar los secretos de sus mecanismos, era improbable que cualquier otro ilusionista pudiera reproducir su efecto, al menos en un futuro próximo. El mismo artículo mencionaba que «En un abrir y cerrar de ojos» era un importante avance respecto de «previos esfuerzos» en el campo de los trucos de transferencia, y había una insignificante referencia no sólo a «El nuevo hombre transportado» sino también a mi persona.
Intenté, honestamente, hacer caso omiso de tales nimiedades, pero estas apariciones en prensa eran sólo las primeras de muchas. Sin duda, Rupert Angier estaba en la cima de nuestra profesión.
Naturalmente, sentí que debía hacer algo al respecto. Gran parte de mi trabajo durante los últimos meses había consistido en hacer giras, que se concentraban en pequeños clubes y teatros de las provincias. Decidí que para reestablecerme necesitaba una temporada en un teatro importante de Londres que sirviera de escaparate para mis habilidades. El interés por los trucos escénicos era tal en aquella época que mi representante no tuvo dificultades para organizar lo que prometía ser un gran espectáculo. Tendría lugar en el Teatro Lírico en el Strand, y yo era cabeza de cartel de un espectáculo de variedades programado para septiembre de 1902, durante una semana.
En la función de apertura la mitad de la sala estaba vacía, y al día siguiente las reseñas eran pocas y muy espaciadas. Tan sólo tres periódicos mencionaron mi nombre, y el comentario menos desfavorable me describía como «un defensor de un estilo de magia más notable por su valor nostálgico que por sus aptitudes innovadoras». Las funciones de las dos noches siguientes estuvieron casi vacías, y el espectáculo se canceló a mitad de semana.
Decidí que tenía que ver el truco de Angier con mis propios ojos, y cuando me enteré de que a finales de octubre daría comienzo un espectáculo suyo que estaría en cartelera durante dos semanas en el Hackney Empire, compré discretamente una entrada para la platea. El Empire es un teatro estrecho y profundo, con largos y angostos pasillos y un auditorio que queda bastante oscuro durante toda la función, por lo que satisfacía perfectamente mis propósitos. Desde mi butaca podía verse el escenario bastante bien, pero no me encontraba tan cerca como para que Angier pudiera verme.
No noté nada excepcional en la parte más importante de su actuación, en la que realizaba competentemente trucos del repertorio de magia estándar. Su estilo era bueno, su discurso divertido, su asistente hermosa y su sentido de la teatralidad por encima de la media. Llevaba un traje de etiqueta de buena calidad, y su cabello estaba hábilmente abrillantado. Durante esta parte de su actuación, sin embargo, observé por primera vez su rostro afectado por la enfermedad, y vi otras señales que sugerían un estado poco saludable. Se movía con rigidez, y varias veces ayudaba a su brazo izquierdo, como si estuviera más débil que el otro.
Finalmente después de una, tengo que admitirlo, divertida rutina, que incluía un mensaje escrito por un miembro del público que aparecía dentro de un sobre cerrado, Angier llegó al truco final. Empezó con un serio discurso, que anoté rápidamente en una libreta. Esto fue lo que dijo:
«¡Damas y caballeros! Mientras el nuevo siglo avanza a pasos agigantados, vemos a nuestro alrededor y por todas partes los milagros de la ciencia. Estas maravillas se multiplican casi cada día. Cuando finalice el nuevo siglo, lo cual pocos de los que están aquí esta noche vivirán para ver, ¿qué maravillas prevalecerán? Los hombres podrán volar, podrán hablar con océanos de por medio, podrán viajar más allá del firmamento. Aun así, ningún milagro que la ciencia pueda producir puede ser comparado con la mayor de las maravillas… la mente humana y el cuerpo humano.
»Esta noche, damas y caballeros, intentaré realizar una hazaña mágica que conjuga las maravillas de la ciencia con las maravillas de la mente humana. ¡Ningún otro mago profesional en el mundo puede reproducir lo que ustedes están a punto de ver!».
Dicho esto, levantó teatralmente su brazo sano, y se alzó el telón. Allí, esperando bajo la luz de los focos, estaba el artefacto que yo había ido a ver.
Era bastante más grande de lo que yo me esperaba. Los magos normalmente prefieren trabajar con máquinas construidas de forma más compacta, con el fin de aumentar el misterio del uso que se les da. El equipamiento de Angier prácticamente llenaba todo el espacio del escenario.
En el centro del escenario había un soporte que consistía en tres largas patas de metal, unidas en forma de trípode, sobre cuyo vértice se encontraba un brillante globo metálico de aproximadamente un metro y medio de diámetro. Debajo del vértice del trípode quedaba el espacio justo como para que un hombre entrara de pie.
Inmediatamente sobre el vértice, y debajo del globo, había un artilugio cilíndrico de madera y metal, firmemente sujetado a la unión. Este cilindro estaba hecho de listones de madera con espacios definidos entre ellos, y cubiertos cientos de veces a su alrededor por delgados filamentos de cables. Desde donde yo estaba sentado, me pareció que el cilindro era de al menos un metro y veinte centímetros de altura, y tal vez del mismo diámetro. Giraba lentamente, y atraía y reflejaba las luces del escenario en nuestros ojos. Fragmentos de luz inundaban las paredes del auditorio.
Rodeando el artilugio, a una distancia radial de aproximadamente tres metros, había un segundo círculo de ocho listones metálicos, de nuevo bien rodeados por cables. Estos listones estaban de pie sobre la superficie del escenario y concéntricos con respecto al trípode, separados amplia y regularmente, con grandes espacios entre uno y otro. El público podía ver claramente la parte principal del artefacto.
No estaba en absoluto preparado para esto, sino que había esperado un tipo de caja mágica del mismo tamaño que las que yo utilizaba. El artefacto de Angier era tan inmenso que no había lugar en ninguna parte del escenario para ocultar una segunda caja.
Las ideas se agolpaban en mi cabeza de mago, intentando anticipar cuál sería el truco, cómo podría diferir del mío y dónde podría estar el secreto. La primera impresión era de sorpresa ante su tamaño. La segunda impresión, la notable y prosaica calidad del artefacto. A excepción del cilindro rotativo situado justo sobre el vértice, no se empleaban colores brillantes, luces que distrajeran o áreas intencionadamente oscuras. Gran parte del artilugio parecía estar hecho de madera sin barnizar o de metal opaco. Había cuerdas y cables cruzados en todas direcciones.
Tercera impresión: ninguna pista acerca de lo que iba a suceder. No tenía idea de lo que se esperaba que el artefacto pareciera. Los artefactos mágicos suelen asumir formas comunes para desviar la atención del público en otra dirección, como una mesa común y corriente, por ejemplo, o un tramo de escalera, o un baúl, pero el aparato de Angier no hacía concesión alguna a la familiaridad.
Angier comenzó a realizar el truco.
No parecía haber espejos en el escenario. Todas las partes del artefacto podían verse directamente, y mientras Angier hacía sus preparativos, daba vueltas por el escenario, caminando a través de cada uno de los espacios, pasando momentáneamente por detrás de los listones, siempre visible, siempre moviéndose.
Yo miraba sus piernas, a menudo una parte de la anatomía del ilusionista que debe observarse desde cerca cuando se mueve, y en particular por detrás de su artefacto (un movimiento inexplicable puede indicar la presencia de un espejo o algún otro dispositivo) pero el andar de Angier era relajado y normal. No parecía haber escotillones que él pudiera utilizar. El escenario estaba cubierto por una única gran lámina de caucho, que hacía difícil el acceso al entresuelo de debajo del escenario.
Lo más curioso de todo es que no había lógica aparente en el truco. Los artefactos de magia normalmente sirven para confirmar o confundir las expectativas del público. Consisten en la caja que es evidentemente demasiado pequeña como para albergar un cuerpo humano (sin embargo terminará haciéndolo), o en la lámina de acero que supuestamente no puede ser atravesada, o en el baúl cerrado con candados de donde sería imposible escapar. En cualquier caso, el ilusionista confunde a su público, haciéndole creer que ha descifrado por su cuenta qué es exactamente lo que ven delante de ellos. El aparato de Angier no se parecía a nada que se hubiera visto antes, y era imposible adivinar cuál era su supuesta función con sólo mirarlo.
Mientras tanto, Angier iba y venía por el escenario, todavía invocando los misterios de la ciencia y de la vida. Volvió a ocupar el centro del escenario y se enfrentó a su público.
«Señores míos, estimadas señoras, solicito a uno de ustedes, un voluntario. No deben temer lo que pueda ocurrir. Los necesito solamente para un simple acto de verificación».
Se puso de pie bajo la luz deslumbradora de los focos, inclinándose de una manera incitante hacia los miembros del público que se encontraban en las primeras dos filas de los fauteuils. Reprimí el súbito y descabellado impulso de levantarme de golpe y ofrecerme como voluntario para poder ver más de cerca la maquinaria. Sabía que si lo hacía, Angier me reconocería inmediatamente, y probablemente daría a su actuación un final prematuro.
Luego del habitual titubeo nervioso, un hombre caminó hasta el escenario y subió por la rampa lateral. Mientras tanto, uno de los asistentes de Angier apareció en el escenario, llevando una bandeja cargada con varios objetos, cuyos propósitos enseguida fueron descubiertos, ya que cada uno ofrecía una forma de marcar o identificar. Había dos o tres frascos llenos con tintas de diferentes colores; un tazón con harina; algunas tizas; barras de carbón vegetal. Angier invitó al voluntario a que escogiera uno, y cuando el hombre eligió el tazón de harina, Angier le dio la espalda y le invitó a que la tirara en la parte trasera de su chaqueta. El hombre lo hizo, creando una nube blanca que se esfumó espectacularmente bajo las luces del escenario.
Angier se giró nuevamente de cara al público, y pidió al voluntario que escogiera una de las tintas. El hombre eligió la roja. Angier extendió sus manos para permitir que la tinta roja fuera derramada sobre ellas.
Ahora, marcado de una manera muy particular, Angier le pidió al hombre que regresara a su asiento. Las luces del escenario se fueron atenuando, a excepción de la brillante saeta de uno de los focos.
Se escuchó el ruido de un crujido sobrenatural, como si el propio aire se partiera en mil pedazos, y para mi sorpresa, una flecha de descarga eléctrica de color celeste salió enroscada y disparada abruptamente del globo brillante. El arco se movió con una rapidez y una arbitrariedad horrendas, precipitándose de un lado para otro dentro del área rodeada por los listones exteriores, por donde ahora caminaba el propio Angier. Tanto el crujido como el chasquido de la flecha parecían estar dotados de una despiadada vida propia.
La descarga eléctrica se duplicó de repente, luego se triplicó, y las flechas adicionales parecían estar picoteando aquí y allá, como si estuvieran registrando el espacio cercado. Una, inevitablemente, le dio a Angier, y en un instante se enroscó a su alrededor, iluminándolo con una luz azul verdosa que brillaba no solamente alrededor de su cuerpo, sino también desde su interior. Recibió el disparo de electricidad, levantó su brazo sano y giró sobre sí mismo, permitiendo así que el fuego inquieto y sibilante lo bordeara y lo rodeara.
Aparecieron más flechas de electricidad, chispeando malignas a su alrededor. Nuevamente, hizo caso omiso de éstas. Todas parecían atacarlo, de una en una; una se alejaba bruscamente de él, como un látigo en el aire, dejando paso a otra, o a otras dos, para atravesarlo ardiendo y azotar su cuerpo con un fuego que no cesaba de retorcerse.
El olor de esta descarga asaltó inmediatamente al público. Lo respiré al igual que los demás, estaba atónito intentando adivinar qué podía llegar a contener. Tenía una cualidad sobrenatural, atómica, como la liberación de una fuerza hasta entonces prohibida para el hombre, y ahora, liberada, despedía el fuerte olor de una energía pura y desenfrenada.
Mientras los arcos de electricidad lo atacaban sin cuartel, atropelladamente, por todos sus flancos, Angier se dirigió hacia el trípode que estaba en el corazón del infierno, directamente debajo de la fuente. Una vez aquí, parecía que estaba a salvo.
Aparentemente imposibilitados o incapaces de doblarse sobre sí mismos, los arcos de luz brillantes se alejaron de él de repente, y con golpes feroces se estrellaron contra los listones más grandes, los exteriores. En pocos segundos, cada uno de ellos era atravesado por un arco, que chispeaba con inquieto entusiasmo, contenido en su lugar.
Entonces, estas ocho deslumbrantes serpentinas formaron una especie de dosel sobre el área en la que se encontraba Angier, solo. La luz del foco se extinguió de repente, y todas las otras luces del escenario habían sido atenuadas. Angier estaba iluminado únicamente por la luz de la descarga incandescente que caía sobre él.
Estaba de pie, inmóvil, su brazo sano en alto, su cabeza sólo aproximadamente veinticinco milímetros por debajo del cilindro metálico desde donde emanaba toda la electricidad. Dijo algo, una declaración dirigida al público, pero yo me la perdí debido a la ruidosa conmoción que quemaba el aire sobre él.
Bajó los brazos, y durante dos o tres segundos permaneció de pie en silencio, sometido al espantoso espectáculo que había provocado.
Luego desapareció.
Hacía un momento Angier estaba allí; al siguiente ya no estaba. Su artefacto produjo un ruido chillón y desgarrador, y pareció temblar, pero cuando se retiró, la brillante saeta de energía murió instantáneamente. Los zarcillos chispeaban y explotaban como pequeños fuegos artificiales, y luego desaparecieron. El escenario quedó inmerso en la oscuridad.
Yo estaba de pie; sin darme cuenta había estado de pie durante un largo rato. Yo, y el resto del público, estábamos ahí de pie horrorizados. Aquel hombre había desaparecido delante de nuestros propios ojos, sin dejar rastro alguno.
Oí una conmoción que procedía del pasillo que estaba a mis espaldas, y como el resto del público me di la vuelta para ver lo que estaba sucediendo. Había demasiadas cabezas y cuerpos, no podía ver claramente, ¡una especie de movimiento en el oscuro auditorio! Afortunadamente, las luces de la sala se encendieron, uno de los focos móviles cambió su posición y un rayo de luz apuntó hacia un punto concreto.
¡Angier estaba allí!
Algunos miembros de la plantilla de empleados del teatro bajaban apresuradamente por el pasillo hacia él, y gente del público intentaba alcanzarlo, pero él estaba de pie y empujándolos lejos de sí.
Bajaba tambaleándose por el pasillo, dirigiéndose nuevamente al escenario.
Intenté recuperarme de la sorpresa, e hice cálculos rápidamente. No podían haber transcurrido más de uno o dos segundos entre su desaparición del escenario y su reaparición en el pasillo. Miré desde una punta hasta la otra del escenario, intentando calcular la distancia en juego. Mi butaca estaba al menos a dieciocho metros de la parte de delante del escenario, y Angier había aparecido al fondo del pasillo, cerca de una de las salidas para el público. Estaba bastante lejos de mí, al menos otros doce metros.
¿Acaso podía haber recorrido doce metros en un solo segundo, mientras la oscuridad del escenario ocultaba sus movimientos?
En aquel momento, como ahora, era una pregunta retórica. Es evidente que no podría haberlo hecho sin el uso de técnicas de magia. ¿Pero cuáles?
Su avance a lo largo del pasillo hacia el escenario lo trajo momentáneamente hasta donde yo me encontraba, y allí tropezó con uno de los escalones antes de seguir adelante. Estaba seguro de que no me había visto, ya que evidentemente no tenía ojos para nadie del público. Su comportamiento era el de un hombre completamente absorto en su propia angustia; su rostro estaba atormentado, todo su cuerpo se movía como si estuviera transido de dolor. Caminaba arrastrando los pies como un borracho o un inválido, o como un hombre finalmente exhausto de la vida. Vi su brazo izquierdo colgando lánguidamente, y la mano manchada de gris por la harina, la tinta roja vertida en un oscuro desorden. En la parte posterior de su chaqueta, todavía podía verse el estallido de harina, con la caótica forma que el voluntario había creado cuando explotó la bolsa contra él, hacía sólo unos pocos segundos, y a veinte metros de distancia.
Todos aplaudíamos, y mucha gente aclamaba y silbaba a modo de aprobación. Y cuando se acercó al escenario, un segundo foco lo iluminó y lo acompañó hasta que subió la rampa. Caminó de forma extraña hasta el centro del escenario, donde por fin pareció recuperarse. Una vez más, bajo el destello de las luces, recibió su ovación, inclinándose ante el público, agradeciéndole, tirando besos, sonriendo y triunfante.
Me puse de pie con el resto del público, maravillado por lo que había visto. Tras él, el telón bajaba discretamente para ocultar el artefacto.
¡No sabía cómo se había realizado el truco! Lo había visto con mis propios ojos, y lo había observado sabiendo cómo observar a un mago trabajando, y había buscado en todos los lugares desde y hacia donde un mago tradicionalmente distrae la atención de su público. Dejé el Hackney Empire ciego de ira. Estaba furioso porque mi mejor truco había sido copiado; estaba aún más furioso porque había sido mejorado. Y lo peor de todo, sin embargo, era que no podía descifrar cómo se había hecho.
Era un solo hombre. Estaba en un solo lugar. Apareció en otro. No podría tener un doble; no podría haberse trasladado tan rápidamente de una posición hasta la otra.
Los celos empeoraron mi ira. «En un abrir y cerrar de ojos», el barato título de Angier para su versión de su detestable mejora de «El nuevo hombre transportado», era sin lugar a dudas una ilusión suprema, que introducía un nuevo referente en nuestro frecuentemente ridiculizado y generalmente incomprendido arte interpretativo. Tenía que admirarlo por esto, sin importar cuáles pudieran ser mis otros sentimientos hacia él. Sospecho que junto con muchos de los miembros del público, sentí que había tenido el privilegio de ser testigo del truco. Cuando me alejaba de la fachada del teatro, pasé junto a la estrecha callejuela que llevaba hasta la entrada de los artistas, y por un momento incluso deseé tener la posibilidad de enviar mi tarjeta al camerino de Angier, para poder visitarlo allí y felicitarlo en persona.
Reprimí mis deseos. Después de tantos años de amarga rivalidad, no podía permitir que la esmerada presentación de un truco escénico me llevara a humillarme ante él.
Regresé a mi piso en Hornsey, donde casualmente estaba viviendo en esa época, y pasé una noche en vela, dando, con desasosiego, vueltas en la cama junto a Olive.
Al día siguiente me puse a pensar en serio y de forma práctica en su versión de mi truco para ver qué podía sacar de ello. Lo confieso una vez más: no sé cómo lo hizo. No pude descifrar el secreto cuando vi el número, y después, sin importar qué principios mágicos aplicara, no pude desentrañar la solución.
En el corazón del misterio había tres, posiblemente cuatro, de las seis categorías fundamentales de la ilusión: se había hecho desaparecer a sí mismo, luego se había producido en otro lugar, de alguna manera parecía haber un elemento de transposición, y todo se había conseguido con un aparente desafío de las leyes naturales.
Una desaparición en el escenario es relativamente fácil de realizar, con la colocación de espejos o medios espejos, una iluminación adecuada, de las persianas o «arte negro» de los magos, de la distracción, de los escotillones, etcétera. Aparecer en cualquier otra parte consiste generalmente en colocar el objeto con anticipación, o una copia similar del mismo…, o si es una persona, colocar un doble convincente de la persona. Realizar estos dos efectos a la vez produce por lo tanto un tercero; en su desconcierto, el público cree que ha asistido a un desafío de algunas leyes naturales. Leyes que yo sentí que se habían desafiado aquella noche en Hackney.
Todos mis intentos por resolver el misterio basándome en principios de magia convencionales fueron un fracaso, y a pesar de que reflexioné y trabajé obsesivamente, ni siquiera me acerqué a una solución satisfactoria.
Me distraía constantemente el saber que este magnífico truco se reducía en el fondo a un secreto de una simplicidad exasperante. La clave de la magia siempre es válida: lo que se ve no es lo que realmente se está haciendo.
El secreto continuaba eludiéndome. Tenía solamente dos satisfacciones menores.
La primera era que no importaba cuán brillante fuera su efecto, mi propio secreto aún permanecía intacto y era desconocido para Angier. No llevó a cabo el truco a mi manera, como de hecho nunca podría haberlo realizado.
La segunda era la velocidad. No importaba cuál fuera su secreto, el efecto del número de Angier aún no era tan rápido como el mío. Mi cuerpo se transporta de una caja a la otra en un instante. No es, y lo enfatizo, que suceda rápidamente; el truco se realiza en un instante. No hay demora de ningún tipo. El número de Angier era notablemente más lento. La noche en que vi su espectáculo estimé que habían transcurrido uno o a lo sumo dos segundos, lo que para mí significaba que él era uno o a lo sumo dos segundos más lento que yo.
En una ocasión en la que parecía acercarme a la solución, intenté comprobar los tiempos y las distancias en juego. Aquella noche, debido a que no tenía idea de lo que estaba por suceder, y no tenía medios científicos de medición, todas mis estimaciones eran subjetivas.
Esto es parte del método del ilusionista; al no preparar a su público, el mago puede utilizar la sorpresa para no dejar rastro. La gran mayoría de la gente, al ver la ejecución de un truco, cuando se les pregunta la duración del mismo, sería incapaz de dar una estimación precisa. Muchos trucos están basados en el principio de que el ilusionista hará algo tan rápidamente que un público desprevenido jurará más tarde que no pudo haber sucedido, porque no hubo tiempo suficiente.
Sabedor de esto, me obligué a pensar nuevamente en lo que había visto, representando el truco en mi mente, y tratando de estimar cuánto tiempo había transcurrido realmente entre la supuesta desaparición de Angier y su materialización en otro sitio. Al final llegué a la conclusión de que seguramente no habían sido menos de uno o dos segundos, como había creído la primera vez, y que realmente tal vez habían pasado hasta cinco segundos. ¡En cinco segundos de completa e inesperada oscuridad, un mago cualificado puede completar una gran ilusión!
Este corto período de tiempo era evidentemente la clave del misterio, pero aun así no parecía ser suficiente para que Angier pudiera ir corriendo casi hasta el final de la platea.
Dos semanas después del incidente, gracias a un arreglo con el director del teatro, me dirigí al Hackney Empire con el pretexto de tomar medidas con antelación para una representación propia. Es algo bastante habitual, pues el ilusionista suele adaptar su actuación a las limitaciones físicas del teatro. Así, mi petición fue considerada normal, y el asistente del director me recibió con cortesía y me ayudó en mis investigaciones.
Encontré la butaca donde me había sentado, y establecí que estaba a poco más de quince metros de distancia del escenario. Descubrir el punto preciso del pasillo en el que Angier se había rematerializado era más difícil, y en realidad todo lo que tenía era mi propio recuerdo del suceso. Me puse de pie junto a la butaca donde había estado sentado, y traté de calcular su posición, en función del ángulo hacia el que había girado mi cabeza para mirarlo. Al final, lo mejor que pude hacer fue estimar que estaba situado en un punto del largo tramo del pasillo escalonado; el área más cercana al escenario estaba a más de veintitrés metros, y el extremo más lejano estaba a más de treinta metros.
Estuve un rato de pie en el centro del escenario, aproximadamente donde había estado el vértice del trípode, y miré a lo largo del pasillo central, preguntándome cómo me las arreglaría yo mismo para ir de una posición hasta la otra, en un auditorio repleto de gente, en la oscuridad, en menos de cinco segundos.
Hice una visita a Tommy Elbourne, que en esa época vivía jubilado en Woking para discutir el problema. Después de describirle el truco, le pregunté cómo pensaba que podría explicarse.
—Tendría que verlo yo mismo, señor —dijo después de pensar mucho y hacerme varias preguntas.
Lo intenté con un enfoque diferente. Le insinué que podría ser un truco que yo querría diseñar para mí. Él y yo habíamos trabajado muchas veces de esta manera en el pasado; yo describía el efecto deseado, y ambos, por así decirlo, diseñábamos el funcionamiento de atrás hacia adelante.
—Pero eso no sería ningún problema para usted, ¿no es cierto, señor Borden?
—¡Sí, pero yo soy diferente! ¿Cómo lo diseñaríamos para otro ilusionista?
—No sabría cómo hacerlo —me dijo—. La mejor manera sería utilizar un doble, alguien que ya estuviera colocado entre el público, pero usted dice…
—Angier no lo hizo así. Estaba solo.
—Entonces no tengo ni idea, señor.
Tracé nuevos planes. Asistiría a la nueva temporada de actuaciones de Angier, visitando su espectáculo cada noche si era necesario, hasta haber resuelto el misterio.
Tommy Elbourne estaría conmigo. Me aferraría a mi orgullo tanto como pudiera, y si era capaz de arrebatarle su secreto, sin que él sospechara nada, entonces alcanzaría el resultado ideal. Pero si, al final de la temporada, no lográbamos desarrollar una teoría factible, abandonaría toda la rivalidad y los celos del pasado, y me acercaría a él directamente, suplicándole, si era necesario, para que me proporcionara su explicación. Tal era el enloquecedor efecto que este misterio había producido en mí.
Escribo sin vergüenza. Los misterios son la moneda común de los magos, y yo estaba convencido de que mi obligación profesional era averiguar cómo se realizaba el truco. Si esto significaba que debía humillarme, si tenía que reconocer que Angier era un mago superior, que así fuera.
Sin embargo, nada de esto sucedió. Después de un extenso descanso por Navidad, Angier salió de gira por Estados Unidos a finales de enero, dejándome irritado de frustración.
Una semana después de su regreso en abril (anunciado en el Times) le llamé por teléfono, decidido a hacer las paces con él, pero no se encontraba allí. La casa, un edificio grande pero modesto en una hilera de casas adosadas no muy lejos de Highgate Fields, tenía las puertas y los postigos cerrados. Hablé con algunos vecinos, pero me dijeron repetidas veces que no sabían nada de la gente que vivía allí. Angier evidentemente mantenía su vida tan protegida del mundo exterior como yo.
Me puse en contacto con Hesketh Unwin, su representante, el cual no quiso darme explicaciones. Le dejé un mensaje a través de Unwin, suplicándole que se pusiera en contacto conmigo urgentemente. A pesar de que el representante me prometió que el mensaje llegaría a Angier en persona, éste nunca me respondió.
Escribí directamente a Angier, personalmente, proponiéndole el final de toda la rivalidad, todo el resentimiento, ofreciéndome a darle cualquier disculpa o explicación que se le ocurriera para aceptar una reconciliación entre nosotros.
No me respondió. Y finalmente sentí que había ido hasta un punto que estaba más allá de la razón.
Mi respuesta a su silencio, me temo, fue insensible.