Capítulo veinticuatro

Los Ángeles, 20 de febrero de 2006

El público y la prensa autorizada reunida en los alrededores del Kodak Theatre parecieron sufrir una sacudida en el instante mismo en que Liam Wallace puso los pies sobre la alfombra roja. Era, sin lugar a dudas, el personaje más esperado, querido y elogiado de aquella edición. A pesar de haber acudido a cientos de festivales y eventos de todo tipo a lo largo de los años, se seguía sintiendo turbado y desconcertado ante aquellas expresivas muestras de desmesurado afecto. Precisamente la naturalidad, la llaneza y la espontaneidad que lo caracterizaban era lo que provocaba ese ferviente clamor del público.

Como era habitual acudió a la llamada de la prensa acreditada y se acercó a todos aquellos que habían aguantado allí durante horas para poder acceder al simple placer de observar en directo una de sus afables sonrisas.

Jane se sintió celosa y dichosa al mismo tiempo. Celosa por ver con sus propios ojos cómo los miles de personas allí congregadas aclamaban el nombre de su hermano sin cesar. Dichosa, precisamente por el simple hecho de que aquél cuyo nombre vociferaban era sangre de su sangre. Se deshizo de la mano de Liam para apartarse a un lado mientras periodistas y fotógrafos comenzaban las breves entrevistas de rigor.

James Wallace tomó del brazo a Jane mientras Clyde reunía a la mayor parte del reparto y equipo de producción de El juicio final alrededor de ellos. Se preguntaba cómo su hijo lograba mantener una conversación normal con un periodista mientras su vista quedaba prácticamente cegada por los incesantes disparos de los flashes de los cientos de cámaras que apuntaban hacia él. Transcurrió casi una hora hasta que se adentraron en el interior del teatro. Allí tanto James como Jane recibieron las muestras de condolencia por la reciente pérdida de Katherine Wallace por parte de numerosos actores, directores y productores, tanto nominados como no nominados pero asistentes igualmente a tan importante evento. Liam aprovechó un momento de tranquilidad para hacerle a Clyde una seña con la mano pidiéndole que se acercara hacia donde él se encontraba. Clyde se disculpó de Johan Stern, recientemente nombrado director de Arbroath Film Entertainment, para acudir a su llamada.

—¿Todo va bien? —preguntó Clyde.

—Sí, como la seda. Sé que no es el momento… pero quisiera saber en qué estado está el informe que te solicité.

Clyde no imaginó que eligiera precisamente una tarde como aquélla para hacerle semejante pregunta. Si hubiera tenido conocimiento del manuscrito que Liam acababa de terminar de leer hacía tan sólo unas horas lo habría entendido perfectamente. Tragó saliva y se aclaró la garganta antes de hablar.

—Liam, creo que no es el momento más adecuado para hablar de esto.

—Es el único momento que he logrado encontrar para preguntártelo. Esto es más importante de lo que piensas, Clyde.

—Pues lo siento, pero tendrás que esperar.

—¿Qué es lo que sabes? —El rostro de Liam se nubló reflejando una desconfianza brutal.

Clyde sintió que le faltaba el aire. ¿Lo estaba poniendo a prueba? ¿Estaba al tanto de todas sus artimañas y quería desenmascararlo de una vez por todas? No, no era posible.

—Liam, te lo ruego. Olvídate de todo por esta noche. Disfruta en compañía de tu hermana y tu padre del momento de gloria que puedes llegar a vivir dentro de unas horas. Haz que el resto del mundo disfrute de todo lo bueno que tienes que ofrecer en una noche como ésta. Cuando toda esta vorágine llegue a su fin te juro que contestaré a todas tus preguntas. A todas, sin excepción —tomó aire antes de continuar— y pase lo que pase después respetaré la decisión que tomes.

La perplejidad en la mirada de Liam era más que evidente. Quiso hacer una réplica a aquel pequeño discurso, pero Clyde no se lo permitió porque se giró para encaminarse hacia la puerta de salida que conducía hasta otra de las salas en las que otros tantos productores se disputaban un momento de su atención. Pero Clyde no tenía ganas de hablar con nadie. Dirigió sus acelerados pasos hacia las zonas de aseos y se encerró en uno de los baños privados. Le empezaron a temblar las manos y las apoyó encima del lavabo para tratar de calmarse. Vio su imagen reflejada en el espejo y sacudió la cabeza en señal de negación. No quería ver lo que se escondía detrás de su mirada. La agonía, la ansiedad y la continua intranquilidad que parecían querer consumirlo por momentos. Volvió a contemplar su imagen en el espejo y vio el rostro del periodista y novato manager sin escrúpulos que había sido hacía casi once años. Recordaba aquellos días de noviembre de 1995 con una claridad insoportable.

La noche de aquel 21 de noviembre fue sin duda una jornada que no dejaría lugar precisamente a la nostalgia de un agradable recuerdo. Aquel día Clyde se vio obligado a ponerle las cartas sobre la mesa a Liam. Después de un par de días en Los Ángeles y con la propuesta de un papel secundario pero con una cuota de pantalla prácticamente igualada a la del protagonista, las dudas comenzaron a hacer acto de presencia.

La cuestión era bien simple. La firma del contrato por parte de Liam implicaba tres meses mínimos de rodaje en China. Era cierto que el papel no resultaba todo lo interesante que Liam hubiera deseado, pero Clyde le repetía hasta la saciedad, con toda la razón del mundo, que para un actor de teatro como él que pretendía entrar en la industria del cine, aquélla era la mejor oportunidad de darse a conocer. De acuerdo, era una producción de corte político y de acción, pero iba a trabajar junto a actores con una filmografía a sus espaldas de la que él aún carecía, así que tenía que considerarse un afortunado.

Aquella noche, después de haber discutido, ambos se marcharon al hotel en el que se hospedaban ya que a la mañana siguiente Clyde lo acompañaría hasta el aeropuerto para tomar el vuelo de vuelta a San Francisco. Liam se fue directo a recepción para ver si tenía algún mensaje y lo tenía. De Amy.

Clyde decidió que tenía que jugar su última carta y se dirigió a uno de los teléfonos públicos que había en la planta baja. Marcó un número y rogó para que la persona al otro lado de la línea contestara. Oyó el clic al descolgar el auricular y posteriormente la dulce y aterciopelada voz de Celine, aunque su verdadero nombre fuera Samantha Parker.

—¿Recuerdas que me debías un favor?

—¿Qué te traes entre manos, Fraser?

—Un trabajo fácil, ésta vez con cámara incluida.

—¿Dónde estás?

—Beverly Wilshire.

—Vaya, creía que eran sólo rumores. Entonces es verdad que la fortuna te persigue.

Clyde hizo caso omiso a su comentario y fue directo al grano.

—Estaré tomando una copa con él en el bar. Nos encontrarás al final de la barra y cuando llegues ya tendrás el setenta por ciento del trabajo hecho. Te encargas del treinta restante en su habitación.

—Entendido —respondió Samantha con voz firme.

—No tardes —ordenó Clyde. Acto seguido colgó el auricular y se dirigió hacia Liam con una bondadosa sonrisa.

A pesar de que quería subir a darse una ducha y acostarse cuanto antes, no tardó en ser convencido para que se tomara una copa. Esa copa se convirtió en tres y en la tercera ronda Clyde aprovechó un despiste de Liam para diluir sobre el liquido una dosis de Valium que tumbaría a un elefante en menos de cinco minutos.

Justo en el instante en que Liam bebía el primer trago, Clyde hizo una seña a Samantha que se encontraba al otro lado del bar.

—Hola Clyde… no sabía que andabas de nuevo por Los Ángeles. Me alegro mucho de verte.

Una elegante joven vestida con un impecable traje sastre azul marino besó cariñosamente en la mejilla a Clyde ante la observadora mirada de Liam.

—Es un placer verte de nuevo.

—Liam, te presento a Samantha Parker. Es abogada igual que tú.

—¿Eres nuevo en la ciudad? —le preguntó mostrándole una amplia sonrisa.

—Ha venido a probar suerte. Además de fantástico abogado es un actor de talento —respondió Clyde en su lugar.

—Vaya, Liam, parece que Clyde tiene mucha confianza en ti.

—Tiene más fe que yo en todo esto, te lo aseguro. —Liam cerró los ojos y volvió a abrirlos de par en par. Volvió a beber un trago de su copa.

—A veces tengo la impresión de que quiere tirar la toalla demasiado pronto.

—La palabra perdedor no existe en el vocabulario de esta ciudad —añadió risueña Samantha.

Liam sonrió y trató de decir algo, pero evidentemente no pudo. Perdió un poco el equilibrio y tuvo que sujetarse al filo de la barra.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Samantha apoyando la mano sobre su brazo como para sostenerlo.

—Hacía tiempo que no… —Se volvió a llevar la mano hasta las sienes para retirarse el cabello que le caía sobre la frente—. Ufff, supongo que ha sido el alcohol. Es la tercera copa… —Volvió a perder el equilibrio—. Creo que será mejor que suba a dormir.

—No me quedaré tranquilo hasta dejarte sano y salvo en la cama. Samantha, ¿te importaría acompañarme?

—No es necesario —logró decir Liam mientras se ponía en marcha, pero de nuevo Clyde tuvo que sujetarlo—. Dios… me encuentro fatal.

—No puedo yo solo con un escocés de metro noventa; lo quieras o no necesito la ayuda de alguien.

—Tranquilo, no pienso contar esto cuando te hagas famoso —bromeó Samantha mientras dejaba que se apoyara sobre su brazo.

Cinco minutos después Liam estaba tumbado sobre la cama de su habitación. Samantha acabó en poco tiempo el treinta por ciento de su trabajo con la ayuda de una cámara de disparo automático situada sobre una mesa colocada en un ángulo bien visible de la estancia. Disfrutó plenamente mientras desnudaba aquel cincelado cuerpo y lamentó profundamente no poder gozar de él en unas condiciones más óptimas.

Cuando todo acabó no pudo evitarlo y se lo preguntó a Clyde.

—¿Por qué lo has dormido? ¿Acaso ya no confías en mi capacidad de seducción?

—Ni tú con toda tu belleza, inteligencia y capacidad; ni siquiera Escocia con todo su whisky habrían logrado que cediera —le respondió Clyde.

—¿Por qué?

—Por una razón muy sencilla. Sólo tiene ojos para una mujer.

Clyde tuvo que aporrear la puerta de su habitación para despertarlo a la mañana siguiente. Menuda forma de empezar a celebrar la víspera de su cumpleaños. Se encargó de meterlo en la ducha, bien fría, para despejarlo. Llamó al servicio de habitaciones para que le subieran un café bien cargado con algo de comida. Afortunadamente tardó menos de lo que pensaba en recuperar su estado habitual y Clyde respiró tranquilo aunque angustiado cuando lo vio desaparecer para encaminarse hacia su puerta de embarque.

A pesar de que en el U. S. Bank le habían dado tres días para asuntos personales, se fue directamente hasta sus oficinas. No quería abusar de la confianza que estaban depositando en él así que aprovechando que había llegado a San Francisco en el primer vuelo de la mañana, no pasó por casa y se fue directamente hasta su despacho.

Una vez sentado frente a su mesa con otra taza de café en la mano para tratar de despejarse, marcó el número directo de Amy en Murray & McBride. Necesitaba escuchar su voz de nuevo. Necesitaba oír cómo le decía que había tomado la decisión correcta. Necesitaba saber que le comprendía. Pero no fue posible porque quien contestó al teléfono fue Marta Blinks, su secretaria. Amy pasaría toda la mañana en los juzgados. No le dejó ningún mensaje. La vería directamente en casa.

Anthony Hopkins guardó silencio durante unos breves segundos mientras abría el sobre que contenía el nombre del ganador del Oscar al mejor actor principal. La tensión de los cientos de personas asistentes al grandioso Kodak Theatre era patente. La expresión de los cuatro actores nominados aparentaba ser más relajada aunque era más que evidente que los latidos de sus corazones debían de estar escuchándolos el mismísimo Hopkins desde el escenario.

—Y el Oscar es para… —nuevo silencio con maliciosa sonrisa por parte del genial actor galés— Liam Wallace.

Liam sintió que le faltaba la respiración. Tomó aire mientras notaba como Jane lo agarraba con fuerza de la mano. El teatro estalló en un descomunal aplauso mientras se ponía en pie abrazando a su hermana que ya estaba empezando a notar la humedad en sus ojos. A continuación, el abrazo efusivo de su padre mientras le decía al oído: «Guarda algo de tus energías porque tu nombre volverá a ser pronunciado dentro de unos minutos». John Speedman, el director, así como Clyde Fraser se fundieron también con él en un gran abrazo.

Cuando salió al pasillo pudo comprobar cómo el auditorio se ponía en pie. Creyó que sus extremidades no le respondían a medida que se acercaba al escenario para recibir de las manos de Anthony Hopkins la ansiada estatuilla mientras se fundía con él en un caluroso abrazo.

Al verse frente al atril ante la flor y nata de la industria de los sueños, sintió que su vida de repente pasaba frente a sus ojos como una presentación de Power Point. De nuevo se hizo el silencio. Liam se aclaró la garganta antes de hablar. Miró con devoción la estatuilla que sujetaba en su mano. Acto seguido, se dirigió al público.

—Esta noche no voy a contar ninguna anécdota sobre mi vida que os haga reír porque como ser humano que soy me temo que también he tenido anécdotas bastante tristes. Además, como todos sabéis, la brevedad no es precisamente uno de mis fuertes a la hora de hablar de algo.

Esperó varios segundos a que las risas de los asistentes se apagaran.

—Hoy iré al grano si no quiero que el «jefe» me dé un tirón de orejas cuando salgamos de aquí.

El auditorio volvió a reír ante el comentario mientras todas las cámaras enfocaban el rostro del Director de la Academia.

—Al subir a este escenario para recoger el más codiciado premio que un actor tiene el privilegio de recibir, he tenido una sensación de vértigo impresionante. Supongo que debe de ser una sensación parecida a la del piloto que pierde el control de su avión y ve que no puede hacer nada para detener el inevitable final. En ese momento ve pasar su vida como una película de varios segundos. Ésa es la sensación que yo acabo de tener, pero con la diferencia de que para mí no es el final. Esto es sólo el principio. Sé que este Oscar es el regalo recibido después de muchos años de entrega absoluta por parte de muchísima gente que ha estado a mi lado y que quizá lo merece más que yo. Os aseguro que de ninguno de ellos me olvido. Pero siento tener que deciros que si hay alguien que de verdad merece mi total rendición y agradecimiento es mi familia.

Las lágrimas afloraron en los ojos de James y Jane. Después, Liam miró hacia el imaginario cielo del Kodak y levantó la estatuilla.

—Va por ti, mamá.

Cuando el nombre de Liam Wallace, junto al de Clyde Fraser y Scott Fairfield, volvió a ser pronunciado por su compatriota Sean Connery anunciando así el Oscar a la mejor película del año, el Kodak Theatre pareció venirse abajo. Aquélla era la sexta estatuilla que lograba El juicio final después de haber conseguido la de mejor guion original, mejor fotografía, mejor actor principal, mejor banda sonora y mejor dirección.

La totalidad del público asistente esperó a que Liam tomara la palabra después de que lo hubieran hecho sus compañeros de producción para levantarse de sus asientos al unísono y elevar aún más el tono de sus aplausos. Tuvo que esperar durante más de un minuto a que aquellas muestras de elogio se amortiguaran para poder pronunciar su último discurso de la noche. Fraser y Fairfield se apartaron a un lado para dejar que el líder indiscutible de la velada pudiera dirigirse a su fervoroso público.

Una vez recobrado el silencio del auditorio, Liam sintió nuevamente cómo el mundo se paralizaba bajo sus pies. Miró a Scott Fairfield, el primero que había tenido una fe ciega en aquel genial proyecto. Seguidamente miró a Clyde que lo contemplaba orgulloso, si bien su mirada expresaba una inexplicable congoja. Recordó a Izzie O’Balle, la primera persona que le había dado una auténtica oportunidad en Broadway y que sabía estaría pegada al televisor junto a Miles desde su apartamento de Londres. Finalmente dirigió sus ojos a su padre y su hermana.

—La primera vez que puse los pies en un escenario apenas tenía doce años —tomó aire antes de continuar— pero tuve que esperar hasta los veintiuno para que el Traverse Theatre de Edimburgo me diera la primera oportunidad de convertirme en actor amateur y ser pagado por ello. Estoy orgulloso de mi profesión. Pero como todo en esta vida, los altibajos vienen y van. A lo largo de este camino a veces empinado, he contado con la ayuda y el respeto de la mayoría de los que estáis hoy aquí a pesar de los errores cometidos. Sin embargo, no puedo abandonar este escenario sin dedicar este Oscar a una formidable escritora que enterró su sueño para que yo alcanzara el mío. Ella es la única responsable de que yo esté aquí esta noche. —Se aclaró la garganta antes de volver a hablar. Sujetó la codiciada estatuilla y la levantó dirigiendo su mirada hacia las cámaras que lo enfocaban—. Espero que no sea demasiado tarde para interpretar lo que tú escribes. Donde quiera que estés, este Oscar es para ti.

Emily MacLeod descansaba adormilada en el sofá de su casa en Pacific Heights, el que había sido su hogar desde el nacimiento de Amy. Había pasado toda la tarde en el hospital y había regresado a casa con la sola idea de despejarse y darse una ducha. Se había tumbado cinco minutos para estirar las piernas. El cansancio y tensión acumulados después de los terribles acontecimientos acaecidos volvieron a hacer acto de presencia. Sintió que le pesaban los párpados y cuando parecía que el sueño iba a vencerla del todo, el sonido del teléfono le hizo pegar un brinco. Contestó al segundo timbrazo.

—Dígame. —Su voz sonó angustiada cuando advirtió en la pantalla de dónde provenía la llamada.

—Señora MacLeod. —La inquietud en la voz de la doctora Jackman la puso en alerta.

—¿Qué ha ocurrido?

—No es nada significativo, pero parece haber mostrado la primera emoción.

—¿Ha hablado? —Emily quiso tener esperanza.

—Ha llorado. —La doctora Jackman tardó en responder.

Emily guardó silencio. ¿Habría empezado a recordar?

—Ha ocurrido durante el cambio de turno de la enfermera de guardia. Maggie Stevenson ha entrado a hacer una nueva ronda antes de marcharse. Se había formado un gran murmullo por lo del Oscar de Liam Wallace. Ya me entiende… algunas son muy jóvenes y mientras hacen su trabajo han estado pendientes de lo que se decía en las televisiones de algunas de las habitaciones. Ha comenzado a llorar justo en el momento en que Liam Wallace dedicaba su segundo Oscar de la noche.

—Dios mío… —murmuró Emily.

—Se ha quedado petrificada mirando la imagen del televisor y ha empezado a llorar desconsoladamente.

—Estaré allí en veinte minutos. Por favor, haga lo que esté a su alcance para mantenerla… aunque sea con esa emoción.

Emily no dio lugar a respuesta alguna y colgó el auricular.

Los primeros resúmenes informativos de la recién finalizada entrega de los premios de la Academia estaban teniendo lugar en el momento en que Emily salía del ascensor de la segunda planta del hospital. Se detuvo al escuchar la voz de Liam procedente de una de las habitaciones que aún continuaba con el televisor encendido.

«… una formidable escritora que enterró su sueño para que yo alcanzara el mío…».

Se detuvo para escuchar de nuevo retazos de aquellas palabras pronunciadas por el hombre que podía haber evitado que su hija terminara en la cama de un hospital esperando a despertar del letargo emocional en el que se encontraba.

«… espero que no sea demasiado tarde para interpretar lo que tú escribes. Dondequiera que estés, este Oscar es para ti…».

Cuando hizo acto de presencia en la habitación, la doctora Jackman sostenía la mano temblorosa de Amy entre las suyas. Le ofreció una tranquilizadora sonrisa mientras se levantaba para cederle su lugar.

—Siento decirle que no ha vuelto a mostrar reacción alguna. Ha sido algo inexplicable. Es como si… como si un hilo invisible la hubiera conectado con la imagen del televisor. Sé que es una locura pensarlo pero ha dado la impresión de que es a su hija a la que Wallace ha dedicado el Oscar. Es una tontería, lo sé, pero verla con esa mezclada expresión de inmenso dolor y ternura en sus ojos ha sido algo difícil de asimilar.

Emily guardó silencio desviando los ojos de la mirada atenta de la doctora. ¿Cómo iba a confesarle que efectivamente, el hombre más emblemático, admirado y deseado del mundo del celuloide de los últimos años, acababa de dedicarle a una desconocida paciente unas palabras que habían escuchado millones de espectadores en todas las televisiones del globo?

—¿Puede que le haya recordado algo? ¿Tiene usted alguna idea de qué puede significar? —preguntó la doctora aún impactada por lo que había presenciado.

—Es posible que le haya recordado algo, pero desgraciadamente yo estoy tan confundida como usted —mintió con la única finalidad de proteger a Amy e incluso al mismo Liam.

—No tiene sentido que permanezca aquí por más tiempo. Afortunadamente ya está prácticamente recuperada de las magulladuras y otras contusiones superficiales. Sé que hay otros daños irreparables y que tendrá que vivir con ello, pero existen otras opciones. Son las heridas emocionales de las que no se puede recuperar de la noche a la mañana.

—¿Cómo puede llamar a esto herida emocional… después de…? Lo siento… yo…

La doctora Jackman la tomó del brazo con afecto.

—Sé que no hay cura para eso —le interrumpió suavemente— pero lo que necesita ahora es ayuda psicológica y aquí no podemos proporcionársela de forma adecuada. Existen centros especializados para tratar estos casos.

—¿A qué clase de centros se refiere?

—Cuando usted me dé su autorización organizaré su traslado a Oak Creek.

—Pero Oak Creek…

—No es la clínica de reposo que usted imagina. Tienen uno de los mejores equipos del país con resultados bastante esperanzadores para personas que han pasado por una situación traumática como la de Amy. Sus programas tienen unos resultados excelentes.

Emily contempló la mirada ausente de su hija para depositar después sus ojos en la única persona que parecía estar ofreciéndole una vía de escape.

—No hay necesidad de que tome la decisión ahora. De veras que sé lo duro que está siendo todo esto. Tómese el tiempo que estime necesario. Estaré fuera por si me necesita.

La doctora Jackman ofreció su mano amiga a aquella mujer que en la última semana parecía haber envejecido diez años. Emily la apretó entre las suyas con lágrimas en los ojos.

—Le prometo que haré todo lo posible para que su hija esté en las mejores manos. Será un largo camino pero el tiempo, afortunadamente, es el único que logra cerrar las heridas aunque éstas no lleguen nunca a desaparecer del todo.

—Gracias, doctora. ¿Cómo voy a agradecerle todo lo que está haciendo por nosotros?

—Ver a Amy recuperar la sonrisa. Ése es el mayor premio que podríamos obtener. Es mi trabajo y estamos aquí para eso.

—Gracias de nuevo de todas formas.

La doctora Jackman abandonó sigilosamente la habitación mientras Emily tomaba asiento al lado de Amy. La cogió de la mano y la miró a los ojos. Aquellos ojos apagados y sin vida que hacía pocos minutos habían derramado lágrimas en recuerdo de Liam.

Sus pensamientos se trasladaron a la decepción de aquel maldito 23 de noviembre de 1995. Cuando Amy volvió de Escocia a finales del mes de junio del año 1994, jamás imaginó que Liam terminaría siguiéndola hasta San Francisco dos meses después. No le sorprendió que le anunciaran que se iban a vivir juntos al pequeño apartamento que Amy había alquilado en Marina District a los pocos días de haber firmado su primer contrato con la firma Murray & MacBride y después de haber prestado sus servicios durante casi dos años como pasante antes de graduarse. Nunca había visto a su hija tan convencida de algo. Liam resultó ser un chico maduro y responsable para su edad. Parecía ser un hombre de principios y con los pies en la tierra. Paradójicamente esos principios y esa madurez desaparecerían al cabo de unos años. Al menos en aquella época tuvo la decencia suficiente de buscarse un empleo bien remunerado aunque no tuviera nada que ver con la brillante carrera universitaria que lo respaldaba. Cuando decidieron trasladarse a un apartamento más amplio en Nob Hill no permitió que su hija corriera con la mayor parte de los gastos y aquel gesto le honró. Un agente londinense afincado en Los Ángeles había contactado con Liam después de haber tenido conocimiento de las buenas críticas vertidas sobre sus magníficas actuaciones en el Traverse Theatre de Edimburgo. A mediados de aquel mismo año comenzaron los viajes esporádicos de Liam a Nueva York o a Los Ángeles para asistir a todo tipo de audiciones.

Fue entonces cuando comenzó a percibir cierta intranquilidad en la actitud de Amy. Cuando le preguntó las razones, descubrió aliviada que en realidad la única causa de la ansiedad de su hija era la responsabilidad emocional que llevaba sobre sus espaldas. El hombre al que amaba había abandonado su país, sus amigos, sus costumbres, su familia, incluso un prometedor futuro como letrado, por seguirla a ella en el intento de probar suerte en el mundo al que Liam creía pertenecer realmente.

A pesar de que Liam le había repetido una y mil veces que la principal causa de su marcha a San Francisco era estar con ella, Amy nunca logró alcanzar el aplomo suficiente para aceptar la posibilidad de un posible fracaso en su intento de conseguir abrirse camino en el mundo de la interpretación en Estados Unidos. Tenía miedo de que tirara la toalla o de que simplemente decidiera volver a Escocia, cosa que ella misma también se había planteado. Si él lo había dejado todo por ella, ella estaría dispuesta a volver a hacer lo mismo. Ambos parecían estar satisfechos con sus vidas. Eran jóvenes, sobradamente preparados, tenían trabajo, vivían en un lugar encantador y tenían toda la vida por delante para conseguir todo lo que se propusieran. Sin embargo, había una pieza clave en sus vidas con la que ninguno de los dos había contado. Clyde Fraser.

Cuando Amy se presentó en casa aquel jueves de noviembre a las once de la mañana con el rostro desencajado por la tortura de la incomprensible e inexcusable infidelidad de Liam, Emily tuvo que admitir que la etapa más dichosa de la vida de su hija había llegado a su fin.

Su hija jamás se atrevió a enseñarle las fotos de la discordia. A pesar del daño infligido por Liam, no quería que su madre se llevara grabada esa última imagen de él. Emily reflexionó una y mil veces con su hija sobre la persona que podía estar detrás de todo aquello.

Sabía que Liam había rechazado papeles que no le interesaban por ser totalmente mediocres. También estaba al tanto de la posibilidad de que Liam tuviera acceso a un primer papel carente de contenido dramático pero con gran proyección mediática. Su negativa a pasar dos meses de rodaje en China lejos de Amy fue motivo de una disputa bastante grave con Clyde Fraser. Si no se firmaba el contrato no sólo salía perjudicado Liam. También el astuto Fraser salía perdiendo. Aquel hombre estaba viendo que la posibilidad de hacer dinero con el joven escocés se le iba de las manos. Y todo por una mujer.

Pero Amy nunca quiso meditar sobre sus cavilaciones. No dio marcha atrás en su precipitada decisión de marcharse a Chicago. Sabiendo que Liam acudiría allí en su busca, Amy se marchó al apartamento de su amiga Mary Stewart mientras en Murray & MacBride agilizaban los trámites para su traslado. A pesar de que Liam acudió allí esa misma noche totalmente destrozado y desconcertado por la nota que le había dejado Amy, Emily no pudo hacer nada por él. Todo había acabado.