Hunan, China
WANG CHUN

—¿Quién se quedará con este bebé? —pregunta Wang Chun en voz alta—. ¿Quién la acogerá y la querrá?

Levanta a su hijita, se la acerca al pecho y guía el pezón hacia su boca. A esta criatura le cuesta mamar, como si conociera la suerte que le espera. Chun se obliga a quitarse de la cabeza esos pensamientos. Todo es yuan, destino. Pensar en el porvenir de su hija no lo cambiará. ¿Acaso no le había dicho su madre: «El cielo no hace callejones sin salida para la gente»? ¿Acaso no le había dicho su marido, cuando empezaron las contracciones, hacía apenas cinco días: «Recuerda, Chun, podemos tener otros muchos bebés si es necesario»? ¿Acaso no le había dicho aquella mañana, cuando salía de casa con el bebé en el canguro que rebotaba suavemente contra la cadera y el vientre aún hinchado de Chun: «Recuerda, Chun, una niña es como agua que viertes»? ¿Y acaso ella no había asentido a sus palabras, como si estuviera de acuerdo con él, como si ella también creyera que una hija es como agua que viertes y dejas fluir?

La succión de la niña es débil, carece de vitalidad y, por un instante, a Chun le da un vuelco el corazón. Quizá sea un bebé enfermizo. Tal vez su succión débil es una señal de que no vivirá mucho tiempo. Chun casi sonríe al pensarlo. Si va a perder a su hija de todos modos, ¿no resultaría más fácil que fuera ahora que tiene sólo cinco días que más adelante, cuando tenga cinco meses o incluso cinco años? Pero entonces, como si le leyera el pensamiento, la criatura se engancha al pezón de Chun y empieza a succionar ruidosa y vorazmente. El bebé alza la mirada hacia Chun con unos ojos que hasta entonces no se habían fijado en nada en absoluto. Habían estado empañados y medio cerrados, como los de un gatito. Ahora el bebé posa su mirada solemne en el rostro de Chun y mama con fuerza de su pecho como si quisiera decir: «¡No, madre! ¡He venido para quedarme!»

Chun quiere apartar la mirada pero no puede. Madre e hija siguen mirándose hasta que la pequeña queda saciada. Da un suave hipido y afloja la boca sin soltar del todo el pezón. Parece que no quiera soltarlo.

—Tienes que hacerlo —dice Chun en voz baja—. Tienes que soltarla. —Las palabras van dirigidas a su hijita, pero, en cierto modo, parece que se las esté diciendo a sí misma.

El sol de poniente tiñe el cielo de un hermoso color lavanda y las nubes de violeta, magenta y azul grisáceo. Chun no se ha permitido ponerle nombre a este bebé. Pero en ese momento se inclina para besarle la cabeza a su hija y susurra:

—Xia… Nubes de colores.

El bebé ya está durmiendo y Chun lo acomoda en el capazo. Lo tapa con la manta de algodón y se cerciora de remeterla bien para que la niña esté abrigada. El capazo es el característico de su pueblo. Alguien que conozca su pueblo, que haya viajado hasta él durante siete horas por caminos secundarios junto a los campos de col rizada, reconocería el capazo. Verían a esa niña durmiendo en aquel capazo particular y sabrían de dónde viene. La manta también podría proporcionar una pista. Está confeccionada con pedazos de ropa de la propia Chun, con tela comprada en el pueblo. El algodón púrpura y azul marino habían sido sus pantalones y su blusa. Había cortado las prendas con cuidado en cuadrados que luego había cosido entre sí el día después del nacimiento del bebé, sabiendo lo que tendría que hacer. Pero una persona que hubiera visitado su pueblo podría saber que aquella tela provenía de allí.

Chun se reprende por su sentimentalismo. No es buena idea dejar pistas. Hace poco sorprendieron a su vecina cuando dejaba a su hijita en aquella misma ciudad en la que Chun se encuentra ahora mirando a Xia. Dicha vecina llevó a la niña hasta la puerta de la institución social y la dejó allí en una caja que había contenido melones de los que se vendían en el mercado del pueblo. Había dejado a la niña al alba y se quedó medio escondida detrás de los automóviles aparcados en el patio.

Cuando la directora de la institución llegó al trabajo, vio allí a la mujer y le dijo con severidad:

—¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo en este patio?

La vecina intentó salir corriendo, claro está, pero, ya fuera por miedo o por culpabilidad, se quedó allí paralizada detrás de los coches, agachada y temblando.

—¿Sabes que la ley me obliga a llamar a las autoridades si has dejado algo aquí? —dijo la mujer. Miró rápidamente hacia la puerta, donde estaba la caja con el bebé dentro.

—¿Es tuyo? —preguntó la mujer en un tono de voz más amable—. Me daré la vuelta y cuando vuelva a mirar en tu dirección, tú y tus pertenencias tendréis que haber desaparecido.

La mujer hizo precisamente eso. Se dio la vuelta y esperó varios minutos.

La vecina de Chun corrió hacia la puerta, tomó a su hija de la caja que había contenido melones y huyó de ese patio. Más tarde, al volver a casa hambrienta, cubierta de polvo y con la niña en brazos, su marido la abofeteó con tanta fuerza que la tiró al suelo.

«¿Qué otra cosa podía hacer el hombre?», preguntó el esposo de Chun cuando ella le contó esta historia, que le había sido referida por la propia vecina. Y Chun le había respondido: «Nada. No podía hacer otra cosa.»

Chun no le contó el resto de la historia a su marido. No le contó que el esposo de la vecina le había quitado el bebé y había emprendido él mismo el camino que se alejaba del pueblo. Dejó instrucciones a sus padres para que no dejaran entrar a su mujer en casa hasta que él regresara. Por suerte era verano y la mujer durmió en el jardín y comió los rábanos que crecían allí. Empezó a salirle leche de los pechos, se le pusieron duros y le dolían por la necesidad de amamantar a su bebé. Dentro, su hija mayor atisbaba por la ventana, curiosa al ver a su madre sentada sola en la tierra con unos grandes círculos húmedos que se extendían por su vestido de algodón. Pero la niña era demasiado pequeña para hacer preguntas o ayudar a su madre, que empezó a lamentarse a medida que pasaba el tiempo, le dolían y le rebosaban los pechos y su marido no volvía.

Aquella noche durmió fuera, en el suelo, y por la mañana desayunó rábanos; luego, enloquecida de dolor y pena, se desabrochó el vestido y se exprimió los pechos para sacar la leche aun cuando vio que su suegra la estaba mirando. Tenía el labio hinchado del golpe que le había propinado su esposo y aún notaba el sabor acre de la sangre. Y como sangraba por su parto reciente, se notaba el interior de las piernas pegajoso. Los pechos no parecían vaciarse de leche y le dolían aún más.

Aquella tarde, cuando su marido volvió a casa con las manos vacías, no la dejó entrar. Ni siquiera la miró. Sencillamente no le hizo ni caso. Los sonidos de su marido, su hija y sus suegros haciendo la cena y comiendo juntos, los olores del jengibre y la pimienta caliente, todo ello asaltaba sus sentidos. Los llamó pidiendo que la dejaran entrar, que le dieran comida. Pero hasta el día siguiente no apareció su marido en la puerta y le hizo señas para que entrara.

—¿Qué hemos aprendido de esto? —le había preguntado a Chun su marido.

Ella meneó la cabeza.

—Número uno —dijo él—: deja al bebé cuando sea de noche. Número dos: márchate. Número tres: no vayas al orfanato.

—Número cuatro —añadió Chun.

—¿Número cuatro? —preguntó su esposo, confuso.

—Número cuatro —dijo Chun—: no ames al bebé.

Es de noche. Es la hora.

Chun levanta el capazo con cuidado de no despertar a Xia. Sale de la arboleda del extremo del parque, cruza el césped y pasa junto a las abundantes flores en dirección al templete. Mañana es el primer día del Festival de la Flor y este parque ahora vacío se llenará de gente. Seguro que alguien encuentra el capazo de la distante aldea con la niña dentro y cuando vea el precioso regalo que contiene, sin duda llevará a Xia al lugar adecuado.

Le han dicho que no espere para asegurarse de que eso ocurre. Su esposo le ha advertido de que se marche. Pero la noche es tan oscura y el capazo parece tan pequeño, como un juguete, que llegado el momento Chun no puede marcharse. Se queda dudando en el parque oscuro y silencioso. ¿Tan terrible sería volver a la arboleda y esperar allí? Desde ese punto puede observar el templete. Podrá ver si una persona sale con el capazo en el que está Xia. No tendrá que contarle a su marido que ha hecho esto. Puede decir simplemente que la larga caminata la dejó agotada y que durmió un buen rato antes de emprender el camino de regreso.

Satisfecha con su plan, Chun vuelve a pasar junto a las flores, cruza el césped y se dirige a la arboleda. Coge el canguro en el que apenas unas horas antes llevaba a su hija recién nacida y lo enrolla para hacer con él una almohada en la que apoyar la cabeza. Al levantar la vista hacia lo alto ve que las hojas forman un dibujo parecido al encaje contra el cielo. Chun mira el dibujo y piensa en que no quiere volver a hacer este viaje nunca más.

El año pasado tuvo una hija a la que dejó en la comisaría de una ciudad distinta. El año anterior tuvo una hija que su marido había aceptado quedarse, a regañadientes. No quiere que se le vuelva a romper el corazón. ¿Cuántas hijas puede perder una mujer y seguir amando a su esposo? ¿Seguir haciendo la comida, cultivar las hortalizas y sonreír a los demás? Ya tiene el corazón roto en mil pedazos. Una hija quién sabe dónde. Otra en un capazo al otro lado del parque, esperando a que alguien la encuentre.

Y sin embargo, esa misma mañana, tan sólo cinco días después de que naciera este bebé, su marido le había sonreído y le había dicho «No tardes en volver», y Chun supo que lo que quería decir era: no tardes en volver para que podamos intentarlo de nuevo a ver si es un niño.

Pero Chun está segura de que ella está hecha para tener sólo niñas. Contempla las hojas y considera su dilema. ¿Una mujer puede rechazar a su esposo en la cama? ¿Puede negarle sus necesidades, su anhelo, su hijo? Chun no tiene respuestas. Sólo sabe una cosa: no puede abandonar a otro bebé.

Le pesan cada vez más los párpados y su mente va allí donde ella no quiere que vaya. El año pasado, cuando dejó a su hija de tres días en las escaleras de la comisaría, era enero y hacía frío. Lo que Chun teme es que, a pesar de las capas de ropa, a pesar de las mantas con las que había envuelto cuidadosamente al bebé, a pesar sus ruegos a los cielos para que protegieran a su hija, no la encontraran a tiempo y muriera de frío en la noche de invierno.

Al pensar en ello, Chun se despierta de golpe. Se incorpora con el corazón palpitante.

Aunque aún no ha amanecido del todo, los camiones están entrando en el parque. Chun se pone de pie precipitadamente. Tiene la boca seca y con mal sabor. Tiene las mamas llenas de leche. Se lleva la mano al pecho como si el pequeño gesto pudiera detener el fuerte latido de su corazón.

Unos hombres vestidos con ropa de trabajo color naranja salen de los camiones y empiezan a descargar sillas, rollos de tela y alguna clase de equipo. Se mueven en dirección al templete, y el sol naciente ilumina poco a poco sus figuras.

Chun oye entonces el sonido de unas voces excitadas. Uno de los hombres levanta su capazo y lo sujeta en alto, como si hubiera ganado un premio, y a continuación se lo da a los hombres de abajo. Xia se pierde en una imagen borrosa de color naranja. Chun espera sin saber qué hacer. Se da media vuelta para alejarse del parque y camina en dirección norte, hacia su casa, con pasos rápidos y decididos.

—¿Quién se quedará con este bebé? —pregunta Wang Chun en voz alta—. ¿Quién la acogerá y la querrá?

Por supuesto, no tiene respuestas. Sólo una madre puede amar a un bebé de la forma adecuada. Sólo una madre quiere de verdad a sus hijos. Una parte de ella quiere volver y gritar: «¡Ésa es mi hija!» Pero Wang Chun sigue andando con paso resuelto, alejándose.