El nombre de Rupert Angier ya me era familiar. Escribía desde algún lugar del Norte de Londres, y era un terco e incansable individuo muy habitual de la sección de cartas del lector en dos o tres de las revistas de magia de circulación privada. Su propósito era invariablemente menospreciar a la gente que describía como el establishment de los magos más antiguos, que con sus secretos y sus tradiciones corteses, eran elevados a la categoría de grandes reliquias de una época pasada. A pesar de que yo trabajaba según tales tradiciones, no me permití dejarme arrastrar por las diversas polémicas de Angier, pero algunos de los magos que yo conocía se irritaban ante su desprecio.
Una de sus teorías, por citar un ejemplo típico, era que si los magos eran tan diestros como decían ser, entonces deberían estar preparados para hacer magia «en círculo». Es decir, el mago estaría rodeado por el público, y por lo tanto forzado a crear trucos que no dependan del escenario como marco teatral, que excluye al público del arco del proscenio. Uno de mis distinguidos colegas señaló gentilmente como respuesta el hecho, en sí mismo evidente, de que no importa lo bien que prepare el mago su actuación, pues siempre existirá una parte del público que podrá ver el truco. La respuesta de Angier consistió en mofarse. Primero, dijo que el efecto mágico se incrementaría si la ilusión pudiera verse desde todos los ángulos.
Segundo, si no podía verse, y una pequeña parte del público tuviera que vislumbrar el secreto, ¡no importaba! Si quinientas personas son engañadas, dijo, no tenía importancia que otras cinco vieran el secreto.
Tales teorías rozaban la herejía para la mayoría de los profesionales, no porque contuvieran secretos que eran inviolables (cosa que Angier parecía dar a entender), sino porque la actitud de Angier para con la magia era radical y desconsiderada con las tradiciones que habían sido mantenidas tan fielmente durante largo tiempo.
Por lo tanto, Rupert Angier se estaba haciendo un nombre, pero tal vez no el que había planeado. Uno de los comentarios que alcancé a escuchar varias veces fue la frígida sorpresa ante el hecho de que Angier raramente ejecutaba algún número de magia ante un público asistente. Sus colegas no podían por lo tanto admirar su indudablemente brillante e innovadora magia.
Como ya he dicho, no me involucré, y él apenas me interesaba. Sin embargo, el destino no tardaría en entrar en juego.
Sucedió que una de las hermanas de mi padre que vivía en Londres había quedado viuda, y en su dolor, tenía intenciones de consultar a un espiritista, por lo que había acordado una sesión de espiritismo en su casa. Me enteré de esto en una de las habituales cartas de mi madre, comentado en forma de cotilleo familiar, e inmediatamente se encendió mi curiosidad profesional. Me puse en contacto con mi tía de inmediato, le brindé mis tardías condolencias por la pérdida de su marido y me ofrecí para estar con ella en su búsqueda de consuelo.
Cuando llegó el día tuve la suerte de que mi tía me hubiera invitado antes a almorzar, porque el espiritista llegó a la casa al menos una hora antes de lo esperado.
Esto creó cierta confusión en el hogar. Imagino que era parte de su plan, y le permitía hacer determinados preparativos en la sala donde se llevaría a cabo la sesión. Él y sus dos jóvenes asistentes, un hombre y una mujer, oscurecieron la sala con persianas negras, movieron a un lado los muebles que les molestaban al tiempo que entraban otros que habían traído con ellos, enrollaron la alfombra para descubrir las tablas del suelo y montaron una caja de madera cuyo tamaño y apariencia bastaron para convencerme de que estaba a punto de ser interpretado un número de magia convencional. Me quedé discreta pero atentamente en el fondo del salón, mientras se llevaban a cabo tales preparativos. No quería hacer nada que pudiera llamar la atención del espiritista, pues si estaba alerta, podría haberme reconocido. La semana anterior, mi actuación había originado un par de notas de prensa favorables.
El espiritista era un hombre joven de aproximadamente mi edad, menudo, de cabello oscuro y frente estrecha. Tenía un aspecto receloso, casi como el de un animal en busca de algo. Sus manos se movían de forma rápida y precisa, inconfundible señal de un prestidigitador con mucha práctica. La joven mujer que trabajaba con él tenía un cuerpo ágil y esbelto (por su físico supuse, lo cual resultó ser erróneo, que iba a participar en los trucos), y un rostro fuerte y atractivo. Llevaba ropa oscura y modesta, y casi no hablaba. El otro asistente, un hombre joven y robusto, no muy entrado en años, tenía una gran mata de pelo rubio y cara de grosero, y vacilaba y se quejaba mientras arrastraba los pesados muebles.
Para cuando llegaron los invitados de mi tía (había invitado a ocho o nueve de sus amigos para que estuvieran presentes, probablemente para que ayudaran a amortizar un poco el precio), los preparativos del espiritista estaban terminados, y sus asistentes estaban sentados pacientemente en la sala esperando que llegase la hora acordada. Era imposible para mí revisar sus artefactos.
La presentación, que con todo el preámbulo y las pausas para crear atmósfera duró más de una hora, se componía de tres trucos principales, organizados cuidadosamente para causar sensaciones de aprensión, excitación y sugestión.
Primero, el espiritista realizó un truco en el que elevaba una mesa, y lo hizo con una dramática manifestación física; la mesa giraba por sí sola, luego se elevaba terroríficamente en el aire, a lo que muchos de nosotros reaccionamos tumbándonos incómodamente sobre el suelo desnudo. Después de esto, los espectadores estaban temblando de entusiasmo y listos para la continuación. Con la ayuda de su cómplice femenina, el espiritista pareció caer en un trance hipnótico. Entonces sus asistentes le vendaron los ojos, lo amordazaron, lo ataron de pies y manos, y lo colocaron indefenso en su caja, desde donde se produjeron, seguidamente, numerosos ruidos y sorprendentes e inexplicables efectos paranormales: extrañas luces brillaban intermitentemente, sonaban trompetas, platillos y castañuelas, y desde el corazón de la caja surgió por sí sola una espeluznante «materia ectoplásmica», y flotó en el salón iluminado por una luz misteriosa.
Una vez liberado de la caja y de sus ataduras (cuando se abrió la caja estaba tan eficientemente atado como cuando había entrado), y milagrosamente recuperado de su estado de hipnosis, el espiritista pasó entonces al asunto más importante. Después de una breve pero pintoresca advertencia sobre los peligros de «viajar» al mundo de los espíritus, acompañada de la sutil sugerencia de que los resultados justifican el riesgo, el espiritista cayó en otro trance y pronto se puso en contacto con el otro lado.
En poco tiempo pudo identificar la presencia de los espíritus de algunos parientes y amigos cercanos muertos de la gente que se encontraba reunida en la sala, y se enviaron mensajes consoladores de un grupo al otro.
¿Cómo consiguió todo esto el joven espiritista?
Como ya he dicho antes, la ética profesional me impide hablar. No pude entonces, ni puedo ahora, hacer sino un mero esbozo de los secretos que fueron, sin duda alguna, sencillamente efectos de magia.
La mesa inclinada no es realmente en absoluto un truco de magia (a pesar de que puede ser presentado como tal, como en esta ocasión). Es un fenómeno físico poco conocido, que si diez o doce personas se reúnen alrededor de una mesa redonda de madera, apoyan las palmas de la mano sobre la superficie y se les dice que pronto la mesa comenzará a girar, ¡solamente hay que esperar un minuto o dos para que esto suceda! Una vez que se nota el movimiento, la mesa casi invariablemente comienza a inclinarse de un lado a otro. Un pie diestramente colocado, levantando de repente la pata de la mesa apropiada, logrará que la mesa se desequilibre dramáticamente, que se eleve en el aire y luego se estrelle emocionantemente contra el suelo. Con suerte, arrastrará con ella a muchos de los participantes, provocando sorpresa y agitación pero ningún daño físico.
Huelga decir que la mesa que se utilizó en casa de mi tía era uno de los accesorios del espiritista. Estaba construida de forma tal que las cuatro patas de madera estuvieran unidas al pilar central, sin espacio para deslizar un pie por debajo.
Respecto de las manifestaciones de la caja, sólo puedo esbozarlas brevemente; un buen mago puede escapar fácilmente de lo que parecen ser lazos resistentes, especialmente si las cuerdas y los nudos han sido atados por dos asistentes. Una vez dentro de la caja le tomaría unos pocos segundos desatarse lo suficiente como para realizar la exhibición de efectos paranormales, que de lo contrario hubiera resultado desconcertante.
En lo que respecta a los contactos «psíquicos», objetivo principal de la reunión, también existen técnicas estándar de simulacro y sustitución que cualquier mago cualificado puede realizar fácilmente.
Había ido a la casa de mi tía para satisfacer mi curiosidad profesional, pero en lugar de eso, para mi vergüenza y arrepentimiento, me fui de allí repleto de justificada indignación. Se habían utilizado trucos escénicos comunes y corrientes para embaucar a un grupo de gente crédula y vulnerable. Mi tía, convencida de haber escuchado palabras de consuelo de su amado esposo, estaba tan abrumada por la pena que se retiró inmediatamente a su recámara. Algunos de los otros estaban casi tan profundamente conmovidos como ella por los mensajes que habían oído. Sin embargo, únicamente yo sabía que todo era una farsa.
Me asaltó la embriagadora sensación de que podía y debía ponerlo en evidencia como un charlatán, antes de que causara más daño. Estuve tentado de enfrentarlo allí y en ese momento, pero me sentía un poco intimidado por la seguridad con que había realizado sus trucos. Mientras él y su asistente femenina guardaban sus artefactos, hablé brevemente con el hombre joven de la mata de pelo, y obtuve la tarjeta del espiritista.
Así fue como conocí el nombre y el estilo del hombre que arruinaría mi carrera profesional:
Rupert Angier
Clarividente, Médium espiritista
La más estricta discreción
Idmiston Villas 45, N Londres
Yo era joven, sin experiencia, y me emocionaba con lo que consideraba principios fundamentales, los cuales, para mi posterior disgusto, me impidieron ver la hipocresía de mi posición. Me propuse perseguir al señor Angier, pues estaba empeñado en exponer sus estafas. Al poco tiempo, con métodos que no tengo intención de escribir aquí, pude establecer dónde y cuándo tendría lugar su próxima sesión de espiritismo.
Una vez más se trataba de una reunión en una casa particular, en un barrio residencial de Londres, aunque esta vez mi conexión con la familia (desconsolada por la reciente muerte de la madre) era inverosímil. Únicamente pude asistir debido a que me presenté en la casa el día anterior y dije ser un socio de Angier cuya presencia había sido solicitada por el propio «médium». En su evidente dolor, a la familia de la fallecida no pareció importarle demasiado.
Al día siguiente me aposté en la calle, fuera de la casa, un tiempo antes de la hora de la cita, y pude comprobar que la temprana llegada de Angier a la casa de mi tía no había sido un accidente, sino que, al contrario, era una parte necesaria de los preparativos. Observé escondido mientras él y sus asistentes sacaban su parafernalia de un carro y la llevaban dentro. Cuando finalmente me presenté en la casa una hora después, la habitación ya estaba preparada, arreglada y en la penumbra.
La sesión comenzó, como antes, con el truco de la mesa que se elevaba, y quiso la suerte que me encontrara de pie junto a Angier mientras se preparaba para comenzar.
—¿Lo conozco, señor? —dijo suavemente y en tono acusador.
—Creo que no —contesté, tratando de quitarle importancia.
—Es usted un habitual de estos acontecimientos, ¿no es así?
—No más que usted, señor —dije, tan cortante como pude.
Su respuesta se limitó a una mirada desconcertante, pues todos lo estaban esperando, de modo que no tuvo otra alternativa que comenzar. Creo que desde aquel momento supo que yo estaba allí para ponerlo en evidencia, aunque, para ser justos, llevó a cabo su actuación con la misma soltura de la vez anterior.
Yo estaba esperando el momento oportuno. No tenía sentido desvelar el secreto de la mesa, aunque cuando comenzaron los ruidos dentro de la caja, me tentó la idea de acercarme rápidamente y abrir de golpe la puerta para exponerlo ahí dentro. Sin duda se hubiera visto que sus manos estaban libres de las cuerdas que se suponía lo tenían atado, y que tenía una trompeta en los labios o unas castañuelas en los dedos.
Pero esperé mi turno; pensé que lo mejor era esperar a que la tensión emocional estuviera en su punto más álgido, cuando los supuestos mensajes de los espíritus viajaran para aquí y para allá. Angier utilizó pequeños trozos de papel, en forma de bolitas, en los que la familia había escrito nombres, objetos, secretos de familia y cosas por el estilo, y Angier simulaba leer sus mensajes «espirituales» apretando las pequeñas bolitas contra su frente.
Cuando apenas había empezado, aproveché mi oportunidad. Me alejé de la mesa, rompiendo la cadena de manos que se suponía creaba un campo psíquico, y arranqué la persiana de la ventana más cercana. Entró la luz del día.
Angier dijo:
—¿Qué demonios…?
—¡Damas y caballeros! —grité—. ¡Este hombre es un impostor!
—¡Siéntese, señor! —El asistente se acercaba rápidamente.
—¡Está practicando prestidigitación con ustedes! —dije enfáticamente—. ¡Miren la mano que esconde bajo la superficie de la mesa! ¡Allí está el secreto de los mensajes que les trae!
Cuando el hombre se lanzó sobre mí, pude ver a Angier moviéndose rápidamente y con aire de culpabilidad para esconder el papelito que sostenía, con el que realizaba su truco. El padre de la familia, su rostro deformado por la ira y el dolor, se levantó de su asiento y empezó a gritarme. Primero uno de los niños y luego los otros comenzaron a lamentarse de tristeza.
Mientras yo luchaba, el mayor dijo quejumbrosamente:
—¿Dónde está mamá? ¡Estaba aquí! ¡Estaba aquí!
—¡Este hombre es un charlatán, un mentiroso y un embustero! —grité.
Para ese entonces ya estaba casi en la puerta, pues me empujaban fuera de la habitación. Vi que la joven asistente se apresuraba hacia la ventana para volver a poner la cortina en su sitio. Me debatí a codazo limpio y me las arreglé para liberarme temporalmente de mi agresor; atravesé la habitación y me abalancé sobre ella. La cogí por los hombros y la empujé brutalmente hacia un lado. Cayó extendida sobre el suelo.
—¡No puede hablar con los muertos! —grité—. ¡Su madre no está aquí!
La habitación estaba sumida en un alboroto.
—¡Deténganlo! —la voz de Angier se escuchó por encima del jaleo. El asistente me agarró por segunda vez y me giró de manera tal que quedé de cara a la habitación.
La mujer todavía estaba en el suelo, donde había caído, y me estaba mirando fijamente, con el rostro teñido de rencor. Angier, de pie junto a la mesa, estaba erguido y aparentemente tranquilo. Me miraba con detenimiento.
—Lo conozco, señor —dijo—. Incluso sé su maldito nombre. De aquí en adelante seguiré su carrera con mucha atención. —Luego se dirigió a su asistente—: ¡Sácalo de aquí!
Unos momentos más tarde estaba tirado en la calle. Armándome de toda la dignidad posible, e ignorando a los que pasaban mirándome boquiabiertos, compuse mi ropa y bajé la calle rápidamente.
Hasta pasados unos días, aún estaba convencido de la honradez de mi causa, pues sabía que a la familia le estaban robando su dinero y que las habilidades del mago estaban siendo utilizadas con fines retorcidos. Luego, inevitablemente, comenzaron a invadirme las dudas.
El consuelo que los clientes de Angier recibían en las sesiones parecía bastante genuino, y no importaba de dónde proviniera. Recordaba los rostros de aquellos niños, que durante unos pocos minutos habían creído que su ausente madre les enviaba mensajes consoladores desde el más allá. Yo había visto sus expresiones de inocencia, sus sonrisas, la felicidad en sus miradas.
¿Era algo de esto tan distinto al agradable misterio que un mago ofrece a su público? De hecho, ¿no era acaso aún más? ¿Esperar una paga por esto era más reprensible que por una actuación en un teatro?
Lleno de arrepentimientos, durante casi un mes, le di vueltas infelizmente hasta que mi conciencia se llenó de sentimientos de culpa tan profundos, que tuve que hacer algo al respecto. Escribí una nota humillante dirigida a Angier, rogándole que me perdonara y disculpándome incondicionalmente.
Su respuesta fue inmediata. Me devolvió la nota en pedazos, con otra nota suya desafiándome sarcásticamente a que recompusiera el papel con mi magia superior.
Dos noches después, mientras actuaba en el Lewisham Empire, Angier se puso de pie en la primera fila de la platea y gritó para que todos lo oyeran: ¡Su asistente está escondida detrás del telón a la izquierda de la caja!
Por supuesto, era verdad. O bajaba el telón y abandonaba mi actuación, o no tenía otra alternativa que seguir adelante con el truco, hacer aparecer a mi asistente con el mayor brío teatral posible e irme antes del vergonzoso goteo de aplausos. En el centro de la primera fila de la platea, la butaca vacía se destacaba como el espacio de un cliente que falta.
Así comenzó la disputa que perdura a través de los años.
Yo solamente puedo aducir mi juventud e inexperiencia por ser el causante de nuestro enfrentamiento, celos profesionales equivocados y un cierto desconocimiento de los manejos del mundo. Sin embargo, Angier debería cargar algo de culpa; mi disculpa, aunque no lo suficientemente pronta, fue sincera, y su rechazo fue mezquino. Aunque lo cierto es que Angier también era joven. Es difícil recordar aquella época, pues la disputa entre nosotros ha durado mucho tiempo y ha adoptado varias formas diferentes.
Si yo fui responsable, tanto de lo malo como lo bueno, cuando todo comenzó, Angier debe aceptar la culpa de mantener vivo nuestro enfrentamiento. Muchas veces, harto ya, he intentado seguir con mi vida y mi carrera, tan sólo para verme ante un nuevo ataque en mi contra. Angier siempre hallaba una manera de sabotear mi equipo de magia, de modo que cuando yo estaba realizando algún truco sobre el escenario, algo salía sutilmente mal; una noche, el agua que estaba convirtiendo en vino tinto siguió siendo agua; otra vez, la cuerda con banderas que extraía llamativamente de una chistera aparecía como una cuerda sola; en otro número, la asistente, que se suponía tenía que levitar, permaneció humillantemente inmóvil sobre su cama.
En otra ocasión, los carteles que anunciaban mi actuación fuera del teatro fueron pintarrajeados con inscripciones como: «La espada que utiliza es falsa», «La carta que elegirán ustedes es la reina de espadas», «Observen su mano izquierda durante el truco del espejo», etcétera. Todos estos grafitis eran claramente visibles para el público al entrar al teatro.
Supongo que estos ataques pueden ser reducidos a la categoría de bromas, pero podrían arruinar mi reputación de mago, como Angier bien sabía.
¿Cómo sabía yo que era él quien estaba detrás de todo aquello? Bueno, en algunos casos se veía a las claras su papel; uno de mis trucos había sido saboteado, y él estaba allí en el auditorio para interrumpirme y saltar de su butaca en el preciso instante en que todo empezaba a fallar. Pero lo más significativo era que el culpable de estos ataques revelaba tener un enfoque de la magia que yo había descubierto era propio de Angier. Se interesaba casi exclusivamente por el secreto mágico, lo que los magos llaman el «ardid». Si el truco dependía de un estante oculto detrás de la mesa del mago, únicamente ése sería el blanco de Angier, sin importar el imaginativo uso que se le diera. Más allá del conflicto entre nosotros, el entendimiento fundamentalmente erróneo y limitado de Angier acerca de la técnica de la magia era el centro de nuestra disputa. El milagro de la magia no reside en la técnica, sino en la habilidad del mago.
Y fue por esta razón por la que «El nuevo hombre transportado» fue el único de mis trucos que nunca atacó públicamente. Estaba más allá de su alcance.
Simplemente, no pudo descubrir cómo se hacía, en parte porque he mantenido el secreto bien seguro, pero sobre todo por la forma en que lo realizo.