Donde Amr se ejercita en la filosofía

—Hablabas de la ciudad ideal que Aristóteles soñaba —dijo Amr contemplando la seca alberca en el centro del peripato—. Sin embargo, Mahoma hizo de La Meca nuestra ciudad sagrada. Alejada del mar y de sus tentaciones mercantiles, viviendo de sus propias riquezas, La Meca es lo contrario de lo que tu filósofo imaginó. ¿Qué podría pues enseñarnos Aristóteles a nosotros, los musulmanes?

—Aristóteles afirmaba que el buen gobernante debía siempre sopesar la medida, lo posible y lo conveniente.

—¿Y en qué se adecuaba la Biblioteca de Tolomeo al pensamiento de su maestro?

—Reunir los libros de todos los pueblos del mundo permitía comprender mejor a esos pueblos, y de ese modo mantener con ellos relaciones comerciales muy lucrativas.

—¡Pero poseer tantos libros como estrellas hay en el cielo! Nada conozco más desmesurado, imposible e inconveniente a los ojos del Eterno.

—Los libros sirven, ante todo, para la instrucción. Aristóteles decía que la mejor de las ciudades era aquella que, por medio de la educación, inculcaba la virtud a los ciudadanos.

—Eso supone que los propios gobernantes sean virtuosos.

—Acabas de pronunciar, casi textualmente, las palabras del Filósofo. Tolomeo Soter era tan virtuoso y sabio como los reyes del Libro, David y Salomón.

—Blasfemas, anciano. David y Salomón escuchaban la palabra divina. Obedecían las órdenes del Todopoderoso.

—¿Sabes —intervino Rhazes al ver que la conversación tomaba un peligroso giro—, sabes que Tolomeo Soter había leído el Libro sagrado común a nuestras tres religiones, aquel que nuestros amigos llaman el Antiguo Testamento y nosotros dos, la Torá? Tolomeo lo hizo incluso traducir al griego, lo que provocó un milagro.

—No te creo, judío, pues formas parte de ese pueblo del que el Profeta dijo que había alterado aposta la palabra de Dios tras haberla escuchado.

—Rhazes dice la pura verdad —exclamaron a coro Filopon e Hipatia con tal acento de sinceridad que Amr quedó sorprendido.

—Tal vez mi juicio sea algo brutal —admitió—. Pero ¿por qué vosotros, los hebreos, consideráis tan a menudo la fe de los musulmanes (que creemos en el mismo Dios que vosotros) una ingenuidad o, peor aún, una tontería? ¿Acaso porque somos sólo un pueblo de pastores y de nómadas, gente pobre e ignorante que tiene como único templo las arenas del desierto?

—No te sabía tan pobretón, maese mercader —intervino irónicamente Hipatia—. Cuando venías aquí, antaño, tus ciento veinte camellos no llevaban espada ni Corán, sino hermosas piezas de seda y suaves bastoncillos de incienso. Por lo que a tu ignorancia se refiere, ¿no acabas de probarnos, durante toda esta disputa, que es muy relativa?

—¡Pérfida mujer! —exclamó Amr riendo—. Ora burlona, ora halagadora… ¿Piensas vencerme con semejantes argumentos?

—No intentamos vencerte —repuso la muchacha con gravedad—, sino convencerte. Convencerte de que quien destruyera estos lugares sería el peor de los criminales, ante Dios y ante los hombres. A Tolomeo le apodaban «Soter», el Salvador, pues más de una vez sacó a Alejandro de algún mal paso. Pero yo digo que merecía ese calificativo, sobre todo, porque salvó todo el saber del mundo en una época en la que reinaban las guerras y las devastaciones.

—¿Crees, pues, que el porvenir de los pueblos se construye sobre las adquisiciones del pasado?

—Es cierto, y al respetar la Biblioteca tú también podrías llevar merecidamente ese hermoso sobrenombre: Amr el Salvador.

—El antiguo mercader que soy prefiere construir que destruir. Pero, lo repito, vuestra Biblioteca me hace pensar en la torre de Babel. Reunir todos los escritos del mundo es un crimen tan grande como querer llegar al cielo. ¿No se dice en vuestra Biblia que, para castigar a los hombres por esa pretensión, el Altísimo los dispersó por la superficie de la tierra y embrolló su lengua común para que no se entendieran ya unos a otros?

—El Libro se divierte a veces con las palabras —intervino Rhazes—. En hebreo, el nombre «Babel» y el verbo «embrollar» se dicen del mismo modo.

—¿Me estás hablando de juegos de palabras? Si el Libro es la palabra de Dios, dice una sola verdad.

—Eso es, precisamente, lo que quería demostrar cuando te he hablado de la traducción de la Torá al griego. Permite que te cuente el milagro de la Biblia de los Setenta.

—Sea, pero mañana. Y tendrás que ser elocuente, pues no estoy seguro de que tu relato sepa convencerme.

Que pueda, sobre todo, convencer a Omar, pensó el emir mientras los tres alejandrinos se retiraban inclinándose ceremoniosamente. ¿Se atrevería entonces Omar a reiterar el crimen que le atribuyen, quemar los últimos escritos del Profeta?