Ni Fan quería a Xhao Hui. Lo había querido desde la primera vez que lo vio un caluroso día de verano, cuando iba por el camino de tierra hacia el mercado. Llevaba un palo sobre los hombros, y de ese palo colgaban dos cestos, uno a cada lado, y en uno de dichos cestos había dos batatas.
Eso era lo que vendería aquel día en el mercado. Ni Fan conseguiría el yuan por las batatas y con él compraría té y arroz, luego regresaría por aquel mismo camino de vuelta a la casa, donde su madre la estaría esperando con el ceño fruncido porque, según ella, Ni Fan nunca traía suficiente comida.
—Pues ve tú al mercado y vende nada —le había dicho Ni Fan el día anterior—. Porque eso es lo que me das para que venda. Nada. Esperas que compre cosas de valor con lo que saco vendiendo unas pocas batatas.
Su madre había tirado del pelo a Ni Fan. Era lo que hacía la gente cuando tenía hambre.
Tiraban del pelo a su hija. Les golpeaban el pecho. Daban patadas a la tierra que sólo producía unas pocas batatas en lugar de cestos llenos. Ni Fan podía entenderlo. Pero aun así, cuando su madre le tiraba del pelo de esa manera, Ni Fan pensaba: «¡Te odio!» Tenía quince años, la edad en que las chicas odian a sus madres y sueñan con una vida distinta.
Aquel caluroso día de verano en el que Ni Fan vio a Xhao Hui, él estaba en un campo de coles rizadas y llevaba un sombrero muy gracioso en la cabeza. Ella dejó de andar para verlo mejor. Era un hombre muy alto, llevaba una camisa de color azul pálido y aquel sombrero, en el que había algo escrito que no podía distinguir. Ni Fan entrecerró los ojos para intentar leerlo.
—¡Chica! —la llamó—. ¿Qué estás mirando? ¿Es que no has visto nunca a un hombre?
Ni Fan se rió al oírlo. Él no era un hombre ni mucho menos. Era un chico de su misma edad, tal vez un poco mayor.
—¿Hay un hombre contigo en ese campo? —le respondió ella.
A veces, cuando recordaba aquello, el sol cayéndole de pleno, el sabor del sudor en sus labios, el olor de la tierra seca, el peso de las batatas, todo, le daba la sensación de que cuando terminó de decir aquella frase ya se había enamorado. Dio unos pasos hacia él e intentó leer lo que ponía en su sombrero.
—En algunos lugares se considera una grosería mirar fijamente a alguien —le dijo él con una sonrisa.
Ella estaba tan cerca que podía ver la mella que tenía en uno de los dientes frontales.
—¿En qué lugares? —le preguntó.
—En Inglaterra —contestó él con rapidez, cosa que la sorprendió.
Ni Fan se preguntó dónde estaba Inglaterra. Probablemente en Estados Unidos, donde había muchas costumbres extrañas. Su padre se había enterado de unas cuantas por un estudiante norteamericano que estaba de viaje y había pasado por el pueblo. Aquel muchacho les había hablado a los aldeanos de carne picada que se vendía a través de ventanas a la gente que iba en automóvil, de máquinas que lavaban platos y ropa, de otra que sólo se utilizaba para calentar comida. «Los norteamericanos —le había dicho su padre— son unos holgazanes consentidos.» A veces, cuando Ni Fan hervía agua para lavar la ropa y cargaba con la pesada olla de hierro fundido, pensaba que tener una máquina que hiciera eso por ella sería algo maravilloso.
—Eres una soñadora —le estaba gritando el chico. La señaló con el dedo y sonrió ampliamente.
Ni Fan lo miró con el ceño fruncido, aunque su corazón dio un brinco.
—Sí —admitió—. Sueño con máquinas que lavan la ropa.
El chico se echó a reír.
—¿Quieres decir robots?
—Sí —contestó ella. No tenía ni idea de lo que eran los robots.
—¿Tu robot me ayudará en los campos?
—Sí —repitió.
«Sí» fue lo que le dijo al cabo de unos días, cuando, de camino al mercado, pasó por donde él estaba y el chico le preguntó si quería quedar con él aquella noche en el parque. «Sí» fue lo que dijo cuando, unas cuantas noches después, le preguntó si podía besarla. Y cuando se apretó contra ella, se oyó a sí misma susurrando «Sí, sí, sí». Después de aquella noche, Ni Fan lo vio todo de manera distinta.
¿Acaso su madre, con su expresión avinagrada y la frente arrugada, había sentido alguna vez aquel deseo? ¿Aquella palpitación ahí abajo, en su interior? ¿Aquella sensación por un chico, aquella necesidad de que la besara de inmediato, de que la tocara aquí y allá, de que la penetrara y se moviera en su interior y suspirara en su oído? ¿Acaso su padre, que por aquel entonces ya tenía la espalda incómodamente torcida por el trabajo, había sido alguna vez tan fuerte como para poder levantar a su madre y ponerla sobre él? ¿Había sabido cómo explorarla de tal forma que ella tuviera la sensación de estar cayéndose desde un tejado muy alto?
—¿Qué te pasa? —le preguntó su madre cuando vio que Ni Fan sujetaba el cuenco de arroz sin comer nada—. ¿Qué estás mirando?
Ni Fan se encogió de hombros. Dentro de dos horas se haría de noche y se escabulliría.
Sentiría el cálido aire de la noche sobre su piel desnuda. Sentiría a su amado en su interior. Se caería de los tejados, de las colinas, de las montañas.
Su madre le propinó un bofetón.
—Sé útil —le dijo—. Deja de soñar.
Ni Fan se levantó y recogió los cuencos de arroz vacíos de sus padres y sus abuelos.
—¿No sería estupendo si tuviéramos robots que lavaran los platos? —comentó.
Su padre se echó a reír.
—Muchos sueños pueden sucederse durante una larga noche —declaró.
Ni Fan se volvió de espaldas a su familia, enojada. Dejó los platos sucios en el cubo de agua tibia y se puso a fregar. Odiaba la forma que tenía el arroz de pegarse a todo, lo difícil que era de quitar.
Fuera caía la noche. Eso la tranquilizó. Pronto estaría en brazos de Xhao Hui, forjando sueños. A veces él hablaba en susurros de marcharse juntos de allí e ir a Pekín. Allí había trabajo, y edificios brillantes construidos con vidrio y metal. La gente iba en automóvil. «¿Hay robots en Pekín?», había susurrado Ni Fan, que se imaginaba robots que lavaban ropa, platos e incluso su cuerpo. «Tal vez», le había respondido él, también con un susurro.
Sintió esos tirones en el vientre que sabía eran de deseo. Preparó el té apresuradamente y sirvió a sus padres y a sus abuelos. Con las prisas, salpicó a su madre, que dio un manotazo, como si Ni Fan no fuera más que una mosca molesta. Pensó en la ternura con la que Xhao Hui la acercaba a él.
—Ten cuidado —la reprendió su madre.
Unas lágrimas cálidas inundaron los ojos de Ni Fan, que sólo anhelaba los susurros de Xhao Hui.
Después de barrer, secar los platos y servir, Ni Fan se marchó a escondidas. Lamentaba no tener alas para llegar hasta Xhao Hui más deprisa.
Cuando al fin vio su figura en la oscuridad, iluminada por el resplandor de un cigarrillo, se lanzó sobre él y lo cubrió de besos. Se le cayó el sombrero con la extraña leyenda y, riéndose, la arrojó al suelo y se puso a horcajadas sobre ella.
—Eres como un tigre —le susurró.
Ni Fan sonrió en la oscuridad al tiempo que se quitaba las bragas y alargaba la mano hacia él.
—Estás muy ansiosa, tigre mío —dijo.
Y entró en ella. Sus cuerpos se movieron al unísono.
—Sí, sí, sí —murmuró Ni Fan.
—Cásate conmigo —dijo Ni Fan una noche después de hacer el amor.
Xhao Hui estaba tendido a su lado, fumando un cigarrillo.
—Cásate conmigo y podremos hacer esto continuamente. Por la mañana cuando nos despertemos juntos. Por la tarde cuando tengamos un descanso en el trabajo.
Al ver que él no respondía, continuó diciendo:
—Cásate conmigo y podremos ir a Pekín.
—¿No sabes que el matrimonio es la muerte del amor? —dijo Xhao Hui—. Fíjate en tus padres. Y en los míos. Están amargados y reprimidos.
—¡Pero nosotros no nos volveremos así!
Xhao Hui se volvió hacia ella y la besó.
—Por supuesto que no, porque no nos casaremos. Nosotros sólo haremos el amor hasta que seamos viejos y nos muramos.
Sus besos se volvieron más insistentes y sus dedos recorrieron el cuerpo de la joven.
—Llevamos tres meses viéndonos así —dijo Ni Fan, aunque arqueó la espalda para recibir los dedos que la exploraban—. Quiero estar contigo de día. Quiero que todo el mundo vea nuestra felicidad.
—¿Esto te hace feliz, tigre mío? —le susurró mientras movía los dedos de la manera adecuada.
Ni Fan intentó no desconcentrarse. Quería decir lo que pensaba.
—¿Te hace feliz? —repetía él, con los dedos en ese punto, tan suaves y persistentes—. ¿Te hace feliz?
—Si nos casamos… —empezó a decir Ni Fan.
Estaba otra vez en ese tejado, en esa colina. Oía su respiración entrecortada.
—Si nos… —empezó a decir de nuevo. Pero no terminó. Estaba cayendo de una montaña, cayendo, cayendo, cayendo.
¿Por qué a Ni Fan no le parecía horrible hacer aquello? ¿Por qué no se daba cuenta de la vergüenza que implicaba? ¿Por qué bajó corriendo por el camino, con las manos vacías, rebosante de alegría? Xhao Hui alzó la mirada cuando oyó que lo llamaba. Por alguna razón, aquel día llevaba la gorra con los símbolos «N» e «Y» superpuestos vuelta del revés. Tiempo después, Ni Fan pensaría en ello como el día en que todo se volvió del revés. Pero aquella mañana corrió por los campos gritando el nombre de Xhao Hui. Le dolían los pechos al correr y el dolor hacía que sonriera más aún.
—¡Estoy embarazada! —le soltó. Mientras se dirigía hacia allí para contárselo, había imaginado todas las maneras posibles de darle la noticia. Pero una vez lo tuvo delante todo quedó en la noticia en sí misma—. ¡Es verdad! —exclamó con los brazos abiertos. Se desabrochó la camisa para que viera la turgencia de los pechos, los pezones oscurecidos. Luego se desabrochó más botones para mostrarle la hinchazón del vientre—. Mira —le dijo con orgullo.
Xhao Hui le cerró la camisa.
—Vístete —le ordenó con aspereza, y Ni Fan retrocedió como si la hubiese abofeteado—. Déjame pensar —dijo él mientras la joven se abrochaba la camisa con dedos temblorosos.
Xhao Hui empezó a caminar describiendo un pequeño círculo, con la mirada fija en la tierra dura.
Pero cuando al fin levantó la vista hacia ella, asintió.
—Ya sé lo que haremos —anunció, aliviado—. En el pueblo de al lado hay una anciana que puede deshacerse del bebé. Sí —dijo, asintiendo—. Puedes hacer como que vas al mercado y en lugar de eso irás al pueblo vecino. La anciana hará lo que sea necesario y estarás de vuelta en casa al atardecer. Puedes inventarte una historia para explicar por qué llegas tan tarde del mercado. Con la imaginación que tienes ya se te ocurrirá algo. ¿Ves qué sencillo?
Ni Fan meneó la cabeza como si quisiera desprenderse de unas telarañas que la estuvieran atenazando.
—¿Por qué íbamos a hacer eso? —preguntó al fin.
Xhao Hui le dio unas palmaditas en el brazo.
—Porque es lo mejor, Ni Fan. No estamos casados. La humillación destruiría a tu familia —bajó la voz—. Te destruiría a ti —añadió—. ¿Qué hombre querría casarse contigo si ya tienes un bebé fuera del matrimonio?
—¿Qué hombre? —repitió ella. De pronto se le quedó la boca muy seca. Luego notó el sabor de la bilis que le llegaba desde lo más profundo del estómago, le subía hasta la garganta y le provocaba arcadas. Ni Fan se volvió de espaldas a él. Se arrodilló en la tierra y vomitó.
Xhao Hui le acarició la espalda.
—Vamos, vamos. Te sentirás mejor cuando esa mujer se deshaga de él. Ya verás, enseguida volverás a ser la misma de siempre. Eso es lo que he oído. Es todo muy fácil.
Por fin cesaron los vómitos. Pero Ni Fan estaba demasiado débil para levantarse. Imaginó que eso es lo que debía de sentirse cuando el mar te zarandeaba. Todo se movía y daba vueltas.
—¡Si hasta podrías ir mañana mismo! —le decía Xhao Hui.
Ni Fan le dijo que no con la cabeza.
—Sí —insistió él—, mañana es tan buen día como pasado. Mejor hacerlo cuanto antes.
—No —dijo Ni Fan.
—¿Qué?
La joven creyó que vomitaría otra vez. Hundió los dedos en la tierra para agarrarse a algo.
Ni Fan miró al chico al que amaba.
—No —repitió.
La mañana que dejó a su bebé en el parque, Ni Fan recogió la única batata que crecía en el campo estéril de su familia. Con esa batata podría comprar arroz suficiente para la cena de aquel día. El arca del arroz estaba vacía y la noche anterior, sin ir más lejos, su madre se había quejado de que tenía retortijones de hambre. Ni Fan se metió la batata en el dobladillo de los pantalones y envolvió a su hijita en una tira de tela que luego se colgó en bandolera.
Aún no había amanecido del todo; era esa hora de la mañana a la que solía entrar en casa a hurtadillas después de encontrarse con Xhao Hui. El cielo aún estaba oscuro en lo alto, pero en la distancia brillaba la luz que avanzaba poco a poco. Ni Fan recorrió el camino de tierra hacia el parque. Nadie le había advertido de lo dolorida que te quedas después de dar a luz. Le dolían los pechos, y el mismo lugar que tanto placer le había dado, ahora estaba herido y en carne viva. Dos noches atrás, cuando habían empezado las contracciones, Ni Fan había dado a luz pensando que una vez terminara el parto su cuerpo volvería a la normalidad. Pero le dolía todo, por dentro y por fuera.
Al pasar por el campo de Xhao Hui alzó la mirada esperanzada. Pero estaba vacío y oscuro.
El bebé lloriqueó y Ni Fan resistió el impulso de consolar a su hija. En lugar de eso, intentó caminar más rápido, a pesar del dolor que sentía en todas partes. Lo único que quería era echarse y dormir. Pero primero debía encargarse de esto.
Ni Fan fue al lugar exacto en el que ella y Xhao Hui solían encontrarse, donde hacían el amor y soñaban con robots y con Pekín. Puso al bebé en la tela, lo envolvió bien con ella y a continuación lo dejó sobre la hierba. Luego cogió la batata y la dejó allí también, al lado de la niña.
Ni Fan se alejó unos pasos. Bajó la mirada y contempló a su hija. Sintió que el dolor la embargaba, subiendo desde el vientre hasta el corazón. ¿Al ver la batata, quienquiera que encontrara a la niña sabría lo valiosa que era? ¿Comprenderían que aquel bebé era muy preciado?
Regresó de vuelta por el camino de tierra, esta vez más despacio, apretándose alternativamente el vientre y el pecho con una mano, como si pudiera evitar el dolor. Pero el dolor persistía y se intensificaba. El sol ya brillaba en lo alto. El campo de Xhao Hui seguía estando vacío. Ni Fan agachó la cabeza y caminó.