Capítulo treinta y cuatro

Después de más de una década probó suerte y marcó el número de teléfono de Emily MacLeod. No obtuvo respuesta, pero sí pudo escuchar su voz en el contestador automático. El dolor de cabeza lo estaba destrozando. Sintió que se desintegraba por momentos mientras se encaminaba hacia la cocina en busca de una pastilla para tratar de calmar aquel dolor.

Leyó detalladamente, una y otra vez, lo que Clyde le había redactado en aquel informe. Se metió en la ducha para tratar de despejar su mente y empezar a planificar sus siguientes movimientos. Habría optado por haberse afeitado la incipiente barba que volvía a hacer acto de presencia como signo de identidad, pero finalmente no lo hizo. Se puso una camisa blanca y unos tejanos. Se preocupó de preparar una pequeña maleta con lo necesario porque, a pesar de que no sabía a ciencia cierta con lo que se iba a encontrar, estaba claro que tendría que alojarse en San Francisco. Tuvo en sus manos el manuscrito y su corazón le dijo que debía llevarlo consigo. Cogió las llaves de su Audi Q7 y salió por la puerta de atrás hacia el garaje, dispuesto a recorrer los casi seiscientos kilómetros que lo separaban de Amy. Esperaba que Clyde hiciera el comunicado lo antes posible. Lo único que le consolaba en aquel instante era que en Oak Creek su intimidad estaría salvaguardada.

La frondosidad de los jardines que rodeaban aquel lugar tenía más semejanza con un hotel de lujo que a lo que era realmente. Redujo la velocidad para acceder a la carretera secundaria que conducía al edificio principal de Oak Creek. Cuando se encontró frente a unas verjas altas de hierro rodeadas de cámaras de seguridad supo que su entrada en aquel lugar iba a ser más complicada de lo que creía. Confiaba en que su popularidad le sirviera de algo. Alguna de las cámaras debió detectar su llegada porque en ese momento una sosegada voz masculina le habló por los altavoces.

—Buenos días, bienvenido a Oak Creek. ¿En qué puedo ayudarle?

Liam abrió la ventanilla de su vehículo para hablarle al micrófono que quedaba a su altura.

—Buenos días. Vengo a hacer una visita a Amy MacLeod.

—Su nombre, por favor.

—Liam Wallace.

La voz al otro lado debió pensar que se trataba de una broma o quizás se trataba de alguien que curiosamente se llamaba igual que el actor escocés.

—¿Ha dicho usted Liam Wallace?

—Sí, efectivamente.

—Disculpe, señor Wallace, pero su nombre no se encuentra entre las personas autorizadas para visitar a la señorita MacLeod.

—Soy un viejo amigo de la familia. He tratado de contactar con Emily MacLeod, su madre, pero no contesta al teléfono.

—Me consta que la señora Emily MacLeod se encuentra aquí en estos momentos.

—Le agradecería que contactara con ella para que diera fe de que soy un amigo de la familia. Estoy seguro de que autorizará mi entrada. ¿Podría hacerme ese favor?

Un corto silencio.

—Tendrá que esperar —respondió finalmente.

—Puedo esperar. Le aseguro que tengo todo el tiempo del mundo.

—De acuerdo. Un momento, señor Wallace.

—Gracias.

Si alguna de las cámaras había enfocado su rostro, imaginó el revuelo que se debía haber formado al otro lado de aquellas verjas. Consultó el reloj en varias ocasiones. Habían pasado casi diez minutos cuando volvió a escuchar la suave voz.

—¿Señor Wallace?

—Continúo aquí, dígame.

—Puede pasar a visitar a la señorita MacLeod.

—Gracias.

Cuando las verjas se abrieron dejándole paso comenzó a sentir de nuevo la inquietud. Esa confianza en sí mismo que siempre le había caracterizado en su vida profesional parecía haberse esfumado para dar lugar a la más pesimista de las dudas.

El edificio que albergaba aquella distinguida institución era una mansión de estilo sureño. Conforme iba caminando hacia las escalinatas que le llevarían hasta el interior se fijó en la asombrosa serenidad que se respiraba en el ambiente. Había grupos de paseantes, que supuso que serían pacientes con sus familiares, así como pequeños equipos formados por cuatro o cinco personas que realizaban diversas actividades bajo la atenta supervisión de sus médicos, psicólogos o monitores. Nadie había advertido su presencia hasta que cruzó el umbral de la entrada principal y una mujer menuda de mediana edad se dirigió hacia él.

—Señor Wallace, acompáñeme por favor. Soy la doctora Haines —dijo tendiéndole la mano tratando de no dejarse amilanar por tan ilustre y portentosa presencia.

—Es un placer, doctora Haines. Le agradezco que me haya recibido sin cita previa.

Liam la siguió por un largo pasillo en el que se sintió objeto de todas las incrédulas y desconcertantes miradas de aquellos que se cruzaban a su paso. Haines sacó una tarjeta del bolsillo de su bata blanca y la pasó por una ranura que había junto a aquella puerta. Cuando ésta se deslizó ante ellos, Liam la siguió al interior de un agradable despacho con unas bonitas vistas.

—Tome asiento, por favor.

Liam obedeció y se sentó en un cómodo sillón de cuero frente a la gruesa mesa de roble que le separaba de Haines.

—Bien, señor Wallace. Sobra decir el revuelo que ha causado su presencia en este lugar.

—Espero no haber provocado ningún contratiempo.

—Con usted se ha seguido el mismo protocolo que con el resto de visitantes. Tanto nuestros pacientes como sus familiares y todo el personal que presta sus servicios en este lugar están obligados a respetar unas reglas basadas en el total respeto a la intimidad. Eso es algo que se cumple a rajatabla, se lo aseguro. Así que si usted cumple de la misma manera, estoy segura de que no vamos a tener ningún problema.

—Entiendo.

—Supongo que estará al corriente de todo lo sucedido a Amy MacLeod.

—De casi todo, creo. Después de más de diez años se me puede haber escapado algo, pero si se refiere a lo del accidente y lo de… —por un momento pensó que no podía continuar— la pérdida de su hija, sí, estoy al corriente.

—En ese caso es consciente del estado de conmoción emocional en el que se encuentra. Sufre una amnesia temporal probablemente provocada por el trauma sufrido. Apenas se comunica y no expresa emoción alguna.

—¿Es consciente de la pérdida de su hija?

—Sí, lo es. Repasa sus fotos en el jardín una y otra vez todos los días. Las enseña a otros pacientes y a los médicos. Sonríe cuando las muestra, pero después se echa a llorar.

—Dios mío… —musitó Liam mostrando un terrible dolor en sus ojos que no pasó desapercibido a la doctora.

—Emily MacLeod me ha confesado que hace muchos años que no tiene contacto con su hija.

—Es cierto.

—¿Y a qué se debe esta repentina visita, señor Wallace? Siento ser así de directa, pero me veo obligada a hacerle la pregunta.

—¿Va a seguir a rajatabla la regla del total respeto a la intimidad?

—Por supuesto.

—Entonces le diré que vengo a recuperar los diez años perdidos.

Emily cruzó el umbral de la puerta de aquella sala con mirada atónita ante la visita que le esperaba. Liam se levantó inmediatamente de su asiento quedándose sin palabras. Había tanto que decir y, sin embargo, no fue capaz de articular sonido alguno.

—Clyde me mandó una carta confesándomelo todo —murmuró Emily con la mirada de una madre inconsolable que ve cómo su única hija se hunde en un pozo sin fondo—. Sabía que tarde o temprano vendrías a buscarla. No me equivoqué contigo.

Liam se acercó a ella vacilante y la tomó en sus brazos. Los dos lloraron por dentro, recluidos cada uno en su propio sufrimiento.

—Tengo que verla, Emily —le rogó visiblemente turbado.

—No te recuerda.

—Cabe una posibilidad de que lo haga.

—Es posible. No lo sé, pero tengo fe en el hecho de que si hay alguien que puede sacarla de ese pozo en el que se está ahogando poco a poco, ése eres tú.

—¿Cómo puedes estar tan segura de algo así?

—Porque durante su estancia en el hospital lloró cuando le dedicaste el Oscar.

A Liam se le atravesó un nudo en la garganta. Se sintió confortado, pero prefirió no abrigar falsas esperanzas.

—He venido para quedarme y esta vez no voy a dejar que se marche.

La habitación de Amy tenía un precioso balcón con vistas a los jardines y al pequeño lago artificial que los rodeaba. Allí estaba ella sentada sobre un sillón de madera con cojines de suaves colores sujetando un libro entreabierto entre sus manos mientras miraba al vacío. Sólo podía ver su perfil. Llevaba el cabello suelto y algo más largo de lo que recordaba. El psicólogo que la atendía en ese momento la llamó para captar su atención.

—¿Amy?

Amy giró la cabeza hacia la voz que le hablaba y entonces Liam pudo verla al completo. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido, como si jamás hubiesen pasado aquellos largos años en los que ambos se habían estado haciendo las mismas atormentadas preguntas de respuestas sin sentido. Seguía estando preciosa, aunque su rostro se mostrara ojeroso y apagado y la luz de aquellos ojos verdes que recordaba hubiera desaparecido.

—Amy, tienes una visita. Alguien muy importante ha venido a verte —le dijo el doctor Smith.

Amy fijó la mirada en Liam durante breves segundos en los que el mismo Liam creyó que iba a desmayarse. Pero fue sólo eso, una mirada que no expresaba nada. Sintió una punzada de dolor en el pecho, pero no era un dolor físico. Era mucho peor.

—De acuerdo —dijo en un hilo de voz. Después volvió a fijar la mirada en el libro que tenía sobre su regazo y lo cerró.

El doctor Smith se dirigió a Liam.

—No se precipite, por favor, tenga paciencia. Si me necesita estoy en la habitación de al lado. Sólo tiene que pulsar este timbre. Y por favor, no la deje sola en ningún momento.

—No se preocupe. Lo tendré en cuenta. Gracias.

—Buena suerte, señor Wallace.

Se quedó a solas con ella. Durante muchas noches en vela había imaginado mil y una maneras de haberse reencontrado. Jamás imaginó que cuando lo hiciera no iba a ser capaz de reconocerlo.

Se encaminó indeciso hasta la terraza. No supo si tomar asiento a su lado porque observó que había vuelto a abrir su libro disimulando probablemente seguir enfrascada en su supuesta lectura. De pronto sintió calor y se deshizo de la chaqueta. Optó por apoyarse contra la barandilla mientras esperaba a que levantara la mirada de su libro. Sabía que tarde o temprano lo haría y no se equivocó. Aprovechó ese instante para romper aquel angustioso silencio.

—¿Puedo preguntarte qué lees?

Amy mantuvo la vista fija en el mismo lugar durante un fugaz momento antes de desviarla en su dirección.

Liam reprimió el deseo de lanzarse sobre ella y acogerla en sus brazos. Estaba sufriendo lo indecible viéndola allí tan cerca de él y al mismo tiempo más lejos que nunca, tan desamparada y sin poder hacer nada para remediar su dolor.

Amy lo miró directamente a los ojos y, por un momento, Liam percibió cierto brillo de esperanza, como si su cerebro hubiera despertado durante una milésima de segundo. Pero ese brillo que él creyó haber visto fue sólo un espejismo. De nuevo se dedicó a su novela.

—¿A qué has venido? —le preguntó sin haber respondido a su pregunta.

—Lo creas o no, necesitas hablar y a mí me apetecía charlar contigo, pero si no te apetece me puedo marchar. —Liam se retiró de la barandilla acercándose hasta la silla para volver a coger su chaqueta. Pensó que así la haría reaccionar, pero se equivocó porque ni siquiera se dignó a mirarlo. Desolado dirigió sus lentos pasos hacia la habitación.

—Robert Burns —dijo de repente.

Liam se detuvo aliviado. Se giró hacia ella que en ese momento se dedicaba a acariciar las páginas de aquel libro.

—«La historia es cuestión de supervivencia. Si no tuviéramos pasado, estaríamos desprovistos de la impresión que define nuestro ser. […] Si nos fuera dado el poder de vernos como nos ven los demás, de cuántos disparates y necedades nos veríamos libres». —Le recitó Liam sin dejar de mirarla a los ojos.

Sorprendentemente, Amy reaccionó con ojos repletos de asombro ante aquellas palabras. Acababa de leer aquella frase justo aquella mañana y ahora la escuchaba en boca de aquel hombre de bonita voz y fascinantes ojos.

—¿Poesía y canciones populares? —le preguntó mientras volvía a entrar en la terraza.

Amy asintió y volvió a rehuir su mirada.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy Liam Wallace —esperó alguna reacción, pero una vez más su esperanza se desvaneció— y he venido a ayudarte.

Esta vez Amy se levantó de su asiento y se dirigió a la balaustrada dándole la espalda.

—Nadie puede ayudarme —dijo en un débil susurro.

Liam permaneció detrás de ella, impasible y aparentemente entero pese a estar muriéndose por dentro.

—Te equivocas, Amy.

—No sabes nada de mi vida, una vida que ni yo misma soy capaz de recordar.

—Vuelves a equivocarte.

—No necesito ayuda. Quiero estar sola, por favor. ¿Por qué nadie puede entenderlo? —Empezó a temblar y Liam supo que estaba llorando. No podía soportarlo más.

—La Amy que yo conozco nunca habría dicho algo semejante. Habría pedido ayuda y, en vez de querer estar sola mientras llora, habría querido que la abrazaran.

Amy no se movió. Permaneció inalterable e inexpresiva.

—Tú no me conoces —le dijo.

—En ese caso tendrás que darme la oportunidad de hacerlo.

—Necesito tiempo —murmuró confundida y conmovida después de haber escuchado las palabras de aquel individuo.

—Tenemos todo el tiempo del mundo. No me voy a ir a ninguna parte —le respondió Liam posando una mano sobre su hombro. Notó cómo se estremecía bajo su contacto, pero no se volvió hacia él ni lo rechazó.

—¿Quién eres en realidad?

La pregunta sorprendió a Liam. ¿Acaso había recordado algo?

—Ya te lo he dicho. Soy Liam Wallace.

—¿Volverás mañana, doctor Wallace?

Liam fue pillado claramente fuera de combate. ¿Había una mínima posibilidad de que hubiera sentido algo? Quería creer en ello porque si no lo hacía no sabía cómo podría hacer frente a aquella situación. Quería volver a verlo. Aquello era un enorme avance. Estaba dispuesta a hablar y él estaba dispuesto a hacerle recordar aunque tuviera que hacerse pasar por un imaginario doctor Wallace. No quería marcharse de allí, pero sabía que era el momento adecuado. No quería arriesgarse y perder ese diminuto contacto establecido con ella.

—Volveré. Te lo prometo, pero llámame Liam, ¿de acuerdo?

Amy no respondió. Liam pulsó el timbre y en menos de diez segundos el doctor Smith apareció en la habitación. Liam le hizo una seña para indicarle que todo iba bien.

—Hasta mañana, Amy.

—Adiós, Liam.

El doctor Smith miró hacia la terraza y después a Liam Wallace que contemplaba la figura de Amy visiblemente perturbado.

Se marchó de allí despedazado, pero levemente alentado por la posibilidad de acortar un largo camino que finalmente supondría un nuevo comienzo.

Mientras tanto Amy, todavía conmocionada por la visita de aquel hombre, sintió una inexplicable sensación de dèjá vu. Un extraño estremecimiento la había invadido cuando había sentido el suave roce de su mano sobre su hombro. Se sintió aterrorizada a la vez que salvada por aquel simple gesto. De nuevo quiso hundirse en el más absoluto de los vacíos para olvidarse de todo, pero esta vez algo misteriosamente indescifrable se lo impidió.