Diez días más tarde, durante el vuelo de vuelta a casa, las familias se movían de un extremo a otro de los pasillos del 747 comparando sus bebés. Cuál era el que lloraba demasiado por la noche. A cuál le gustaba comer gambas. Cuál había empezado ya a sentarse derecho. Eran sus hijas y ellos estaban orgullosos y mostraban una actitud posesiva.
Aquella mañana, en el aeropuerto, Maya se había detenido a dar las gracias en silencio a las valientes que se habían atrevido a dejar a sus hijas con la esperanza de que hubiera una vida mejor para ellas en alguna parte, de que fueran queridas y alimentadas. Porque en concreto Maya, como madre que había perdido a un hijo, no sabía ni cómo empezar a expresar lo que sentía por la mujer a la que nunca conocería y que también había perdido una hija. Pero gracias a esa pérdida, Maya se estaba encontrando a sí misma de nuevo.
Maya estaba entre los nuevos padres radiantes y sus hijas y comentó:
—Esas madres nos hicieron un regalo, pero nunca sabrán lo agradecidos que estamos.
—Espero que lo sepan —dijo Emily—. Espero que en algún lugar de lo más profundo de su ser sepan lo que han hecho por nosotros.
Maya estaba entonces sentada con su hija en el regazo y observaba a las familias. Todos estaban felices.
A quien no podía ver era a las familias que dejaban atrás mientras China desaparecía y el océano se extendía frente a ellos. La mujer que, de nuevo embarazada, miraba por la ventana y se preguntaba dónde estarían las hijas que había abandonado. ¿Estarían a salvo?, se preguntaba. ¿Serían queridas? Mientras Emily frotaba la nariz contra la del bebé y la niña se reía, otro bebé daba vueltas y patadas en el vientre de su madre. «Estoy aquí, madre», parecía estar diciendo. «No mires atrás. Mira sólo hacia adelante.» Aun así, todos los días de su vida miraba atrás, y se preocupaba por sus hijas perdidas.
O la joven, cuya hija estaba acurrucada en el regazo de Nell, que caminaba por un camino polvoriento con dos batatas en el cesto mirando un campo vacío con la esperanza de divisar a un joven que se había marchado a Pekín sin ella.
O la madre que jugaba con su hija, que reía con ella, aunque suspiraba por la hermana gemela.
Ese bebé que había sido pequeño y débil pero que en brazos de Susannah tenía un aspecto sano, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. La mujer se preguntaba: ¿Sobrevivió? ¿Ella también suspiraba en su interior por su hermana y por su madre que la habían querido?
O la madre que iba todos los sábados a Loudi y recorría las calles de la ciudad y los senderos del parque con una fotografía de la hija que le arrebataron y que hoy dormía profundamente en brazos de Theo. «¿Ha visto a un bebé con este aspecto?», le preguntaba a la gente con la que se cruzaba, a los dependientes de las tiendas y a los barrenderos. Todos se encogían de hombros y miraban a otro lado. «Un bebé hermoso», les decía ella. «Un bebé feliz. Mi bebé.»
Y Maya no podía ver al hombre desconsolado sentado en la mesa de su despacho de la universidad, llorando por su esposa muerta y por la hija que había dejado en la puerta del orfanato. Llorando mientras rezaba para que su hija hubiera encontrado de algún modo su camino hasta Norteamérica, cuando, en aquel preciso momento, apretada contra Maya, aquella hija, en efecto, iba camino de Norteamérica.
El avión alcanzó los 40.000 pies de altura, por encima de las nubes. Las niñas empezaban a tener sueño. Maya sostuvo a su hija que dormía sobre el regazo. Aquella mañana, antes de abandonar el hotel White Swan de Guanzhou, Maya había llamado a Jack. «Si no quieres volver a verme lo entenderé», le había dicho. «Pero Honor y yo aterrizaremos en Logan mañana a las diez de la noche. Me gustaría que estuvieras allí.» Increíblemente, Jack había respondido: «Allí estaré.»
El sol relucía fuera del avión y enviaba su luz brillante a través de las ventanillas. Con aquella luz, Maya estuvo a punto de verlo, ese hilo rojo, enmarañado y curvado, que conectaba a cada bebé con su madre. Parpadeó. El hilo rojo brilló con luz trémula y luego desapareció lentamente. No importaba lo enmarañado o enredado que llegara a estar, en el otro extremo estaba el hijo que cada uno estaba destinado a tener.