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Escribo en el año 1901.

Mi nombre, mi verdadero nombre, es Alfred Borden. La historia de mi vida es la historia de los secretos con los que he vivido. Están descritos en esta narración por primera y última vez; ésta es la única copia existente.

Nací en 1856 en el octavo día del mes de mayo, en la ciudad costera de Hastings.

Fui un niño saludable y vigoroso. Mi padre era un comerciante de ese municipio, un eximio carretero y tonelero. Nuestra casa, en el número 105 de la calle Manor, formaba parte de una extensa hilera de casas adosadas, construida a lo largo de la ladera de una de las varias colinas que constituyen Hastings. Detrás de la casa había un empinado y apartado valle donde pastaban ovejas y vacas durante los meses de verano, pero al frente se elevaba la colina, con muchas más casas, entre nosotros y el mar. Era en aquellas casas, y en las granjas y negocios del lugar, donde mi padre hacía sus negocios.

Nuestra casa era más grande y más alta que otras en nuestra calle, porque fue construida sobre el pórtico que daba al jardín y a los galpones que se encontraban detrás. Mi habitación daba a la calle lateral de la casa, justo sobre el pórtico, y debido a que únicamente las tablas de madera del suelo y algunos delgados listones de yeso se interponían entre yo y el aire libre, la habitación era ruidosa durante todo el año, y despiadadamente fría durante los meses de invierno. Fue en aquella habitación donde crecí lentamente y me convertí en el hombre que soy hoy.

Ese hombre es Le Professeur de la Magie, y soy un maestro de las ilusiones.

Es hora de hacer una pausa, a pesar de que es muy pronto, pues este relato no está pensado para hablar de mi vida como lo hacen los que escriben su propia biografía, sino, como he dicho antes, de los secretos de mi vida. Los secretos son propios de mi trabajo.

Permítanme entonces primero considerar y describir el método para escribir este relato. El acto mismo de describir mis secretos podría interpretarse como un engaño a mí mismo, excepto por supuesto que como soy un ilusionista puedo asegurarme de que ustedes vean solamente lo que yo quiero que vean. Hay un enigma implícito.

Es por lo tanto simplemente justo que yo intente, desde el comienzo, elucidar los temas que están directamente conectados, los secretos y su apreciación.

Éste es un ejemplo.

Casi invariablemente llega un momento durante el ejercicio de su profesión en que el prestidigitador parecerá hacer una pausa. Se acercará a los focos, y con toda su luz en la cara, enfrentará directamente al público. Y dirá, o, si su actuación es muda, parecerá decir: «Miren mis manos. No hay nada escondido en ellas». Luego alzará las manos para que el público las vea, levantando las palmas para exponerlas, separando los dedos para probar que no hay nada secretamente oculto entre ellos. Con sus manos en alto entonces las hará girar, para enseñar los dorsos al público, y quedará determinado que sus manos están vacías. Para llevar el asunto más allá de cualquier sospecha que aún pudiera quedar, el mago probablemente tirará con suavidad de los puños de su chaqueta, mostrando que tampoco hay nada allí escondido. Luego realizará su truco, y durante el mismo, momentos después de la incontrovertible evidencia de sus manos vacías, extrae algo de ellas: un ventilador, una paloma o un conejo, un ramo de flores de papel y a veces hasta una mecha encendida. ¡Es una paradoja, una imposibilidad! El público se maravilla con el misterio, y estallan los aplausos.

¿Cómo puede suceder esto?

El prestidigitador y el público han entrado en lo que yo llamo el Pacto de hechicería consentida. No está explícito como tal, y de hecho el público es apenas consciente de que pueda existir tal pacto, pero eso es lo que sucede.

La persona que realiza el truco no es por supuesto un hechicero, sino un actor que interpreta a un hechicero y que desea que la audiencia crea, aunque sólo temporalmente, que él está en contacto con poderes siniestros. El público sabe que lo que está viendo no es realmente hechicería, pero reprime el conocimiento y accede al deseo del hechicero. Cuanto mayor es la habilidad de éste de mantener la ilusión, mejor le juzga el público.

El acto de mostrar las manos vacías, antes de revelar que, a pesar de las apariencias podrían no haberlo estado, es en sí mismo un constituyente del Pacto. El Pacto implica que hay condiciones especiales en juego. En relaciones sociales normales, por ejemplo, ¿cuán a menudo tiene alguien que probar que sus manos están vacías? Y consideren esto: si el mago de repente hiciera aparecer un jarrón con flores sin sugerir primero al público que tal aparición era imposible, parecería que no ha existido ningún truco. Nadie aplaudiría.

Por lo tanto esto demuestra mi método.

Permítanme exponer el Pacto de consentimiento bajo el cual escribo estas palabras, con el fin de que los que las lean comprendan que lo que sigue no es hechicería, sólo lo parece.

Primero dejen que les muestre mis manos, por así decirlo, las palmas hacia el frente, los dedos separados, y les diré (y recuerden esto): «Cada palabra de este cuaderno que describe mi vida y mi trabajo es cierta, honesta y precisa».

Ahora giro mis manos para que puedan ver sus dorsos, y les digo: «Mucho de lo que está aquí puede ser comprobado con archivos objetivos. Mi carrera está impresa en archivos de periódicos, mi nombre aparece en libros de referencia biográfica».

Finalmente, tiro suavemente de los puños de mi chaqueta para mostrar mis muñecas, y les digo: «Después de todo, ¿qué ganaría con escribir un relato falso, cuando está hecho únicamente para mis ojos y para los de nadie más, tal vez para los de mi familia más cercana, y los miembros de una posteridad que nunca conoceré?». ¿Qué ganaría, realmente?

Sin embargo, ya he mostrado mis manos vacías, y ustedes deben esperar no sólo que una ilusión se produzca, ¡sino que ustedes la consientan!

Sin escribir ni una sola mentira, ya ha dado comienzo el engaño que es mi vida. La mentira está dentro de estas palabras, hasta en la primera de ellas. Es la creadora de todo lo que sigue, y aun así no será aparente en ninguna parte.

He desviado su atención, hablando de la verdad, de archivos objetivos y de motivos. Del mismo modo que cuando muestro mis manos vacías omito información importante, ustedes, ahora, están mirando en el lugar equivocado.

Como todo mago profesional bien sabe que habrá algunos a quienes esto les desconcertará, otros que se quejarán de ser embaucados, otros más que dirán saber el secreto y, en fin, la feliz mayoría, simplemente aceptará el hecho de la ilusión y disfrutará de la magia por el simple hecho de ser entretenida.

Pero siempre habrá uno o dos que se llevarán el secreto con ellos y se preocuparán por él sin siquiera acercarse a su solución.

Antes de resumir la historia de mi vida, aquí hay otra anécdota que fundamenta mi método.

Cuando era más joven, en los teatros de variedades estaba de moda la música oriental. Gran parte de ella era interpretada por ilusionistas europeos y americanos, vestidos y maquillados para parecer chinos, pero había uno o dos magos chinos verdaderos que venían a actuar a Europa. Uno de ellos, y tal vez el mejor de todos, era un hombre de Shanghai llamado Chi Linqua, que trabajaba con el nombre artístico Ching Ling Foo.

Vi a Ching actuar una sola vez, hace algunos años, en el Teatro Adelphi en Leicester Square. Al final del espectáculo le hice llegar mi tarjeta, y sin perder tiempo me invitó amablemente a su camerino. No habló de su magia, pero mi mirada estaba cautivada por la presencia, sobre un soporte a su lado, de su famoso accesorio: el inmenso cuenco de cristal con peces de colores, que cuando surgía aparentemente de la nada, creaba el fantástico clímax del espectáculo. Me invitó a que examinara la pecera, y era totalmente normal. Contenía al menos una docena de peces ornamentales y estaban todos vivos. Intenté levantarla, pues yo conocía el secreto de su truco, y quedé maravillado por su peso.

Ching me vio luchando con ella pero no dijo nada. Evidentemente no estaba seguro sobre si yo sabía o no cuál era su secreto, y no estaba dispuesto a decir nada que lo expusiera, ni siquiera a un colega profesional. No supe cómo decirle que yo sabía el secreto, y entonces tampoco dije nada. Me quedé con él quince minutos, tiempo durante el cual permaneció sentado, asintiendo educadamente a los cumplidos que le hacía. Cuando llegué ya se había quitado el traje de la actuación, y llevaba unos pantalones oscuros y una camisa a rayas de color azul, pero aún estaba maquillado. Cuando me puse de pie para irme se levantó de su silla, que estaba junto al espejo, y me condujo hasta la puerta. Caminaba con la cabeza inclinada, los brazos colgando a los lados y arrastrando los pies como si le dolieran mucho las piernas.

Ahora que han pasado muchos años y él está muerto, creo que puedo revelar su secreto más preciado, y hasta qué punto se obsesionaba por ello tuve el privilegio de vislumbrarlo esa noche.

Su famosa pecera permanecía allí, en el escenario, a lo largo de toda su actuación, lista para su repentina y misteriosa aparición. Su presencia era hábilmente ocultada al público. La llevaba bajo la toga mandarina que utilizaba de disfraz, cogiéndola con sus rodillas, lista para su sensacional y aparentemente milagrosa aparición al final del espectáculo. Nadie entre el público pudo nunca adivinar cómo se hacía el truco, a pesar de que un único pensamiento lógico hubiera resuelto el misterio.

¡Pero la lógica estaba mágicamente en conflicto con ella misma! El único lugar posible donde podía esconder el pesado cuenco era debajo de su toga, y aun así esto era lógicamente imposible. Era evidente para cualquiera que Ching Ling Foo era físicamente frágil, ya que se arrastraba dolorosamente durante su rutina. Cuando al final saludaba, se apoyaba en su asistente, y era conducido cojeando fuera del escenario.

La realidad era completamente diferente. Ching era un hombre en forma de gran fuerza física, y bien podía cargar el cuenco de esta manera. Pero a pesar de esto, el tamaño y la forma de la pecera lo hacían caminar arrastrando los pies como un mandarín. Esto amenazaba el secreto, porque dirigía la atención hacia su forma de moverse, por lo tanto, para proteger el secreto, caminó arrastrando los pies el resto de su vida. Nunca, en ningún momento, en su casa o en la calle, de día o de noche, caminó normalmente, para no revelar su secreto.

Tal es la naturaleza de un hombre que interpreta el papel de mago.

El público bien sabe que un mago practicará sus trucos durante años, y ensayará cada número cuidadosamente, pero poca gente se dará cuenta de hasta qué punto llega el prestidigitador con su deseo de engañar, la manera en que el aparente desafío de las leyes normales se convierte en una obsesión que gobierna cada momento de su vida.

La obsesión de Ching Ling Foo giraba en torno a una ilusión, y ahora que han leído mi anécdota sobre él pueden pensar, y acertarán, que yo tengo la mía. El engaño gobierna mi vida, en cada decisión que tomo, regula cada uno de mis movimientos. Incluso ahora, mientras me embarco en la escritura de mis memorias, controla lo que puedo escribir y lo que no. He hablado de método como la exposición de unas manos aparentemente vacías, pero en realidad todo en este relato representa el andar cojo de un hombre en forma.