7
Maya

Aquella noche, Maya cayó. De rascacielos, copas de árboles, tejados y escaleras de caracol. Caía y caía, pero su cuerpo nunca llegaba al asfalto, a la hierba suave o al suelo de madera que se abría más abajo. En lugar de eso, permanecía atrapada en el instante justo de adquirir conciencia de que, bajo ella, no había nada más que aire. Agitaba las piernas de un lado a otro buscando algo sólido. Alargaba los brazos hacia los salientes, las ramas y paredes junto a las que pasaba volando, y sus manos intentaban agarrarse al vacío, como si pudieran aferrarse a algo, a cualquier cosa que pudiera evitar su caída. Pero nada podía detenerla. Maya seguía cayendo. No llegaba nunca al suelo. Dio vueltas y se retorció. Contuvo el aliento.

—Soy un hombre formal —le dijo Jack a la mañana siguiente, mientras tomaban café sentados a la pequeña mesa redonda de Maya, una que habían desechado en una heladería.

Las sillas eran demasiado pequeñas para que pudieran sentarse cómodamente los dos, lo que les obligaba a permanecer inclinados el uno hacia el otro sin poder evitar que sus rodillas chocaran.

—Ya lo verás —continuó diciendo—. Puedo arreglar cualquier cosa. Goteras, secadoras que no secan y lavavajillas que no lavan.

Jack tenía aspecto de estar descansado, aun con la barba incipiente. La miraba con ojos centelleantes, azules y vivaces. Pero Maya sabía que ella tenía ojeras y el rostro demacrado de una mujer que no ha dormido bien. Tras su confesión de la noche pasada, Jack había sido capaz de calmarla, de murmurarle las cosas que se suponía que consolaban y luego de apretarse contra ella cariñosamente, como si hubieran dormido juntos docenas de veces. La respiración de Jack no tardó en volverse lenta y regular; la respiración de un hombre dormido. Pero cuando Maya dormía, se caía.

—¿Me estás escuchando? —le preguntaba Jack.

Maya asintió.

—Sabes arreglar cosas.

—Salvo esto —replicó él—. No puedo arreglar lo que te ocurrió.

—No espero que…

Jack puso la mano sobre la de Maya para que no siguiera hablando.

—Ya sé que no —dijo—. Pero hasta que no esté arreglado no creo que tengas espacio para mí.

Ni para nadie.

Ella quería decirle que eso que estaba roto era una cosa que no se podía arreglar. Pero ¿para qué explicarse? Jack le estaba dando las gracias por el sexo, por el café. Le estaba diciendo que no volvería. Esto la llenó al mismo tiempo de decepción y de alivio.

Maya tuvo miedo de echarse a llorar y se levantó rápidamente, golpeándose la rodilla contra la de Jack y contra el duro borde redondeado de la mesa.

—Tengo que ir a trabajar —dijo—. Hay mucha gente que depende de mí.

—Y apuesto a que nunca los defraudas —contestó Jack.

Maya se volvió y lo miró enojada.

—En efecto. Yo también arreglo cosas. Arreglo familias. Arreglo su dolor y su soledad.

Jack también se levantó, con cuidado.

—¿Y qué pasa con tu dolor? —le preguntó.

—¡Oh, por favor! —exclamó Maya, y se puso a recoger las tazas y las cucharas—. ¿Qué es esto? ¿Una tarjeta personalizada Hallmark?

No le gustó que la siguiera a la cocina, que guardara la leche en la nevera, que pusiera el azucarero en su sitio en el estante. Lo que ella quería era que se marchara. Era un hombre grande que llenaba su pequeña cocina. No solamente con el bulto que hacía, sino también con su olor a jabón y a hombre, con sus pasos demasiado pesados. A Maya le faltaba el aire.

—Mira —dijo Jack, y se plantó en medio de la cocina con los brazos abiertos a ambos lados—. Me gustas.

—¡Oh, por favor! —repitió Maya—. No hagamos esto. Nos lo pasamos bien anoche y luego yo perdí el control por completo —meneó la cabeza. ¿Cómo había podido contarle a aquel desconocido nada menos que aquello que la había mantenido encerrada durante tanto tiempo?—. Y ahora tengo que ir a trabajar.

—No —dijo Jack—. Lo que quiero decir es que me gustas de verdad. Cuando estés preparada para una relación, para algo más, quiero que sea conmigo.

—De acuerdo. Ya te llamaré cuando eso ocurra.

«¡Por Dios! —pensó Maya. Abrió el grifo y dejó correr el agua-demasiado-caliente—. ¿Así es como la gente se quita a alguien de encima últimamente?» Enojada, lavó las tazas y las cucharas, las copas de vino de la noche anterior. Aquellos restos de su velada la avergonzaron. El agua le quemaba las manos pero ella no la templó.

Jack le puso las manos en los hombros y la obligó a darse la vuelta de cara a él. Luego se inclinó y la besó en los labios. Cualquier otra mañana hubiera sido un beso delicioso. Hubiera sido un beso que albergaba una promesa.

Maya hubiera querido que Jack no hiciera lo que hizo a continuación. Le puso la mano en la mejilla con tanta ternura que Maya no sabía si echarse a llorar o apartársela de un manotazo. Antes de que pudiera decidirse, Jack dejó caer la mano y se marchó.

Ella se quedó allí inmóvil, en medio de su cocina con las alegres paredes color mango y las encimeras relucientes, escuchando aquellos pasos que cruzaban el salón. La puerta se abrió y se cerró con firmeza. Aun así, Maya se quedó quieta, sin moverse, hasta que oyó en la distancia el sonido del coche de Jack que arrancaba y se alejaba. Y entonces ya pudo concentrarse en lo que tenía por delante.

«Vístete», se dijo. «Ve a trabajar. No pienses en nada de esto.» Maya se concentró en todos los bebés que esperaban unos padres. Pensó en cunas vacías, en brazos vacíos que se llenaban.

—¿Y bien? —preguntó Emily en cuanto Maya respondió al teléfono.

—Es agradable —respondió Maya. Eso era cierto.

—¿Le besaste? ¿Volverás a verle?

Maya hizo tintinear las llaves de la agencia Red Thread que llevaba en la mano. Estaba en la puerta, lista para que empezara la vida real y maldiciéndose por haber respondido a la llamada.

—¡Eres un demonio! —se burló Emily.

—¡Ay, Emily! —dijo Maya al tiempo que probaba suerte con la complicada cerradura. La llave tenía que entrar de una determinada manera o no abría—. No debería haberlo hecho.

La puerta no se abría. Maya dejó el maletín en el suelo y se apoyó en ella. Wickenden Street aún parecía estar dormida. No tardaría en llenarse de universitarios y de madres que volvían de dejar a sus hijos en la escuela. Pero en aquellos momentos estaba tranquila. Las tiendas de baratijas y el almacén de silllones aún estaban cerrados, el restaurante japonés y el hindú también, aunque dejaban en la atmósfera los olores rancios del curry y el pescado. Pero el olor más intenso era el del café que se tostaba calle abajo, un aroma acre y seductor que a Maya le gustaba. Inspiró profundamente.

—No, no —decía Emily—. Ya somos todos adultos. La gente se va a la cama en la primera cita.

Al ver que Maya no respondía, Emily añadió:

—Duermen juntos y algunas veces no vuelven a salir. No pasa nada.

Maya suspiró. ¿Cómo podía explicarle a Emily que no era el sexo lo que lamentaba, sino la intimidad posterior?

—Lo cierto es que el sexo estuvo bien —admitió Maya.

—A nuestra edad, lo que queremos del sexo no es que esté bien.

Maya se rió.

—Estuvo muy bien. ¿Mejor así?

—Sí —contestó Emily. Hizo una pausa, y al ver que Maya no añadía nada más, dijo—: Pero ¿por qué dices que no deberías haberlo hecho?

—Por lo que viene después —explicó Maya, eligiendo las palabras con cuidado—. Los abrazos. Las historias que se cuentan después.

Deseó poder contarle a Emily lo que le había contado a Jack. Quizá eso aliviaría su carga. Pero sólo había que ver cómo se sentía entonces, tras haber compartido la historia sólo una vez tras todos esos años. Maya meneó la cabeza. No. Sólo ella y Adam tenían derecho a esta historia.

—¡Te falta práctica! Eso es lo que se hace en las relaciones —dijo Emily—. Te abrazas. Le confiesas al otro tu horrible segundo nombre, le cuentas con quién fuiste al baile de graduación y le enseñas todas las cicatrices y le explicas cómo te las hiciste. ¿Llegasteis a la parte de las cicatrices?

—Sí —contestó Maya. Tenía un nudo en la garganta—. Tengo que dejarte. Va a venir una pareja…

—De acuerdo —dijo Emily—. Pero llámame luego, ¿eh?

Maya le prometió que lo haría y colgó a toda prisa. Lo único que quería era llegar a su despacho y empezar el día. Esta vez la llave cooperó al primer intento. Aliviada, Maya entró. Las luces verdes que destellaban en todos los teléfonos, el murmullo del fax que recibía documentos y las fotos de todas esas niñas pequeñas la calmaron.

Mientras se dirigía a su despacho, fue rozando suavemente con los dedos las fotografías del pasillo.

«Buenos días, preciosas niñas», pensó.

Cuando por fin se acomodó frente a su mesa y encendió el ordenador, la noche pasada y la incomodidad de la mañana se habían desvanecido.

Resolvía problemas con documentos extraviados, con el gobierno chino, con las comprobaciones de los antecedentes personales y penales y con gente desesperada por una única cosa: un bebé. Ella consolaba, escuchaba, tranquilizaba y resolvía. Así pues, cuando oyó el leve sonido que anunciaba la entrada de un correo electrónico, Maya ya volvía a ser la de siempre.

La dirección de correo, john74, no le resultaba familiar, y eso la desconcertó. Las familias que esperaban bebés, que querían bebés o que simplemente deseaban información le enviaban mensajes todos los días. Debería de haber mirado más atentamente el asunto: SOBRE ESTA MAÑANA. Jack. Por supuesto. Con frecuencia Jack era una abreviatura de John. Maya leyó el correo rápidamente. Jack quería verla para hablar. ¿Podían ser sólo amigos de momento? ¿Podía él ayudarla a resolver esto?

El dedo de Maya quedó suspendido sobre la tecla de «borrar». No le debía nada.

Pero entonces tecleó una respuesta con rapidez:

«No pasa nada. No es necesario que nos veamos. A pesar de mi crisis, estuvo bien.»

Le dio a «enviar».

Bien. La palabra que, según Emily, los adultos no tenían que utilizar para describir el sexo. Pero es que sí describía esa noche. O la mayor parte de ella.

Otro aviso. Otro correo de john74.

Maya consideró no abrirlo. Pero lo hizo.

«¿¿¿Bien???»

Maya sonrió a su pesar. Tecleó:

«De acuerdo. Mejor que bien.»

Cuando llegó su siguiente respuesta, Maya se rió.

«¡¡¡Uf!!!» —escribió Jack.

A continuación llegó otro correo de john74.

«Quiero volver a verte, de verdad.»

Maya dejó abierto el correo mientras seguía con su trabajo de la mañana. Se pasó casi una hora al teléfono arreglando los visados para el próximo grupo que iba a viajar a China. Actualizó la página web y añadió las fotografías de las familias que habían recibido a sus bebés en el último viaje. Los bebés eran de Guanzhou y sus fotos con ropa nueva, con lazos en el pelo, en brazos de unas madres y padres radiantes, complacían a Maya. SALLY BURTON CON SU NUEVA FAMILIA, TECLEÓ.

SABRINA METZ CON SU NUEVA FAMILIA. ABBY RANDOLPH. GILDA MASERATI. PATRICIA KENNEDY. Cada uno de esos nombres era como una promesa.

Al terminar, Maya hizo clic en el correo electrónico de Jack que seguía allí, esperándola.

«Deja que me ocupe primero de algunas cosas. Luego podemos volver a vernos.» Lo envió con el corazón palpitante.

Maya sacó una hoja de papel en blanco del último cajón de su mesa. Tenía el logotipo de la agencia en la parte superior, en rojo, con una larga línea roja que salía de la última letra y se extendía serpenteando por el papel. Escribió:

«Querido Adam: Han pasado muchos años desde…»

Se quedó mirando el papel. ¿Qué se podía poner allí? ¿Desde que arruiné nuestras vidas?

¿Desde que maté a nuestra hija? ¿Desde que te dejé allí sentado en el porche bajo la lluvia, con la cabeza apoyada en las manos y los sollozos sacudiéndote la espalda? ¿Recuerdas, Adam, el ruido tan fuerte que hacía mi maleta cuando la arrastré por las conchas molidas del sendero que salía desde la puerta? ¿Recuerdas que, cuando dijiste mi nombre, no te respondí? Tu voz sonó entrecortada. No sabes que me atreví a mirarte por el espejo retrovisor mientras me alejaba. Tú te quedaste allí bajo la lluvia, frente a nuestra casita rosada, me llamaste por mi nombre y yo pisé más fuerte el acelerador para huir de ti, de lo que había hecho.

Querido, querido Adam.

Maya arrugó el papel y lo tiró a la papelera que tenía junto a la mesa.

Anoche, Jack Sullivan la había abrazado mientras ella hablaba. Le había dicho:

—¿Y cómo sigue uno adelante después de algo así?

—Abre una agencia de adopción y cree que entregando niños a personas desesperadas queda absuelto de alguna manera —le respondió ella.

Maya se lo había creído al principio, cuando abrió la agencia de adopción Red Thread. Si podía dar un buen hogar a suficientes bebés, si podía hacer madres a suficientes mujeres, entonces podría perdonarse.

Pero ahora se daba cuenta de que eso no bastaba. Cerró los ojos. Aquellos momentos volvieron a repetirse en su cabeza. El olor del pollo asado. La cálida luz del sol. El tacto de su hija en brazos.

Si pudiera regresar a aquella tarde no se daría prisa. Acallaría los ruidos de su mente: ¡Cena!

¡Trabajo! ¡Marido! Se limitaría a sentarse y a calmar a su hija.

Pero, tal como ocurría siempre que aquella tarde le volvía a la memoria, Maya sintió el peso de su hija y luego el vacío cuando ésta se le escurría de entre los brazos y caía hacia atrás. El sonido, un ruido sordo en realidad, ni siquiera la asustó. «Simplemente cayó mal», les explicó un médico más tarde, en la sala de urgencias. Como si fuera un simple error. Nada más.

Maya estuvo varias semanas sin poder borrar la imagen de su hija justo después de caer, la forma en que pestañeaba, la burbuja de saliva que se formó en sus labios y que luego se volvió rosada con la sangre.

«Querido Adam», pensó Maya, con el bolígrafo temblándole en la mano. Pero no se le ocurría nada más.

Oyó voces fuera del despacho. Maya echó un vistazo al reloj. Brooke Foster, esposa del jugador de béisbol famoso, había llegado temprano a la cita. Llamaron suavemente a la puerta y ésta se abrió.

—Sé que es temprano —dijo Samantha.

—No pasa nada —contestó Maya, aliviada por la interrupción.

La puerta se abrió del todo y entró Brooke. El cabello corto y la nariz respingona de aquella mujer le hacían pensar en criaturas mágicas: elfos, hadas y duendes. Llevaba una blusa blanca transparente con una camiseta de tirantes blanca debajo y una falda larga de algodón de color azul pálido. Chanclas. Desde la distancia podría pasar por una adolescente, pero de cerca Maya pudo distinguir con claridad las arrugas en las comisuras de los labios y los ojos.

—¿Tienes alguna pregunta? —le dijo Maya tras las cortesías iniciales—. ¿Sobre el papeleo?

Sabía que siempre había preguntas sobre el papeleo. Pero Brooke meneó la cabeza para indicarle que no.

Maya aguardó.

—Mi marido —dijo Brooke, pero se quedó en silencio.

—El famoso jugador de béisbol —comentó Maya.

Brooke sonrió.

—Sí, el famoso jugador de béisbol.

Inspiró y jugueteó con el dobladillo de la falda.

—Me quiere mucho —declaró sin levantar la mirada.

Luego alzó la vista, unos ojos de un azul intenso contra su rostro bronceado.

—Demasiado —afirmó—. Me quiere demasiado.

—Ah —dijo Maya.

—Su amor puede llegar a asfixiarme —continuó diciendo Brooke—. Mis amigas siempre me están diciendo lo afortunada que soy. Me prepara gambas al coco y Margaritas. Planta tulipanes todos los otoños. Compra los bulbos y los planta justo antes de la primera helada, hace los agujeros poco profundos y los coloca de manera que cuando florecen en primavera no queda espacio entre las flores. Es como una manta de tulipanes. —Brooke meneó la cabeza como si ni siquiera ella pudiera creerlo—. Son mis flores favoritas —dijo—. Los tulipanes.

—Entiendo que tus amigas estén celosas —comentó Maya.

—Me trae el café a la cama todas las mañanas —prosiguió Brooke—. Me pinta las uñas de los pies.

—¿Brooke? —dijo Maya.

—Ya lo sé. Que por qué estoy aquí, ¿no?

—Entiendo por qué estás aquí —respondió Maya.

—¿Ah, sí?

—Si te quiere tanto, ¿cómo puede hacer sitio para un bebé? —dijo Maya.

—A mí no me basta con querer a Charlie —explicó la mujer en voz baja—. Pero me temo que a él sí le basta conmigo.

—Resulta sorprendente la cantidad de espacio que hay en un corazón —afirmó Maya.

—Nos conocimos el primer día de universidad. Era implacable en la persecución de dos cosas: jugar en las ligas mayores de béisbol y ganarme a mí. En nuestro último año, cuando él era el objetivo de los ojeadores de todos los equipos, me quedé embarazada. Era tan joven o tan estúpida que creía que se alegraría tanto como yo. Pero me dijo sin tapujos que aún no podía tener un hijo. Acababa de empezar, necesitaba concentrarse en las pruebas, en darle a esa pelota. Algún día nos casaríamos y tendría todos los bebés que quisiera. Yo no sabía qué hacer. Tenía veintidós años, estaba enamorada de mi novio y embarazada. Antes de llegar a hacer nada, un día me desperté en mitad de la noche con ese dolor, ese dolor insoportable.

Brooke se rozó el vientre con la mano de manera inconsciente.

—Resultó que era un embarazo ectópico. Aquella noche se me rompieron las trompas. Podía haber muerto. En cierto sentido sí supuso mi muerte, creo. Porque después de eso ya no pude quedarme embarazada. Charlie —dijo, y se encogió de hombros— se sintió muy agradecido de que consiguiera salir adelante. Pero perdí mi única oportunidad de ser madre.

—Hasta ahora —dijo Maya.

Brooke sonrió.

—¡Sí! Hasta ahora. Cuando entro aquí y veo todas esas fotos de las niñas pienso: algún día mi hija estará aquí, sonriéndole a alguna mujer que esté esperando.

—¿En qué puedo ayudarte? —le preguntó Maya.

—Ni siquiera lo sé. Es que me aterroriza que Charlie se eche atrás. Envié nuestra documentación a China y lo único en lo que puedo pensar es en que recibiremos una llamada de teléfono diciéndonos que tenemos una hija y que él dirá que no puede seguir adelante con ello. Maya había visto casos así. A veces mascullaban su decisión rápidamente por teléfono. A veces acudían al despacho, miraban esa fotografía y decían que habían cambiado de opinión.

Aun así, le dijo a Brooke:

—No lo hará. Cuando vea a vuestro bebé todo cambiará.

—Esto es lo que más deseo en el mundo —declaró Brooke—. Quiero un bebé —no ocultó su llanto. Lloró abierta e intensamente.

—Hay un hilo rojo que te conecta al hijo que está hecho para ti —dijo Maya.

—¿Tú lo crees? —preguntó Brooke—. ¿De verdad?

Maya quiso decirle que lo creía tan firmemente que en ocasiones le parecía ver esos finos hilos rojos zigzagueando por el cielo, uniendo los bebés a sus madres.

Pero simplemente dijo:

—Sí.

Brooke se enjugó las mejillas con el dorso de las manos y asintió.

—Gracias.

Cuando Brooke se marchó, Maya encendió el ordenador y tecleó: «Universidad de California, Santa Barbara.» Hizo clic hasta que apareció en la pantalla el nombre de Adam y el número de teléfono de su despacho. Sin detenerse, porque si se detenía no lo haría, marcó el número.

El teléfono sonó tres veces. Maya contó cada tono como si fuera un latido. Entonces saltó un contestador automático.

«Hola, ha contactado con el doctor Adam Xavier. Por favor, deje un mensaje después de la señal.»

Era la voz de Adam. Sonaba tan fuerte, tan distinta a la voz quebrada con la que había pronunciado su nombre mientras Maya se alejaba de él.

Terminó el pitido.

Maya tragó saliva con fuerza y dijo:

—Adam. Soy Maya. Me gustaría hablar contigo.

Iba a colgar, pero se dio cuenta de que no había dejado su número de teléfono.

Lo dijo apresuradamente.

—Gracias —añadió.

El ordenador mostraba veintisiete mensajes nuevos. Pero Maya se levantó de la silla, se puso la chaqueta y salió del despacho. Eran las once y media de la mañana. Las ocho y media en California. Por supuesto que Adam aún no estaba en el trabajo. Maya no podía quedarse sentada en el despacho esperando una llamada que quizá no recibiera.

Brillaba el sol, pero el aire fresco ya dejaba intuir el otoño. Maya se abrochó la chaqueta como si fuera a alguna parte. Pero se quedó allí, clavando los dedos de los pies contra la suela de los zapatos, como si quisiera echar raíces. Alzó el rostro, esperando.