14
Las familias

Sophie

Sophie estaba en Jack and Jill, una tienda de ropa usada para niños, y tocaba las suaves ranitas, los pijamas con pies, las mantas decoradas con osos y biberones. Había esperado mucho tiempo para ser esa persona: una mujer comprando para su bebé. Pero no sentía la emoción que se había imaginado. Sophie siempre había creído que si era una buena persona le sucederían cosas buenas. En cambio, allí estaba, embarazada por fin, con un marido en quien no podía confiar. Incluso cuando le había contado lo del bebé y él la había abrazado, Sophie se preguntó si sus emociones eran genuinas. Aquella noche también le había permitido volver a la cama. El cuidado con el que le había hecho el amor, como si pudiera romperse, la había irritado más que complacido.

Al recordarlo, se apartó de la ropa de colores de sorbete y se dirigió a la puerta. Su médico había calculado que Sophie estaba entrando en su segundo trimestre. Tenía tiempo de sobra para decidir qué hacer con su matrimonio. Tenía tiempo de sobra para comprar cosas para el bebé.

Emily, la del grupo de adopción, la había invitado a su casa para tejer juntas un jersey de bebé. Sophie quería ir. Incluso había comprado lana de color amarillo limón y unas agujas grandes con la esperanza de que aún recordaría cómo hacer punto. Cuando estaba en la universidad había tejido un jersey para su novio. Le había costado meses terminarlo y, cuando lo consiguió, él había roto con ella. Sophie había deshecho todo el jersey y había vuelto a enrollar la lana en un grueso ovillo. Su madre le había advertido que nunca tejiera un jersey para un hombre que no fuera su marido. «Trae mala suerte», le había dicho. Sophie no le había hecho caso entonces, ni cuando le dijo que no se casara con Theo. «No mira a la gente a los ojos —señaló su madre—. ¿Qué es lo que esconde?»

«Sólo una hija de cinco años», pensó Sophie mientas se subía al coche. Deseó que su madre estuviera aún viva para poder llamarla y decirle que había tenido razón en todo. Con los jerséis, con Theo y con su propio optimismo ciego.

Ahora que por fin habían pasado las náuseas matutinas, Sophie tenía ganas de comer continuamente. Desenvolvió una barra Almond Joy y se la comió en el coche aparcado. Al terminar, se comió otra. La nieve de la calle se había ensuciado y teñido de gris. Todo tenía un aspecto triste. Sophie suspiró. La banda elástica de los pantalones le apretaba y le picaba. Sus ansias por el chocolate, la cintura que se le ensanchaba… todas las cosas que deberían hacerla feliz sólo la hacían más consciente de lo insegura que se sentía con todo.

Su madre no dejaría que se regodeara en la autocompasión de esa forma. Se había mudado de una granja en Idaho a Colorado cuando tenía sólo dieciocho años. «No había futuro en esa granja», le había contado a Sophie como si nada. «La única persona con la que puedes contar es contigo misma.» Sophie se había reído de ella. «Yo puedo contar con Theo», le había dicho a su madre. «Tú no te has entregado nunca a nadie de verdad. No sabes lo maravilloso que es.» Su madre dio una larga calada a su Marlboro Light y meneó la cabeza. «Guárdate siempre una parte de tu corazón para ti misma, Sophie. No lo des todo.»

Pero ella lo había hecho. Se lo había dado todo a Theo. Sophie hurgó en el bolso en busca de otra barra Almond Joy. Sólo había envoltorios vacíos. En la guantera encontró dos pastelillos Reese’s y se los comió lentamente. Tiró de la banda elástica de los pantalones, la bajó por debajo del vientre y echó un vistazo. Sophie sonrió. Aquél era el vientre de una mujer embarazada, de eso no había duda. Se puso la mano manchada de chocolate en la barriga.

—Hola ahí adentro —dijo en voz baja.

Theo

Le había dicho a Nell que no, que no podía verla, ni siquiera para hablar. Pero allí estaba Theo, en el asiento trasero del BMW de Nell con ella, fumando un porro.

—¿Fumas a menudo? —le preguntó Nell.

—Sí. —Theo se rió—. Pero no pensaba que tú lo hicieras.

—Me lo ha recetado mi médico de fertilidad. Dice que necesito relajarme. —Nell se inclinó por encima del asiento delantero y presionó el encendedor. Lo trajo consigo, con la punta al rojo vivo—. Como si pudiera relajarme.

Theo la miró mientras ella encendía el porro e inhalaba. Se recostó en el asiento, cerró los ojos y retuvo el humo.

—Han pasado años —dijo sin abrir los ojos.

Theo se preguntó si se refería a años desde que se había colocado o desde que había intentado quedarse embarazada. Nell dio otra calada y él empezó a preguntarse si iba a pasárselo.

—Vietnam está cerrado. Guatemala, cerrada. Una mujer del trabajo me dijo que podía conseguirme un niño mayor de Hungría o alguna parte. Está Kazajistán, pero no hay un historial demostrado. Rusia sigue siendo buena.

El coche se llenó del olor dulce de la marihuana. Theo alargó la mano y le quitó el porro a Nell.

—No lo compartes —le dijo.

Ella siguió con los ojos cerrados.

—Pareces muy colocada —comentó Theo—. Te da un aspecto de estar como manchada. Normalmente vas demasiado pulcra.

Nell se rió.

—Deberías ver nuestra casa. Podrías comer en el suelo.

Su teléfono móvil sonó en el asiento delantero pero ella no le hizo caso.

—Brasil. Presenté una solicitud para Brasil, pero ellos también cerraron.

—¡Caray! —exclamó Theo—. Tu médico tiene una buena hierba.

—Es la medicinal —dijo Nell.

Se fueron pasando el porro en silencio. En la distancia, Nell veía a la gente que iba de compras y empujaba los carros hacia unos grandes almacenes Wal-Mart. Su teléfono sonó otra vez.

—¿Qué? —preguntó Theo.

Nell meneó la cabeza.

—Es demasiado complicado —contestó ella.

Theo se encogió de hombros.

—Si nos fumamos todo esto nos vamos a poner muy ciegos.

—Creo que ya lo estoy —dijo Nell. Pensó en todos los países del mundo, en todos esos bebés.

Y ella ni siquiera podía conseguir uno.

—Sophie está embarazada —anunció Theo.

O eso fue lo que Nell creyó que decía.

—Definitivamente, voy ciega —declaró.

—No —dijo Theo—. Bueno, sí, vas ciega. Pero has oído bien. Sophie está embarazada.

Nell se irguió en el asiento. Se le quedó la boca seca como la arena. Cuando la abrió para hablar, los labios le hicieron ruido al juntarse.

—Eso no es justo —afirmó, y detestaba cómo se sentía con la lengua como papel de lija y la mente nublada.

—¿Te acuerdas de Heather? —le preguntó Theo.

—No. —El teléfono de Nell volvió a sonar desde algún lugar muy lejano.

—¿La mujer a la que quiero? ¿El amor de mi vida? —decía Theo—. Se presentó con fotografías de nuestra hija y Sophie está cabreada conmigo porque nunca se lo conté…

—¿De qué estás hablando? —dijo Nell.

—Heather tuvo un bebé. Por eso rompimos. Creí que te lo había contado.

Nell se pasó la mano por el pelo.

—No me lo creo —masculló.

—Un día no tengo nada y ahora tengo dos hijos —dijo Theo.

—Cállate —le espetó Nell con los dientes apretados.

Cuando el dichoso teléfono volvió a sonar, Nell lo cogió.

—¿Qué? —inquirió.

La voz del otro lado empezó a hablar. Nell meneó la cabeza, como si eso fuera a ayudarla a entender mejor.

—¿Qué? —repitió, esta vez con más suavidad—. ¿Cómo?

Cuando colgó se volvió a mirar a Theo.

—Tres —le dijo.

Él le dirigió una sonrisa perezosa.

—¿Tres?

—No tenías nada, pero ahora tienes tres hijos. Era Samantha, de la agencia Red Thread. Han llegado nuestras asignaciones.

Theo estaba diciendo algo pero Nell no lo escuchaba. A ella no le importaba si tenía tres hijos o trescientos. Ella tenía uno. Un bebé. Lo tenía todo.

Charlie

Charlie no podía precisar cuándo dejó de darle miedo la idea de un bebé y se convirtió, en cambio, en lo que quería. Durante años, y a veces pensaba que desde siempre, lo único que había querido era a Brooke. Siempre que habían hablado sobre tener un bebé, Charlie se había limitado a escucharla, consciente de que él no podría hacerlo. No podía acoger al hijo de otra persona y quererlo como si fuera suyo. Aunque ellos hubieran podido tener un hijo, Charlie no creía que pudiera ser padre. O al menos, no la clase de padre que debería tener un niño. Él amaba a Brooke. ¿No bastaba con eso? «Tú te limitas a aceptar las cosas», le decía siempre Brooke. Y no lo decía como un cumplido.

Meneaba la cabeza al decirlo. Se le ponía la boca prieta y fina. «Las aceptas sin más.»

Él quería decirle que así había conseguido sobrevivir a su niñez. Se rompían platos. Se daban puñetazos. Se lanzaban gritos e insultos. Charlie se limitó a aceptar las cosas. Agachaba la cabeza.

Se escondía. Salía al patio en las noches cálidas de Florida y golpeaba pelotas de béisbol hasta que la casa se sumía en un compasivo silencio.

—Ya lo sé —reconoció Charlie—. Es mi manera de ser.

Cuando Brooke empezó a llevar a casa folletos llenos de niños asiáticos sonrientes, él los leyó, asintió y comentó lo monos que eran aquellos bebés.

Aguantó la charla de orientación y permitió que la mirada penetrante de Maya Lange se posara en él. Le estrechó la mano al hombre que lo reconoció. Sonrió ante las bromas de Maya y dejó que hablara Brooke.

Luego hubo que rellenar formularios. Un trabajador social miró en sus armarios y les hizo preguntas sobre sus cosas.

Charlie aceptó todo eso. Pero en el fondo le daba la sensación de que no iba a poder seguir con ese asunto de la adopción. Ni siquiera cuando una noche Brooke le hizo sus tacos de pescado favoritos y encendió antorchas Tiki en el patio trasero y le contó las estadísticas: ciento cincuenta mil niñas abandonadas en China cada año, tal vez más; una política de hijo único que favorecía a los niños; que, en China, son los chicos los que heredan las propiedades, el dinero e incluso antepasados que llevaban muertos mucho tiempo; en algunas provincias, le dijo Brooke mientras él se preparaba otro taco y le añadía la ensalada de col que hacía ella con chiplotles y mayonesa casera, en algunas provincias podían tener un segundo hijo si el primero era una niña. «¿Lo ves, Charlie? —le había dicho—. Pueden intentar tener un hijo. Pero si la segunda también es una niña, la abandonan.» Él se sentía mal por todas esas niñas pequeñas a las que dejaban metidas en cajas y cestos en arcenes, puentes y umbrales. Pero él no quería una. Él no quería nada, salvo a Brooke.

Hasta que algo cambió.

Charlie estaba en lo que antes había sido el dormitorio de invitados con los vaqueros salpicados de pintura amarilla, envuelto por el olor de la pintura todavía húmeda, con las paredes del suave tono amarillo de la limonada, o de la luz del sol, o del tono de cualquier otra cosa amarilla y cursi que se le pudiera ocurrir, y tenía la sensación de que su corazón era enorme, estaba abierto y a punto de estallar. Retrocedió y examinó su trabajo. La habitación estaba preciosa. Cuando la pintura se secara metería la cuna blanca que había comprado, colgaría el móvil de una gran luna creciente, una vaca y una cuchara. Pondría la mecedora en el rincón y la alfombra en forma de margarita en el centro.

A Charlie le gustaban los nombres de chico para chica. Siempre le habían gustado. Era descarado, sexy y divertido oír el nombre de Johnnie, Frankie o Pete y que respondiera una chica. Estaba seguro de que Brooke se pelearía con él al respecto. Su nombre era muy femenino. Era un goteo de agua. Era cálido, murmurante y dulce. Seguro que ella querría este tipo de nombre para su hija. Se imaginó que protestaría, que insistiría en Lauren o Lily. Pero la noche anterior, cuando él había sacado el tema, Brooke había dicho que por supuesto. Así, sin más.

—¿Cuál entonces? —le preguntó Charlie—, ¿Pete? ¿Johnnie?

Brooke le tomó la mano y se la apretó.

—Johnnie —respondió—. ¿Por qué no?

Charlie mojó un pincel en pintura roja y con el mayor de los cuidados escribió en la puerta de la habitación de su hija: JOHNNIE.

Retrocedió y miró el nombre, escrito con su letra. El hecho de verlo allí de ese modo, como un anuncio, hizo que fuera aún más real. Su hija Johnnie.

Y entonces se dio cuenta de que Brooke estaba allí, plantada en la puerta, con el ceño fruncido.

—Eres silenciosa como un gatito —le dijo él—. Ni siquiera te he oído acercarte por el pasillo.

¡Por Dios, cómo la quería! Llevaba sus vaqueros viejos, rotos en la rodilla, y una camiseta descolorida de los Red Sox, y era la mujer más hermosa que había existido jamás. Charlie la tomó entre sus brazos, como si estuvieran en un baile de instituto. Ella apoyó los pies descalzos sobre los de Charlie y él empezó a arrastrarlos, arrastrándolos a ambos de un lado a otro de la habitación al ritmo de una música que solo él oía.

—Han llamado —susurró Brooke.

Charlie siguió bailando sobre el suelo en el que estaría la alfombra de margarita y donde giraría el móvil y donde la mecedora mecería a su bebé hasta que se durmiera.

—Tenemos un bebé —anunció.

Charlie no podía hablar. Pensó: «Johnnie. Mi hija.»

—Tenemos un bebé, Charlie, y no lo quiero.

Él estrechó a su esposa.

—Pues claro que lo quieres.

—No. Desde Navidad he sabido que no es esto lo que quiero. Pensaba que sí. Pero, Charlie, tienes que creerme, no lo quiero.

—Eso son los nervios previos a la llegada del bebé. Nada más. —No le gustó lo seria que estaba—. Como los nervios prematrimoniales. Antes de dar un gran salto a lo desconocido tienes la sensación de que no puedes hacerlo. Pero luego saltas y todo va bien. Mejor que bien.

Brooke se apartó de él y lo miró directamente a los ojos.

—Yo no tuve nervios prematrimoniales. No soy una persona nerviosa. Lo que quiero es esto. Tú y yo.

—Cuando mires el rostro de esa pequeñina —dijo Charlie, y se acercó a ella—, te sentirás distinta.

Aunque oía que su mujer decía que no, aunque la veía delante de él con los brazos cruzados con firmeza y meneando la cabeza, Charlie no podía creer que Brooke no fuera a cambiar de opinión. Tal como había hecho él.

Emily

A Emily no le gustaban los deportes. Claro que no le importaba animar a los Patriots o a los Sox. Pero no disfrutaba mirando a un montón de niños corriendo por ahí con palos: en el hielo, en la hierba o en el barro, como aquella tarde. El doctor Bundy le había dicho que tenía que hacer un esfuerzo para involucrarse más en la vida de Chloe. Podría ser que así se aliviara la tensión. De manera que ahí estaba Emily, temblando y calada de humedad, viendo jugar un partido de lacrosse a Chloe y su equipo mientras escuchaba cómo la madre de la joven les jaleaba desde la banda.

«Yo no seré una madre de las que se queda en la línea de banda gritándole a su hijo», decidió Emily.

Emily se sentía mejor pensando estas cosas. Tenía una larga lista de cosas que haría y de cosas que no. No se iría de vacaciones a Disneylandia, no dejaría que su hija tuviera teléfono móvil hasta que fuera adolescente, ni que jugara a videojuegos o se agujereara las orejas. No tendría una hija como Chloe.

Michael estaba a medio camino entre Emily y Rachel, la ex mujer que gritaba con excesivo entusiasmo. No estaba ni al lado de una ni al lado de la otra. Había decidido quedarse entre las dos. Emily pensó que menuda falacia patética. O que era patético sin más. Después de todo ese tiempo, Michael no estaba seguro de a qué lado debía ponerse.

Las chicas corrían por el campo embarrado con los palos en la mano. Con el pelo rubio y los calcetines verdes hasta las rodillas, todas se parecían extrañamente. Emily suspiró.

Las chicas, al parecer sin ningún motivo, dejaron de correr y salieron del campo.

Se dio cuenta de que había llegado el descanso. Al fin.

—¡Vaya partido! ¿eh? —dijo Michael desde su lugar en el limbo.

Rachel no le respondió. Estaba demasiado ocupada abriendo una nevera gigante y sacando cartones de zumo y gajos de naranja para el equipo. La mamá del tentempié. La mamá animadora. Emily se estremeció.

—Gracias por haber venido hoy —le dijo Michael al tiempo que daba un paso hacia ella—. Significa mucho para Chloe.

Emily quiso señalar lo poco que significaba para Chloe, quien la estaba ignorando por completo. Pero al doctor Bundy no le gustaría esa franqueza, sobre todo allí, durante aquel aburrido partido de lacrosse. Sobre todo cuando se suponía que Emily tenía que aliviar la tensión, no crearla.

—Bueno —respondió, y levantó las manos con gesto derrotado—. No sé mucho sobre lacrosse…

Daba igual. Michael ya se había alejado y se había situado junto a Rachel para repartir cartones de zumo entre las chicas. Rachel iba peinada con una cola de caballo y llevaba unos pantalones cortos azules con el nombre de la escuela de Chloe escrito en blanco y un anorak verde también con el nombre de la escuela. Tenía un aspecto ridículo, pensó Emily mientras miraba cómo Michael hablaba con su ex mujer. ¿Qué diablos tenía que decirle que fuera tan emocionante? Rachel cabeceaba mientras hablaba, Chloe se había reunido con ellos y también asentía.

A Emily le dio un vuelco el corazón. Se dio cuenta de que parecían una familia. Y allí estaba ella, en la línea de banda, tanto literal como figuradamente. Una intrusa. Una espectadora. Una don nadie.

—¡Oye! —le gritó a Michael.

Pero él no la oyó.

Temblando, Emily hundió las manos en los bolsillos del abrigo y se dirigió al aparcamiento.

Los todoterrenos estaban alineados como tanques. Se metió en el coche de Michael y sacó la labor de punto. Era malísima tejiendo, y el jersey que estaba haciendo para su bebé (¡su bebé, maldita sea!) se veía torcido y mal hecho. Emily había acudido a Susannah en busca de ayuda. Susannah era una tejedora experta que hacía cosas con punto de trenza y ojales. Decía cosas como «punto de arroz» y «punto Kitchener», cosas que Emily no entendía.

—¿Lo hacemos otra vez? —había dicho Susannah aquella tarde, y Emily había contestado que era una gran idea, aunque no lo era.

Aun así, en cierto modo era importante que hiciera ese jersey para su bebé. Quizá no podía llevar a un bebé en su vientre. Quizá no entendía el lacrosse, ni tenía a nadie a quien darle gajos de naranja ni unos colores de escuela que ponerse. Pero tenía un bebé esperándola en China. Con cada punto que hacía estaba más cerca de ese bebé. Susannah le había deshecho algunas pasadas que estaban mal y se las había vuelto a hacer. «Ya estás lista para continuar», le dijo cuando se lo devolvió a Emily.

Sentada allí sola en el coche, Emily supo que estaba lista para continuar. Sólo si… Suspiró.

Sólo si cambiaran o sucedieran un millón de cosas.

Y entonces sonó el teléfono.

Ya había empezado la segunda parte. Como Emily no estaba, Michael se había puesto al lado de Rachel, animando y gritando igual que ella.

Pero a Emily no le importó. Se acercó a ellos y se puso justo delante; se mantuvo firme.

—Michael —dijo, aunque él la miraba con el ceño fruncido porque le tapaba la vista. Emily se sentía como un globo, a punto de flotar en el aire.

—Michael —repitió.

Rachel le dirigió una mirada fulminante.

—Acaba de llamar Samantha, de la agencia Red Thread. —Emily pensó que debería llevárselo aparte. No era una noticia para Rachel. Era una noticia suya, de ella y de Michael.

—Estupendo —respondió—. ¿Puedes contármelo después del partido?

Emily se quedó atónita y retrocedió un paso para alejarse de él, metiéndose en el campo y provocando que una chica del equipo contrario chocara con ella.

Emily estuvo a punto de perder el equilibrio, pero logró recuperarlo enseguida. La chica, sin embargo, pareció pasar volando junto a ella y chocó con otra, esta última del equipo de Chloe. Cayeron con un barullo de palos y calcetines. Los padres y entrenadores acudieron corriendo de todas partes.

—Lo siento mucho —dijo Emily.

Chloe la miraba con expresión de enojada incredulidad.

—¿Qué demonios haces dentro del campo durante el partido? —le chilló un padre con el rostro colorado.

—No lo sabía —contestó ella. Buscó a Michael con la mirada entre el gentío, pero no lo encontró.

Las dos chicas se pusieron de pie con vacilación y sus compañeras de equipo las ovacionaron. «La idiota de mi madrastra», oyó que Chloe le decía a alguien.

—¡Sal del campo! —gritaba una persona que tenía pinta de ser el árbitro.

Al fin Emily comprendió que le estaba gritando a ella.

—Lo siento mucho —repitió.

—Sal. Del. Campo.

—Vale, de acuerdo —dijo al tiempo que retrocedía apresuradamente—. Lo siento.

Por fin encontró a Michael entre el gentío que iba saliendo del campo. Tenía un brazo en torno a los hombros de Chloe y la cabeza inclinada hacia Rachel.

«Una familia», pensó Emily.

Dio media vuelta y volvió al coche preguntándose cómo se las iba a arreglar ese hombre que no podía tomar partido, que no podía estar a su lado, ahora que, por fin, ellos también iban a ser una familia.

Susannah

Maya tenía un aspecto bronceado. Eso fue lo que pensó Susannah mientras tomaba asiento frente a ella en el restaurante, el Rue de l’Espoir. Resultaba curioso que Maya hubiera sugerido que se encontraran en aquel lugar. Aunque el nombre sólo era la traducción al francés de Hope Street, «la calle de la esperanza», en la que se encontraba el local, la palabra «esperanza» en sí misma parecía inapropiada.

—¿Has estado de vacaciones? —le preguntó Susannah.

—Algo así —contestó Maya—. No del todo —meneó la cabeza—. Estuve en Califonia unos días. Por negocios, en realidad.

Susannah sonrió y abrió el menú.

Pidieron y luego charlaron de cosas sin importancia hasta que llegó la comida. Entonces Maya dijo:

—¿Querías hablar de la asignación?

—No puedo hacerlo —declaró Susannah con calma.

Al día siguiente, todas las familias iban a ir a la agencia Red Thread para ver a sus bebés por primera vez. Recibirían tres fotografías, un informe sobre la salud de la niña e información sobre lo que le gustaba o no le gustaba, su temperamento y sus rutinas. Y sabrían cuándo viajarían a China para traer a sus bebés a casa.

—¿Por qué piensas eso? —quiso saber Maya.

Susannah se concentró en su ensalada, en los higos y el queso de cabra, las nueces tostadas. Era más fácil que mirar a Maya.

—Porque me aterroriza el hecho de ser una madre horrible —respondió Susannah. Había ensayado estas palabras mientras conducía de Newport a Providence, así que entonces le salieron con facilidad—. Lo soy —afirmó mientras mezclaba las hojas verdes de su plato—. Ya soy una madre horrible.

—Te has enfrentado a muchos retos —dijo Maya.

Susannah levantó la mirada.

—Sé que no es fácil para ti —declaró Maya.

—Pero no puedes garantizarme que este bebé sea distinto.

—He visto a los bebés —le contó Maya—. He leído los informes. Son todas unas niñas sanas y hermosas. Todas ellas.

Las dos mujeres se quedaron en silencio y se concentraron en el almuerzo.

Al cabo de un rato, Susannah dijo en voz baja:

—Mi madre era maravillosa, ¿sabes? —Eso no lo había ensayado y le tembló la voz—. Siempre estábamos juntas, íbamos a patinar a Central Park y a tomar helado con sirope caliente a Rumpelmayer’s. Cuando se puso enferma, mi padre me mandó fuera. No creía que debiera estar así con ella. Una vez mi padre me llevó al hospital y me señaló su ventana. Me dijo que ella estaba allí saludándome con la mano, pero por mucho que me esforzaba no la veía allí. Luego me subió a un tren y me mandó con mi abuela a Rhode Island. Hasta que mi madre mejorara. Pero no mejoró.

—Lo siento —le dijo Maya—. ¿Cuántos años tenías?

—Diez cuando murió. Mi abuela vivía en una de las mansiones de Belleview Avenue y yo deambulaba por esa casa enorme y por los terrenos como si estuviera perdida. Miraba en los armarios y debajo de los arbustos, siempre buscando algo. Pero nunca supe decir qué era exactamente lo que buscaba. Y sé que parece estúpido quejarse cuando, en cierto modo, lo tenía todo. Clases de todo tipo y una educación maravillosa. Cuando tenía catorce años me enviaron interna a una de las mejores escuelas. Todo era lo mejor —explicó Susannah. Y luego añadió—: Excepto Clara.

—Intentas… —dijo Maya, pero Susannah la interrumpió.

—Pero tengo la sensación de que es culpa mía. Clara. Su manera de ser. Mi manera de ser con ella.

Maya había mantenido la calma mientras Susannah hablaba. Hasta ese momento. Su expresión cambió y Susannah vio dolor auténtico en su rostro.

—La culpabilidad —dijo Maya— no te llevará a ninguna parte. Sólo tú puedes cambiar eso. Perdónate y vuelve a empezar.

—¿Tú podrías hacerlo? —preguntó Susannah—. ¿Si fueras yo?

Maya no respondió de inmediato.

—Lo que yo haría no importa.

Susannah estudió el rostro de Maya.

—¿Qué hiciste —le preguntó— que no puedes perdonarte?

Para sorpresa de Susannah, Maya rompió a llorar.

—Maya —le dijo, y alargó el brazo por encima de la mesa para tomarle la mano. Pero Maya la retiró.

—Estoy aquí para ayudarte. Lo siento —se disculpó Maya.

—Quizá deberías seguir tu propio consejo, ¿no? —sugirió Susannah.

Maya sonrió.

—Quizá —respondió—. Pero de momento quiero decirte que vi una foto de una niña de nueve meses que es adorable, que está sana y que es tuya, Susannah.

Entonces le tocó el turno de llorar a Susannah. Ocultó el rostro entre las manos y sollozó, soltó todas las lágrimas que había contenido desde que era una niña en el aparcamiento de un hospital saludando a una ventana vacía.

Maya se deslizó a su lado en el largo asiento y le frotó la espalda con suavidad, de la forma en que una madre calma a su hijo.

—Vamos, no pasa nada —dijo Maya en voz baja—. Ya está, ya está.