5
Las familias

Nell

Nell se apoyó en la pared del edificio y lloró. En ese momento no pensó en que iba a llegar tarde a la clase de tailandés. No pensó en la gente que pasaba junto a ella y que apartaba la mirada. No pensó en el rímel que seguramente se le había empezado a correr. Lo único en lo que pensaba era en el bebé que quería, en esa imagen vaga y redondeada que había alojado en lo más profundo de su mente y que Maya Lange estaba impidiendo que tuviera.

En el mundo de Nell, con pasar discretamente un billete de veinte dólares a un maître conseguías una buena mesa por delante de los que tenían reserva. Con pronunciar un nombre conseguías asientos para las finales de los Red Sox, entradas para los conciertos de Bruce Springsteen cuando ya estaban agotadas o para obras de éxito en el teatro. Nell estaba acostumbrada a tener lo que quería. Así pues, ¿cómo podía ser que un bebé, algo tan normal y corriente, la eludiera de ese modo? Incluso entonces, mientras permanecía con la espalda contra la fría pared de piedra, pasaban por allí madres con bebés en cochecitos y en canguros, niñeras rusas que acompañaban a niños de primaria calle abajo, madres distraídas que agarraban de la mano a sus pequeños.

Mientras los veía pasar, Nell pensaba que todo el mundo tenía un hijo, todo el mundo. Menos ella.

El Pergonal le desquiciaba las hormonas. Eso ya lo sabía. Quizá fuera ése el motivo por el que la firme negativa de Maya a su oferta la había puesto tan furiosa. Quizá esas hormonas fueran las responsables de la sensación que tenía entonces de haber sido excluida de un club, de ser la única mujer de Providence, del mundo entero, que no tenía… que no podía tener un bebé. En aquellos instantes lo único que Nell sabía con seguridad era que odiaba a Maya Lange. Y que de algún modo u otro conseguiría un bebé.

Hizo una respiración profunda de yoga para recuperar la compostura. Tomar aire. Retenerlo.

Soltarlo. Otra vez. Después de tres respiraciones había dejado de llorar. Sacó su BlackBerry y envió un correo electrónico a esa mujer del trabajo que había adoptado no uno, sino dos bebés de Guatemala. En cuanto Nell le dio a «enviar», volvió a sentirse como siempre. Todo bajo control.

Se dio unos toquecitos en las mejillas con el pañuelo, con cuidado de no estropearse más el maquillaje y el colorete que aún pudieran quedarle. Se repintó los labios. Se alisó el pelo. Echó a andar con paso rápido, con confianza, hacia adelante.

Theo

Theo detestaba enseñar tailandés a hombres de negocios destacados que buscaban obtener beneficio en el mercado asiático. Eran groseros, engreídos, agresivos. Al verlos alineados frente a él, Theo intentó no pensar en que últimamente, y cada vez más, eran más las cosas que detestaba de la vida que las que le gustaban. Intentó recordar la isla frente a las costas de Tailandia donde había pasado seis meses maravillosos trabajando como instructor de buceo. En cómo el hecho de estar a catorce mil pies bajo el mar había aliviado su corazón roto.

Pensó en los turistas alemanes y británicos que se alojaban en el complejo turístico, una franja de playa salpicada de cabañas con techo de paja y juncos, un bar al aire libre y hamacas. Todas las semanas se enamoraba de él una chica distinta, y Theo se sorprendía a sí mismo bebiendo cerveza Tiger y haciendo el amor toda la noche, sus cuerpos salados y calientes del sol.

—¿Mi empresa le paga por mirarnos fijamente? —le preguntó un alumno—. ¿O por enseñarnos tailandés?

Aquel tipo, que llevaba un traje caro de color gris, tenía una panza enorme y el rostro colorado, se estaba mofando.

Theo reprimió el deseo de devolverle la mofa. «Piensa en la cerveza Tiger —se dijo—. Piensa en una alemana guapa y rubia en tus brazos.»

Theo sonrió. Se presentó y repartió los libros: Tailandés para ejecutivos. Dentro había frases como: «No acepto las condiciones de su contrato» y «¿Nos reunimos en su sala de conferencias a las nueve de la mañana?».

«¿Quieres acostarte conmigo?», pensó Theo mientras los hombres tomaban los libros. Eso no salía, aunque en todas las clases alguien le preguntaba cómo decir: «¿Puedes buscarme una mujer para pasar la noche?», y todos lo anotaban con esmero. Siempre había quien acudía a él después de clase y le preguntaba cómo solicitar favores sexuales concretos, y Theo los complacía anotándoselo fonéticamente.

—Primera lección —dijo Theo, y todos abrieron sus libros.

Se preguntó qué se sentiría al ser tan obediente, tan centrado. Se figuraba que, para empezar, tendría un poco de dinero y no se vería obligado a enseñar a hombres de negocios obesos en un programa de una escuela nocturna.

—Saludos.

La puerta se abrió de golpe, sobresaltándolos. Dio la impresión de que todos fruncían el ceño y volvían la cabeza al unísono para mirar a una mujer alta y delgada que entraba con paso resuelto. Llevaba unos vaqueros estrechos, una camisa blanca con botones y una chaqueta de sport. Todo ello con un toque sexy añadido: la camisa estaba desabrochada lo justo para que Theo viera el encaje de su sujetador. Y llevaba tacones. Se excitó sin poder evitarlo. Estaba pensando en aquellas alemanas de Tailandia y ahora se le sumaba eso, y después del sexo obligatorio con Sophie para que se quedara embarazada… Theo se movió.

Sin dar ninguna explicación, la mujer tomó asiento en primera fila. Se inclinó hacia adelante —¡ese encaje otra vez!— y tomó un libro; lo abrió inmediatamente y luego miró a Theo con expectación.

—Primera lección —repitió Theo—. Saludos.

A media clase, el mismo hombre de antes soltó de sopetón:

—¿Es verdad que es tabú hacer bromas sobre el rey en Tailandia?

Theo vio que la mujer ponía los ojos en blanco.

Intentó cruzar la mirada con ella, hacerle saber que estaba de su lado. Aquel tipo era odioso.

Pero cuando la mujer vio que la miraba, frunció el ceño y apartó la vista.

¿Por qué lo había excitado eso? ¿Iba a pasarse los próximos diez martes por la noche intentando ocultar su erección? La mujer ni siquiera era tan atractiva como para eso. Llevaba demasiado maquillaje. Y un corte de pelo a lo garçon, el que a él menos le gustaba en una mujer por el aire de seriedad que daba, ni demasiado corto ni demasiado largo. Y lo que era aún peor, llevaba una diadema. Theo no soportaba las diademas en las mujeres adultas. La atracción que sentía hacia ella era una prueba más de que todo ese asunto de la adopción y de la determinación de Sophie para llegar a tener un bebé lo estaban empujando a lugares a los que no quería ir.

Theo pasó los veinte minutos siguientes hablando sobre Tailandia. Les explicó la historia del Ramayana, en la que una joven pareja de enamorados eran exiliados al bosque y a Sita, la novia, la raptaba el rey malvado. Cuando llegó al final, al reencuentro de Sita y Rama, Theo notó que se quedaba sin habla, como siempre le ocurría cuando contaba esa historia. Uno de los hombres se había quedado dormido con el mentón contra el pecho y de vez en cuando roncaba levemente emitiendo una especie de graznido. Pero todos los demás parecían haberse reanimado. Incluso la mujer. Mientras Theo describía Bangkok, con su Gran Palacio y el templo Wat Phra Kaew, hasta el tipo odioso tomaba notas.

—No hemos avanzado tanto como deberíamos —se disculpó Theo cuando la ruidosa manecilla del reloj marcó las nueve.

Les puso deberes y les estrechó la mano mientras se marchaban. Los ejecutivos siempre estrechaban la mano, tenían esa costumbre que a Theo le resultaba un poco embarazosa. Se fijó en que la mujer se entretenía, fingiendo que revolvía unos papeles y ordenaba algo en su maletín, hasta que fue la única que quedaba en el aula.

Theo deseó no tener una erección, pero cuando al fin ella dejó de hacer cosas y lo miró, no pudo controlarlo.

—Mire —le dijo la mujer en un tono tan autoritario que Theo se sorprendió irguiendo más el cuerpo—, quiero aprender tailandés y no quiero que esto se interponga.

Theo asintió, aunque se preguntaba de qué estaba hablando. ¿De su erección? ¿De su lección de historia?

—Supongo que podrá seguir siendo un profesional, ¿no? —preguntó entrecerrando los ojos.

—Pues claro, por supuesto —respondió Theo, y se encogió de hombros.

—No hay muchas clases de tailandés en Providence y no tengo tiempo de conducir más de una hora hasta Boston —declaró la mujer—. Así pues, es importante. Sin duda nos encontraremos en Red Thread y no quiero que esa relación interfiera…

—¿La agencia de adopción? —preguntó Theo.

—La semana pasada coincidimos en la charla de orientación. Su esposa tiene el pelo rizado, ¿no? Se conocieron en Tailandia y quieren tener una docena de niños de diversas culturas, ¿no es cierto?

Theo sonrió y dio un paso hacia ella.

—No sé si quiero niños —declaró Theo en voz baja, como si Sophie pudiera oírle.

La mujer ladeó la cabeza.

—¿En serio?

Él se encogió de hombros otra vez.

—Es del todo posible que nunca vuelva a verla en ese lugar. Puede que simplemente sea su profesor de tailandés y nuestros caminos no se crucen.

Ella lo estaba observando con atención.

—A propósito, soy Nell.

—No escuché nada de lo que se dijo en la reunión —le explicó Theo—. Estaba deprimido y lo único que quería era largarme de allí.

Nell se rió.

—Entonces no te acordarás de que mi esposo me avergonzó cuando se presentó como el señor Nell WalkerAdams.

—No —mintió Theo. Lo había oído, por supuesto. Pero no había prestado atención a quién lo decía.

—Bien —dijo ella.

Entonces fue Theo quien la observó. No era fea. ¿Por qué se ponía tanto maquillaje? ¿Por qué se había hecho ese corte de pelo? Por un instante imaginó que le quitaba la diadema y luego el lápiz de labios con la lengua.

—¿Qué? —preguntó la mujer.

—Estaba pensando en una cerveza Tiger —contestó Theo, mintiendo otra vez—. Una grande y fría. ¿Te interesa?

Nell arrugó la nariz.

—No me gusta la cerveza.

Vaya sorpresa, pensó Theo. Empezó a caminar hacia la puerta.

—Estoy seguro de que también tienen Chardonnay —le dijo volviendo la mirada por encima del hombro.

Oyó los tacones altos que se dirigían hacia él.

—¿Cómo sabes qué bebo? —preguntó Nell.

Theo le sujetó la puerta.

Cuando pasó junto a él, percibió la fragancia de un perfume carísimo. Tampoco le gustaba el perfume. Entonces, ¿por qué se estaba excitando otra vez? ¿Por qué se apresuraba para alcanzarla? ¿Qué demonios estaba haciendo?

Theo quedó impresionado de que una mujer tan flaca pudiera aguantar tan bien el alcohol. Cuatro copas de Chardonnay y sólo se había ablandado, pero no estaba borracha. El lápiz de labios ya había desaparecido y a Theo le gustaba que su sonrisa fuera un poco torcida.

Nell lo señaló con el dedo.

—Eres un romántico —afirmó.

—¿Eso es malo? —Nell se encogió de hombros—. ¿Por qué piensas que soy un romántico? —le preguntó.

—Estuviste a punto de llorar cuando nos contabas esa historia de amor.

Theo se rió.

—Culpable del delito. Siempre me conmueve. El verdadero amor triunfa.

—¿Como el tuyo y el de tu esposa? —dijo Nell—. ¿Es amor verdadero?

—¿Dónde está tu marido esta noche? —quiso saber Theo, que hizo caso omiso de la pregunta de Nell.

Ella hizo un gesto despectivo con la mano.

—En una reunión, probablemente. Esta noche no tocaba sexo, de modo que se programó algo a última hora.

Theo se rió otra vez. Las cervezas se le habían subido a la cabeza y estaba un poco tonto.

Señaló a Nell con la botella.

—Eso suena muy romántico.

Nell puso los ojos en blanco.

Tenía la costumbre de poner los ojos en blanco. A Theo también le gustó eso.

—Esto del bebé… —dijo ella.

Theo aguardó, pero Nell no continuó hablando. Sólo dio unos sorbos al vino.

—Pidamos otra ronda —sugirió Theo—. ¿Qué te parece?

—¿Intentas emborracharme, profe? —dijo ella.

—Lo que pasa es que todavía no quiero irme a casa —contestó Theo al tiempo que le hacía una seña al barman.

—Eso suena muy romántico —comentó Nell.

El barman trajo otras dos copas y Theo dio un buen trago a su cerveza.

—Mi mujer —empezó a decir—, Sophie, quiere salvar el mundo.

—¡Uf! —dijo Nell—. No soporto a los buenos samaritanos. Soy una capitalista. Quiero cosas de primera. Quiero ganar montones de dinero. Y quiero un bebé. Un condenado bebé. Nada más. Theo estaba haciendo jirones sus servilletas de cóctel, las rompía en tiras largas e uniformes.

Nell puso la mano sobre la suya para que dejara de hacerlo.

—Lo siento —se disculpó él—. Es una mala costumbre. Hago trizas las cosas.

Nell no retiró la mano y, cuando finalmente lo hizo, Theo se sorprendió deseando que no la hubiera quitado.

—¿Por qué no quieres un hijo? —le preguntó ella en un susurro, y se acercó más a él.

Theo tragó saliva. Casi se atrevía a contárselo en aquel bar oscuro, con su sonrisa torcida tan cerca y esa diadema estúpida que le mantenía el pelo perfectamente en su sitio. Pero no quería decirlo en voz alta. En lugar de eso, se inclinó para acercarse más aún y la besó, con suavidad, en la boca. Percibió el sabor ceroso del lápiz de labios, el Chardonnay y algo más suave por debajo. Nell no le devolvió el beso exactamente, pero tampoco se apartó. Al terminar de besarla, sus labios permanecieron muy cerca, listos para más. Theo notaba su aliento en la cara.

—¿No hay unas normas entre profesores y alumnos? —murmuró Nell, con la intención de hacer una broma.

—No —contestó él—. No las hay.

—Llegas muy tarde —dijo Sophie cuando Theo entró en el dormitorio.

Estaba más ebrio de lo que había creído cuando se encontraba en el bar. A veces ocurría eso.

Tenías la sensación de que estabas bien, sólo un poco achispado, y cuando te levantabas ¡zas!, se te subían todas las cervezas a la vez.

—Supongo que sí —contestó intentando no tropezar. Se sentó al borde de la cama para quitarse la camiseta y que así ella no notara que le costaba mantener el equilibrio.

—No llamaste —dijo Sophie.

Theo se fijó en que se había puesto el camisón de batik. Él detestaba esa cosa con sus falsas referencias culturales. Sophie lo había comprado en una sofisticada tienda de lencería en Manhattan cuando fue allí a una conferencia.

—Perdí la noción del tiempo —se excusó.

—Estoy ovulando —anunció ella, y al ver que él no respondía añadió—: Te dejé tres mensajes en el teléfono móvil.

—Está sin batería —repuso él, cosa que era cierta. A Sophie le sacaba de quicio que siempre se olvidara de recargar el teléfono.

Ella dejó escapar un leve suspiro de exasperación.

—Me he puesto tu camisón favorito —comentó esperanzada.

Theo la miró, sorprendido. ¿Le había dicho que le gustaba esa cosa? A veces se esforzaba tanto por complacerla que ni siquiera tenía conciencia de lo que había hecho o dicho.

—Has bebido mucho —dijo ella.

Theo siguió mirándola hasta que cayó en la cuenta de adónde quería ir a parar. Tenían que hacer el amor. En aquel momento.

—No tengo ningún problema en seguir adelante con la adopción —estaba diciendo mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. En serio. Pero aún así quiero mi propio bebé. Quiero saber cómo es sentir que algo crece dentro de mí. Quiero poder ponerme la mano en el vientre, presionar y notar el bebé. Notar el latido de su corazón. Dar a luz y luego sostener al pequeño ser humano que hemos creado juntos —ya estaba llorando a moco tendido—. Sé que eso me hace parecer una mala persona. Quiero decir que hay tantos niños sin hogar en el mundo… pero luego pienso en que también les daremos un hogar, se lo daremos. Sólo quiero uno, uno que sea mío de verdad.

—Quítatelo —ordenó Theo—. El camisón. Quítatelo.

Sophie se quitó el camisón de batik por encima de la cabeza con manos temblorosas. Tenía unos pechos grandes y turgentes. Theo pensó en Nell, en el encaje de su sujetador. Pensó en el roce de sus labios. Pensó en la sensación que le había embargado al ponerle la mano en la espalda cuando la acompañó fuera del bar y esperó hasta que ella encontró un taxi.

Supo que si pensaba esas cosas podría hacerlo. Se quitó los pantalones y los calzoncillos bóxer.

Ya tenía una erección.

Sophie no dejó de llorar, ni siquiera cuando Theo la penetró.

—Dame sólo eso —le susurraba sin parar.

Theo terminó demasiado rápido y se giró rodando en la cama; le daba vueltas la cabeza.

Acababa de cerrar los ojos cuando Sophie comentó:

—Esta noche ha llamado Maya Lange.

—Ajá —masculló él.

—La directora de la agencia de adopción Red Thread —seguía diciendo—. Nos ha pedido que hagamos de anfitriones en una pequeña reunión para las familias de nuestro grupo de orientación. Theo abrió los ojos, se esforzó por encontrar un sentido a lo que decía su mujer.

—¿No es halagador? —dijo Sophie. Se sorbió la nariz, al fin había dejado de llorar. Hizo el ruidito que siempre hacía cuando se estaba quedando dormida.

Pero entonces Theo estaba completamente despierto.

—¿Esta casa no es un poco pequeña para tanta gente? —comentó. Le dio un suave codazo—. ¿Sophie?

No obtuvo respuesta, sólo la respiración lenta y regular de su esposa que dormía.

—Nell —dijo Theo en voz baja—. Soy yo. Esto… Theo.

Se quedó sorprendido de lo mucho que le había costado dar con ella. Primero le dijeron que estaba en una reunión. «¿Quiere dejarle un mensaje en el buzón de voz?», le había preguntado la secretaria. Él dijo que no. Luego le dijeron que había salido. Luego que estaba en otra reunión. Después estaba comiendo. Y más tarde en otra reunión. Después tenía una llamada. Eran ya casi las cinco cuando por fin la controlada voz de Nell había proclamado «Nell Walker-Adams» al oído de Theo.

—¿Sí? —preguntó, como si la noche anterior no la hubiese besado.

—Esto… —dijo Theo, consciente de que la impresión que daba era de ser todo lo opuesto a ella que una persona podía ser—. Pensé que deberíamos hablar sobre lo ocurrido.

—¿Sí? —repitió ella.

—¿Te has enterado de eso? ¿De la reunión en nuestra casa? Es para…

—Sé para qué es —lo interrumpió con impaciencia.

—Bueno, podría resultar embarazoso. Me pareció que deberíamos aclarar las cosas.

Theo esperó, pero ella no dijo nada. Le pareció oír que escribía en el teclado de un ordenador.

—Mira —continuó diciendo Theo—. No ocurrió. ¿De acuerdo?

—Gracias por llamar —respondió Nell.

—Así pues, ¿estamos de acuerdo? —preguntó Theo, pero ella ya había colgado.

A veces deseaba poder regresar a Tailandia y desaparecer allí durante unos cuantos meses, o unos cuantos años, o para toda la vida. Se imaginó allí en una playa con el sol dándole de lleno, achispado después de varias cervezas y sin nada en la cabeza. Nada.

Theo miró el reloj. Aquella noche tenía que dar la clase de inglés. Ejecutivos tailandeses que querían mejorar su inglés. Disfrutaba mucho más con esta clase que con la otra. Los tailandeses eran hombres relajados, divertidos. A Theo le gustaba recordar con ellos el tiempo que pasó allí, oír historias sobre Bangkok o Chang Mai. En ocasiones incluso se iba a cenar con ellos después de clase y saboreaba el curry caliente que pedían. A Shophie no le gustaba la comida picante y siempre tenían que pedir los platos más suaves.

Sophie. Theo pensó en lo contenta que estaba esa mañana con los preparativos de aquel desayuno-almuerzo. Ella se lo tomaba todo en serio. Para cuando él terminó su primera taza de café, Sophie ya había encontrado un lugar en el que adquirir Dim Sum y había decidido comprar un mantel y servilletas rojos.

—El color tradicional de las celebraciones en China —le había explicado. Theo debería admirar el entusiasmo que tenía por todo. Debería maravillarse de su voluntad de complacer a todo el mundo. Pero todo eso a él le molestaba, cada vez más.

Theo suspiró, agarró la mochila y se dispuso a salir. Se detendría en esa tiendecita de East Providence y compraría unas decoraciones estúpidas para darle una sorpresa a Sophie. Tal vez unos dragones de papel de aluminio. O galletas de la fortuna con proverbios felices en su interior. Intentaría hacer algo que la hiciera sonreír.

Pero cuando salió de la autopista se dirigió al centro de la ciudad, al lugar de trabajo de Nell.

Era ridículo. Lo sabía. ¿Qué iba a hacer? ¿Quedarse de pie frente al edificio de reluciente cristal y metal con la esperanza de que pasara por su lado? De todos modos, Theo empezó a pasearse de un lado a otro frente al edificio y miraba con expectación cada vez que la puerta giratoria soltaba a un nuevo grupo de personas.

Ni siquiera estaba seguro de por qué había venido. Había bebido demasiado. Le había contado de buenas a primeras que en realidad él no quería tener hijos, que Sophie necesitaba salvar el mundo. Theo se estremeció al imaginar lo que aquella mujer debía de pensar de él. ¿Había ido allí a disculparse? ¿O para verla otra vez? Un nuevo grupo salió por la puerta, todos eran hombres con trajes caros. Theo se alejó de repente. Subió al coche y condujo hasta la Ruta 195 Este, en dirección al este de Providence.

Dentro de la tienda estrecha y abarrotada, Theo cogió farolillos de papel, un dragón de papel de aluminio demasiado grande y unas brillantes figuras recortadas de los animales del horóscopo chino. Seleccionó paquetes de palillos chinos y galletas de la fortuna de chocolate. Si Sophie fuera una mujer distinta, reconocería aquellos obsequios como el acto de un hombre culpable. Sobre todo aquel último, pensó Theo mientras añadía al cesto un par de zapatillas diminutas de seda rosada. Perfectas para una niña pequeñita.

Charlie

Charlie estaba en la playa bajo la llovizna y golpeaba pelotas de béisbol. Había crecido con unos padres que bebían demasiado y cuyas peleas eran demasiado fuertes, y hacía mucho tiempo que había encontrado consuelo en su habilidad para mandar una pelota de béisbol a las nubes. Cuando sus padres empezaban a chillar, él salía a la humedad de Florida y golpeaba pelotas. El ruido del bate lo tranquilizaba. Observar una pelota que volaba a través de las oleadas de calor y por encima de la tierra, alejándose de él, le daba a Charlie lo que no obtenía dentro del chalet color turquesa del que escapaban los chillidos de su madre y los fuertes gritos enojados de su padre. A veces, cuando Charlie volvía a entrar había sangre y moratones. A veces, uno u otro se había ido. Nunca sabía qué esperar cuando pasaba bajo el cobertizo del coche y abría la puerta de la cocina. Pero fuera, en el patio, cuando empuñaba el bate, sabía lo que ocurriría.

Tras dieciséis años casado con Brooke era imposible ocultar nada.

—Está lloviendo, Charlie —dijo ella, rodeándose con los brazos.

¡Zas!

—Estás bajo la lluvia golpeando pelotas de béisbol —insistió.

—Es la fuerza de la costumbre —contestó Charlie sin dejar de mirar la pelota que acudía hacia él.

Brooke lo agarró del brazo y Charlie falló el golpe.

—Charlie —le dijo—, dime que no quieres hacer esto. Dilo.

Charlie bajó el bate.

—Quieres un bebé más que nada en el mundo. Es lo que dices.

—Cuando veo a mujeres embarazadas me entran ganas de llorar —explicó Brooke. La lluvia le aplastaba el pelo en la cara. Se estremeció—. Es esta cosa —dijo—. Como un dolor. Aquí —se dio unas palmaditas en el pecho—, en el corazón.

—Quieres un bebé y voy a conseguir que tengas uno. Aunque eso signifique… —se interrumpió.

—¿Signifique qué?

—Tener que ir a China —terminó, con la esperanza de que esta vez ella no pudiera leerle el pensamiento. No quería que viera lo que había allí. No quería que leyera su miedo. Miedo de que un bebé la alejara de él.

Brooke escudriñó su expresión. Sabía que Charlie le ocultaba algo.

—No me des esperanzas para luego cambiar de opinión —le dijo—. ¿De acuerdo?

Charlie le sonrió.

—Ya me hiciste prometer lo mismo aquella vez y no te defraudé, ¿verdad?

Se habían conocido en la universidad, cuando él era el jugador de béisbol estrella al que ya buscaban para las grandes ligas. «Cuando consiga un contrato y llegue a formar parte del espectáculo, voy a casarme contigo», le había dicho. Fue entonces cuando Brooke le había dicho por primera vez: «No me des esperanzas para luego cambiar de opinión. ¿De acuerdo?» Tres años más tarde Charlie jugó su primer partido en el Fenway Park. Aquella noche, aunque los Sox habían perdido, Charlie acudió al apartamento de Brooke con una botella de champán y un anillo con un diamante. «Ya te lo dije. Soy un hombre de palabra», le susurró al oído.

—Eso no es un sí, Charlie —dijo entonces Brooke.

—Vas a ponerte enferma si te quedas aquí bajo la lluvia —dijo él. Se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros.

Ella se quedó mirándolo fijamente, con dureza.

—Cariño —le dijo Charlie—, soy un hombre de palabra. Vamos a tener un bebé. Vamos a ir a Providence, asistiremos a esa fiesta y nos haremos amigos de toda esa gente que va a ir a China con nosotros.

Ella empezó a alejarse.

—¿Brooke?

—Voy a hacer mis quiches en miniatura —anunció sin darse la vuelta—. Es lo que voy a llevar. Charlie la miró mientras ella se alejaba por la playa, por el sendero tortuoso que llevaba hasta el jardín, hasta que desapareció. Cuando ya no pudo verla lo embargó el pánico. Inspiró profundamente. Así se sentiría si la perdiera. Pero mientras estaba allí parado bajo la lluvia, a Charlie no se le ocurría cómo podía conservarla. Si no adoptaban un niño la perdería. Y cuando ese niño llegara y ella se enamorara de él, también podría ser que la perdiera.

—¡Brooke! —la llamó, aunque sabía que ella no le oía desde la cocina, donde probablemente estaba sonriendo, canturreando desafinada como solía hacer, sin pensar en que él estaba allí afuera y ya la echaba de menos.

Emily

«No lo hagas.» Eso fue lo que le dijeron sus amigas cuando Emily empezó a salir con Michael. «No te involucres con alguien que ya tiene una hija.»

Le habían enumerado los motivos: siempre antepondrá su hija a ti. Siempre se sentirá culpable de no vivir con ella todo el tiempo. A la hija le molestará tu papel en la vida de su padre. Cuando tengas tus propios hijos, él ya habrá experimentado todas las cosas asociadas a ello y tú te sentirás sola. Nunca ganarás, jamás.

Emily se había reído de ellas. Tal vez eso fuera cierto para algunas personas, como Maureen, su antigua compañera de habitación, que se había casado con un hombre que tenía cuatro hijos y se pasaba la mayor parte del tiempo peleándose con ellos, con su marido o con la ex mujer de éste. Con la euforia del amor, Emily nunca había imaginado que nada de todo eso fuera cierto. Para ella y Michael no sería así. Se había casado con él, abandonó su casita de Fox Point que había estado restaurando durante casi dos años y se mudó allí, a una zona residencial, a una casa nueva y laberíntica que aún olía a madera y a pintura.

Cuando se mudaron pensó que había habitaciones de sobra para todos los niños que tendrían. También dejó su trabajo de bibliotecaria en la Universidad de Brown. Allí se presentó voluntaria para trabajar a tiempo parcial en la biblioteca de la ciudad, donde pasaba aburrida tres tardes a la semana. Pero cuando llegaran los niños se alegraría de la distracción que le supondría la biblioteca. «No lo hagas», le aconsejaron sus amigas a lo de casarse, a lo de mudarse, a lo de dejar su trabajo.

Pero ella lo había hecho. Todo ello. Y ahora, al cabo de tres años, Emily no tenía hijos, en tanto que él, en efecto, anteponía a Chloe, y ella estaba aburrida y pesaba ocho kilos más que cuando se había casado con él. La casa estaba vacía. Sus días estaban vacíos. Su útero estaba vacío. Pero eso estaba a punto de cambiar.

Emily y Michael tenían la primera visita para el informe sobre el hogar el viernes. Maya le había dicho que no se preocupara.

«Limítate a ser tú misma», le había dicho, como si fuera lo más fácil del mundo. Pero últimamente Emily ya no estaba segura de quién era. Antes de casarse con Michael había pulido los suelos de la casa y había limpiado las baldosas de la chimenea con un cepillo de dientes. Cruzaba el campus de Brown como una mujer que sabía adónde se dirigía. Por las noches se iba a dormir contenta, con sus dos gatos ronroneando a los pies de la cama. A veces había algún hombre en esa cama, y ella sabía cómo hacer que la satisficieran. Sabía que le gustaba el whisky de malta con turba y el Chardonnay de roble. Había perfeccionado las cenas para tres.

Así pues, ¿cómo había acabado así, sin estar segura de casi nada en su vida? Su esposo quería a su hija más que a ella, y posiblemente más que a cualquier otra cosa. Emily se sentía desconcertada por lo que respectaba a Chloe. No era ni su madre ni su amiga. Si la criticaba, Michael se enfadaba. No podía castigarla ni preguntarle tranquilamente nada que tuviera que ver con ella. La casa era demasiado grande y Emily no podía encontrar su lugar en ella aun cuando habían pasado tres años. Tampoco podía encontrar su lugar como esposa. Hacía meses que no daba una cena y cocinaba su estofado de ternera o el pavo con mole o el ragú que tardaba todo el día para hacerse bien. Ya ni siquiera los libros la consolaban como solían hacerlo. Recordaba haber pasado horas perdida en las entrañas de la biblioteca con los libros amontonados a su lado.

Todas las veces que se quedó embarazada, Emily había creído que estaba volviendo a encontrarse a sí misma, sacando provecho de sus días que cada vez tenían menos sentido. Casi podía ver un atisbo de sí misma siendo otra vez feliz, con un bebé en brazos que luego gatearía por las anchas tablas del suelo de la cocina y correría por el jardín. Iba a colgar un columpio allí, sentaría al bebé en su regazo y se impulsaría con las piernas para que ambos pudieran elevarse. Pero con cada aborto espontáneo se desvanecía un pedazo de sí misma. «Sé tú misma», le había dicho Maya con un apretón en la mano para darle ánimo y confianza. ¿Pero quién era exactamente esa persona que aún se llamaba Emily y que vivía en su cuerpo?

La trabajadora social había sonreído y asentido cuando ellos respondieron las preguntas y le enseñaron la casa. Cuando se marchó, Emily se había sentido más contenta de lo que había estado en meses, desde el último test de embarazo que dio positivo. Después de aquel aborto espontáneo había empezado a visitar al doctor Bundy. Pero ahora, una vez pasada la primera visita, Emily casi podía creer que dentro de no mucho tiempo podría tener un bebé.

Ese día iban a asistir a una reunión con el grupo de viaje en el apartamento de alguien en el Armory District, en una calle que tenía el apropiado nombre festivo de Parade Street. Otro paso más hacia China y el bebé. A Emily no le gustaban las reuniones en que cada uno llevaba algo de comer. Le gustaba que las cosas combinaran bien. Pero Sophie había enviado un correo electrónico a todo el mundo para decirles qué plato traer, de manera que quizá en esa ocasión no saldría tan mal.

Emily se había preocupado por lo que le tocaba: ¡Algo dulce! No era muy buena repostera, pero tal vez pudiera hacer magdalenas, ¿no? ¿Tarta de café? ¿O quizá debería limitarse a ir a la panadería italiana y comprar algo sofisticado y sabroso, como cannoli o zeppoli? Incluso consideró la opción de llamar a los que les tocaba llevar algo con fruta y pedir que se lo cambiaran. Eso era fácil. Macedonia. Cortas unas manzanas, naranjas y piña. Echas unas frambuesas y todos contentos.

Se quedó mirando las dos fuentes de galletas que se había pasado toda la mañana horneando, con pedacitos de chocolate y de avena con pasas. A todo el mundo le gustaban las galletas. Oyó que Michael y Chloe estaban hablando en la habitación de la niña, encima de donde estaba ella, y sonrió. Tan segura estaba de ese nuevo rumbo que tomaba su vida que hasta había instado a Michael a que invitara a Chloe a la fiesta. Aquel día, por fin, Emily casi podía sentir ya a su bebé en brazos.

Michael

En ocasiones Michael se sentía como si estuviera en una de esas habitaciones en las que las paredes se van desplazando poco a poco hacia ti hasta que te aplastan por completo. Una de las paredes era Chloe, otra era su ex esposa, Rachel, y la otra era Emily, la mujer a la que amaba. Su mujer. Lo aplastaban con sus celos, sus necesidades y sus recelos de las demás. Lo único que él quería era tener una vida feliz. Quería hacer el amor con su esposa, ser un buen padre para su hija y evitar pelearse con su ex. Quería darle hijos a Emily. Quería hacer lo correcto para que Chloe creciera teniendo seguridad y confianza. Pero, de un modo u otro, lo hacía todo mal.

Como hoy. ¿Acaso Rachel no le decía siempre que Chloe se sentía excluida de su vida con Emily? De modo que él le había dicho alegremente, con esperanza, que irían todos a un almuerzo con las otras familias que iban a adoptar bebés de China.

Chloe lo miró y le dijo:

—Ni hablar.

—Pero si será divertido —insistió él.

—¿Estás de broma? ¿Un montón de adultos comiendo comida mala y hablando de bebés?

Cuando se lo planteó así, Michael supuso que no debía de sonar muy divertido para ella.

—Bueno, ¿y por qué no vienes para hacerme compañía? —sugirió.

—¿Es que no tienes a Emily para eso? —replicó ella con un gruñido.

Michael tuvo ganas de decirle que tenía a Emily porque la quería. De hecho, la adoraba. Pero eso haría que Chloe pensara que quería a Emily más que a ella. ¿No le había dicho Rachel que Chloe se sentía incómoda cuando besaba a Emily delante de ella?

Michael lo intentó de nuevo.

—Sería bueno para ti conocer a esas personas —dijo—, para cuando estemos en China.

Chloe puso mala cara.

—¿China? Yo no voy a ir a China.

«Cree que la estás reemplazando», le había dicho Rachel. Aunque Michael le dijo que eso era absurdo, ella había insistido.

—Chloe —dijo Michael—. Te quiero. Esta niña va a ser tu hermana y yo no voy a quererte menos por eso.

—Sí, papá, lo que tú digas —respondió.

Y se puso a preparar su pequeña bolsa de viaje, la de color púrpura que tenía desde que era pequeña y empezó con los viajes semanales de ida y vuelta, de casa de uno a la del otro.

—¿Qué haces? —le preguntó Michael.

—No voy a quedarme aquí mientras tú y Emily vais a una fiesta —respondió—. Mamá puede pasar a recogerme e iré al centro comercial con Arden y Kayla.

Ahí estaban esas paredes que lo apretujaban. La fiesta, Emily y el bebé que esperaba en China. Rachel meneando la cabeza con desaprobación. Chloe atrapada en medio de todo ello. Y Michael que sólo quería pasar un día en compañía de su esposa y su hija.

Vio el Passat de Rachel avanzando por el camino de entrada.

Chloe bajó dando saltos por la escalera, casi con alegría.

—Te compraremos maletas nuevas para China —le dijo Michael cuando cogió esa triste y gastada bolsita que llevaba su hija—. Un juego de tres piezas. Maletas de adulto.

Emily salió de la cocina.

—¿Qué pasa?

—Ha llegado mi madre —anunció Chloe—. Me voy a casa.

La palabra «casa» hirió a Michael. Se suponía que aquélla también era su casa. ¿Parecía alegrarse Emily de que Chloe se marchara temprano? ¿Cómo es que no se daba cuenta de lo decepcionado que estaba él?

Michael fue detrás de Chloe hasta el coche.

Rachel meneó la cabeza al verle. Bajó la ventanilla.

—Que os divirtáis en vuestra fiesta —le dijo.

—No es de esa clase de fiestas —empezó a explicar Michael.

Pero Chloe ya se había acomodado en el asiento del acompañante y Rachel ya estaba subiendo la ventanilla y dando marcha atrás.

Notó que Emily estaba en las escaleras detrás de él, esperándole. Michael estaba apesadumbrado.

—¿Michael? —dijo Emily.

Él se dio la vuelta hacia ella, pero Emily ya estaba entrando otra vez en casa, alejándose de él.

Susannah

—Pero si dijo que podían venir los niños —le dijo Carter a Susannah, desconcertado.

—Pensé que sería más fácil dejarla con Julie —explicó Susannah. Se ocupó con el enorme cuenco de macedonia que había hecho. Suficiente para el doble de personas de las que habría en la fiesta.

Clara metió la mano sucia en el cuenco de fruta cortada y frambuesas selectas y se la llenó de estas últimas.

—¡Detenla! —exclamó Susannah. Todo el trabajo de cortar la fruta y disponer las delicadas bayas en capas se había echado a perder. Clara había estado fuera jugando en la tierra, y ahora esa tierra estaba en la macedonia.

—Las frambuesas son las que más te gustan, ¿verdad, tesoro? —dijo Carter al tiempo que levantaba a Clara de la silla a la que se había subido y la alejaba de la comida.

—Me encantan las frambuesas —afirmó la niña con la cara manchada de rojo por el jugo de la fruta.

—¿Ves a qué me refiero? —dijo Susannah—. ¿Y si hace algo así en la fiesta? ¿Y si mete las manos sucias en los huevos o lo que sea?

Carter meneó la cabeza.

—No puedo creerlo —masculló, tomó a Clara en brazos y fingió que la hacía volar. Imitaba el sonido de un avión mientras subía y bajaba a su hija; pasó junto a Susannah y salió de la cocina. Las risas de Clara hicieron que Susannah se pusiera aún más tensa.

Ella se había imaginado que le daría a su hija las cosas que su madre le había dado a ella antes de morir. Mantas tejidas a mano para sus muñecas. Patines de hielo para poder patinar juntas en un lago helado cogidas de la mano. Esmalte de uñas rosa brillante. Libros para leer juntas en la cama. Pero Susannah no sabía qué hacer con su hija. Desde que Clara nació, Susannah había sabido que le pasaba algo. Al principio tuvo miedo de decir nada, ni siquiera a Carter. Pero en el grupo de mamás al que se había apuntado y en el parque con otras madres y otros niños, cada vez se hizo más patente que Clara no estaba bien.

Susannah recordaba estar sentada en el suelo del salón de casa de alguien, mirando cómo los otros niños rodaban por el suelo, jugaban y reían, y venirle a la mente la palabra retrasada. Clara era retrasada. Había observado a su hija con detenimiento y cayó en la cuenta de que ése era el motivo de que Clara tuviera la mirada tan apagada, de que fuera tan lenta para hacer algo que otros niños de su edad hacían, de que fuera tan sensible al ruido y a las luces intensas.

«Síndrome de X frágil», les había dicho el pediatra. «Un tipo de retraso mental hereditario. Los síntomas son muy variados.»

Eran muy variados y Clara los tenía todos: trastornos del aprendizaje; trastornos emocionales; problemas de socialización; un coeficiente intelectual en torno a 75.

Susannah recordó que su abuela le había hablado de otro hijo que había tenido y al que habían tenido que encerrar en un manicomio. «Fue muy triste —le había dicho su abuela—, pero ¿qué podíamos hacer?» Sin embargo, hoy en día la gente no interna a sus hijos en una institución. Se quedan con ellos. En el buzón siempre encontraba información sobre Juegos Paralímpicos y centros para niños discapacitados. Los amigos bienintencionados les enviaban libros sobre niños como Clara que habían cambiado las vidas de sus padres para mejor. Los egoístas se habían vuelto generosos, los sentenciosos se habían vuelto magnánimos.

Pero Susannah seguía siendo egoísta. Ella quería un hijo distinto. No importaba la cantidad de artículos y libros que leyera sobre la dicha que estos niños reportaban a otras familias, lo único que le reportaba Clara era decepción y vergüenza. Llamaba a Julie cada vez más a menudo para que fuera a cuidar de Clara por la tarde. Aunque se inventaba excusas, normalmente Susannah se iba al dormitorio, cerraba la puerta y hacía punto.

Un día, en la tienda de comestibles, se encontró con una antigua amiga. Lizzie tenía dos hijas procedentes de China, las dos preciosas y muy listas. Habían hablado con Susannah, se había presentado y le habían contado cosas de la escuela y de su nuevo cachorro. Eran niñas con ojos vivaces, alerta. Lo contrario de Clara. Aquella noche le había dicho a Carter que quería adoptar una niña de China. Después de todo, tal vez llegaría a tener la hija que tan desesperadamente deseaba. En un primer momento Carter se mostró reticente. «Si apenas puedes manejar a una», le había dicho, como si Clara no fuera difícil con sus berrinches y sus problemas. Pero una noche invitó a cenar a Lizzie y a sus hijas y él también lo había visto. Lo que los niños normales podrían darles. Que podrían hablar de verdad con una hija, reírse con ella, dejar que comiera en la mesa con ellos y se acurrucara en su regazo.

En aquel momento Julie entró en la cocina, justo cuando Susannah había terminado de quitar las frambuesas de la macedonia que Clara había aplastado.

—Me has salvado la vida —le dijo Susannah mientras tapaba la macedonia con film transparente.

—A ella le gustan las fiestas —comentó Julie—. Si has cambiado de opinión…

—Está con Carter —dijo Susannah—. Tenemos que marcharnos ya.

—De acuerdo —contestó Julie.

Susannah dobló su labor de punto con cuidado y la metió en la bolsa. Tejería en el coche de camino a Providence. Luego llegarían, entrarían en aquel grupo de desconocidos y Clara estaría lejos, fuera de la vista, en el dormitorio que Susannah había pintado esperanzada con escenas de todos los libros que había imaginado que leerían juntas. El viento en los sauces, El conejo Perico y Winnie-the-Pooh. Clara a duras penas podía permanecer sentada y quieta con algo tan simple como Buenas noches, Luna. Los murales entristecían a Susannah cada vez que se sentaba en la cama de su hija y leía, «Buenas noches, nadie».

Pero la gente a la que vería esta noche estaría con ella en China, recogiendo a sus bebés sanos.

En cierto modo eran como familia.

Carter entró en la cocina y Susannah se encaminó a la puerta principal.

—¿No vas a despedirte de Clara? —le preguntó él.

—Sólo serviría para alterarla —mintió Susannah—. No quiero hacer el trabajo más difícil de lo que ya es para Julie.

Salió bajo la ligera lluvia de verano e inspiró. Olía a fresco, a nuevo.