La comunidad se estableció en las afueras del pueblo de Peak District en Caldlow, antiguamente un centro minero, cuyo ingreso actual más importante procedía de los excursionistas. En el centro del pueblo había una tienda del National Trust [1], un club de senderismo de ponis, varias tiendas de regalos y un hotel. Mientras conducía por el pueblo, una fría llovizna caía sobre el valle, oscureciendo las colinas rocosas que se erigían a cada lado.
Me detuve en el pueblo para tomar una taza de té y tal vez hablar con alguien del lugar sobre la Iglesia Extasiada. Sin embargo, a no ser por mí el café habría estado vacío, y la mujer que trabajaba detrás de la barra me dijo que venía diariamente desde Chesterfeld.
Mientras estaba allí sentado, pensando en la posibilidad de almorzar antes de seguir, de improviso mi hermano hizo contacto conmigo. Fue una sensación tan distinta, tan urgente, que giré la cabeza sorprendido, y por un momento pensé que alguien en el café se había dirigido a mí. Cerré los ojos, bajé la cabeza y me quedé escuchando.
Ni una palabra. Nada explícito. Nada que pudiera contestar o escribir, ni siquiera algo que pudiera poner en palabras. Parecía sentir esperanza, felicidad, excitación, placer, ánimo.
Intenté responder: «¿Para qué es esto? ¿Por qué una bienvenida? ¿Para qué me das ánimos? ¿Tiene algo que ver con esta comunidad religiosa?».
Esperé, sabiendo que estas experiencias nunca toman la forma de un diálogo y que, por lo tanto, formular preguntas no iba a darme ningún tipo de respuesta. Aun así, esperaba que me llegara otra señal de su parte. Intenté alcanzarlo mentalmente, por si su contacto conmigo era una forma de impulsarme a comunicarme con él, pero en este sentido no pude percibir nada de su parte.
Mi expresión debía de traslucir mi agitación interior, porque la mujer que estaba detrás de la barra me miraba fijamente con curiosidad. Terminé el resto de mi té, devolví la taza y el platillo a la barra, sonreí atentamente y salí disparado hacía el coche. Mientras me sentaba y cerraba la puerta, me llegó un segundo mensaje de mi hermano. Era igual que el primero, un claro deseo de que yo llegara, de que estuviera allí con él. Todavía era imposible ponerlo en palabras.
La entrada de la Iglesia Extasiada era un empinado camino que salía de la carretera principal, pero cercado por un par de portones de hierro forjado y una torre de entrada. Había un segundo portón a un lado, también cerrado, con un cartel que decía «Privado». Las dos entradas formaban un espacio adicional; aparqué mi coche allí y fui caminando hacia la torre de entrada. Dentro del porche de madera había un moderno timbre contra la pared, y debajo de él la siguiente nota impresa en láser:
LA EXTASIADA IGLESIA DE JESÚS LE DA LA BIENVENIDA
NO SE RECIBEN VISITAS SIN CITA PREVIA
PARA ENTREVISTAS LLAMAR A CALDLOW 393960
VENDEDORES Y OTROS PRESIONEN EL TIMBRE DOS VECES
JESÚS TE AMA
Toqué el timbre dos veces, sin escuchar ningún efecto. Había algunos folletos en un buzón semiabierto, y debajo de él una caja de metal con candado, con una moneda encajada en el borde superior, atornillada firmemente a la pared. Cogí un folleto, deslicé una moneda de cincuenta peniques dentro de la caja, luego regresé al coche y descansé la espalda contra un lado del auto mientras lo leía. La primera página era una breve historia de la secta, y llevaba una foto del Padre Franklin. Las otras tres páginas contenían una selección de citas bíblicas.
Cuando volví a mirar hacia los portones descubrí que empezaban a abrirse silenciosamente de forma automática, accionados a distancia, así que entré en el coche y subí por el empinado camino de gravilla. Éste hacía una curva no muy pronunciada a medida que ascendía por la colina, con un verde campo emergiendo a un lado. Había árboles ornamentales y arbustos plantados que se espaciaban bajo el velo de la llovizna. En el lado más bajo había grandes matas de rododendros de hojas oscuras. Por el espejo retrovisor vi cómo se cerraban los portones detrás de mí al alejarme de ellos. Pronto apareció ante mis ojos la casa principal: era un enorme y poco atractivo edificio de cuatro o cinco pisos, con techos de color negro pizarra y sólidas paredes hechas de piedra y de sombríos ladrillos marrón oscuro. Las ventanas eran altas y estrechas, y reflejaban claramente el cielo lluvioso. El lugar me produjo una sensación fría y sombría, pero a pesar de esto, mientras conducía hacia el aparcamiento, sentí la presencia de mi hermano en mí otra vez, alentándome.
Vi un cartel que indicaba «Visitas por aquí», y seguí por un camino de gravilla que había contra el muro principal de la casa, esquivando el goteo de la hiedra cada vez más abundante. Empujé una puerta y entré en un angosto pasillo, que olía a polvo y madera vieja, y me recordaba al pasillo de la escuela primaria a la que fui. Este edificio producía la misma sensación institucional, pero al contrario que mi escuela, estaba inmerso en el silencio.
Llegué a una puerta con un letrero que ponía «Recepción», y llamé. Al no obtener respuesta, asomé la cabeza por la puerta, pero el lugar estaba vacío. Había dos escritorios de metal que parecían antiguos, y sobre uno de ellos había un ordenador.
Oí unos pasos y volví al pasillo; unos minutos después apareció una delgada mujer de mediana edad al pie de las escaleras. Llevaba varias carpetas de archivos.
Sus pies hacían un ruido fuerte sobre las desnudas escaleras de madera, y al verme allí me miró inquisitivamente.
—Busco a la señora Holloway —dije—. ¿Es usted?
—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?
No había rastros del acento americano que podía esperarse.
—Mi nombre es Andrew Westley, y soy del Chronicle. —Le mostré mi carnet de prensa, pero apenas lo miró—. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre el Padre Franklin.
—En este momento el Padre Franklin está en California.
—Eso creo, pero aquel incidente la semana pasada…
—¿A cuál se refiere? —dijo la señora Holloway.
—Tengo entendido que el Padre Franklin fue visto por aquí.
Movió su cabeza lentamente. Estaba de pie, de espaldas a la puerta que daba a su oficina.
—Creo que está usted cometiendo un error, señor Westley.
—¿Vio usted al Padre Franklin cuando estuvo aquí? —pregunté.
—No lo vi. Ni él estuvo aquí. —Me estaba dando evasivas, lo cual era totalmente inesperado—. ¿Ha hablado con nuestra oficina de prensa?
—¿Están aquí?
—Tenemos una oficina en Londres en la que se concretan todas las entrevistas de prensa.
—A mí me enviaron aquí.
—¿Nuestro encargado de prensa?
—No… tengo entendido que se envió una solicitud al Chronicle, después de que el Padre Franklin hiciera una aparición. ¿Niega usted que esto haya sucedido?
—¿Se refiere al envío de la solicitud? Aquí nadie ha estado en contacto con su periódico. Si se refiere a si niego la aparición del Padre Franklin, la respuesta es sí.
Nos miramos fijamente el uno al otro. Me debatía entre la irritación que me producía la mujer y la frustración que sentía conmigo mismo. Cuando estas situaciones no se desarrollaban con naturalidad, le echaba la culpa a mi falta de experiencia y de motivación. Los otros reporteros del diario parecían saber cómo manejar a personas como la señora Holloway.
—¿Puedo ver al responsable? —le pregunté.
—Yo soy la encargada de administración. Todos los demás están a cargo de la enseñanza.
Estaba a punto de rendirme, pero dije:
—¿Le suena mi nombre?
—¿Acaso debería?
—Alguien preguntó directamente por mí.
—Eso debió de ser de la oficina de prensa, no de aquí.
—Aguarde un momento —dije.
Fui hasta el coche para buscar las notas que me había entregado Wickham el día anterior. La señora Holloway estaba todavía al pie de las escaleras cuando regresé, pero había dejado sus archivos en otro lado.
Me puse a su lado cuando llegué a la hoja que le habían enviado a Wickham. Era un fax. Decía: «Para el señor L. Wickham, Editor, Chronicle. Los detalles escritos solicitados son los siguientes: Iglesia Extasiada de Jesús, Caldlow, Derbyshire, casi un kilómetro al norte del pueblo de Caldlow, sobre la autopista A623. Aparcamiento en la entrada principal o en el parque. La señora Holloway, administradora, le dará información a su reportero, el señor Andrew Westley. K. Angier».
—Esto no tiene nada que ver con nosotros —afirmó la señora Holloway—. Lo siento.
—¿Quién es K. Angier? —pregunté—. ¿Señor? ¿Señora?
—Ella es la residente del ala privada en el lado este del edificio, y no tiene conexión alguna con la Iglesia. Gracias.
Había puesto su mano en mi codo y me conducía amablemente hasta la puerta. Me indicó que la continuación del camino de gravilla me llevaría a un portal, donde encontraría la entrada del ala privada.
—Siento el malentendido —dije—. No sé cómo ha sucedido.
—Si desea más información sobre la Iglesia, le agradecería que hablara con nuestra oficina de prensa. Ésa es su función, ¿sabe?
—Sí, muy bien. —Llovía con más fuerza que antes, y no había traído ninguna chaqueta. Dije—: ¿Puedo preguntarle sólo una cosa? ¿No hay nadie aquí en este momento?
—Sí, tenemos asistencia completa. Hay más de doscientas personas preparándose esta semana.
—Parece que el lugar esté vacío.
—Somos un grupo cuyo éxtasis es silencioso. Soy la única persona a la que se le permite hablar durante el día. Que tenga un buen día.
Se metió en el edificio y cerró la puerta detrás de ella.
Decidí llamar a la oficina, pues estaba claro que la historia que había venido a cubrir ya no existía. De pie bajo la hiedra que goteaba, mirando la densa llovizna que invadía el valle, llamé a la línea directa de Len Wickham, con un mal presentimiento.
Tardó un rato en contestar. Le dije lo que había ocurrido.
—¿Ya has visto al informante? —preguntó—. Alguien llamado Angier.
—Ahora estoy justo frente a su casa —dije, y le expliqué cuál era la situación según mi parecer—. No creo que sea una historia. Pienso que simplemente es una disputa entre vecinos. Ya sabes, quejándose por una cosa u otra. —Pero no por el ruido, pensé apenas terminé de hablar.
Hubo un largo silencio.
Luego Len Wickham dijo:
—Ve a ver al vecino, y si hay algo, llámame de nuevo. Si no, vuelve esta tarde a Londres.
—Es viernes —dije—. Pensaba visitar a mis padres esta noche.
Wickham me contestó colgando el teléfono.