En los siguientes tres años se produjeron desarrollos paralelos en mi vida. Por un lado era un adolescente convirtiéndose rápidamente en un hombre. Por el otro, mi padre no tardó mucho en darse cuenta de que yo poseía una apreciable destreza para la carpintería, y que las comparablemente ásperas demandas del trabajo de carretero no me aprovechaban por completo. Finalmente, estaba aprendiendo a hacer magia con mis manos.
Estas tres partes de mi vida se entrecruzaban unas con otras como las hebras de una trenza. Tanto mi padre como yo debíamos ganarnos la vida, por lo tanto, gran parte del trabajo que yo hacía en el taller eran los barriles, los ejes y las ruedas que conformaban la parte principal del negocio; pero cuando podía, él o alguno de sus empleados me instruían en el más exquisito arte de la ebanistería. Mi padre planeaba para mí un futuro en su negocio. Si yo demostraba ser tan experto como él creía, al finalizar mi aprendizaje me pondría mi propio taller de muebles, permitiéndome desarrollarlo a mi manera. Con el tiempo, él se uniría a mí cuando se retirara del almacén. Cuando pensaba en ello, comprendía algunas de las frustraciones de su vida. Mi habilidad carpintera le traía recuerdos de su propia ambición juvenil.
Mientras tanto, mi otra capacidad, la que yo veía como la verdadera, se desarrollaba a paso acelerado. Cada momento de mi tiempo libre estaba dedicado a practicar el arte de los conjuradores. En especial, aprendí e intenté dominar todos los trucos conocidos de manipulación de cartas de juego. Veía los juegos de manos como la base de toda la magia, así como la escala tonal es la base de la más compleja sinfonía. Era difícil obtener trabajos de referencia sobre el tema, pero los libros de magia sí que existen y el investigador diligente puede encontrarlos. Noche tras noche, en mi fría habitación sobre el puente, me ponía de pie frente a un espejo de cuerpo entero y practicaba sin descanso; hacía desaparecer y aparecer las cartas, barajarlas y desplegarlas, pasarlas y mostrarlas en forma de abanico, descubriendo distintas formas de cortar y amagar. Aprendí el arte del cambio de dirección, en el que el mago explota la experiencia diaria del público para confundir sus sentidos: la jaula de metal que parece demasiado rígida como para derrumbarse, la pelota que parece demasiado grande como para ser escondida en una manga, la espada cuya templada hoja de acero, ¿seguro?, nunca podría ser flexible. Rápidamente creé un repertorio con estas técnicas de prestidigitación, concentrándome en cada una de ellas hasta manejarla correctamente, luego practicando hasta dominarla, y concentrarme en ella una vez más hasta dominarla a la perfección. Nunca dejé de practicar.
La fuerza y la destreza de mis manos eran claves.
Ahora, brevemente, hago una pausa en este relato para reparar en mis manos.
Dejo mi lapicero para ponerlas frente a mí nuevamente, girándolas bajo la luz de la lámpara de gas, tratando de verlas de una forma no tan familiar, como las veo cada día, sino como imagino que lo haría un extraño. Ocho dedos largos y esbeltos, dos sólidos pulgares, las uñas cortadas de un largo específico, no las manos de un artista, ni las de un trabajador, ni las de un cirujano, sino las manos de un carpintero convertido en prestidigitador. Cuando las giro y pongo las palmas frente a mí, veo una piel pálida, casi transparente, con durezas oscuras entre las juntas de los dedos.
Las bolas de los pulgares son redondas, pero cuando tenso los músculos se forman duras rugosidades que atraviesan las palmas. Ahora les doy la vuelta y veo la piel suave de nuevo, con algunos vellos rubios. Las mujeres sienten curiosidad por mis manos, y algunas dicen que les encantan.
Cada día, incluso ahora, en mi madurez, hago ejercicios con mis manos. Son suficientemente fuertes como para reventar una pelota de tenis. Puedo doblar clavos de acero entre mis dedos, y si golpeo madera brava con la base de la mano, se astilla.
De la misma manera, la misma mano puede suspender un penique suavemente en el aire cogiéndolo por su canto entre las yemas de mi tercer y mi cuarto dedo, mientras el resto de la mano manipula artefactos, o escribe en una pizarra, o sostiene el brazo de un voluntario del público, y puede retener la moneda allí al mismo tiempo, antes de deslizarla hábilmente hasta donde parezca aparecer por arte de magia.
Mi mano izquierda tiene una pequeña cicatriz, un recordatorio de la época de mi infancia en que aprendí el verdadero valor de mis manos. Ya sabía, gracias a todas las veces que practicaba con un mazo de cartas, o con una moneda, o con un guante de seda fina, o con cualquiera de los accesorios del mago que comenzaba a manejar lentamente, que la mano del hombre era un instrumento delicado, fino y fuerte, y sensible. Pero la carpintería endureció mis manos, hecho lamentable que descubrí una mañana en el almacén. Un momento de distracción mientras daba forma a una pina, un movimiento descuidado con un formón, y me hice un profundo tajo en la mano izquierda. Recuerdo estar allí de pie sin poder creerlo, mis dedos tensos como garras, mientras del tajo brotaba sangre de un rojo intenso y se extendía rápidamente por la muñeca y el brazo. Los hombres mayores con quienes estaba trabajando ese día estaban acostumbrados a tales heridas, y sabían qué hacer; me aplicaron un torniquete rápidamente y prepararon un carro para salir inmediatamente hacia el hospital. Tuve la mano vendada durante dos semanas. No era la sangre, ni el dolor, ni la incomodidad; era el terror de que cuando el corte se curara, mi mano hubiera resultado atravesada de forma tan definitiva, devastadora, que quedara inmovilizada para siempre. En definitiva, no hubo daños permanentes. Tras un desalentador período en que la mano estaba demasiado rígida y torpe como para usarla, los tendones y los músculos se fueron aflojando, la herida se curó y se cerró correctamente, y al cabo de dos meses ya estaba normal.
Sin embargo, lo tomé como una advertencia. En ese entonces mis juegos de manos eran sólo una afición. Nunca había actuado para nadie, ni siquiera, como Robert Noonan, para entretener a los hombres con quienes trabajaba. Toda mi magia era para práctica, ejecutada en una muda demostración frente al espejo. Pero era una afición absorbente, una pasión, incluso, sí, el comienzo de una obsesión. ¡No podía permitir que ninguna herida la pusiera en peligro!
Esa mano cortada fue por lo tanto otro momento crucial para mí, porque estableció la prioridad de mi vida. Antes de eso, yo era un aprendiz de carretero con un absorbente pasatiempo, pero después era un joven mago que no permitiría que nada se interpusiera en su camino. Era más importante esconder una carta en la palma de mi mano, o coger con destreza una bola de billar oculta dentro de una bolsa forrada en fieltro, o deslizar secretamente un billete de cinco peniques dentro de una naranja preparada, por más triviales que estas cosas puedan parecer, que el hecho de lastimarme mis manos de nuevo algún día haciendo una rueda para el carro de un patrón.
¡No me dije nada de esto! ¿Qué es? ¿Hasta dónde debe llegar? ¡No debo escribir nada más hasta saberlo! Entonces, ahora que hemos hablado, ¿están de acuerdo en que continúe? Aquí está otra vez, bajo ese acuerdo puedo escribir lo que yo crea conveniente, y puedo ampliarlo cuando yo lo crea conveniente. No planeé nada con lo que no estaría de acuerdo, sólo escribir una buena parte más antes de leerlo. Me disculpo si pienso que me estaba engañando, y fue sin mala intención.
Lo he releído varias veces, y creo entender hacia dónde me dirijo. Fue simplemente la sorpresa lo que me hizo reaccionar de ese modo. Ahora que estoy más calmado me parece bastante aceptable, hasta ahora.
¡Pero falta mucho! Creo que a continuación debo escribir acerca del encuentro con John Henry Anderson, porque fue gracias a él que conseguí introducirme en Maskelynes.
Supongo que no hay ninguna razón en especial para que no pueda ir directo a esto. O bien tengo que hacer esto ahora, o dejar una nota para encontrarla luego.
¡Hagamos este trueque más a menudo!
No debo dejar fuera bajo ninguna circunstancia:
La forma en que descubrí lo que hacía Angier, y lo que yo hice al respecto.
Olive Wenscombe (no fue mi culpa, N.B.)
¿Qué hay de Sarah? ¿Y los niños?
El pacto también cubre esto, ¿no es cierto? Así es como yo lo interpreto. Si es así, tengo que dejar mucho fuera o tengo que añadir bastante más.
Me sorprende descubrir cuánto he escrito.