Maya

Maya estaba en su despacho rodeada de las fotos de las niñas. Niñas de cabello oscuro que sonreían a la cámara debajo de árboles de Navidad, dentro de las tazas giratorias rosadas de Disneylandia, o sentadas en una hierba verde frente a tulipanes o rosales, o en dormitorios tan blancos y adornados que parecían estar hechos para princesas. Las fotos le decían a Maya que aquellas niñas, a las que abandonaron en algún lugar de China y a las que llevaron a unos orfanatos en los que a menudo dormían dos o tres o cuatro en una cuna, aquellas niñas ahora eran felices. De hecho, no solamente eran felices, sino que además eran especiales. Tenían juguetes, vacaciones y ropa bonita. «¡Mírame!», parecían decir las fotografías. «¡Mira lo feliz y especial que soy!»

La mañana antes de una orientación, a Maya le gustaba llegar temprano, antes que su secretaria Samantha o su ayudante Jane, antes de que aparecieran documentos que escudriñar y de que empezaran a sonar los teléfonos. En dichas mañanas, como aquélla, Maya llegaba temprano con su Venti latte desnatado y sin espuma y miraba las fotos de las niñas. Desde 2002, cuando abrió la agencia de adopción Red Thread en una oficina de una sola habitación de un tercer piso sin ascensor en el edificio de una antigua fundición, Maya había entregado cuatrocientas cincuenta y una niñas procedentes de China.

Aquella tarde, a las seis, las futuras familias iniciarían el primer paso del proceso de adopción, una orientación que tendría lugar en su despacho. Las nuevas oficinas de Wickenden Street eran espaciosas, un laberinto de habitaciones con pantallas de ordenador brillantes y mesas relucientes, salas de conferencias, cafeteras, refrigeración centralizada, faxes, fotocopiadoras y placas con nombres en la puerta. Y las fotografías de esas cuatrocientas cincuenta y una niñas por todas partes. Maya nunca se lo contaba a nadie, pero se sabía el nombre de todas esas niñas, tanto los nombres chinos que les ponían en los orfanatos como sus nuevos nombres norteamericanos. Sabía de qué provincia provenía cada una y dónde vivían actualmente.

Una vez había oído que Samantha y Jane cotilleaban sobre ella.

—Las conoce —había susurrado Samantha. Estaban preparando una cafetera, de pie en el rincón con la cabeza inclinada—. A todas.

—Ni siquiera Maya Lange puede acordarse de más de cuatrocientos nombres —dijo Jane.

Maya permaneció en la puerta hasta que la conversación se desvió al tema de la cita que Samantha había tenido la noche anterior. Samantha tenía citas constantemente, estaba decidida a encontrar al hombre adecuado, a casarse con él y a mudarse a East Greenwich o alguna otra zona residencial donde las casas tuvieran persianas y ondulantes extensiones de césped. Maya volvió a su despacho con sigilo y se sentó frente a su mesa preguntándose si el hecho de que conociera por el nombre a todos esos niños les parecía un logro espectacular o una rareza embarazosa. Maya sabía que Samantha y Jane le tenían un poco de miedo. Era una perfeccionista que no comprendía los errores. En su negocio trataban con niños y con familias que estaban desesperadas por tenerlos. No había margen para el error. Un formulario extraviado, una información incorrecta y una familia podía perder su lugar en la cola. Un niño podría tener que esperar más meses a tener un hogar. O algo peor. En ocasiones Maya se preguntaba qué pensarían esas mujeres si supieran alguna cosa de su propia vida. Si les dijera: esto es lo que nos ocurrió a mi primer marido y a mí hace mucho tiempo, ¿serviría para que les cayera mejor? Si explicaba que aquella cosa terrible le había llevado a tomar malas decisiones, ¿se sentirían más cercanas a ella? Maya no quería (ni necesitaba) caerles bien ni que quisieran ser amigas suyas. Pero sí se preguntaba cómo cambiaría las cosas el hecho de que la vieran más humana.

Aquella mañana, antes de la orientación, Maya se sorprendió pensando en todo ello otra vez.

Suspiró y se centró en organizar las cosas. A Maya le servía de consuelo y de evasión preparar las cosas para las familias. Sabía que tenían que recorrer un largo camino para conseguir un hijo.

Aquella noche la orientación. Luego venía todo el papeleo, reunir sus certificados de nacimiento, formularios de hacienda, extractos de cuentas y cartas de recomendación. Tenían que obtener un certificado de antecedentes penales y hacer que les tomaran las huellas dactilares. Un trabajador social tenía que efectuar tres estudios de su casa para asegurarse de que contaban con una vivienda segura y con una habitación para el niño. Y luego venía más papeleo: la aprobación de Estados Unidos y enviar todos aquellos documentos a China. Se tardaba seis meses en completar todo ese proceso, y al término de dicho plazo no se podía hacer nada más que esperar a que China enviara una asignación. Maya había visto esperas cortas, incluso de un año, y otras que se alargaban hasta tres. Maya dio un sorbo al café e hizo una mueca. No importaba las veces que lo había pedido sin espuma, la chica… ¡la barista! (se rió al pensarlo) no lograba hacerlo como ella quería. Aun así, el amargo café expreso sabía bien, y Maya se permitió hacer una pequeña pausa en su ritual para pensar en Jack y en que, en efecto, le había pedido el número de teléfono en el aparcamiento del restaurante, junto a su Volkswagen Escarabajo de color naranja. Aquella noche Maya había sentido una emoción casi olvidada cuando él se inclinó y la besó. Fue sólo un beso, pero la había conmovido extrañamente. Maya sonrió al pensar en ello, pero acto seguido se reprendió. ¿Qué sentido tenía idealizar algo que no iba a ocurrir? Se alisó la falda, como si el hecho de permitir que incluso el menor atisbo de intimidad penetrara en sus pensamientos se la hubiese arrugado de algún modo. Maya tomó otro sorbo de café. Quizá escribiera una carta a la empresa sobre la espuma en los latte. Pero no lo haría aquel día. Aquel día se prepararía para reunirse con las potenciales nuevas familias. Se acercó a la pared en la que estaban las fotografías más antiguas y respiró hondo. Olivia. Ariane. Melissa. Iba rozando las fotos con el dedo a medida que decía los nombres de las niñas.

Kate. Caitlin. Michelle. Julie. Isabella. Rose. Morgan. Maya sonrió. Allí estaban. Las diez primeras. Todas ellas traídas desde la provincia de Sichuan en diciembre de 2002. Aquella primera vez ella había viajado con las familias para asegurarse de que todo salía a la perfección. Los padres de Julie habían perdido los pasaportes y Maya se había ocupado de eso. Los padres de Olivia no tenían el dinero para la donación al orfanato en billetes limpios y sin arrugar y Maya se había ocupado de eso; encontró un banco en medio de la nada que tuviera más de mil dólares norteamericanos y los convenció de que aceptaran a cambio los que estaban levemente usados. Después Jordan había contraído una fiebre y Maya la había llevado al hospital local y se había quedado con ella toda la noche hasta que la fiebre remitió. La madre de Michelle había olvidado mencionar que tenía alergia a los cacahuetes y sufrió un shock anafiláctico durante la cena de despedida. Pero Maya había recordado que la madre de Caitlin era alérgica a las abejas y tenía una inyección de epinefrina que la propia Maya preparó y administró.

Todos los detalles. Todos los problemas. Todas las niñas eran responsabilidad suya. Y a pesar de los pasaportes perdidos, el dinero que no servía, la fiebre y la alergia a los cacahuetes, todo fue perfecto. Allí estaban esas diez niñas, todas ellas felices, especiales. Maya deslizó el dedo hacia la fila siguiente y repitió el mismo proceso. Ali. Elizabeth. Joy. Pronunció los nombres al tiempo que tocaba ligeramente todas las imágenes brillantes, hasta que acabó con las de aquella pared y siguió con las del tablón de anuncios del pasillo, y del otro que había en la sala de orientación y del que estaba junto a la puerta de entrada. Cuatrocientas cincuenta y una niñas. Cuando ya había terminado, se abrió la puerta y entró Samantha.

—Has llegado temprano —le dijo con ese acento de Rhode Island que ponía un pelín nerviosa a Maya—. Esta tarde hay orientación, ¿eh?

—Sí —contestó Maya—. Creo que me gustaría tener unas galletas Petit Écolier. Las de chocolate negro. Y esa limonada de Paul Newman.

—¿Rosada? ¿O normal? —preguntó Samantha.

Normal. Maya se estremeció.

—Normal —contestó con precisión.

No sabía si Samantha se había dado cuenta, o si le importaba siquiera, pero la cuestión es que no dijo nada. Se deslizó en su asiento detrás de la mesa y se colocó el auricular por detrás del pelo, corto y oscuro, lista para que empezara el día.

El verano de 2001, después de que Maya se divorciara definitivamente y dejara atrás su vida en Honolulu por un trabajo a tiempo parcial enseñando biología marina en la Universidad de Rhode Island, sus padres se la llevaron a China a pasar un mes de vacaciones. Ella no había querido ir. En lugar de eso quería quedarse en su apartamento de Transit Street, en Providence, beber demasiado vino y ver películas malas por televisión, sola. Pero su madre insistió, quizá a sabiendas de que sería eso lo que haría. Le compró el pasaje aunque Maya le había dicho que no quería ir y le mandó guías con los lugares de interés clave resaltados con verde fosforito. Los soldados de terracota. La Gran Muralla. La Ciudad Prohibida.

Desde que los padres de Maya se habían jubilado, lo único que hacían era viajar. La Patagonia.

Perú. Camboya. Y ahora China. Ambos eran biólogos marinos y habían sido profesores en la Universidad de California, en Santa Cruz, y Maya creció intentando llamar su atención. Sus padres amaban la ciencia más que nada. Era el tema de conversación durante la cena. Era la forma en que pasaban sus fines de semana y sus vacaciones, en laboratorios y mirando por microscopios. Maya aprendió muy pronto que para formar parte de aquella familia ella también tenía que amar la ciencia.

Cuando ganó el primer premio de la Feria de Ciencias del Norte de California en cuarto curso por su proyecto sobre el sistema nervioso de las medusas, sus padres se fijaron por fin en ella. Hasta que Maya creció, los dejó y ellos pudieron volver a lo que más amaban: la ciencia y el uno al otro.

Tras su divorcio y el traslado hacia un clima más frío al otro lado del país, sus padres volvieron a fijarse en ella. A su madre nunca se le había dado muy bien ejercer como tal y recurría a tópicos para decir algo importante. Uno de sus favoritos era: «Una puerta se abre y otra se cierra.» Y «Mañana será otro día». Maya no podía imaginarse un mes entero de tópicos cuando tenía el corazón destrozado y la vida desbaratada. Pero con cada paso del viaje que iba encajando en su sitio (los visados conseguidos, las excursiones reservadas, los asientos del avión seleccionados) se sorprendió dejándose llevar por la idea de un lugar exótico cuyo idioma no conocía y donde nada tenía las huellas de su vida anterior.

Cuando bajó del avión en Pekín y vio a sus padres esperándola, corrió a sus brazos. Pero a pesar de ser un lugar extranjero, China quedó distorsionada por la persona aturdida y herida en que Maya se había convertido. «¡Necesitas ayuda!», le gritó su madre cuando la encontró borracha en el salón del hotel por la noche. «¡Necesitas terapia!» Maya subió a la Gran Muralla acalorada y con resaca, comió Dim Sum y escuchó a los guías turísticos con sus acentos marcados y casi indescifrables.

Una mañana la guía se reunió con su pequeño grupo en el vestíbulo del hotel, emocionada.

—¡Grandes noticias! ¡Buenas noticias! —exclamó. Llevaba una camiseta de Gap de color rosa pálido y unos vaqueros lavados a la piedra—. ¡Esta mañana visitamos orfanato! Muy emocionante.

—Yo no voy —le susurró Maya a su madre—. Ya sabes cómo me siento con respecto a los bebés. —La palabra «bebés» se le atoró en la garganta.

—Quizá sería bueno para ti —dijo su madre.

—Deja de decirme lo que es bueno para mí —replicó Maya elevando el tono.

—¡Bebés no! —terció la guía—. ¡Todas las edades!

Abrió su ridículo paraguas verde para indicar que había llegado el momento de seguirla.

Maya se dejó arrastrar fuera del hotel y subió al autobús.

—No voy a entrar —le dijo a su madre.

Sin embargo, lo hizo. Fue algo que Maya nunca pudo explicar. Pasaba buena parte del tiempo evitando los bebés, inventando excusas para perderse los baby showers y los bautizos de sus colegas. Pero aquella calurosa mañana de agosto en Guanzhou, Maya siguió aquel paraguas verde hasta el interior de un orfanato y su vida cambió. Veía niños por todas partes, dondequiera que mirara. Bebés, niños que empezaban a caminar, otros en edad preescolar e incluso adolescentes. Niños por todas partes. La directora del orfanato dio una charla edificante y luego cantaron todos juntos una canción patriótica. Los más pequeños avanzaron corriendo y entregaron un crisantemo a cada uno de los visitantes. Luego se marcharon en fila, con la espalda recta como un palo.

La guía turística abrió su paraguas verde y todo el mundo, excepto Maya, empezó a marcharse. Maya corrió hacia la directora del orfanato.

—¿Sí? —le dijo en tono severo la mujer, con las gafas manchadas deslizándose hacia la punta de la nariz.

—Yo… —dijo Maya, pero no encontraba palabras. La emoción se le clavaba en el pecho.

La directora se subió las gafas y asintió.

—¿Quiere un niño? —En aquella época era casi así de sencillo: con un poco de papeleo, los occidentales podían ir a un orfanato y elegir un niño para adoptarlo.

Maya le dijo que no con la cabeza. A través de la ventana vio a los niños mayores jugando en un patio.

—¿No? —le preguntó la directora mirándola con el ceño fruncido.

—No —logró contestar Maya por fin—. No quiero uno. Los quiero todos —abrió los brazos de par en par—. Todos.

Y así nació la agencia de adopción Red Thread. Quince familias acudieron a aquella primera orientación y en cuestión de un año y medio diez de ellas tuvieron a sus hijas. Para entonces las normas habían cambiado. Había más papeleo y unos funcionarios chinos emparejaban a los bebés con sus familias adoptivas en una oficina anónima. Las familias esperaban hasta que se les asignaba uno y les enviaban una fotografía de su bebé.

Maya escribió en su primer folleto:

«En China existe la creencia de que las personas destinadas a estar juntas están conectadas por un hilo rojo invisible. ¿Quién hay al otro extremo de tu hilo rojo?»