Capítulo veinticinco

Amy, Chicago 1996 – 2000

Sabía que la ciudad de Chicago podría ser una buena oportunidad para empezar de cero. Y de hecho lo fue durante un largo período de tiempo. Se convirtió en una experta en todo lo concerniente a áreas relacionadas con el derecho inmobiliario y propiedad intelectual así como en otro tipo de negociaciones relativas a pequeñas sociedades de ámbito estatal o internacional. Trabajaba a destajo y a pesar del desmesurado interés de algunos de sus compañeros de departamento en hacerle partícipe de la vida social de Chicago, Amy no estaba por la labor.

Recordaba la dolorosa realidad de aquel lluvioso 23 de noviembre de 1995 como si hubiera sucedido el día anterior. Después de sorprender a Liam a la mañana siguiente con un suculento desayuno en la cama con motivo de su cumpleaños, ambos compartieron una sensual ducha que duró más de lo habitual. Llegó al despacho treinta minutos más tarde con media sonrisa en los labios, feliz una vez más de tener a alguien como Liam a su lado. Pero esa eterna sonrisa iba a desaparecer en cuestión de segundos. Marta, su secretaria, entró sin llamar.

—Un mensajero pregunta por ti.

—¿Quién lo manda?

—El sobre no tiene remitente y dice que no se irá de aquí hasta que te lo entregue en persona.

La mirada escéptica de Amy se convirtió en una mirada burlona y jovial. Pensó que se trataría de alguna artimaña de Liam. Tratándose del día de su cumpleaños y con su desbordante imaginación, estaba convencida de que se le habría ocurrido cualquier idea descabellada.

—Dile que puede pasar.

El mensajero entró y le colocó un sobre tamaño folio encima de la mesa. Después la miró como para cerciorarse de que efectivamente era Amy MacLeod y se marchó a paso rápido sin pronunciar palabra ni mirar hacia atrás. Amy sostuvo el sobre en sus manos y lo rasgó. Lo puso boca abajo para deslizar el contenido. Una sacudida hizo que su sillón giratorio se deslizara hacia atrás. El corazón comenzó a golpearle el pecho con violencia. Creyó que le faltaba el aire y cerró los ojos durante unos instantes como si de esa forma la imagen de aquella primera foto de Liam desnudo en brazos de otra mujer se pudiera esfumar de la memoria de sus retinas. Pero era imposible borrar aquella imagen. Había una última posibilidad. Podría tratarse de un montaje. Volvió a acercarse a la mesa para ver el resto de las fotos. Eran cinco en total. Una espectacular morena cuyo rostro apenas era visible de una forma completa porque en la mayor parte de las tomas la caída de su cabello o sus posturas lo impedían. Liam tumbado con ella colocada encima. Las manos de Liam sujetas por las de ella sobre sus nalgas. Liam con las piernas entrelazadas entre las suyas. Liam con las manos sobre sus pechos. Liam sentado de espaldas al cabecero de la cama mientras inmovilizaba la cabeza de ella sobre su entrepierna.

Las volvió a introducir en el sobre y las encerró bajo llave en su cajón. El dolor que la embargaba era indefinible. Sintió un serio estremecimiento que la llevó al pánico. No lo pensó y salió disparada de su despacho hacia el pasillo ante la mirada atónita de Marta y de todo el personal administrativo de la planta. Entró en los aseos como alma que lleva al diablo. Meryl y Pamela, del departamento de fusiones, chocaron de bruces con ella a medida que salían.

—¿Te encuentras bien, Amy? —preguntó Pamela asustada al ver el rostro descompuesto de su compañera.

Amy se volvió hacia ellas.

—Algo me ha sentado mal, si me disculpáis. —Cerró la puerta tras ellas.

—El escocés seguro que ha vuelto a dar en la diana y la ha dejado preñada —comentó Meryl riendo.

—Al final saldrá huyendo como todos. No iba a ser todo tan perfecto —añadió Pamela.

Amy vomitó todo el desayuno y probablemente algo de la cena de la noche anterior. Se fue al lavabo para refrescarse y tratar de recomponerse frente al espejo. Conservó la poca sangre fría que le quedaba para dirigirse al despacho de Patrick Murray.

Su secretaria le abrió la puerta del despacho de ciento cincuenta metros cuadrados de Patrick.

—¿Qué puedo hacer por ti, Amy?

—¿Sigue en pie la oferta de Chicago?

—Toma asiento, por favor.

—Estoy considerando de nuevo su oferta.

—¿Ha ocurrido algo de lo que yo no esté al corriente? No tienes muy buen aspecto. Cualquiera diría que acabas de cruzarte con un fantasma.

«Ojalá hubiera sido un fantasma», pensó Amy.

—Me he levantado esta mañana con el estómago algo revuelto pero se me pasará —respondió mientras tomaba asiento frente a su jefe.

—La oferta de Chicago sigue estando en pie. Pensaba que no querías abandonar San Francisco. Parecías feliz aquí. ¿A qué se debe este repentino cambio?

—Es hora de empezar a volar y si no tomo esta decisión ahora mismo, sé que nunca seré capaz de hacerlo. Si ese puesto está vacante quiero ocuparlo.

—No quiero inmiscuirme, Amy, pero si es un asunto personal el que te está llevando a este cambio de parecer, te rogaría que lo meditaras.

—No hay nada que meditar, señor Murray.

—En frío las cosas se ven desde otro punto de vista, te lo aseguro.

—Y yo le aseguro que ahora mismo soy un témpano de hielo.

—Tómate tu tiempo. Chicago va a seguir ahí.

—No hay tiempo. Quiero marcharme de aquí mañana mismo.

Patrick guardó silencio unos instantes examinándola atentamente.

—De acuerdo. Si es tu deseo, Alice se encargará de todo.

Amy se levantó y al mismo tiempo lo hizo Patrick.

—Si quieres hablar, puedes hacerlo. —Rodeó la mesa hasta acercarse a donde ella estaba.

—Se lo agradezco, señor Murray.

—Eres la vida de esta firma y te vamos a echar de menos. En los cuatro años que has estado con nosotros has aprendido a una gran velocidad. Te espera un gran futuro aquí y lo sabes.

—Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

—Sea cual sea la causa que te ha llevado a tomar esta impulsiva decisión, espero de corazón que no llegues a lamentarlo.

Amy también se estaba haciendo en silencio la misma pregunta.

—¿Puedo hacer algo más por ti?

—Hasta que pase algún tiempo no quiero que nadie sepa que estoy en Chicago. A todos los efectos quiero que conste que he presentado mi dimisión.

—Amy, no estarás huyendo… oh Dios… ese chico ¿no te habrá…?

—No, no… no saquemos las cosas de contexto, por favor. Él no es ese tipo de hombre. Por favor, señor Murray, no piense eso de él. No tiene nada que ver… se lo ruego, por favor. Sólo quiero marcharme de aquí y no puedo decir las razones. Espero que sepa respetar eso.

—De acuerdo, perdona si ha habido una errónea interpretación por mi parte.

Amy se dirigió hacia la inmensa puerta de roble y se giró hacia Patrick antes de abrirla.

—Gracias por todo una vez más.

—No las merece. Suerte, Amy.

Era tal el agotamiento después de sus inacabables jornadas laborales que en cuanto salía de la ducha y se servía una triste cena, caía rendida en la cama hasta la mañana siguiente. No deseaba tener tiempo para pensar ni para recordar. Echaba de menos las templadas temperaturas de California. Los inviernos de Chicago eran tan duros que aquélla era otra buena razón para permanecer en casa. Había cumplido veintisiete años, era joven y bastante atractiva a juzgar por las miradas que se posaban sobre ella a diario, un prometedor futuro en uno de los mejores bufetes del país, un coqueto apartamento cerca de Lincoln Park y una sólida cuenta bancaria. Sabía que no estaba sola. Tenía a su disposición a muchos buenos amigos que seguro llenarían los huecos de su solitaria existencia. Pero sabía que no era suficiente. El vacío se hallaba alojado en su alma, no en su vida.

Jorge Stich llegó en el momento en el que Amy creía erróneamente que ese vacío debía ser llenado. Era el nuevo economista fichado por Murray & MacBride desde las oficinas de San Francisco. Lo había conocido en alguna de las múltiples visitas que hacía a lo largo del año a la filial de Nueva York.

Tuvo que reconocer que al principio no se sintió atraída por él. Tenía unos rasgos marcadamente germánicos, cabello casi rubio, ojos azules y una sorprendente tez tostada. A pesar de aquellas características, se sorprendió la primera vez que lo oyó conversar en perfecto español. El aspecto severo y taciturno desaparecía en cuanto pronunciaba algunas palabras de aquel bello idioma. Resultó ser hijo de madre argentina y padre alemán. Por lo tanto dominaba a la perfección dos lenguas extranjeras además del inglés. Siempre que coincidían por temas de trabajo terminaban saliendo a almorzar o a cenar juntos y Amy logró encontrar después de mucho tiempo un cierto equilibrio. Se encontraba muy a gusto en compañía de Jorge. Si bien era evidente que estaba muy interesado en ella, no daba muestras de querer ir deprisa. En su vida profesional había podido comprobar que era resuelto y astuto pero sin dejar de ser cauto. Analizaba cada uno de los puntos a favor y en contra de cualquier situación sin precipitarse. Una vez analizado, esperaba pacientemente a que se dieran las circunstancias adecuadas para pasar a la acción. Esa misma táctica estaba utilizando con ella. Cuando en la fiesta de Navidad le dio la noticia de que había pedido el traslado a las oficinas de Chicago, ambos supieron que el tiempo de espera había finalizado. Aquélla fue la primera noche que pasaron juntos. El hecho de haber sido capaz de estar en brazos de alguien que no fuera Liam supuso para Amy un notable paso emocional que, sin duda, esperaba supusiera el punto y final a un capítulo de su vida del que deseaba deshacerse cuanto antes.

Todo tuvo lugar un frío viernes de diciembre del año 1997. Dos meses después, Jorge se fue a vivir con ella.

No había vuelto a tener noticias de Liam hasta aquella mañana de lunes de finales de septiembre de 1998. El New York Times que se hallaba sobre la mesa de su bonito despacho con vistas al lago Míchigan, se encargó de hacerle recordar. La publicación dedicaba dos páginas a la obra El novelista, estrenada hacía una semana en la ciudad de Nueva York.

SOLEMNE, ADMIRABLE, SUPERIOR,

SIMPLEMENTE MAGISTRAL LIAM WALLACE

Rezaba el titular a grandes rasgos. Su mirada se desvió hacía una preciosa foto que supuso formaría parte de alguna especie de álbum preparado para sus continuas audiciones por su agente. Sus ojos se fijaban en el objetivo de la cámara de forma que la persona que terminara observando la imagen creería sin duda que esa mirada estaba destinada a ella y a nadie más. Tenía el cabello algo más corto aunque en las fotografías de las escenas de su actuación que el diario publicaba, se mostraba algo más largo y con una incipiente barba que le daba un toque terriblemente seductor.

Su mente se trasladó en ese instante al día de su llegada a Edimburgo hacía ya cinco años. A esa primera vez que lo vio actuar en el Traverse Theatre y a la noche del estreno de su segunda obra. La noche en que supo que Liam ya pasaría a formar parte de su ser pasara lo que pasara. Cerró los ojos con la sola intención de borrar esas imágenes de sus pensamientos, pero supo que no era posible. Sintió un pequeño pellizco en la garganta cuando comenzó a leer las aclamadas críticas.

Cuando todas las esperanzas estaban perdidas ha ocurrido el milagro. Y el milagro tiene un nombre, Liam, acompañado de un glorioso apellido, Wallace. Este joven actor escocés de veintiocho años ha colgado el cartel de VENDIDO durante la primera semana de representación de la obra El novelista, dirigida por Max Benet, escrita por Paul Liebermann y producida por Izzie O’Balle y Jules Lagard. Broadway vuelve a brillar y no precisamente por sus luces de neón.

A pesar de ser una obra de presupuesto modesto, la puesta en escena es sencillamente prodigiosa. Si bien los tres restantes actores de reparto son igualmente elogiables, el retrato que hace el protagonista de un famoso escritor retirado en la plenitud de su carrera debido a una enfermedad degenerativa del cerebro es, damas y caballeros, para quitarse el sombrero. Hay momentos emblemáticos en los que el espectador permanece pegado a la butaca, extasiado y temeroso de que tan bella y perfecta interpretación llegue a su final. Liam Wallace es capaz de hacerte llorar, reír, odiar, amar y sentir con un solo gesto y una sola frase. Agradecemos a la providencia divina que no sea un actor fabricado, de ésos de estudio que aprovechan cualquier papel que se les ofrezca con el simple objetivo de ese fugaz momento de gloria. Liam Wallace ha nacido del teatro. En su ciudad natal, Edimburgo, ya han tenido el privilegio de disfrutar del talento desmesurado de su compatriota. Este brillante abogado convertido en actor lleva escondido entre nosotros varios años. Ha sido valiente, paciente y extremadamente lúcido porque ha esperado el papel que debe esperar un actor de raza como él.

Nuestra más sincera enhorabuena, Liam Wallace. Has entrado por la puerta grande, sin necesidad de arrastrarte bajo el fangoso barro de la alambrada. Bienvenido y buena suerte.

Amy sintió cómo las lágrimas acudían impunemente a sus ojos. Lo había conseguido. Su sacrificio no había sido en vano. Volvió a contemplar los fotogramas de las escenas de la obra. Sin poder evitarlo sus ojos se fijaron en su mano derecha y allí estaba.

«Tu forma de hacerme saber que no te has olvidado de mí cuando empieces tu carrera hacia el Olimpo será este anillo. Si lo llevas puesto en tus películas sabré que has pensado en mí».

A pesar de todo lo acontecido, lo había hecho. Había pensado en ella.