8
Las familias

Susannah

Susannah sostenía la manta de bebé de color rosa para que Carter la viera.

—Toca, verás lo suave que es —dijo—. Y se puede lavar. —La manta la hizo sentir casi mareada—. Podría ponerle unas rosas de adorno —añadió—. Repartidas por toda la manta. Blancas.

Carter no estaba mirando la manta, sino a ella.

—¿Qué? —preguntó Susannah.

Pero él se limitó a menear la cabeza. Estaba en el salón, en el sofá encarado a la ventana que daba al mar. Cuando compraron aquella casa estaba llena de ventanas pequeñas y cuadradas. Lo primero que habían hecho había sido poner unas más grandes, de manera que cuando entraban en una habitación las vistas les asaltaban.

A Susannah no le gustaba pensar en esa época, cuando se habían mudado allí, embarazada de muy poco y con esperanzas. Ella había imaginado que tendría muchos hijos, que llenaría la casa de ellos. Se había imaginado paseando por la calle, las palas y los cubos balanceándose, la atmósfera cargada de sal, unas manos pegajosas en las suyas, suaves.

Tendió la manta junto a Carter con la esperanza de que la tocara. Claro que él no se maravillaría de la uniformidad del espesor, de la pulcra regularidad de los puntos. Pero ¿acaso no veía que ella había tejido eso para un nuevo bebé? ¿Que por fin, después de seis años, Susannah sentía que algo parecido a la alegría entraba poco a poco en sus vidas?

—¿Carter? —dijo.

Él señaló el mar.

—Creo que se avecina una tormenta —anunció.

Unas nubes grises se apiñaban a lo lejos. Susannah las examinó un breve momento y a continuación escudriñó la expresión de su marido. Antes pensaba que era la expresión más tierna que había visto jamás. Pero ahora Susannah ni siquiera podía recordar la última vez que lo había mirado de verdad. Se dio cuenta de que el cabello le empezaba a ralear. Y de que tenía la nariz y las mejillas quemadas por el sol. Susannah le trazó una línea desde la sien hasta el mentón, con suavidad. Cárter la miró sorprendido.

—¿Se ha dormido? —susurró Susannah.

Cárter asintió.

Años atrás, antes de que naciera Clara, en los trayectos largos detenían el coche sólo para hacer el amor. Se metían en el asiento trasero, Cárter con sus largas piernas extendidas y Susannah encima de él. Incluso entraban disimuladamente en los baños de los restaurantes, como si no pudieran esperar a terminar de cenar, tan grande era la necesidad que tenían el uno del otro.

Pero ahora, mientras Susannah se desabrochaba la camisa blanca, ni siquiera podía recordar la última vez. Hacía ya tanto tiempo que había desaparecido de su memoria. Normalmente Cárter llegaba tarde del trabajo, o intentaba poner a dormir a Clara sin conseguirlo. Normalmente, Susannah prefería estar sola, hacer punto, fingir que vivía la vida que se había imaginado.

Sin embargo, aquella noche el cuerpo le temblaba de deseo por él. Ni siquiera le importó que él estuviera sentado, observándola pero sin tocarla. Susannah dejo caer la falda al suelo, se desabrochó el sujetador y oyó el gritito ahogado de Cárter al ver sus pechos. Y entonces la agarró, casi como antes. Le bajó la cremallera y le quitó los vaqueros y se la puso en el regazo, frenético, casi como lo hacía antes.

Fuera llegó la tormenta. Era una tormenta formidable, con unos relámpagos intensos y brillantes y el retumbo de los truenos. Cuando empezó a llover, las gotas golpearon las ventanas como si fueran balas. Por alguna razón, la tormenta excitó más a Susannah y cuando llegó al orgasmo fue como si toda aquella lluvia y el viento la arrastraran.

—¡Caray! —exclamó Cárter cuando terminaron—. ¿Qué mosca te ha picado? —La miró con una sonrisa mientras le agarraba los hombros para que no se levantara de su regazo.

Pero Susannah no le respondió. Su deseo se había convertido en otra cosa, en una oscura y progresiva sensación de terror.

—No es que me esté quejando —añadió, y Susannah recordó lo hablador que siempre se ponía después del sexo—. Hacía demasiado tiempo —dijo—. ¿Desde cuándo? ¿Navidad?

Susannah quiso decir algo, pero si lo decía en voz alta tal vez lo convirtiera en realidad, de modo que se quedó allí sentada, notando cómo él se ablandaba en su interior.

—O tal vez más —estaba diciendo Cárter.

La mantita de bebé había caído al suelo en un montón rosa. Susannah quería recogerla, pero Cárter no dejaba que se moviera. Se puso a hacer cuentas. Contó hacia atrás, le dio miedo el punto en el que había terminado y contó de nuevo. Cárter seguía hablando de cosas sin importancia y Susannah seguía contando hacia atrás hasta que al final supo que daba igual las veces que lo repitiera, siempre terminaría en el mismo punto. Su última regla había sido hacía dos semanas exactamente. A diferencia de todas las demás mujeres que habían estado presentes en aquel almuerzo (la que no mantenía el embarazo, la que no se quedaba embarazada por alguna razón misteriosa y la que tenía las trompas de Falopio dañadas), Susannah sí podía quedarse embarazada. Pero no quería.

—¿Mamá? —la voz de Clara hendió el aire.

Susannah vio a su hija de pie en la puerta con el cabello enmarañado y la parte delantera del camisón enganchada en el pañal mientras la sombra de los faros que pasaban por la carretera de la playa cruzaba su rostro.

—¿Por qué estás en el regazo de papá? —preguntó Clara.

Cárter se echó a reír.

—¿Por qué estás en el regazo de papá? —susurró.

Pero a Susannah se le revolvió el estómago.

—¿Qué haces levantada? —le preguntó.

—Los truenos —contestó Clara—. Me asustaron. ¿Son los ángeles que juegan a los bolos, mamá?

—Sí —respondió Susannah, y suspiró—. Son los ángeles.

Susannah se movió pero Cárter le murmuró:

—Quédate. Hacía mucho tiempo que no te tenía así.

Ella no se quedó. Se levantó y volvió a enfundarse los vaqueros. Clara observó a su madre que se acercaba a ella y su semblante parecía casi sereno bajo aquella luz bañada por la lluvia.

—Ya lo hago yo —dijo Cárter.

—No —replicó Susannah.

Recordó que la noche que se había quedado embarazada de Clara había sentido el momento de la concepción. Un extraño aleteo, como la sensación que le invadía el estómago justo antes del repentino descenso en una montaña rusa. Cárter se había reído de ella cuando se lo contó. Pero Susannah había estado muy segura. Se había puesto la mano en la tripa como para hacerle saber al bebé que estaba allí.

—Espera y verás —le había dicho a Cárter—. Estamos embarazados.

En aquellos momentos, mientras avanzaba hacia la niña, sintió aquel mismo aleteo en el vientre.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No podía tener otra Clara. Si eso la convertía en una mala persona, en una madre horrible, pues eso era lo que era. Le sobrevino el recuerdo desvaído de su propia madre. Antes de enfermar, su madre había sido su compañera más constante: le confeccionaba vestidos de punto para sus muñecas y le enseñaba a navegar y a patinar sobre hielo. A pesar de los años transcurridos, Susannah podía recordar fácilmente a su madre girando sobre el hielo, sus patines blancos y su abrigo azul pálido desdibujados. O al timón de su Catalina, con el cabello color paja agitado por el viento sobre la cara y la punta de la nariz colorada por el sol.

Susannah tomó de la mano a Clara y se la apretó con fuerza.

—¡Ay! —exclamó Clara, y se soltó de un tirón.

La niña empezó a patalear y a berrear y de la serenidad anterior no quedó ni rastro. Cuando Susannah le dijo que parara, Clara pataleó otra vez, con tanta fuerza que hizo temblar el suelo, y echó a correr por el pasillo.

Susannah se la quedó mirando. Sabía que tenía que correr tras ella. Sabía todos los pasos que harían que su hija volviera a meterse en la cama. Pero se quedó allí plantada, con la mano en el vientre, esta vez intentando detener ese aleteo. Pensó que a miles de kilómetros de distancia había un bebé para ella. Tal vez ya hubiera nacido. Quizá en aquel mismo instante ya dormía plácidamente en una cuna, con todo un futuro espléndido por delante.

—¿Susannah? —estaba diciendo Carter—. Ve a buscarla. Sabes que podría hacerse daño.

¡Susannah!

Oyó que Carter se subía la cremallera de los pantalones y se levantaba.

—¡Por Dios! —masculló. Le lanzó una mirada fulminante al pasar.

—Carter —dijo Susannah en voz baja.

Él ya había recorrido medio pasillo, pero se dio media vuelta rápidamente.

—No hemos usamos nada —dijo.

Carter puso mala cara.

Por detrás de él, en la habitación de Clara, los cajones golpeaban contra el suelo y los juguetes y chucherías se estrellaban.

—¿Y si estoy embarazada? —preguntó, y las palabras le parecieron largas y difíciles de manejar en la boca.

¿Acaso no les había dicho el médico que las posibilidades de tener otro hijo con síndrome del X frágil eran elevadas?

—No tengo tiempo para tus dramas —le contestó, y le dijo adiós con la mano—. ¡Ya voy, Clara! —gritó.

Los ruidos se intensificaron con el sonido de su voz.

La voz de Cárter, calmada y segura, llenó el aire.

Susannah sabía que, al final, los gritos de Clara se convertirían en gimoteos y se quedaría dormida con la cabeza en el regazo de su padre.

Tal vez aquel aleteo no fuera más que miedo. Quizá fuera más bien deseo, anhelo. Susannah intentó imaginarse China. Pero sólo le venían a la mente las imágenes de una película vieja: sombreros de paja, cestos de bambú y calles atestadas de gente con bicicletas. Mañana iría a la biblioteca y sacaría algunos libros. De historia y sociología. Libros de cocina y de economía. Empezaría con los preparativos para ese bebé.

Nell

Se suponía que tenía que recitar la conversación junto con el resto de la clase.

—Hola. Me llamo Nell. ¿Cómo estás esta mañana? Bangkok es una bonita ciudad. Es un honor estar aquí.

Nell pronunció con fluidez las extrañas palabras en tailandés. Pero no podía dejar de pensar en besar a Theo. Años atrás, cuando estaba en el instituto, todas sus amigas estaban coladas por el socorrista de la piscina del club de campo. Era un nadador estrella de la escuela pública, un chico delgaducho con una pelambrera de rizos dorados y el labio superior arqueado en una perpetua mueca desdeñosa. Los chicos con los que salían iban todos a la escuela privada. Por las noches, mientras sus padres cenaban en el comedor, los chicos robaban ginebra del bar del club de campo, iban a la playa y preparaban unos gintonic demasiado cargados. Nell y sus amigas se reunían allí con ellos, bebían con ellos, fumaban hierba y se escabullían detrás de las dunas para besarse y tocarse.

Pero una noche, a finales de agosto, Nell cogió una de esas jarras de ginebra con tónica y se la llevó al socorrista, que los viernes por la noche trabajaba en la cocina. Se quedó de pie junto a la puerta mosquitera hasta que al final él levantó la mirada del montón de platos que estaba lavando. Ella alzó la jarra y ladeó la cabeza. Llevaba la parte superior del biquini, uno de macramé blanco, y unos pantalones cortos de color rojo. El muchacho vaciló, pero acabó sonriéndole; dejó el trapo húmedo y se escabulló por la puerta.

Llevaban todo el verano coqueteando, por supuesto. Todo el mundo había coqueteado con él.

Pero Nell lo deseaba. Estaba harta de estar siempre con los mismos chicos, de sus interminables fanfarronadas, de sentir sus lenguas resbaladizas en la boca y sus manos sobándola. Nell quería a ese chico. Ese al que nadie conocía. El nadador estrella de la escuela pública. Todas las chicas cuchicheaban sobre él, contando cosas que lo hacían parecer aún más misterioso y exótico. No tenía padre. O su padre era electricista o fontanero o estaba en la cárcel. Su madre era camarera, o algo peor. Aquella noche de verano, a Nell no se le ocurría nada más emocionante.

—Camarero, no me gusta la comida demasiado picante —recitó Nell con el resto de la clase—. Conductor, lléveme al hotel Península, por favor.

Aquella noche se bebieron la jarra de ginebra con tónica y Nell lo escuchó mientras él hablaba de natación. Nell nunca hubiera imaginado que la natación diera tanto de sí, pero él hablaba de velocidad y profundidad, de estilo mariposa y espalda. Sus palabras y la ginebra la mareaban, y entonces, por fin, por fin, tuvo sus labios contra los suyos. Notó las manos que le desataban el biquini y notó su boca en los pechos. Aquél era el verano anterior a su último año y, técnicamente, aún era virgen. Aquella noche, en cuanto él le desabrochó el biquini blanco, Nell supo que haría el amor con el socorrista, principalmente porque era muy distinto a todos esos otros chicos que hacían las mismas cosas con sus amigas detrás de las dunas.

—Por favor, prepáreme la habitación ahora —recitó Nell—. Tráigame toallas limpias, por favor.

Se enteró de que había conseguido entrar en el equipo olímpico de natación. Supo que fue a la Universidad de Brown con una beca completa. Incluso ahora se emocionaba al recordar aquella noche, su sabor que era como de cloro, cómo la miró a los ojos mientras la penetraba por primera vez.

Nell miró a Theo, situado frente a la clase con aire desgarbado. Se dio cuenta de que estaba aburrido. Le hacía falta un corte de pelo, un afeitado. No tenía nada de deseable y, precisamente por esta razón, ella no podía dejar de pensar en besarle otra vez.

—Me he perdido —recitó Nell con voz fuerte y clara—. ¿Podría ayudarme, por favor?

El resto de la clase se rió tontamente. El ejercicio había terminado y ella era la única que seguía recitando.

Theo le dirigió una amplia sonrisa.

—Será un placer ayudarla —dijo en rápido tailandés—. Quizá podría invitarla a tomar algo después de clase.

Nell echó un vistazo a los demás. Nadie lo había entendido salvo ella.

—Acepto —respondió, contenta por haber estudiado tanto.

—Tengo una sensación de lo más extraña —le dijo Nell a Theo aquella noche en el bar—. Creo que mi marido no quiere adoptar. Creo que lo sugirió porque pensó que yo diría que no. Ni siquiera estoy segura de si quiere tener un hijo.

—¿Y cómo es eso?

Nell puso los ojos en blanco.

—Quiere dedicarse a navegar por el mundo.

—No me importaría que me llevara con él —masculló Theo.

—Cuando esta última tanda de medicamentos no surtió efecto, casi pareció aliviado. Nuestro especialista en fertilidad dijo que había llegado el momento de la fecundación in vitro y Benjamin dijo: «Yo soy el último responsable.»

Theo se echó a reír.

—¿De verdad que dijo eso, «Yo soy el último responsable»?

—Lo dijo Harry Truman…

—Ya sé que lo dijo Harry Truman. No soy un inculto total.

—Lo siento —dijo Nell. Le dio unas palmaditas en la mano y la dejó apoyada sobre la suya.

—Lo que pasa es que no creía que la gente dijera cosas como ésa —explicó Theo.

—¿Es cosa mía —pregunto Nell— o estás ahí sentado pensando en besarme?

—Bueno, he estado pensando bastante en ello desde la última vez —admitió.

—¿Y?

Theo se rió otra vez.

—Pues que tienes un marido que quiere navegar por el mundo, yo tengo una esposa que quiere salvarlo, tú quieres hacerte la fecundación in vitro y yo…

—¿Y tú?

Él meneó la cabeza.

—Sophie siempre quiere saber lo que estoy pensando. Siempre. Es como si quisiera tener acceso directo a mi mente. Pero hay cosas que no puedo contarle.

Nell sonrió.

—Como por ejemplo las ganas que tienes de besarme.

Tras una pausa, Theo respondió:

—Sí. Por ejemplo.

Incluso más tarde, cuando estaban medio borrachos y salieron a la acera bajo la lluvia, Nell no pudo evitar tener la sensación de que lo había decepcionado de alguna manera.

—¡Qué romántico! ¿Eh? —le susurró Nell al oído.

La lluvia era suave y cálida, como la de un plato de cine. Theo deslizó las manos por debajo de la blusa de Nell, se la desabrochó lo justo para poder moverlas sobre sus pechos, dentro del sujetador. Ella quería quitarse de encima la sensación de que lo había decepcionado, no sabía por qué.

—Vayamos a un hotel —susurró Nell—. Pago yo.

Theo dejó de mover las manos.

—¿Qué día puedes? —le preguntó ella.

Las manos de Theo subieron rozándole las costillas y bajaron de nuevo a su vientre plano.

—Me recuerdas mucho a alguien —dijo Theo.

—A quién.

—A mi gran amor. Al que se marchó.

¿Era aquél su secreto? ¿Que todavía amaba a otra persona? Nell pensó en su esposa. Regordeta, insulsa, de expresión afable.

—¿Qué día? —preguntó Nell con un susurro. También deslizó la mano hacia abajo hasta que lo encontró y palpó su erección.

—El viernes.

—El viernes —repitió Nell.

Más tarde, cuando estaba en la cama extra grande con las sábanas de Frette y su marido durmiendo a su lado, Nell notó un ligerísimo sabor a cloro.

Emily

Emily lo intentó. Se llevó a Chloe a tomar copas de helado y a dar largos paseos en torno al lago. Recordó los nombres de sus amigas, que Courtney jugaba al tenis y Cate montaba a caballo. Incluso recordó los nombres de sus profesores y las peculiaridades de cada uno. «¿La señorita Jellison aún lleva esas uñas espeluznantes?», le había preguntado a Chloe. «¿Tuvo problemas el señor Frank por soltar tantos tacos?»

Ella lo intentó. Pero Chloe seguía pasando casi todo el tiempo con los brazos flacos en torno al pecho, como si se estuviera muriendo de frío. Seguía escabullándose por los rincones para llamar a su madre e informarla de todo lo que Emily no hacía o no recordaba. Emily oía los susurros de la niña, miraba por la ventana a su hermoso jardín y pensaba en Providence.

En el apartamento en el que había vivido todas las ventanas tenían vistas a otras casas. Salvo la del dormitorio, que daba a la calle. Su gato dormía en el alféizar. Joni Mitchel se pasaba el día cantando en el equipo de música. Y Emily era feliz. No había una niña flacucha susurrando sobre lo estrechos que llevaba Emily los pantalones, ni sobre lo tarde que se iba a dormir, ni nada de eso. Hoy, Emily sorbía el café mientras veía Morning Joe en la tele e intentaba resolver qué haría con Chloe, su adversaria, su hijastra. A Maya le gustaba señalar que la madre de Chloe, Rachel, era el enemigo. «Las niñas de catorce años no llevan eso dentro —decía Maya—. Es la madre la que causa todos los problemas.» El doctor Bundy decía que Emily se esforzaba demasiado. «¿Y qué pasa si no le caes bien?», decía siempre el doctor Bundy después de que Emily le describiera todas las pequeñas irritaciones que se resumían en Chloe. Michael culpaba a Emily. Anoche, sin ir más lejos, le había espetado: «Tú eres la adulta aquí. Haz que funcione.»

Chloe estaba sentada a la mesa con la espalda recta, enfrente de Emily. Ya estaba completamente vestida, con zapatos y diadema y todo, como si esperara ir a alguna parte. Emily sabía que Chloe estaba en contra de pasarse toda la mañana yendo en pijama de un lado a otro. Ya la había oído cuchichear sobre eso con su madre muchas veces. Pero a Emily le gustaba empezar el día relajada, ir por casa descalza, con la bata puesta, bebiendo café.

Chloe miró a Emily con el ceño fruncido, como si le leyera el pensamiento.

—Bueno —dijo Emily—, papá no volverá a casa hasta la noche. ¿Qué podríamos hacer las chicas?

Chloe se encogió de hombros y masticó muy despacio el falso muesli que tomaba para desayunar. A su madre, Rachel, le había dado por la salud y Chloe llegaba con listas de comida. Pan integral en lugar de blanco. Ese muesli. «Esto tiene un montón de azúcar», le había dicho Emily a Michael agitando la caja. «Y son cinco pavos la caja. Esto no es saludable.» No añadió que había leído en páginas web sobre la anorexia que la comida sana era otra cortina de humo sobre la enfermedad. Si mencionaba los problemas de Chloe con la comida tendrían otra pelea. «¿No puedes aflojar un poco?», dijo Michael.

—Ya sé —dijo entonces Emily—. ¿Qué tal si vamos a que nos hagan la manicura?

Chloe se animó de verdad.

—¿En serio?

Lo de la manicura había sido idea de Maya y, una vez más, Emily se maravilló de que a su amiga siempre se le ocurrieran las cosas adecuadas.

—¿Por qué no? —repuso Emily.

—¿Cuándo podemos ir?

Emily echó un vistazo al reloj.

—Ahora mismo si quieres.

—Bueno, primero tendrás que vestirte —dijo Chloe.

—Ya —contestó Emily.

—Quiero decir que ya son casi las diez —añadió Chloe. Miró a Emily con cara de inocente.

—Son las nueve y media —dijo Emily.

—Eso son casi las diez. Acabamos de hacer cálculo aproximado en matemáticas.

«Vaya, pues bien por ti», pensó Emily, y se quedó horrorizada de su propio comportamiento infantil. Tendría que preguntarle al doctor Bundy por qué Chloe siempre sacaba lo peor de ella. Suspiró, se puso de pie y se volvió a llenar la taza de café.

—¿Sabías que la cafeína puede provocar abortos espontáneos? —comentó Chloe.

Emily tomó aire bruscamente.

—¿En qué clase aprendiste eso? —Se preguntó si Chloe sabría lo de sus abortos. No podía ser que esa niña fuera tan cruel.

—En clase de educación sexual —contestó Chloe.

—¿Os hablan de abortos espontáneos? Deberían enseñaros control de natalidad.

—Eso también nos lo enseñan —dijo Chloe. Se comió otra cucharada de cereales, que masticó de la misma manera lenta y cuidadosa.

En la página web sobre la anorexia decían que algunas chicas incluso masticaban la comida un número determinado de veces. Emily observó la mandíbula inferior de Chloe que se movía arriba y abajo. ¿Estaría contando las veces que masticaba?

—Mi madre dejó el café cuando se quedó embarazada de mí —añadió Chloe.

«¿Educación sexual? ¡Y qué más!», pensó Emily. Rachel sabía lo de los bebés y le echaba la culpa a Emily. Le entraron ganas de gritar: «¡Yo dejé el café! ¡Y el tabaco y el vino e incluso el sexo!» Emily temió soltarle todo eso, o incluso algo peor, de manera que decidió marcharse de la cocina.

Al llegar a la puerta se detuvo.

—Esos cereales —dijo— no son saludables, ¿sabes? Tienen un montón de azúcar.

Chloe dejó de masticar y entrecerró los ojos.

—Lo que quiero decir es que puedo comprarte los de verdad en Whole Foods. Te traje esos porque eran los que estaban anotados en la lista de tu madre.

Emily se ruborizó por su propia mezquindad y corrió al piso de arriba. Aquélla era la versión de sí misma que Chloe propiciaba. El peor comportamiento posible. Abrió el grifo del agua caliente y se metió en la ducha.

—Soy una mujer de treinta y ocho años que se comporta como si tuviera catorce —afirmó en voz alta.

Estuvo en la ducha hasta que se le puso la piel colorada y se le arrugaron las yemas de los dedos. Emily detestaba las manicuras. Tenía las uñas quebradizas y desiguales, las manos grandes. Michael lo sabía. Pero ¿se daría cuenta de lo que había hecho para tener contenta a Chloe?

Una vez vestida, Emily volvió abajo y siguió la voz amortiguada de Chloe por el largo pasillo.

En el cuarto de baño de invitados del fondo, con la puerta cerrada, Chloe hablaba con su madre susurrando.

—Y luego dijo que el muesli no era saludable, y yo me quedé en plan, sí, claro, ahora resulta que el muesli es malo. ¿Por qué no vas y te fumas otro cigarrillo?

Emily apretó la cara contra la puerta fría. Estaba pintada de un color que se llamaba azul revolucionario, un color que Emily había elegido de entre un despliegue de muestrarios de pintura al parecer interminable. En aquella época albergaba muchas esperanzas. Esperanzas de que Chloe la quisiera, de que el bebé que llevaba entonces en su vientre fuera sano y hermoso. Pero ahora el nombre parecía apropiado a cómo había resultado todo. Azul revolucionario.

Chloe suspiró.

—Vamos a ir a que nos hagan la manicura. ¡La manicura! ¿Te lo puedes creer?

Emily volvió a recorrer el pasillo con rapidez. No quería escuchar más. Ya había oído suficiente.

Michael estaba delante de la enorme parrilla de gas Weber, la que tenía la bandeja para calentar y múltiples niveles y el soporte del que colgaban utensilios de barbacoa de todos los tipos imaginables, y miró a Emily y Chloe con una expresión radiante.

—Estáis las dos guapísimas —afirmó.

Dio la vuelta al pollo y a continuación se sacó el iPhone del bolsillo.

—Levantad esas manos encantadoras, señoritas —les pidió, y les hizo una foto.

El hecho de que Michael fuera tan feliz con una cosa tan simple provocó en Emily tanta ternura que se acercó a darle un beso en la mejilla. La verdad era que lo de la manicura había sido divertido.

Y después habían ido a tomar el té a ese lugar pequeñito y tan curioso de la esquina. Quizá lo único que tenía que hacer era tomarse las cosas con más tranquilidad. No ser tan estricta con Chloe. Ni consigo misma.

—Francamente escarlata —dijo Emily.

Michael enarcó las cejas.

—El color —aclaró meneando los dedos con las manos tendidas hacia él—. Y el de Chloe es:

Me fondue por ti.

Michael respondió con una amplia sonrisa.

—Eso sí que es un trabajo —comentó—. Poner nombre a los colores del esmalte de uñas. —Le pasó el brazo por la cintura a Emily con toda tranquilidad.

Chloe les preguntó:

—¿Habéis oído hablar de la Familia Addams?

Emily y Michael empezaron a cantar el tema, hasta la parte en que chasquean los dedos.

—Ya veo que sí —dijo Chloe—. En fin, la cuestión es que hay toda una gama de esmalte de uñas con sus nombres, pero es toda en tonos de negro.

—¿Es la que me has enseñado hoy? —le preguntó Emily.

—Ése era Morticia. —Chloe se rió.

—Bueno, me alegro mucho de que eligierais francamente escarlata y me fundí por ti en lugar de ése —dijo Michael.

—¡Me fondue por ti, papá!

Emily se arrimó más a él. Le llegaba el olor dulzón del glaseado de albaricoque del pollo. El aroma de las flores que tenían detrás también era dulce. Por un momento todo parecía marchar bien. Pero entonces Emily cometió el error de mirar a Chloe, que estaba atareada mandando mensajes de texto, con el teléfono en el regazo y el ceño fruncido.

Emily recordó lo que le había dicho el doctor Bundy sobre que los hijos de los divorciados se debaten entre lealtades en conflicto. «Tú fíjate —le había dicho el doctor Bundy—. Cuando creas que te la has ganado informará de todo a su madre.» ¿Era eso? ¿Chloe se sentía culpable por las pocas horas de diversión que habían compartido?

Michael estaba canturreando. Untó el pollo, ajeno a todo aquello. Antes Emily intentaba hablar con él de todas estas cosas, pero de algún modo u otro siempre terminaba siendo la mala. «Soy la madrastra malvada», le había dicho a Maya.

Chloe se levantó de repente y entró en casa con la cabeza gacha y el rostro oculto tras una cortina de pelo.

Emily cerró los ojos e imaginó que un bebé les estaba esperando.

«Pronto —pensó—. Pronto.»

Maya

La agencia de adopción Red Thread era bien conocida por muchas cosas: por la responsabilidad de su directora, los saludables bebés, los guías que contrataba en China y los toques personales de Maya. A las familias les gustaba especialmente que dedicara tiempo a visitarlas a todas por separado.

Una vez los documentos se habían mandado a China, llegaba un sobre rojo por correo que contenía una invitación de Maya escrita a mano. Eran invitaciones personalizadas. Una familia con tres hijos que jugaban al hockey podía recibir una invitación para ir a comer pizza con Maya después de que ella asistiera a uno de los partidos. Una pareja que vivía cerca de la playa podía recibir una invitación para ir a cenar marisco.

Maya invitó a cenar a Nell y Benjamin Walker-Adams en Al Forno. Era uno de los restaurantes más famosos de Providence y, aunque Maya prefería el ambiente acogedor de New Rivers o el estilo francés de Chez Pascal, se figuró que a los Walker-Adams les gustaría ser vistos allí donde creían que la gente estaba mirando.

Cuando Benjamin Walker-Adams llamó por teléfono, Maya supuso que era para aceptar la invitación y fijar una fecha.

Pero en cuanto despacharon las cortesías de rigor, él le dijo:

—Me gustaría verla en privado. Sin Nell.

Maya aguardó.

—¿Va contra las reglas? —preguntó él por fin.

—No, en absoluto. No es raro que alguien quiera decir algo que tal vez lo haría sentir incómodo delante de su esposa.

—¿Usted navega, señorita Lange? —le preguntó Benjamín.

Maya no había estado en un velero ni en ningún otro tipo de embarcación desde que se marchó de Hawái. Allí, Adam y ella tenían un kayak de mar de color rojo tomate y un velero pequeño llamado Nene. Solían navegar cerca del puerto, con los rascacielos de Honolulu observándoles y el volcán Diamond Head montando guardia. Ella preparaba la comida para llevar: pollo frío al limón, ensalada de arroz al curry y piña cortada en trozos grandes. Luego metía en el cesto unos recipientes de plástico con cereales Cheerios y puré de plátano.

—No, no navego —contestó Maya.

—Es lo que yo hago cuando quiero aclararme las ideas. Me subo al barco y me voy. Desde que era niño, era lo que hacía cuando quería escapar, o pensar. Mi familia tiene una casa en Maine y allí siempre tuvimos veleros, y cuando mi madre no me encontraba, decía: «Ben ya se ha vuelto a llevar un barco.»

—Yo no navego —repitió Maya. Desde el Nene veían tortugas gigantes de mar, pastinacas e incluso delfines.

Benjamín suspiró.

—Ya, ya lo he oído —dijo—. No sé por qué evito el tema de esta manera. Lo que quiero decir… el asunto del que quiero hablarle, es que no creo que quiera hacer esto. Lo de la adopción —suspiró otra vez—. Es la primera vez que lo digo en voz alta.

—Estas cosas ocurren continuamente —le dijo Maya. Y era cierto. En el transcurso del proceso a menudo la gente cambiaba de opinión. En ocasiones varias veces—. Yo siempre aconsejo a mis familias que dejen que transcurra el proceso. Siempre pueden decir que no.

Benjamin se rió.

—Ha conocido a mi esposa. ¿De verdad cree que eso es una posibilidad?

—Está decidida —admitió Maya.

—Llevábamos tres años viviendo juntos, perfectamente felices. Y un día entra en mi estudio cuando yo estoy completamente concentrado en un caso y me dice, de repente: «O todo o nada, Ben. O te casas conmigo o te largas de aquí.» Al cabo de seis meses estaba en el sur de Francia en mi luna de miel.

—Antes tenía un velero pequeño —dijo Maya, y se sorprendió a sí misma—. Y a veces zarpaba en él llevada por un impulso. Nene. Así se llamaba.

—¿Qué? Creía que…

—Comprendo lo que se siente al tener un buen viento. Es casi como volar.

Fue Benjamin quien guardó silencio entonces.

—Pero siempre tienes que dar la vuelta y volver a la costa, ¿no es cierto?

—No me siento preparado para esto. La responsabilidad. Económica. Emocional. Todo.

—Con algunas cosas —dijo Maya—, si esperamos a que se den las condiciones perfectas nunca llegaremos a hacerlas.

—Cierto —admitió Benjamin.

Al colgar el teléfono, Maya pensó que el hombre iba a esperar. Le entraría el pánico, navegaría y se preocuparía. Pero al final no se echaría atrás.

Samantha abrió la puerta.

—Mei está al teléfono desde China.

—Antes tenía un velero. Nene. Me encantaba ese barquito —dijo Maya.

—No te imagino haciendo eso —comentó Samantha—. Navegar.

Maya se sintió embargada de algo enorme y doloroso. ¿Por qué le había dicho eso a Samantha?

¿En qué estaba pensando?

Samantha la estaba mirando de forma extraña con los ojos muy abiertos detrás de las gafas ojos de gato de color rosa.

—Fue hace mucho tiempo —añadió Maya, quitándole importancia.

—Ajá.

—¿Por qué estás ahí plantada?

—¿La llamada? —dijo Samantha.

Maya se puso de pie y le hizo señas a Samantha para que saliera.

—Ya la llamaré yo.

Cerró la puerta con firmeza para que Samantha supiera que tenía que mantenerse alejada. Sin pensar, Maya recuperó el número de teléfono que había buscado en el ordenador y anotado rápidamente en un papel y volvió a marcarlo.

Pero volvió a salirle el buzón de voz. Claro que Adam no podía estar en su mesa de trabajo tan temprano. La última vez había cometido el mismo error.

Maya empezó a meter documentos en su maletín. Decidió que trabajaría en casa.

Hizo una pausa. Volvió a sentarse en su silla y buscó en Google la Universidad de California en Santa Barbara. Encontró el número del departamento de biología marina y lo marcó.

—Biología marina —dijo la joven que contestó al teléfono.

Maya oyó que masticaba chicle. Se imaginó a una rubia surfista, pecosa y bronceada.

—Con el doctor Adam Xavier —dijo Maya con la garganta seca.

—Oh, vaya, está de año sabático.

—¿De año sabático? —repitió Maya intentando ocultar la abrumadora decepción que sentía.

—Sí. Están en Nápoles. Hay muy buenas medusas en la bahía de Nápoles. —Entonces la chica añadió—: Es mi tutor. Es genial.

Toda aquella información le resbaló, pero lo que sí le dolió fue la palabra «están», como refiriéndose a su pequeña familia perfecta: Adam, su esposa y la pequeña Rain.

—Sí —consiguió responder Maya.

—¿Quiere su dirección de correo electrónico privada? Es la única que comprueba.

—Sí —contestó Maya con más énfasis del que hubiera querido.

Aquella chica, aquella bióloga marina surfista mascadora de chicle le estaba ofreciendo la seguridad de un correo electrónico. No haría falta que revelara su tristeza. No tendría que dejar notar cómo las palabras se le atoraban en la garganta.

La joven dictó la dirección perezosamente, pero aun así Maya tuvo que pedirle que se la repitiera.

Luego colgó, le dio a «escribir» y puso:

Querido Adam:

Sé que ha pasado mucho tiempo y que quizá sea la última persona de la que quieras tener noticias, pero me gustaría mucho hablar contigo. Espero que estés bien.

Maya.

Sin ni siquiera releerlo, Maya le dio a «enviar». Prácticamente pudo ver cómo sus palabras cruzaban volando el océano Atlántico, dirigiéndose a un ordenador que estaba en alguna parte de Nápoles, Italia, llegando a Adam.

Theo

«Soy un hombre a punto de tener una aventura», pensó Theo mientas cruzaba el vestíbulo del Hotel Providence y luego subía en ascensor a la cuarta planta, donde lo esperaba Nell Walker-Adams.

Lo repitió, esta vez en voz alta, como si se probara las palabras igual que un traje nuevo. No se sentía culpable. En absoluto. Y eso le preocupaba. El rostro de Sophie flotaba en su mente. ¿Por qué le molestaba tanto su receptividad, su inmensa comprensión y su bondad?

Como siempre, el hecho de pensar en Sophie y la irritación que ello conllevaba le hicieron pensar en Heather. Heather. Su alma gemela. El amor de su vida. Ella no lo irritaba. Incluso en aquellos momentos, después de la terrible ruptura, de todos los años transcurridos y de las decepciones posteriores, a pesar de todo, cuando Theo pensaba en Heather el calor invadía todo su cuerpo.

Casi podía sentirla; sus caderas y codos pronunciados, los pies encallecidos que solía frotarse con aloe vera. Heather olía a sudor y a Love’s Baby Soft, una fragancia barata de la farmacia con la que se rociaba generosamente. En lugar de lápiz de labios utilizaba bálsamo labial de cereza, de modo que siempre tenía los labios un poco cerosos y sabía ligeramente a medicina. Heather tenía el cabello largo, liso y rubio y siempre lo llevaba sujeto en alto de cualquier manera o peinado hacia atrás con tirantez y recogido en un moño en la nuca. Llevaba faldas largas de punto de colores vivos y tops de cuello redondo o camisetas, siempre de color negro, blanco o gris. A Theo le encantaban esas cosas de ella. La combinación de descuido y disciplina, sus largas piernas de bailarina, su cuello largo y los productos baratos de la farmacia.

Theo tuvo que detenerse al salir del ascensor. Tuvo que quedarse en el pasillo lleno de puertas cerradas y quitarse a Heather de la cabeza. En ocasiones lo pillaba por sorpresa, así sin más, de la misma manera en que lo había hecho durante la clase de orientación para estudiantes de primer año, cuando la había visto por primera vez con cara de aburrida y un aspecto encantador, vestida con una falda color esmeralda que la envolvía de manera tan elegante que Theo creyó que se iba a desmayar. Se sentó a su lado, le sonrió y anotó en su cuaderno para que ella pudiera verlo: «¿Quieres casarte conmigo?» Heather le respondió apuntando justo debajo: «No.» Y entonces Theo escribió: «Espera y verás.» Estuvieron juntos desde entonces. Todas las vísperas de Año Nuevo, Theo le pedía que saliera con él las próximas trescientas sesenta y cinco noches y ella siempre decía que sí, hasta… Theo inspiró.

—Soy un hombre a punto de tener una aventura —dijo en voz alta.

Se abrió una puerta y salió un hombre con traje que acarreaba una maleta enorme. Saludó a Theo con la cabeza. Luego volvió a mirarlo, para ver si Theo había ido a alguna parte o si sólo estaba allí plantado en el pasillo de la cuarta planta. Antes de que aquel hombre llamara a seguridad, Theo se dirigió a la habitación 424.

Por alguna razón, lo único que Theo pudo pensar cuando Nell abrió la puerta fue en Anne Bancrof en El Graduado, con su lencería sexy de color negro, y en Dustin Hoffman mirándola boquiabierto sin poder dar crédito a su buena suerte. Nell iba vestida con una falda de tubo negra y una camisa blanca de botones, medias negras y unos zapatos muy bonitos de tacón alto. No se parecía en nada a Anne Bancroft, pero aun así, Theo no podía desprenderse de aquella imagen.

—He venido por un asunto —dijo Theo.

Pero Nell no captó la referencia a El Graduado. Se limitó a mirarlo con el ceño fruncido y le ofreció un Martini en un vaso grande.

—Empezaba a pensar que no vendrías —le dijo Nell.

Theo dio un sorbo a la bebida, que estaba muy fuerte. Normalmente él sólo bebía cerveza o vino.

—Que habías tenido una crisis de conciencia —continuó diciendo Nell.

—Por extraño que parezca —contestó Theo—, todo lo contrario.

Se le hacía raro estar en la habitación de un hotel charlando de nimiedades cuando el objetivo era tener relaciones sexuales. Así pues, Theo se bebió la copa de un trago, alargó las manos hacia Nell y la atrajo hacia sí bruscamente.

—¿Tú has tenido una crisis de conciencia? —le susurró mientras le desabrochaba esa condenada camisa blanca que llevaba.

—Hoy mi marido ha salido a navegar. Eso ha despejado las dudas que pudieran quedar.

Theo le puso la mano en el muslo, la deslizó hacia arriba y descubrió que las medias negras estaban sujetas a un liguero no muy distinto del que podría llevar Anne Bancroft.

—¿Está navegando por el mundo? —logró preguntar Theo.

—¿A quién le importa? —dijo Nell, que acto seguido se arrodilló y le bajó la cremallera de los pantalones.

Después, Theo se encontró subiendo las escaleras de su apartamento medio ebrio por todos esos martinis, con el cielo empezando a oscurecer a sus espaldas. Debería haber vuelto a casa hacía horas. O haber llamado a Sophie. ¿Pero cómo iba a hacerlo cuando él y Nell habían pasado toda la tarde juntos en aquella habitación de hotel? ¿Qué podía haberle dicho? ¿Qué diría cuando abriera esa puerta y viera la expresión herida de Sophie, quizá incluso las lágrimas?

Theo abrió la puerta sin tener un plan ni una excusa.

El apartamento estaba vacío y a oscuras. Entró, aliviado. Tendría tiempo para darse una ducha, para pensar. Sorprendería a Sophie y haría la cena, el salteado que a ella tanto le gustaba. Usaría salsa de curry tailandesa y su mujer creería que se sentía romántico en lugar de culpable. Theo encendió las luces y cruzó el salón. Se fue alegrando con cada paso que daba. Tal vez le diera tiempo incluso de salir un momento a por una botella de vino antes de que Sophie volviera a casa.

Entró en la cocina, sacó el wok y empezó a disponer las hortalizas en la encimera. Pimientos verdes. Cebollas. Guisantes.

—¿Qué haces?

La voz de su esposa lo sobresaltó tanto que Theo dio un respingo.

—¿Estabas aquí? —le preguntó Theo—. ¿A oscuras?

Sophie estaba poniendo mala cara y lo observaba con demasiado detenimiento.

—Estaba aquí —dijo ella—. ¿Y tú dónde estabas?

—Repasando los planes de estudio con…

—¿En el centro?

Theo consideró las posibilidades. Incluso aunque ella lo hubiera visto en el centro, no lo habría visto con Nell.

—Sí —respondió—. En el Tazza —añadió, dando gracias por saber el nombre de la cafetería que había allí.

—Tenías el móvil apagado —señaló Sophie.

—¿Ah, sí? —Theo se encogió de hombros. Cogió un pimiento—. Adivina qué voy a hacer para cenar.

—Toda la tarde —dijo ella—. No podía localizarte.

Theo se concentró en las hortalizas, en cortarlas en cuadrados iguales.

—Lo siento —contestó.

—¿Así que estabas en el Tazza repasando planes de estudio?

Theo pensó en Nell. En sus piernas y sus brazos largos. En su perfume.

—¿A qué viene este tribunal de inquisición? —preguntó. Abrió el frigorífico para ver si tenían pollo. No había. Salteado de verduras, entonces.

Sophie no le respondió. Pero tampoco dejó de mirarlo fijamente.

—Tienes un paquete de FedEx —anunció Sophie al fin.

Theo echó un vistazo al cesto donde ponían todo el correo. Encima de todo había un sobre, y se fijó en que no era de FedEx sino de Priority Mail. La letra le resultó familiar. Dejó el cuchillo y cogió el sobre.

—¿Qué es? —preguntó Sophie.

—Es de un viejo amigo de la universidad —respondió Theo.

Dejó el sobre fuera del alcance de Sophie y se puso de nuevo a cortar las verduras. Sólo se le ocurría un motivo por el que Heather podría haberle escrito y no tenía intención de contárselo a Sophie.

Theo eligió el Blue State para encontrarse con Heather porque Sophie nunca iba allí. Desde que había llegado ese sobre, Sophie había estado observando todo lo que hacía demasiado de cerca. ¿O quizá hubiera empezado a hacerlo antes? En cualquier caso, no podía arriesgarse a que Sophie averiguara que Heather estaba en la ciudad. No le apetecía afrontar el aluvión de preguntas que eso provocaría. No le apetecía mentir más.

Theo entró en el Blue State y fue posando la mirada en las personas que había allí hasta que vio a una mujer alta y rubia con el pelo recogido de forma descuidada, vestida con una falda cruzada de punto color granate y un top Danskin negro de cuello redondo.

Lo primero que pensó Theo fue: «¡Vaya! Heather se ha hecho un tatuaje.» Una rosa subía por el interior de su pierna, desde el tobillo hasta la pantorrilla.

Entonces cayó en la cuenta. Heather —¡su Heather!— estaba sentada delante de él.

Theo se acercó y ella se puso de pie lentamente, abriendo los brazos. Cuando se abrazaron, Theo se dio cuenta de que la sensación era exactamente la misma que él recordaba.

—¡Caray! —exclamó como un tonto después de que ella lograra salir de entre sus brazos. No quería soltarla—. Heather.

Aquel sobre estaba lleno de fotografías. Theo supuso que debería decir algo sobre ellas, pero no podía pensar con claridad.

—¡Caray! —repitió Theo.

Heather sonrió.

—Siempre fuiste un mago de las palabras —comentó, y volvió a sentarse.

Theo se colocó frente a ella.

Heather le hablaba de que ahora era coreógrafa y de que estaba trabajando en un espectáculo en Boston.

—Pero eso ya te lo expliqué en la carta —dijo, meneando la cabeza.

Theo asintió. «Tal vez podríamos vernos, ¿no?», le había escrito. «Quizá por fin podamos hablar de esto.» Pero él no habló de ello. En cambio, dijo:

—Parece emocionante. Más emocionante que enseñar a hablar tailandés a hombres de negocios.

—¿Hablas tailandés? —preguntó ella. Volvió a menear la cabeza y Theo pensó que lo hacía casi con tristeza. Él también estaba triste. Eran dos desconocidos.

Heather empezó a hablar otra vez, sobre San Francisco, donde ahora vivía. Y de lo difícil que le había resultado encontrarle. Dijo que se marchaba pronto. Las cinco semanas tocaban a su fin. Asentimiento. Asentimiento. Sonrisa.

Theo deseó poder decir algo ingenioso, encantador o importante, pero no se le ocurría nada en absoluto.

—Y pensé que necesitábamos hablar —estaba diciendo Heather. Se inclinó para abrir el bolso grande que tenía a sus pies. Siempre llevaba unos bolsos enormes.

Lo que Theo esperaba era que Heather no estuviera a punto de sacar más fotografías de la niña.

¿No era suficiente con las que le había mandado? Pero, en efecto, sacó más fotografías que extendió por la mesa de forma que resultó imposible no mirarlas.

—Pensé que debíamos hablar de Rose. Que merecías saberlo todo —dijo Heather—. Le tendió unas cuantas fotos.

Theo las cogió.

—Bueno —dijo Heather tomando aire—, tal como decidimos, la di en adopción. Incluso pude elegir a los padres. Estudié todos los expedientes y elegí a una pareja de San Francisco. Te gustarían, Theo. Él es traductor y ella actriz.

Theo miraba fijamente las fotografías que tenía en el regazo. Una niña pequeña que era igual que Heather pero con los ojos intensos de Theo le devolvía la mirada.

—Dejaron que yo le pusiera el nombre —explicó Heather.

Theo miró la rosa que subía por la pierna de Heather.

—Estuvieron conmigo cuando nació. Y me envían fotografías todos los años, por su cumpleaños y por Navidad. Incluso puedo visitarla, pero resulta demasiado doloroso. Lo intenté una vez.

—Es guapísima —afirmó Theo.

Percibió ese olor ridículo a Love’s Baby Soft que emanaba de su piel. Recordó lo mucho que la había querido, que habían tenido toda la vida por delante. Recordó el pequeño apartamento de techos inclinados en el que tenían un hornillo y un gato llamado Twinkle. La barra de ballet de Heather se extendía por toda la pared y él, desde la cama, podía verla allí, estirándose, los hermosos arcos de sus pies alzándose.

Cuando Heather descubrió que estaba embarazada, se emocionó. Pero él no. Él no quería tener un hijo todavía. «Pero nos casaremos y tendremos un bebé, ya está», había dicho ella. Theo recordaba la expresión su rostro cuando le dijo que no; la estaba traicionando. Él no quería hacer eso. Todavía no. Habían pasado semanas discutiendo en aquel pequeño apartamento, hasta que ella accedió a dar el bebé en adopción. «Pero luego habremos terminado», le había dicho. «Jamás te perdonaré.»

Theo debería haber luchado más por ella, por ellos. Debería haberse quedado con esa pequeña tan guapa que le sonreía ahora desde una fotografía.

Pero, en lugar de eso, se marchó.

Ni siquiera se quedó el tiempo suficiente para estar con Heather durante el parto. Theo recibió un mensaje en Bangkok. «Es una niña. Sana. No intentes ponerte en contacto conmigo. Simplemente pensé que tenías que saberlo.»

—Se parece a ti —dijo Theo.

Cuando por fin miró a Heather, vio que ella estaba llorando.

—Me prometieron que la llevarían a clases de danza —comentó. Tomó una fotografía de la mesa. Rose con un tutú blanco, saludando con una inclinación.

—Eso está muy bien —dijo él.

¡Quería hacer tantas cosas! Estrechar a Heather en sus brazos. Volar a San Francisco y llevarse a su hija a casa. Tantas cosas.

—Éstas son para ti —dijo Heather. Se estaba levantando, se disponía a marcharse—. Son copias. Si quieres puedo mandarte más. Cuando me lleguen.

—Sí —respondió Theo.

—¿Vas a hacer algo? —le preguntó Heather.

Theo también se levantó.

—Has vivido con esto. Con ella…

—Y tú también —replicó Heather—. Pero tú fingiste que no había ocurrido. Yo pienso en ella todos los días. Continuamente.

Theo percibió que había alguien más de pie junto a la mesa.

—Mierda —dijo—. Tú nunca vienes aquí. ¿Qué estás haciendo aquí?

Sophie le pareció una desconocida.

—Te seguí —contestó—. Sabía que te traías algo entre manos.

—No me traigo nada entre manos —protestó Theo. Hizo un gesto hacia Heather, pero Sophie estaba mirando las fotografías.

—Tienes una hija —dijo Sophie.

—Iba a contártelo —empezó a explicar él.

—¿Cuándo? Llevamos juntos cinco años. ¿Cuándo ibas a contarme este pequeño detalle?

Theo meneó la cabeza.

—Fue hace mucho tiempo —dijo.

—No sé qué es lo que voy a hacer —declaró Sophie. No era tanto una amenaza como un problema real.

—Fue hace mucho tiempo —repitió él.

—¿Podrías marcharte? —le pidió Sophie a Heather—. ¿Podrías dejarnos solos?

—Lo lamento mucho —dijo Heather.

Theo la agarró del brazo, pero ella se zafó de una sacudida.

La acompañó a la puerta porque quería retenerla allí de algún modo. Pero ella no era suya.

Heather le prometió que le enviaría fotografías cuando las recibiera. Theo se quedó mirándola mientras se alejaba. No sabía nada de ella. ¿Estaba casada? ¿Tenía más hijos? No le había contado nada.

Sophie salió por la puerta como un vendaval y Theo fue tras ella.

—Tuviste un hijo con el amor de tu vida —le dijo— ¿y puedes borrar lo que eso significa diciendo que fue hace mucho tiempo? La abandonaste a ella, me mentiste a mí…

—¿Cuándo te he mentido? Yo no te mentí.

—¿Nunca has oído hablar de las mentiras por omisión?

—No te lo dije. Lo lamento —se disculpó Theo.

—¡Soy yo la que lo lamenta! —le gritó Sophie—. Lamento el día en que me fijé en ti. Lamento… —no terminó la frase. Crispó el rostro y rompió a llorar.

Theo se acercó a ella para consolarla.

Pero Sophie lo miró con ojos de loca.

—No —le dijo.

Theo la miró mientras ella recobraba la compostura, respiraba hondo y su expresión se volvía más resuelta. Theo vio que se daba la vuelta y se alejaba caminando lentamente.

—¡Sophie! —la llamó—. ¡Sophie!

Ella siguió andando por Thayer Street aun cuando Theo estaba seguro de que lo estaba oyendo.