Hunan, China
LI GUAN

—Ssshhh —le susurró Li Guan a su hija—. El alcalde está metiendo las narices donde no debe.

Li Guan y la niña estaban escondidas en la habitación pequeña que daba a la cocina, donde guardaban los encurtidos y las patatas durante el invierno. Li Guan oía el murmullo de las voces de la cocina. La de su marido y la del alcalde. Intentó comprender lo que decían, pero no pudo. El bebé lloriqueó y Li Guan la estrechó contra su pecho.

—Ssshhh —susurró de nuevo.

El día anterior, sin ir más lejos, la anciana entrometida que criaba cerdos y los vendía por demasiado dinero había abordado a Li Guan en el mercado.

—La última vez que te vi —dijo la anciana— estabas encinta. ¿Dónde está ese niño?

Li Guan le había ofrecido una sonrisa forzada.

—¿Yo? ¿Encinta? Mi hija ya tiene casi nueve años. Seguro que a usted la he visto alguna vez en nueve años.

La anciana frunció el ceño.

—Te vi en primavera, estabas muy llena y te relucían las mejillas.

—Gracias —respondió Li Guan, e inclinó levemente la cabeza al tiempo que retrocedía para alejarse de esa mujer—. Me halaga.

Cuando nació esta hija, había mirado a su marido a los ojos y había dicho una sola palabra:

—No.

Aquella pequeña palabra contenía más significado del que Li Guan podía siquiera empezar a expresar. No, no daré a esta niña. No, no dejaré que lo hagas tú. No, no, no. Es mía.

—¿Cuánto tiempo crees que puedes mantener un hijo en secreto? —le había preguntado su marido—. Un bebé, tal vez. Pero ¿y cuando empiece a andar? ¿Y cuando tenga cinco años?

—No —dijo Li Guan.

No tenía ningún plan, salvo que tendría aquella hija, se la quedaría y la querría, igual que hizo con la primera.

Li Guan oyó entonces que la puerta se abría y se cerraba. El alcalde se había marchado. Aun así, esperó en la despensa con su bebé.

Su esposo entró y se agachó para no golpearse la cabeza contra el marco de la puerta.

—Hay sospechas —declaró.

Al ver que ella no respondía, dijo:

—Si nos descubren, no podemos pagar una multa tan grande. Mi madre no se encuentra bien. No podemos permitirnos el lujo de perder la asistencia sanitaria.

Li Guan continuó en silencio.

—No vale la pena perderlo todo por una hija —afirmó su esposo.

—Por ésta sí —replicó Li Guan.

—¿Por qué es tan especial?

—Porque es mi hija —respondió ella.

Su suegro la fulminaba con la mirada mientras comía. Li Guan estaba de pie junto a él, lista para volver a llenarle el cuenco. Odiaba a ese anciano. Lamentaba que su esposa estuviera enferma, pero la odiaba a ella también. Li Guan tenía amigas con suegros amables y amigas con suegros tediosos. Pero los suyos eran crueles. Se burlaban de ella desde que fue a vivir con ellos. Pensaban que era demasiado flaca, que tenía la voz demasiado estridente.

—¿Por qué mi hijo te eligió como esposa? —preguntaba su suegra todos los días.

Cuando nació su primera hija, menearon la cabeza con disgusto.

—No podías darnos un nieto, por supuesto. Eres una inútil.

La amiga de Li Guan tenía un libro que decía que era el hombre quien determina el sexo de un bebé. El primo de la amiga era un médico que había estudiado en Pekín. En su libro de medicina se explicaban muchas cosas complicadas. Li Guan y su amiga leyeron el libro de la manera en que muchas mujeres leen historias románticas baratas. No podían esperar a leer el capítulo siguiente. Leyeron sobre cómo se digería la comida, cómo fluía la sangre, cómo se formaban los niños. Se rieron tontamente con muchas de las descripciones, era cierto. En ocasiones les resultaba difícil creer lo que leían. ¿De verdad un hombre producía millones de espermatozoides a la vez? ¿Y ese esperma subía nadando por la mujer? Tenían una broma privada: si uno de sus esposos quería sexo, ellas se contarían que habían tenido que ir a pescar. «Estoy muy cansada —diría su amiga—. Anoche tuve que estar toda la noche pescando.»

Antes de que su suegra enfermara, Li Guan se peleó con ella, como de costumbre. Discutían por todo: por la manera de cocinar de Li Guan, por la hija de Li Guan… «¡Una consentida!», decía su suegra. «¡Holgazana!» Una falta de respeto por parte de Li Guan.

—¡Qué nuera más inútil tengo! —dijo su suegra.

—¡Ja! —exclamó Li Guarí—. El inútil es tu hijo. Es el esperma del hombre el que decide el sexo del bebé. Fabrica millones de espermatozoides que llevan un código especial…

—¡Cierra la boca! ¡Eres el diablo! ¿Son cosa de brujería todas estas bobadas?

—Sí, soy una bruja —contestó Li Guan.

Al día siguiente su suegra se quejó de un dolor en el estómago. No pudo levantarse de la cama. A lo largo de las semanas siguientes sus síntomas empeoraron. Li Guan y su amiga estudiaron el grueso libro de medicina del primo.

—Cáncer de ovarios —decidió Li Guan.

—O cáncer de páncreas —sugirió su amiga.

Ninguna de las dos cosas tenía un buen pronóstico.

—Tienes que ver al médico —le dijo Li Guan a su suegra. La mujer tenía la piel de un enfermizo tono grisáceo y su rostro parecía haber envejecido años en cuestión de semanas.

—Me has hechizado —afirmaba la mujer—. Sólo tú puedes curarme.

El esposo de Li Guan intentó hacer entrar en razón a sus padres.

—Li Guan ha estado leyendo un libro de medicina. De ahí saca la información.

Su madre hizo una mueca de dolor.

—Haz que me quite el hechizo. Sé que la hice sufrir, pero haré lo que quiera si me hace mejorar.

A medida que la madre empeoraba, el suegro de Li Guan se desesperaba cada vez más. Hasta que al final accedió a llevar a su mujer al hospital de Loudi, a dos horas de distancia. El esposo de Li Guan lo arregló para que un coche fuera a buscarlos, llevaron a su madre hasta el vehículo y la acomodaron tendida en el asiento trasero. Ella nunca había montado en coche y aún con el dolor que tenía se asustó.

—El médico te ayudará —le dijo Li Guan, arrodillada junto a la puerta abierta. Su suegra había empezado a oler como a melocotones podridos y Li Guan volvió la cara levemente para no dejar ver su repugnancia.

—Te maldigo —le dijo la mujer, que de repente se incorporó y señaló a Li Guan—. Sufrirás durante el resto de tu vida por lo que me has hecho.

Li Guan se estremeció a pesar de la calidez del ambiente.

—Yo no te he hecho nada, te lo juro.

Por un momento su suegra pareció quedar petrificada, con todo el cuerpo huesudo rígido, señalando con el dedo tembloroso. Acto seguido, con la misma rapidez, se dejó caer de cualquier manera, gimoteando.

Li Guan miró a su esposo y a su suegro que se apretujaron en el asiento delantero con el conductor. Se quedó mirando el pequeño automóvil cuadrado hasta que desapareció echando humo negro y maloliente por el tubo de escape.

Al cabo de cuatro días regresaron con su suegra y una caja de pastillas.

—Si esta medicina no funciona… —dijo su marido. Se encogió de hombros, pero no terminó la frase.

—¿Es cáncer de ovarios? —le preguntó Li Guan.

—Tú no eres médico —respondió él—. Sólo eres una persona que ha leído un libro.

Aquella noche, en la cama, Li Guan le susurró:

—Uno de tus millones de espermatozoides se abrió camino hasta mi óvulo y lo fertilizó.

—¿Qué óvulo? —preguntó con brusquedad—. Li Guan, estoy cansado de estos días en el hospital.

—Las mujeres tienen óvulos en sus trompas de Falopio…

Su marido suspiró y se dio la vuelta hacia el otro lado.

—En otras palabras —aclaró Li Guan—, estoy embarazada.

—¿Cómo puede ser? —inquirió él.

—Por pescar sin red —contestó ella riéndose tontamente.

—¿Y ahora qué?

—Tus espermatozoides parecen peces minúsculos. Suben nadando por mi cérvix…

—Ya basta —le dijo en tono cansado.

—La reproducción es una cosa asombrosa —añadió ella.

Su suegra se negaba a morir. Su esposo alquilaba un automóvil con conductor todos los meses, la llevaba al hospital y volvían con otra caja llena de pastillas. La mujer estaba cada vez más delgada, en tanto que Li Guan cada vez estaba más voluminosa por el nuevo bebé. Ella comía cada vez menos, mientras que Li Guan comía cada vez más. Ella permanecía despierta, gimiendo y retorciéndose de dolor, mientras que Li Guan dormía plácida y profundamente toda la noche. Cuando Li Guan dio a luz, cosa que ocurrió con rapidez en la cocina mientras limpiaba judías largas, su suegra miró a la niña y sonrió.

—He aquí el sufrimiento que te he deseado —dijo.

Una vez más, como aquel día cálido en que su suegra la maldijo, Li Guan sintió frío.

—Tu madre es la bruja y no yo —le dijo a su esposo.

Demostraría que su suegra se equivocaba. Se quedaría con el bebé y le daría más amor del que ningún niño hubiera recibido jamás. Le enseñaría cosas y quizá algún día su hija iría a Pekín y se convertiría en médico, como el primo de su amiga.

Li Guan dormía todas las noches con el bebé bien arropado a su lado. Durante el día lo llevaba consigo en el canguro, contra su cuerpo. Vio que su suegro la observaba continuamente con esos ojos pequeños y brillantes.

—Haz que pare —le dijo ella a su marido.

—Si nos descubren, lo perderemos todo.

—No —replicó Li Guan—. Si la pierdo, yo lo perderé todo.

Un día una vecina llamó a la puerta.

—Oí llorar a un bebé —dijo al tiempo que se asomaba para mirar dentro.

—Es mi suegra —mintió Li Guan—. El dolor se le hace insoportable a la pobre.

Después, la mujer del mercado hizo acusaciones. Y luego se presentó el alcalde.

—No puedo seguir manteniéndolo en secreto —declaró el marido de Li Guan aquella noche en la cama—. Tal vez pueda justificarlo ante el alcalde.

—¿Justificar que estamos desacatando la ley? —preguntó Li Guan—. ¿Después de haberle mentido hoy?

Su marido suspiró. Li Guan se dio cuenta de que últimamente suspiraba mucho. Estrechó a la niña en sus brazos y escuchó los sonidos de bebé que hacía.

La suegra de Li Guan empezó a marchitarse hasta parecer un camarón, inclinada y curvada. Una mujer apareció en la valla del jardín y preguntó:

—¿Cómo está tu suegra?

Li Guan estaba a gatas en el suelo, plantando zanahorias. Se tapó con la chaqueta para esconder mejor al bebé.

—Está muy enferma —le contestó Li Guan.

—¿Qué tienes debajo de la chaqueta? —quiso saber la mujer.

—Una bolsa con verduras.

Li Guan no levantó la mirada, pero notaba que la mujer la estaba observando.

—¿Cuántos años tiene tu hija? —le preguntó la mujer.

Li Guan tragó saliva con fuerza y respondió:

—Tiene nueve años.

Tras unos momentos de silencio, Li Guan echó un vistazo a la valla. La mujer se había marchado.

Aquella noche, mientras dormía sosteniendo al bebé junto a ella, su suegro empezó a aporrear la puerta de su dormitorio.

—¡Rápido, ven! ¡Socorro! —gritaba.

Li Guan se movió para despertar a su esposo de un codazo, pero sus manos sólo palparon el espacio vacío donde debería estar él.

—¡Socorro! —gritaba su suegro sin dejar de dar golpes en la puerta.

Li Guan salió de la cama despacio. Abrió la puerta sólo un poquito.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Su suegro empujó la puerta, la abrió del todo y sacó a Li Guan de la habitación.

—¡Date prisa! —exclamó.

Li Guan volvió la mirada hacia el bebé, dormido en la cama.

—Espera —protestó, y lo empujó para zafarse de él—. Tengo que coger a la niña.

Su suegro la agarró del brazo.

—¡Date prisa! —insistió.

La llevó hasta la puerta de su dormitorio y la hizo entrar de un empujón. La habitación estaba oscura y olía muy mal, como a heces y a enfermedad. Su suegra yacía sobre la cama, encogida como un camarón mientras un sonido extraño escapaba de su garganta.

—¿Qué pasa? —preguntó Li Guan. Pero su suegro había desaparecido.

—¿Puedes oírme? —susurró.

No obtuvo ninguna respuesta aparte del sonido gutural.

Li Guan se acercó más y vio que su suegra había manchado la cama. Tenía la cabeza arqueada hacia atrás en una posición extraña y parecía tener los ojos entreabiertos.

Li Guan tomó aire y dio la vuelta a su suegra para levantarla de la sábana. Sujetó a la mujer mientras retiraba las sábanas a toda prisa. La limpió lo mejor que pudo con un paño. Resultaba curioso que limpiar a un bebé fuera algo casi dulce y limpiar a un enfermo fuera tan desagradable. Aun así, Li Guan lo hizo y le murmuró palabras tranquilizadoras a su suegra durante todo el proceso.

Al fin la cama tuvo sábanas limpias y su suegra un camisón limpio. Li Guan abrió la ventana para dejar entrar un poco de aire fresco. Se apoyó en el alféizar, exhausta, y respiró profundamente el aire fresco de la noche. Bajo la luna llena vio a un hombre que caminaba a paso rápido por el camino con un bulto. Li Guan se preguntó adonde iría en mitad de la noche. Hubo algo en sus andares de pato que le resultó familiar. Li Guan lo miró un momento más.

—¡Detente! —gritó de pronto.

Se alejó de la ventana corriendo, salió de la habitación y fue a su dormitorio. Cuando abrió la puerta de golpe vio de inmediato que la cama estaba vacía. Aun así subió a ella y palpó las sábanas buscando lo que ya sabía que no estaba. Así, sin más, desapareció su secreto.